Y, más abajo, subo otro de esos dibujos que vinieron del túnel del tiempo. No le he encontrado el título (y me extraña que no lo tenga), pero quedará así: ya es tarde para andar toqueteando el pasado.
A NOIVA DA CIDADE (Por Chico Buarque):
Como la misma historia demostrará, los nombres y
orígenes de los personajes, el lugar y época de los hechos, y toda otra cifra,
fecha y coordenada carecen por completo de importancia. He consignado apenas
los hechos y sus matices; lo demás, la humana burocracia de los
acontecimientos, la ignoré y desestimé desde un principio.
Créanme:
si quizá no todo lo escrito sea importante, sin duda lo omitido no lo es.
Pasa
en un callejón, nunca se debe dejar de tener esto presente. Menos calle que
patio, su existencia estática contraviene su esencia de calle: una calle es
dinámica, lleva, trae, tiene algo de río, de conducto, de historia y de devenir
en el tiempo. Un callejón está quieto. Un callejón es una calle que no
funciona.
Algo
de eso se siente al contemplarlo de noche. Si una calle a veces hace pensar en
una máquina de trasladar, nuestro callejón cerrado produce la sensación de un
aparato detenido, arrumbado y oxidado.
Donde
le da la luna, su empedrado es el lomo de una cobra negra, con húmedos reflejos
azulados en cada escama. En las sombras se agruma la oscuridad, encarnada en lo
que quizá sean basuras, cajas, latas o gatos. Otras sombras, rectas,
geométricas, caen desde las paredes y salientes, pintando paralelogramos negros
e irregulares sobre los frentes de los edificios.
Una
pared, vieja y descascarada como la luna, es nuestro lado derecho. Avara en
ventanas, tanto las dos altas como las bajas y las del sótano están
profundamente incrustadas en el muro, de tal modo que apenas algún reflejo inesperado nos permite adivinar los cristales.
La puerta está adornada con un moho diferente al de la pared –un poco más
moribundo en la madera cenicienta-, pero con las mismas meadas de perro, y la
misma mugre histórica.
La
valla que cierra el fondo del callejón es una cabeza más alta que un
hombre. Una ola de enredaderas asoma
dispuesta a derramarse sobre la basura, pero permanece quieta. No hay viento.
Se adivina, por la fragancia, un sensual y bien regado jardín detrás. De la enredadera
hacia arriba, sólo se extiende un cielo negro y luminoso.
A
mano izquierda está la casa que nos interesa. En sí, es intrascendente, vieja,
recatada y pulcra. La noche en cuestión tenía cerrada la puerta cancel y las
dos ventanas del piso inferior (casi se diría que apretadas, como si hiciese
fuerza por dormirse) pero –y esto es lo importante, y la razón de que yo me
tome el trabajo de escribir todo esto- una ventana, en un balconcito del primer
piso, estaba abierta.
Los
hierros del balcón, un encaje negro, podrían compararse el plomo de un vitraux,
si hubiese cristales del color del cielo de noche de verano. Había tanta luna
que costaba ver las estrellas. Y a la luz de la luna, cada tanto, uno de esos
suspiros del verano –que no llegan a viento- sacaba a las cortinas blancas al balcón,
las llenaba como fantasmas gordos, saltaba con ellas al vacío, las vaciaba en
una veloz reverencia de minué, y las dejaba caer lentas, como telarañas, hasta
el interior de la habitación.
La
habitación estaba oscura.
Temprano
esa noche, un hombre joven, delgado y decidido, entró al callejón. Al alcanzar
la altura de la casa cerrada su decisión lo abandonó, y permaneció un rato
mirando el hueco negro de la ventana abierta. Se miró la punta de las botas
otro rato, con los brazos en jarras. Volvió a mirar el balcón, como
cerciorándose de una conclusión a la que había llegado y, cabizbajo, dio media
vuelta y se dirigió hacia la salida. Pero muy despacio. No llegó a salir.
Volteó otra vez –caminando cada vez más lento- y, frente a la casa del balcón,
tomó asiento en el cordón de la vereda de en frente. Apoyaba los antebrazos en
las rodillas, y en ellos su cabeza pensativa.
Cada
tanto echaba una larga mirada a las cortinas, y luego volvía a apoyar el hocico
en las mangas.
Como
una hora después, el ruido de unos pasos lo hizo sobresaltarse y atender a las
sombras de la entrada al callejón. Iluminado por la luna, entró en escena algo
así como el prototipo del hombre de edad madura, ni rico ni pobre, ni santo ni
canalla, ni hermoso ni seco, ni joven ni viejo, ni obeso ni en forma.
Sus
ojos desencajados no percibieron al joven en un primer momento, atraídos casi
dolorosamente por el balcón. Se detuvo casi en el mismo lugar en que lo hizo
éste una hora antes, suspiró como al fin de una larga escalera y entonces,
abatido, miró a su alrededor hasta cruzar su mirada con la del joven sentado en
la vereda.
Algo
les inspiró repugnancia ante el esfuerzo de hablar de más, de presentarse, de
explicarse, o de disimularse. Entendieron que lo suyo era tan evidente que
cualquier rodeo sería vano, y fatigoso.
Se
comprendieron
-¿Está?-
preguntó el mayor
-No
sé. Pero si, por supuesto. ¿Cómo podría no estar?-
-Pero…bueno,
digo: ¿Usted la vio?-
-No.
Pero se que está.
Usted tampoco la vio, y seguro que también sabe que
está.-
Se
miraron en silencio, temerosos de admitir lo que entendían ante un extraño.
Lentamente,
el hombre maduro se colocó junto al joven. Se inclinó hacia delante, se tomó
las rodillas y, cuidando atentamente el equilibrio, fue agachándose hasta
quedar sentado junto al otro. Al soltar la respiración contenida, se le
inflaron los carrillos. Suspiró. Chasqueó la lengua, y evitó mirar a su vecino.
Estuvieron
así un buen rato hasta que, de improviso, el joven empezó a hablar.
-Es todo
tan raro...me siento tan raro...Nunca tuve nada así, jamás. Gustarme una mujer,
si, por supuesto, claro, muchas...enamorarme...bueno, no puedo recordar un
momento en que no estuviese enamorado de alguna. También he estado apasionado,
en celo, enloquecido; conozco la fiebre y el insomnio del deseo, y la locura
por poseer un cuerpo sea como sea...pero esto, así, no, no lo conozco ni lo
entiendo.-
-¿Cómo
es?- preguntó, comprensivo y desde las sombras el mayor.
-Es...es
una idea que no se define...o el agujero que deja una idea cuando se pierde...una
sensación como de que se me requiriese pero sin llamarme…algo así, y sobre todo
cuando se pone el sol. Y cuando llega la noche, en lo único que puedo pensar es en que ella
está dormida, y sola. Hay cientos de muchachas dormidas en la ciudad, lo sé, y
algunas son tan hermosas como ella, pero…no se cómo explicarlo.-
-Como
si lo único real en el mundo fuese su cama, su cuerpo y su sueño. Como si
nosotros viviésemos en ese sueño, y sólo pudiésemos encontrar sustancia real en
ese balcón, entre sus brazos. Somos como náufragos, flotando en el mar, y para
nosotros, de noche, la única isla es ella.-
El
joven, sorprendido, asiente emocionado.
-¡Si,
eso! Y, además, es como si la tierra me chupara las tripas hacia aquí, como si
me naciesen pelos y zarpas de lobo al acercarme, como su fuese capaz de…capaz
de…-
-¿De?-
-¿Quién
sabe? Camino distinto: siento mi paso distinto. Siento una expresión más
decidida, como una máscara, impuesta sobre mi rostro. Siento ráfagas de audacia
sin sentido. Siento que tengo que revisar todo lo que valoraba o despreciaba,
borrar todo y empezar de nuevo…no hay nada que no me atreviese a hacer si
pudiera…-
-… ¿entrar
por ese balcón?-
El
joven lo miró desafiante
-Si,
para qué negarlo. Lo haría. No se para qué he venido acá si no es para eso.
Y
Usted, ¿a qué vino?-
El
viejo se encogió de hombros.
-No
podía dormir-
-¿Y
nada más?-
-A mi
edad no es raro dormir poco. Nos quedamos en la cama boca arriba, acompañados
de recuerdos y de planes. Edad difícil para dormir, vea: uno tiene ya mucha
historia encima, pero no tanta que se haya resignado a no seguir haciendo
planes. Es triste, pero esos compañeros de cama ya no nos avergüenzan, ni nos
entusiasman, ni nos asustan. Aburren apenas-
-¿Y
por eso vino al callejón esta noche? ¿A juntar sueño?-
-No,
no. Vine porque por primera vez en muchos años mi sudor de verano volvió a
tener olor a hombre nuevo, y mis miembros cosquilleaban de ganas de trepar, de
pelear y de amar. Y el olor de la noche decía demasiado como para amortajarse
en las sábanas…en fin… como todo ello apuntaba como una brújula, lo seguí y aquí
estoy.-
-Pero,
¿a qué vino?-
-No
se. A nada, quizá. Lo único que sé con certeza es que no podía no venir y que…
¡mire, mire esas cortinas flameando a la luz de la luna!: sólo con verlas ya
estoy mejor que en mi cama.-
El
joven piensa. Sigue con dudas, pero teme ser impertinente y calla. Aún así
murmura, como meditando
-tiene
dieciséis años…-
-La
tierra tiene millones. La luna, puede que más. Y mi sangre, según los médicos,
tiene menos de tres días, porque eso es lo que viven las células que la
componen. Hasta el más viejo de los hombres lleva un bebé de sangre en su
corazón, y la vieja tierra lo hace jugar y removerse a veces.-
El
otro calla avergonzado. No lo convence el argumento del mayor, sino el
conocimiento de lo poderosa que es la fuerza que los trajo: junto a esa razón
sin argumentos, todo lo demás no importa. “Un imán” piensa “si: un imán
atraería igual a un hierro nuevo que a uno viejo… ¿y qué puede hacer el pobre
hierro, más que dejarse atraer?”.
-¿Sabe?
Yo tendría que estar celoso, molesto de que usted anduviese por acá, pero, sin
embargo, no puedo. No siento nada por usted. No, “nada” no: no siento nada en
contra. Tampoco mucho a favor, como no sea algo así como solidaridad…para ser
sincero, lo único que puedo sentir son ganas de estar allí, de echarme sobre
ella, de abrazarla, de que me abrace, de besarla, y…-
Guarda
silencio, mirando dolorosamente al balcón.
-Puede
que más adelante, si llega a tener algo que le puedan quitar, llegue a tener
celos de todos. Por ahora, compartimos toda la nada que tenemos.- dice el
mayor, pero el otro, concentrado en el balcón, parece no escuchar.
Los
sobresalta el ruido de cuatro zapatones pateando latas y basuras, acompañados
de risas veladas y culpables. Las voces, disimuladas con poco éxito, llegan
hasta el joven y el mayor desde la entrada al callejón. Voces y risas que
rompen a hachazos la paz y la belleza del lugar.
Cuando
los recién llegados notan que hay dos hombres en el lugar, sentados en el piso
y observándolos, se quedan callados y quietos en el sitio. Los primeros tampoco
reaccionan de ninguna manera: apenas miran. Pero las miradas de los cuatro son
algo especial, muy difícil de describir, parecida –salvando las distancias- a
las de los perros, no importa qué tan mansos, cuando se encuentran con otros
perros desconocidos.
-Buenas
noches… ¡Cuánta gente en las calles, y a esta hora!- dice uno de los nuevos,
pelirrojo, de cara redonda y dientes puestos como con apuro. Ante el silencio
de los primeros, los dos sujetos se encojen de hombros y, dándoles la espalda,
van al centro de la calle. Doblan sus cuellos al máximo, y miran el balcón.
-¿Está
ahí, no?-pregunta el segundo recienllegado, no muy alto, y flaco, como reseco.
Parece fibroso y tenso.
-Si.
Esa es la ventana. ¡Y está abierta! ¿No te lo decía yo? ¡Abierta!-
El
flaco, sin dejar de mirar hacia arriba, se muerde el labio inferior. Es difícil
saber si quedó pensando en lo que el otro le dijo, o si calcula un salto
imposible hasta la ventana.
-Es a
propósito. Seguro- sentencia el pelirrojo. La indiferencia de su compañero lo
decide a darse vuelta y dirigirse al joven.
-¿Vio
Ud. qué descaro? ¡Descaro!. Es a propósito, seguro-
-¿Pero
de qué habla, se puede saber?-
-De la
desvergüenza de esa hembra, claro- sonríe, confianzudo, y se acerca al joven
-¿No ve lo que está haciendo, no ve hasta qué punto le gusta andar
enloqueciendo a los hombres del pueblo?-
-¡¿Qué?!-
-¡Vamos,
hombre! ¡No me va a decir que es casualidad!-
-¿Qué
cosa?-
-¡La
ventana!-
-Es
verano. La noche es calurosa-
-Si.
Claro. Por supuesto. ¡Pero no, hijo, no! Otra mujer puede ser, otra mujer
abriría su ventana si hace calor y la cerraría cuando hiciera frío, pero esta
no. ¿La has visto en la calle, has visto como camina, como mira?-
-Como
todas. Más bonita, tal vez…-
-¡Exacto!
¡Es más bonita, pero se porta como todas para que creamos que es tan accesible
como las demás! ¿Entiendes?: cada cosa que hace es una invitación, una
sugerencia-
-Usted
está loco- concluye, despectivo, el joven. Pero algo en su tono, una cierta
vacilación, invita al otro a proseguir.
-Locos
estamos todos, ¿no? por eso estamos acá, a esta hora de la noche, mirando como
idiotas los hierros de un balcón…oiga: no me diga que vino para esperar un
eclipse…-
-Lo
que yo haga, y por qué, no es asunto suyo-
-No,
es cierto, no lo es, pero…puede que sea parecido a mi asunto, o al del Flaco.
Esa hembra nos volvió locos, día a día, con su pelo de miel y sus caderas
redonditas…y ahora, para colmo, estas provocaciones…-
-¿Provocaciones?
¿Qué provocaciones: abrir una vent…?-
-¡Pero
si no es sólo la ventana! Es…bueno, es difícil de explicar para un bruto como
yo, pero hay muchas cosas…su caminar, su mirar, el color, el olor…-
-¡Iguales
a los de las demás!-
-Iguales,
y diferentes. Esa diferencia es la que lo trajo a usted, y al viejo aquel, y a
nosotros dos. Pero, si eso no lo convence, piense en esto: abrió la ventana,
¿no?-
-Si-
-Bueno:
su padre, hoy, no está en casa-
-El
padre no está…-
-¡No!
Y se atreve a dejar flotando en el aire esas cortinas que parecen enaguas,
cuando todo el mundo sabe que su madre salió de viaje-
-¿Su
madre salió?-
El
pelirrojo está radiante de triunfo al ver que el joven está cediendo, si no a
sus acusaciones, por lo menos ante los hechos que presenta. A juzgar por el
rostro del muchacho, el mismo balcón va adquiriendo cada vez más y más
significado. Ya lo está contemplando boquiabierto, y, con sus manos inquietas,
retuerce tanto su gorra de terciopelo
verde que le ha roto la pluma.
-Y,
además, duerme desnuda.-
Todos
voltean a mirarlo, atónitos. El flaco le ladra un “Eso es mentira”, y él
reacciona con una sonrisa sarcástica.
-¡Que
es falso, te digo!-
-Será
falso…o no, ¿quién sabe?-
-Yo.
Y digo que eres un mentiroso- Se escucha la punta de la cólera en la voz del
flaco, y el pelirrojo contemporiza
-Bueno
hombre, bueno: no es para tanto…-
-¿Usted
cómo lo sabe?-pregunta el joven. Su tono es extraño, ansioso, como si estuviese
más atento a sus propias conclusiones que a la respuesta en sí.
-Yo
se, señor, yo se, y si Ud. me cree, con eso le tiene que bastar, y si no me
cree, llámeme mentiroso como me llamó aquel...-
El
joven, indeciso, se pone de pié, va al centro del callejón y pregunta al flaco
–Y usted, ¿por qué dice que su amigo miente?-
El
Flaco lo ignora unos instantes. Sin mirarlo, luego, contesta
-Porque
él la ha visto una sola vez, y a una calle de distancia. Todo lo que él le ha
dicho es lo que yo le conté. Yo he vigilado la calle de ella, su casa, y su
iglesia durante meses, y, sólo por lo que le he narrado de esa vigilia, este
pobre idiota se volvió loco y cree haberlo visto también. Mi locura es tan
grave que su reflejo contagia. Sólo con tocar mi sombra, un hombre podría
llegar a enamorarse de aquella mujer.-
-¿Usted
le contó lo de dormir desnuda?-
-No,
eso no. El es un cerdo, y le gusta creerlo-
-¿Y
usted qué cree?-
-Me
importa tanto ella, que su ropa no me interesa. Para mí, siempre estará
desnuda. Su ropa no existe, su casa no existe, sus padres no existen: sólo ella
tiene importancia.
Y no
fastidie más, ¿quiere?-
Volviendo
a su sitio, al pasar junto al Pelirrojo, lo escucha susurrarle
-Está
loco, no haga caso. Yo sí se de qué hablo: duerme desnuda en un nido blanco de
almohadones y sábanas. Y si me equivoco en algo, puede ser en lo de que duerma,
porque quizá ahora, sin que la veamos, se deleita oyéndonos sufrir y dudar…-
Finalmente,
el Joven encara al Mayor
-¿Quién
cree que mienta: el colorado o el flaco?-
-Hace
calor, el aire embriaga, la casa está sola…no hay razón para dormir vestida.
Pero, la verdad, no creo que ninguno de los dos sepa de lo que habla.
Lo
que importa es lo que uno sienta, porque son las fuerzas que uno saque de eso
las que decidirán cómo va a actuar-
-¿Cómo?-
-Usted,
por ejemplo, quiere creer que está desnuda. Tiene que ser así: otra cosa le
robaría magia, puesta en escena a la noche. Pues bien, créalo, créaselo con
ganas, y saque fuerzas de ahí para hacer lo que ha venido a hacer, si es que
las necesita-
-Usted
lo complica todo. ¿No puede responder a algo directamente, sí o no y nada más?-
-No,
esta noche no. Me he vuelto primitivo. Algo me ha vuelto primitivo, y eso me ha
dejado tan sabio que se me sale sin querer.
Desnuda
o vestida me ha atraído y regalado una noche extraña y dulce. Yo no he de
verla, (creo que eso es obvio para todos; por lo menos lo es para mi) y siendo
así, ¿qué importa si lanzó sus perfumes desde la piel, o si los recibimos
filtrados por el encaje de su corpiño? Si se vistiera, no conseguiría alejarme
ni un milímetro, y, si se desnudara, aún así yo no podría trepar por ese muro-
-Yo
creo...yo creo que si, que está desnuda. Desnuda y blanca, acurrucada entre
puntillas, y respirando la mezcla de sus perfumes y su sudor…y si pudiera, si
pudiera estar ahí…-
-Ah,
si. Si pudiera, si fuera, si me atreviera…-mastica el Colorado- Claro. Estoy
seguro de que lo está esperando, ¿por qué, sino, haría todas las perrerías que
hace, por qué habría de ser tan coqueta, de dejar la ventana abierta cuando
está sola en la casa, si no esperase que alguien trepara el muro y la tomase? ¡Claro
que lo desea!.
Pero
con estas perras nunca se sabe. Quién sabe: puede ser todo una trampa, una
excusa para armar escándalo y perder al imbécil que le siga el juego…. ¿Todo
para qué?: Para enardecer más a los demás. Está clarísimo: nada excita más a
los hombres (Y ella lo sabe, ¡oh, si, cómo lo sabe!) que una hembra con
reputación de fácil. Sabe que si me acusa de intentar violarla, se va a hablar
de intentar violarla, se va a pensar en eso…y de pensar a desear hay apenas un
pequeño paso.-
-No
se disculpe ante nosotros. A todos aquí nos falta audacia, y ninguno sabe como
decirlo de una manera honorable.-
-A mi
no- dijo el Flaco canijo. Sin apartar la vista del balcón, se dirigió a los
demás -Puedo ir, puedo subir, puedo
tomarla. Pero no puedo detenerme. Temo tomarla toda. La deseo tanto, la quiero
tanto, que sé que la destruiría, la rompería. ¡La devoraría con tal de tenerla
más!- Ahora si, miró a los otros. Su voz estaba astillada, y se adivinaban las
insignias rojas del llanto en sus parpados –No me dejen. Átenme a morir aquí,
si hace falta, pero no me dejen trepar al balcón-
De
los cuatro silencios, el del hombre mayor era el que más se notaba. Parecía
incluso hasta más silencioso, por contraste, que los demás. Notó su falta, y
carraspeó un poco a modo de disculpa. Su compañero menor hizo un chistido
fastidiado con la lengua, se paró decidido, y fue a largos pasos hasta la pared
de la casa vigilada. Pareció estudiarla, cada vez más lentamente. Al poco
tiempo volvió donde los demás, caminando despacio y cabizbajo, con las manos en
los bolsillos.
-Los
padres no están- dijo, no se sabe si a los demás o a si mismo.
-Y
duerme desnuda- le sugirió el pelirrojo.
-Y
duerme desnuda-
-Allí
arriba…-soñó el mayor.
-Y allí
arriba seguirá - decidió, terminante, el Flaco.
Miraron
el balcón como si fuese la salida de un foso en el cual estuviesen prisioneros.
Pues bien:
en ese momento, sorpresivamente, las enredaderas que crecían sobre el muro se
sacudieron. En el silencio y la reflexión de aquel momento, el crepitar de las
hojas fue todo un escándalo.
Un
golpe aplastó parte de las enredaderas. Era un brazo correoso y desnudo que,
lanzado como garfio, se había afirmado en la tapia. El otro no tardó en
aparecer, y luego, con esfuerzo, se asomó una cabeza peluda y despeinada.
Siguió una pierna, un rodar de todo el cuerpo sobre el borde del muro, y un
discreto caer entre las basuras de abajo.
El
hombre que se levantó sacudiéndose del montón de basura era moreno de sol, casi
verdoso a la luz de la luna. Usaba apenas lo que quedaba de unos pantalones de
lona blanca, muy anchos, y calzaba sandalias. Era flaco, y como incrustado de
bolitas musculosas. Apestaba un poco.
Ignorando
a los otros cuatro, fue hasta la casa del balcón y trepó por la reja de una
ventana de la planta baja.
-¡Oiga!-
dijo el más joven. Sin bajarse, el otro lo miró. No hizo ningún gesto ni respondió
de ninguna manera. Esperó.
-¿Qué
hace ahí? ¡Bájese ya mismo!-
El desarrapado,
entonces, bajó y se acercó cortésmente al joven de la pluma y el terciopelo
verde.
-¿Qué
piensa que está haciendo?-
-Trepo.-
-¡No
puede!-
-¿Por?-
-Eso:
¿por qué no?- intervino el mayor.
El
más joven permaneció un rato con la boca abierta, sin lograr decidir siquiera
con qué consonante empezar. Como viese que el desarrapado interpretó esto como
un permiso para seguir con lo suyo, el hombre mayor preguntó a su vez -Disculpe nuestra curiosidad, pero ¿quién es
Usted, y como se atreve a entrar así en casa ajena, sin dudar, y ante la vista
de cuatro desconocidos?-
-Me
llaman Tutú Marambá, por darme un nombre. Entro así porque la puerta está
cerrada. Me atrevo a entrar porque tengo que entrar. Yo vivo muy lejos, pero
algo me despertó de noche y me hizo venir recto hasta acá. Tenía que venir: el
alma y los cojones venían para acá, y yo no podía quedarme allá sin ellos.-
sonríe, con los dientes grandes llenos de sol –Y la gente desconocida…bueno, no
es más que eso: gente desconocida-
Y
dando media vuelta, volvió a la pared. Mientras trepaba apoyando apenas los
dedos de los pies en las molduras, aferrándose casi con las uñas de las manos,
los hombres de abajo lo contemplaban de muy diversas maneras.
El
más maduro sonreía, pero como lo hacía para adentro parecía estar muy serio.
Pensaba en su mujer, pensaba en cómo sería su hijo de adulto, y sonreía porque
concluyó que, a pesar de todo, fue una buena noche. Sólo rogaba por que su
escapada permaneciese secreta.
El
menor agradecía a la noche por ocultar su rubor. La vergüenza le ardía las
orejas, y algo medio gastado en su interior se rompió un poco más. Nunca supo
porqué, pero pensó en su padre y en su madre, y tuvo ganas de no ser.
El
pelirrojo, muy excitado, planeaba una visita a un burdel esa misma noche. Ya.
El
flaco sentía un feo frío desde los pies hacia arriba. Supo que la muerte debe
empezar por sentirse como algo parecido, pero aún así se sintió aliviado y en
paz.
El
hombre melenudo llegó finalmente a una posición muy riesgosa bajo el balcón.
Sin dudarlo, saltó, se aferró con sus manos y quedó colgando del borde de
mampostería. Su silueta se recortó nítida contra el negro cielo luminoso; el
viento inflaba sus grandes pantalones, y, como colgaba de sus manos, echando su
peluda cabeza hacia atrás, parecía un gran niño implorando. Pero sólo por un
instante, ya que enseguida se balanceó, calzó un pié entre los barrotes, y se
izó hasta tomarse de la baranda de hierro con ambas manos. Un leve salto de
gato pasó sus piernas por sobre los hierros, y lo dejó en el balcón.
Desde
abajo vieron que, con inesperada delicadeza, entraba en la habitación.
Luego,
sólo tuvieron la danza de las cortinas, y el silencio.
-Yo
creo que esto que nos reunió esta noche debe haber tironeado del vientre de
muchos hombres en esta ciudad- dijo, sorpresivamente, el hombre mayor –y que,
si no fuimos más, fue porque los otros no pudieron o no se atrevieron a creer
en su impulso. Pero bueno: si todo queda así, todos pudimos haber sido Tutú
Marambá, y ninguno es responsable de haber dejado de serlo.
Callemos,
guardémonos cada uno lo bueno y lo malo de esta noche, y regalémosles a los
hombres de este pueblo una ilusión secreta o, si quieren, ahorrémosles una
vergüenza…-
-¿Qué
vergüenza?-dijo, molesto, el pelirrojo.
-¿Cuál?
La suya, la mía, la de todos, claro. ¿Cómo: no se dio cuenta? ¡Hombre, nos
robaron la novia a todos!
¡Tutú Marambá le robó la novia a la ciudad!-
Caminaron
sin hablarse hasta la salida del callejón. Pensativos, cada uno tomó por su
lado.
No se
despidieron.
30/6/85
No se rompan el coco: el dibujo no tiene nada que ver con el cuento. Nunca tienen nada que ver: nunca ilustré dibujos, ni dibujé cuentos. Parecería que el tipo que escribe, en mi cabeza, no se dirige la palabra con el que dibuja...o que ambas actividades son como destornilladores y martillos en una caja de herramientas, y uno elige con qué va a trabajar según qué pretenda conseguir.
Pero SIEMPRE conseguí estar de este lado del neuropsiquiátrico...