domingo, 27 de noviembre de 2011

Homero da para todo

"Monumento al Diablo de Giovanni Pappini", libro que tendría que leer de nuevo. Algo en él me sacudió y me llevó a usar toda esta pintura nada más que para poder darme el gusto de esconder la sonrisa disimulada del demonio de la estatua, pero no puedo recordar qué. Puede que yo tenga Alhzeimer, es cierto, pero por lo menos no tengo Alhzeimer...


Ahora el cuento. Si no toman la sopa no hay postre, qué joder!
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FIDELIDAD:

            En oportunidad de un banquete en Palacio se discutía sobre la fidelidad femenina.
            Polos inevitables del tema eran Odiseo, por la ya proverbial lealtad de Penélope, y Panurgo, un su invitado, por sus no menos proverbiales cuernos.
            Odiseo, orondo, se abstenía de intervenir, pero Panurgo alzó su voz para dar su opinión. Las burlas llovieron sobre él, cuestionando su autoridad en el tema, pese a lo cual Panurgo, más frío y sonriente de lo esperado, insistió así:
            -“¡Fidelidad, fidelidad, fidelidad…! ¿Quién más capacitado que yo? ¿Quién se ha preocupado más por el tema, quién ha pasado más noches sin dormir o más días sin comer, pensando en ello, buscando sus causas y sus remedios?”-
            -“¡Nadie!”- gritó alguien, y Palacio retumbó con la carcajada que siguió (aunque, de haber tenido presente la aventura del cíclope, se debería haber tenido más cuidado antes de hacer la broma usando el alias del dueño de casa). Cuando el ruido disminuyó pidieron sabio y viejo Panurgo, filósofo de los cuernos, danos por favor el fruto de tu ciencia, tan clara y tan  eficiente.
            -“Poco tengo para decirles. Poco se sabe.- apuró un copón de vino- Quizá una de las cosas que más me interesó, siempre, es el orgullo que los hombres sentimos por la fidelidad de nuestras mujeres, (-¡No hables por ti!- se escuchó entre risas) o la vergüenza que nos provoca su falta. Parecería que la lealtad de ellas fuese mérito nuestro, como si la calidad del hombre se hiciera visible en el accionar de la mujer. Como si no tuviese nada que ver con la hembra”.
            “Por supuesto, todo el mundo habla de mujeres fieles e infieles, y la ley les prescribe castigos y sanciones a las adúlteras, pero la realidad es que, cuando la esposa es fiel, el marido se envanece como si hubiese tenido mucho que ver con ello, mientras que, si no lo es, el deshonor y la vergüenza lo abruman”.
            “¿Por qué? ¿Tan falta de alma está la mujer que se envilece o se honra involuntariamente, según la virtud de su esposo? ¿La nobleza del varón se aprecia en su mujer, su mediocridad se delata en la indecencia de ella?”
            “Y sin embargo, todos conocemos santos varones engañados, y también  miserables canallas cuyas hembras les fueron fieles a pesar del hambre y de las palizas. Sabemos de hombres valientes y viriles a quienes sus mujeres los engañaron regularmente, y de miserables canijos cuyas esposas fueron amantes y leales hasta la muerte. ¿Es por Amor, quizá? ¿Existe tal cosa? Y si la hay, ¿hay que admirar al hombre que sabe causarla y encadenar con sus lazos a su mujer? ¿Es más recto, más valiente, más honorable, más digno por eso, o es apenas más astuto en los caminos del corazón femenino?”
            “Y si todo no fuese, después de todo, más que una cuestión de amor ¿puede alguno de los presentes jurar por las rodillas de su padre que no conoce ningún caso de amantes traidores, o que no traicionó amando?”-
            Otro breve silencio. Algún murmullo, algún tarascón a una pata de carnero, algún tragar vino sin cuidado, pero ninguna opinión. Panurgo no miraba a Odiseo, pero éste  mantenía fija su vista en el viejo. Y callaba.
            -“Yo creo que hacemos mal en enorgullecernos o en avergonzarnos por la exclusividad del coito con nuestras mujeres. Hay algo en cada mujer, no sé si llamarlo virtud o falta de audacia, que la lleva a ser fiel. Y, hombres, ya seáis cornudos o no, haríais bien en despreocuparos de ello porque, si bien hay muchísimas cosas que pueden hacerse para empujar a una dama a la traición, no hay ninguna, ninguna en absoluto, que pueda impedirlo si está destinada y decidida a ello.”-
            Dos o tres voces se alzaron en apoyo a Panurgo, otras dos o tres se pronunciaron en su contra, y el griterío se generalizó.
            Odiseo, repantigado en su asiento, callaba entre regüeldos vinosos.

            Héroe vivo, mito real, Odiseo era uno de los hombres más confiados en sí mismo que hayan existido jamás. Había alcanzado la edad madura con fama de sabio y valiente, amado y temido, rey y vencedor de su destino.
            El sol de la mañana se clavó en el centro de su calva cabeza, precisamente allí donde el vino negro le había instalado un demonio de dolor. Su vientre caído y fofo pendía sobre sus piernas varicosas y arrugadas. Al pararse y bajar del lecho sintió como si tuviese una medusa viva en el vientre. Fue a orinar y, mientras sostenía su miembro fláccido en la mano, dudó entre forzar un vómito o no. Decidió esperar; quizá el transcurrir del día lo mejorase sin necesidad de ello.
            Ya vestido, fue a sentarse a la sombra de un árbol. Se sentía desasosegado, y no era sólo el efecto del banquete.
            Las palabras de Panurgo lo rondaban; lo que Panurgo había callado lo atormentaba.
            Admitió ante sí mismo que, aunque hasta ese momento la había considerado apenas una más de sus hazañas menores, la fidelidad, el ya mito de la lealtad de Penélope, lo había ayudado a estar mucho más satisfecho de sí. Era una anécdota secundaria, es cierto, en el imponente poema de sus aventuras, pero comprendía -con ese innato sentido estético griego- que redondeaba, completaba, le daba marco a su historia y la de su viaje, amén de agregar el éxito conyugal y viril a sus atributos de astucia y coraje. Cayó en cuenta, además, de que si su esposa lo hubiese abandonado mientras él luchaba contra cíclopes y hechiceras, todo su valor no habría bastado para rescatarlo del fracaso y la tragedia. La Odisea no hubiese tenido final feliz. Odiseo hubiese pasado a la posteridad como un pobre loco que perdió su hogar y su amor en la búsqueda de irresponsables tonterías.
            La diferencia entre épica y drama pasó, supo entonces,  por entre las piernas de su esposa.
            Esa mañana, en cambio, el tema lo perturbaba.
            Penélope, en eso, pasó ante él, madura ya pero aún bella, dueña de un elástico y elegante andar de hembra felina. Odiseo, -el lado zorro de Odiseo, siempre listo a crear artimañas- urdió automáticamente varios planes tendientes a aclarar el misterio que había creado Panurgo. Los descartó casi de inmediato. A pesar de la imponente feminidad de Penélope, era difícil que una mujer cayese a su edad en tentaciones o pecados que supo resistir, o temer, cuando era mucho más joven y estaba mucho más sola. Por otra parte, cualquiera de los planes para probar cual era la naturaleza de la fidelidad de su esposa requería ponerla en riesgo, tentarla, y ello podría resultar peligroso para la honra y fama de Odiseo.   Todo eso sin contar, además, con que sus celos le impedirían tolerar el experimento sin delatarse.
            Pero, aún así, ¿fiel o cobarde? ¿Exceso de virtud o falta de audacia? ¿Amor y respeto por el hombre que fue a combatir a los teucros, o simplemente miedo a ser descubierta? Era importante, porque el miedo podía perderse en cualquier momento, y no tenía nada que ver con la calidad del varón. Si Penélope había sido fiel sólo por precaución y temor, su fidelidad no valía nada, y nada aportaba a la gloria del rey.

            Andando el día, aburrido y fastidiado con la duda, el rey de Itaca decidió consultar con alguien más versado en el tema, a la sazón, Panurgo. Al cabo de una tarde de charla junto al mar, comiendo uvas e higos, Odiseo comentó a su amigo cuál era la pregunta que lo roía por dentro. Encogiéndose de hombros, la vista en el sol poniente, Panurgo le dijo que mal podía solucionarle el problema cuando él mismo no sabía si su propia mujer era un temperamento demasiado libre para las ataduras de la moral común, o simplemente una prostituta que no cobraba. Pero, ¿por qué no preguntarle directamente? Siendo fiel, no tendría razones para ocultar nada, ya que, incluso reconociendo que lo era por timidez, estaría admitiendo una debilidad menor, no una falta.
            A Odiseo no le gustó. La falta de audacia implicaba una infidelidad en potencia si se daban las condiciones de seguridad necesarias, y sabía que ninguna mujer admitiría esto abiertamente, ni siquiera ante sí misma.
            -“¿Y ante otra mujer?”- sugirió Panurgo. Odiseo alzó las cejas, entusiasmándose a medida que entendía la astucia de la idea. Una mujer cuenta a otra lo que ni sus propios oídos llegarían a oír. Y la de Panurgo era la ideal.
            En pocos minutos armaron el plan. La esposa de Panurgo –buena amiga de él, en el fondo- se avino de inmediato, curiosa y divertida. Una lejana amistad que compartía con la reina y un poco de falso llanto ante ella fueron lo único que necesitó para que su pregunta sonase sensata y oportuna.
            Se mostró arrepentida de la cornamenta con que había adornado a su marido, pero impotente ante su propia naturaleza pícara. Quería cambiar, enmendarse, y rogó a Penélope que le revelara las verdaderas fuentes de su fidelidad. Sus lágrimas rogaron por sinceridad, ya que la reina era la única y última esperanza de redención que le quedaba.
            Penélope la guió hasta un aposento reservado, y hablaron a solas largo rato.

            No tardó la mujer, al día siguiente, en hablar con los complotados.
            -“Noble Odiseo: tu mujer te es fiel simple y sencillamente porque es fiel a ti. En su naturaleza no cabe siquiera la idea de pertenecer a otro hombre que no seas tú, y ello se debe a que es tanta su admiración por tu persona, que todos los demás hombres palidecen a tu lado. Gustar de otro hombre, para ella, sería degradarse. Es una reina, es bella, es valiente y es orgullosa: jamás buscaría menos que lo mejor, y lo mejor, para ella, es Odiseo. Si una mujer puede creer en las confidencias de otra, entonces esto que te digo es la verdad.”-
            Y mientras Odiseo, conteniendo por lástima ante Panurgo sus sonrisas, se alejaba por la costa (caminando más derecho), la mujer pensaba para si –“Noble Odiseo, zorro Odiseo, ingenuo Odiseo: puedes creer que una mujer sea sincera con otra, pero, ¿cómo y por qué iba esta otra mujer a ser sincera contigo? En fin: ¿qué otra cosa puede esperarse de quién se cree literalmente su propia leyenda?
            “Pero incluso así, incluso creyendo en los cantos de los poetas, ¿qué dice el mito de Penélope, sabio Odiseo? Dice que gran cantidad de de pretendientes pidieron desposarse con ella, y que ella se negó a considerar muerto a su esposo, y a entregar el reino a ningún nuevo esposo. Eso le dio, es cierto, fama de mujer fiel pero, siendo lógicos, su negativa a casarse y a enajenar su libertad y sus bienes no prueba en absoluto su fidelidad….como no sea su fidelidad a su calidad de vida. De las noches en su alcoba, del trato con sus esclavos, de sus paseos a solas por el jardín del palacio, sabio Odiseo, la leyenda no sabe ni cuenta nada.
Tu mujer, oh noble Odiseo, es un arquetipo de la fidelidad simplemente porque fue mucho más hábil y  discreta que yo con sus amantes.  Mucho he aprendido de ella, y es a ello que debes agradecer, astuto Odiseo, tu tonta alegría de hoy, y mi eterno silencio”.-
            Y sonrió, con la más antigua y maternal de las sonrisas, a la pequeña imagen de Odiseo, caminando por la playa.
           




Pobre internet: se tiene que bancar cada cosa...

Sigo colgando en el ciberespacio cosas que, en el mundo físico, tienen poca vida por delante.
Demás está aclarar que los dibujos no necesariamente tienen algo que ver con los cuentos. Es así, lo lamento: sería todo mucho más bonito si una cosa fuese ilustrada por la otra (más coherente, digamos) pero a esta altura ya deberíamos tener en claro que la coherencia nunca fué una prioridad en estos asuntos míos.
"El árbol de la ciencia". Versión naïve de un mito que -en su versión profunda, claro- siempre me fascinó.

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LA PERSECUCIÓN

          El Orden parece necesitar la existencia de ciertos actos, o juegos (o ritos, si se quiere) que hasta a sus propios actores les parecen absurdos. El Orden y sus Reglas, sin embargo, son demasiado complejos como para que nosotros, sus instrumentos, pretendamos comprenderlos. Tengo milenios de edad y, sin embargo, esta frase es lo único que he llegado a aceptar como cierto acerca de las causas y fines de esa extraordinaria situación que es mi vida.
          Demasiado tiempo ha pasado ya desde aquel día en que a mi Perseguidor y a mi nos fue concedida la inmortalidad. Aquel día que no puede olvidarse, el día en que se nos explicó la Persecución y su previsto final, fue la primera y única vez que vi el rostro de mi Perseguidor.
          He de verlo de nuevo, allá en la profundidad de los milenios por venir, y ese día la Persecución habrá terminado.

          De jóvenes corrimos, y mucho, por sobre toda la ancha Tierra. Yo solía perderlo durante meses, o años, pero él siempre se las arreglaba para encontrar mi pista, forzándome a abandonar mis trabajos, mis mujeres, y mis hogares para huir de él. Vimos muchos y extraños países, cruzamos infinitos arroyos y ríos, navegamos todos los mares, tratamos con innumerables gentes, engendramos miles de hijos –cuyos nietos son polvo desde hace siglos-, y nos empobrecimos miserablemente.
          Si la persecución no acabó cuando fuimos jóvenes, se debió exclusivamente al azar, ya que yo era muy inexperto y descuidado. A medida que pasaron los siglos, sin embargo, a él se le fue volviendo mucho más difícil el hallarme, ya que los años y años viviendo en constante fuga me enseñaron todos los trucos posibles para ocultarme. Cometí muchos crímenes para lograrlo, cambié de nombre, cambié de aspecto y afeites, de religión y de casta. Me volví un maestro en la falsificación de credenciales, el cruce de fronteras y el movimiento de fondos. Y, sobre todo, hice del viajar rápido, liviano y sin preparativos mi principal habilidad  y objetivo.
          A pesar de todo, siempre lograba dar conmigo, ya que los años también lo habían vuelto casi perfecto en el arte de perseguir: sólo las complejísimas redes que yo tejía al llegar a algún sitio (redes formadas por hombres y mujeres ignorantes de su participación en ellas) me permitían prever su llegada y escapar a tiempo.
          Al principio sufrí con este constante escapar. La  naturaleza del hombre lo lleva a aferrarse a cosas como un nombre propio, un rostro propio, un hogar, un jardín, una patria o una profesión, y si ocurre que debe abandonarlos para siempre, sufre un desgarro cruel en su alma. He perdido la cuenta de cuántas agonías de ese tipo padecí; sin embargo, con los años logré habituarme a ellas, y hoy me resulta tan automático y tan indiferente como respirar. Hay muchas y muy importantes cosas en juego en esta persecución (no mi vida, pues soy inmortal. Además, si no fuese por mi misión y si mi vida me perteneciese, la habría entregado hace tiempo): son cosas que han de suceder indefectiblemente y, aunque no puedo ni siquiera sospechar de qué se trata, se positivamente que son fundamentales, y que depende de mi habilidad retrasar el fin –o principio- de dichos sucesos. No puedo ganar la persecución, es cierto, y demorar todo lo posible el final es mi única gloria posible. Pero es una gloria a la que he dedicado mi eternidad.
         
          Una noche –llevaba yo diez años sin noticias de mi Perseguidor- me encontraba en un burdel de Jeypore cuando una mujer me alcanzó una nota suya.
          Me dirigí a la compañía inglesa donde trabajaba desde hacia tres años y allí, a la luz de una lámpara de kerosene y sofocado por el abrasador aire nocturno de la India, leí sus terribles palabras.
          -“Eterno Perseguido:”- comenzaba –“Siglos y siglos te he seguido a través de desiertos, montañas y océanos, y durante siglos y siglos has logrado eludirme. Te saludo, y sin rencor alguno te expreso mi profundo respeto por tu habilidad.
          A pesar de tu astucia, nuestra inmortalidad alimentaba mi fe en hallarte si te perseguía lo suficiente. Sabes, tan bien como yo, que llegará el día en que verás mi rostro de nuevo, y en el cual la Persecución habrá terminado, y lo que habrá de ser, será. Pero siempre pensé que el momento llegaría antes, que empeñándome furiosa y sistemáticamente adelantaría los tiempos.
          Sin embargo, he pensado en algo que cambió mis ideas.
          Escucha, y escucha bien: Sé, estoy seguro, que para entrar en esta ciudad debiste cruzar un arroyo por sobre un pequeño puente de piedra, quince kilómetros al norte. Pues bien: yo acampé junto a ese mismo puente hace ciento cincuenta años.
          ¿Entiendes? Si me hubiese quedado junto a él, habrías dado toda la vuelta al mundo para caer, por tu voluntad, en mis manos.
Tu arte es ver hacia atrás, no hacia delante.
          También recuerdo haber pasado ya por cierto paso en los Himalayas, y recuerdo haberte perseguido por sobre el Yukón helado antes. No hace mucho he calmado la sed en un oasis al cual tu pista me había llevado tiempo atrás, cuando viajabas con Alejandro el Grande.
          Escucha, y escucha bien: Eres un rival digno, ni más fuerte ni más hábil que yo. Si la persecución fuese una eterna línea recta, jamás lograría alcanzarte, pues mantendrías la ventaja inicial que te fue concedida.
          Pero no existe una eterna línea recta. La Tierra es una esfera: el principio y el fin de todo rumbo son la misma cosa. Así, cuando escapas, sólo comienzas a recorrer una gran curva para volver al mismo sitio. Cada paso que das, en cualquier dirección, te lleva tarde o temprano al mismo lugar.
          Escucha, y escucha bien: si fueses mortal, tu tiempo sería limitado y el número de tus pasos sería limitado. La Tierra sería, para ti, un infinito conjunto de caminos infinitos que jamás llegarías a recorrer por completo.
          Pero no lo eres, no lo somos. Eres eterno y, por lo tanto, el número de tus pasos será infinito, así como la distancia que recorrerás con ellos. Y como la superficie del mundo no lo es, estas condenado a pasar una y mil veces por el mismo sitio, y por todos los sitios.
          Se te concedió un día la ventaja de iniciar tu viaje primero, el mismo día en que se nos concedió la inmortalidad, y la aprovechaste, y yo te seguí, y no hemos hecho otra cosa desde entonces. Pero, según recuerdo, nunca se nos dijo que yo debiese seguirte: sólo tenía que encontrarte. Hoy comprendo que al ir tras tus pasos sólo he retrasado el fin de la persecución, porque si bien mi razonamiento demuestra que todos tus pasos, Perseguido, han de traerte a mi, también prueba que los míos me alejan de ti. Como dos niños persiguiéndose alrededor del tronco grueso de un árbol, dejamos de ser perseguidor y perseguido para transformarnos en una ronda eterna alrededor del mundo, sin saber quién iba delante y quién detrás.
          Pero eso, hoy, ha terminado. Subsanaré mi error, dejaré de retrasar el fin: me quedaré esperando en un sitio –uno cualquiera- y tu, Inmortal, tu pasarás por allí algún día, y ese día terminará la persecución.
          Me marcho hoy. No me gusta Jeypore, me alejo de ella y de ti, en busca de un sitio cómodo y confortable donde esperarte.
          No te muevas, no camines, no viajes si no quieres. Tarde o temprano deberás dar un paso, y ese paso te acercará a mí. No menosprecies la distancia de un paso, porque multiplicado por la eternidad que aún tenemos por delante, es toda la distancia que hace falta.
          Llegarás a mí.
          Es inevitable.
          Te espero”.


          Después de leer su carta busqué asilo en una montaña. No me muevo si no es por comida y agua, pero tampoco me hago ilusiones: con el tiempo las montañas desaparecen. Se que tarde o temprano algo (un terremoto, una guerra, una ciudad) me obligará a mudarme cien o doscientos metros, y eso me acercará a él. Un solo centímetro, multiplicado por la eternidad, es una distancia monstruosa, y mucho mayor que la que me separa de mi perseguidor.
          Estoy perdido.
          Irónicamente, la persecución continúa, aunque sus protagonistas estén inmóviles a los ojos de los mortales. Constantemente, el Perseguido se acerca, lentamente, a su Perseguidor.
          Y no es el haber sido derrotado lo que más me duele –desde un principio sabía que sería así-. No. Lo más curioso, lo que prueba que la inmortalidad no me despojó del todo de mi tonta humanidad, es que añoro el eterno escapar. Tan mió se hizo el huir, tanto se volvió un hogar el movimiento constante, que hoy esta quietud monótona me produce el mismo desgarro que, hace milenios, me producían las partidas y los desarraigos.
          Sólo me queda el pobre consuelo de saber que él, el Perseguidor, está pasando por lo mismo.


viernes, 25 de noviembre de 2011

Otro tipo de entradas

"Fantasmas de la máquina". Aparejos a cadena voladores, pelirrojas tetonas, perspectivas infinitas, óxido y pintura desconchada y grosera: demasiadas horas allá abajo necesariamente tienen que tener algún efecto sobre la sensibilidad del tipo. Dejando de lado lo peculiar de dicho efecto -lo original, digamos, como para ser incluso un poco más compasivo- la cosa es hasta qué punto esta perversión del gusto sea reversible o no. O si vale la pena preocuparse por revertirla.

     Pero volviendo a lo de otro tipo de entradas: no todo pueden ser dibujos en la vida. No tengo tantos. Y sí tengo cuentos y escritos como para hacer dulce, así que voy a ir poniendo a disposición del sufrido navegante de este blog todos aquellos que, por antiguos, por simples, o por imperfectos no llegaron a merecer el figurar en las compilaciones que subí a Bubok.
     (La verdad es que no me da la cara para subir los malos de veras, así que se puede tener una cierta tranquilidad de que nada de lo que ponga va a ser un absoluto plomazo. Por lo menos para mi)



EL RABO

          El lugar es el bajo Flores, apenas pasado el principio del siglo. Si, es verdad, eso es poco decir; aclaremos un poco. El lugar es una planicie chata y baja, inundada en algunas partes y despeinada de yuyos, cardos, y otras plantas sin nombre. Lo pueblan numerosas clases de pájaros y ranas, y lo surca y lo penetra y lo abarca su majestad La Rata, reina y señora del barro verdoso, de los charcos de agua crapulenta, del piso del mundo cuando el mundo es humano.
          El día de esta narración el cielo parecía no poder soportar más el esfuerzo de mantenerse arriba, apoyado en los horizontes, y se había puesto del color del plomo cerca, muy cerca de la tierra. Se combaba hacia abajo. Resoplaba un aire helado y sibilante y, de tanto en tanto, sus fríos goterones de sudor erizaban una nuca.
          Seis cachorros de hombre vagan por el bañado.
          Les gusta. Son cazadores; la educación no les ha cubierto todavía lo atávico, que les aflora gozosamente cada vez que escapan al ojo de los padres. No son “chicos”, ni “pibes”, ni “niños”: en ese momento son cazadores, cachorros, bestezuelas instintivas.
          En un determinado momento, un balazo de piel y pelos grises raya y cruza su sendero. En mis palabras habrá secuencia, en la realidad no la hubo: el primer cachorro vio-alzó la mano-la rata-tiró la piedra.
          Un solo acto (verdisparar), con un éxito sólo explicable por lo formidablemente instintivo de su origen. Porque le dio (es difícil de creer. No importa, tarde o temprano, antes de que mi historia termine, dejarán de creerme, ¿qué más da que sea ahora o más tarde?).
          La rata estaba viva, inconsciente y sangrante. Su cazador se le acercó con cautela.
          Observó con placer las patas hacia el cielo y los pulmones frenéticos.
          Admiró el tamaño.
          Gozó las exclamaciones de sorpresa de los demás cachorros.
          Reparó en la cabeza, en la herida invisible bajo la pelambre encharcada de sangre.
          La empujó con el pié.
          Y finalmente, con ayuda de palos y estorbo del propio recelo, la arrojó al fondo de una caja de zapatos (en donde, perdido el efecto de camouflage, parecía más grande y más animal), y emprendieron el regreso.
          Ahora bien: introducirla en casa era imposible desde el momento en que, quieras o no, el joven cazador debía compartir su morada con sus padres, quienes no simpatizaban con tales piezas de caza. Pero era imposible, también, deshacerse de ella: no sólo era un trofeo, la prueba tangible de su destreza, sino también un interesantísimo objeto de estudio –viva o muerta-.
          En el umbral del zaguán, en la duda, el cazador triunfó sobre el científico (el orgullo sobre la curiosidad), y tomó la decisión de guardarse un trofeo y tirar el resto.
          ¿La cabeza? No. Estaba rota y hecha un asco.
          ¿La piel? No. No sabría como conservarla, y, además, a medida que el cadáver se enfriaba, se hacía evidente la impresionante cantidad de bichos que pululaban en ella.
          Fue entonces cuando, fascinado, descubrió la desnuda y dinámica forma del rabo. Lo pensó poco. La rata (inconsciente) fue inmovilizada bajo un montón de trapos, y un cortaplumas la separó de la mitad de su largo total.
          Y aquí es donde comienza la magia, porque la rata murió al rato, pero el rabo siguió viboreando una hora más.
          Dos
          Tres
          Sin sangre, sin pausa, erizándose en ochos nerviosos como una culebra ciega, el rabo asustó, intrigó, maravilló, y divirtió al chico.
          El rabo pasó la noche en una caja más chica, golpeando constantemente los bordes de cartón. Hizo de su verdugo, o partero, el chico más popular de su cuadra durante los dos días que duró el auge de tocar el rabo, de asustar con él a la gente, de no acabar de creerlo. Cuando dejó de divertir a los otros chicos, el rabo siguió retorciéndose en su caja, junto con las demás pertenencias secretas del cazador.
          Porque para los adultos, claro, el rabo era secreto.

          Quienquiera que lea hará el favor de aceptar lo que le diga, y de no insistir en los detalles. Es por su bien. Pienso saltar sesenta años y nadie, no importa qué tan curioso sea, soportaría leer sesenta años de una historia sin particulares atractivos. Así que le pido que imagine que ha transcurrido ese tiempo, que el cazador vivió casi toda su peripecia de humano (no será difícil para un lector habituado a la literatura convencional), y que durante todo ese tiempo el pálido rabo no dejó de culebrear en una cajita que cambió muy seguido de lugar, pero que no cambió ni de dueño ni de fama: siguió siempre siendo un secreto.
          Un humor sutil, o cierto egoísmo, o quizá cierto respeto por la magia de su infancia, había impedido al cazador mostrar algo que lo hubiese vuelto famoso, y dudoso.
          Un día, el aparato biológico al que llamamos El Cazador se detuvo. Como consecuencia, los miembros de su familia pasaron por unas horas de tristeza, colmaron su casa durante un día, la llenaron de flores, y se retiraron a sus cosas, secretamente felices de seguir con vida. Lo que El Cazador había llamado suyo fue llamado nuestro por aquellos a quiénes él había llamado míos, y uno de sus hijos recibió, en su montoncito, una caja de cartón con un rabo vivo dentro. Que cosas guardaba papá. Dónde está el truco. Oia, cómo es.
          Si a la curiosidad se la derrota mucho y muy seguido abandona la lucha. Como no había truco ni fraude que hallar, ni pilas ni cuerda ni resorte, el heredero se aburrió del rabo al cabo de un mes. No lo tiró –no pareció posible deshacerse de algo que tan poca gente posee-, pero le preparó una apacible eternidad en un cajón del escritorio. De ese mausoleo salió la caja una noche, transformada en arma para combatir el aburrimiento de una divertida reunión de amigos. Las consecuencias notables fueron dos: una serie de interesantes teorías (una por invitado, dos por el huésped, y todas refutadas por el mismísimo rabo), y un profundo asco en el alma de la esposa del heredero.
          La verdad es que chicos y chicas nunca gustaron de los mismos juguetes. La esposa gozaba del poder sobre los juguetes del esposo que todas las esposas detentan, y exigió la disposición final de aquel rabo. Además, El Heredero ya estaba aburrido de ése movimiento constante y de su reiterado fracasar al intentar entenderlo. Así que caja y rabo fueron a parar a la basura.
          En las entrañas del tacho, el rabo se retorció toda la noche. Conoció el voleo por los basureros a la madrugada, el ronronear del camión, la presión del hidráulico, el fuego, las cenizas enfriándose, de nuevo un camión, y al fin la calma.
          A la madrugada siguiente, apenas había despuntado el sol, la caja del camión volcador se levantó, ciclópea, contra el cielo tormentoso, como un dragón desperezándose. Cataratas de ceniza cayeron, elemento de relleno para los bañados del bajo Flores.
          Y allí, hoy, ahora, sigue culebreando el rabo de rata.