sábado, 22 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: enchastres deprimentes



PLAN PERFECTO EN EL SANTIAGO:
          El Santiago del Estero (El Santiago, para los tripulantes) hacía la línea a Oriente. Todo el trayecto hasta Japón, ida y vuelta, parando en todas.
           Además de todas las cosas interesantes que se pueden decir de esos tipos de viajes, vale la pena mencionar (ya que a pocos se les ocurriría ver las cosas de ese punto de vista) el abrumador aburrimiento de los “cruces” largos (el atlántico hasta Sudáfrica, el Indico hasta Malaca, y, a veces, el pacífico hasta Ecuador). Días y días de rutina y –con suerte- tranquilidad que, tarde o temprano, hacían germinar en los marinos la peligrosa idea de que aquel tiempo muerto era ideal para encarar trabajos siempre postergados o recientemente imaginados.
          Al Santiago, por ejemplo, siempre se le tapaban las descargas sanitarias de la cubierta de oficiales. Duchas, lavamanos y rejillas del piso drenaban lento (o nada) y hasta los mismos inodoros, cada tanto, se llenaban hasta los bordes y se vaciaban con desesperante lentitud. Usualmente se iba al baño comprometido, se tiraba algo de soda cáustica, se metía un matafuegos en alguna rejilla o la manguera de agua de lavar y, mal que mal, se salía del paso.
          Aquel viaje (el tipo era pilotín, o sea, alumno todavía, así que miraba todo con ojos como platos y procuraba absorber todo el conocimiento posible de aquellos otros infinitamente más experimentados que él) el primer oficial de cubierta decidió que había que terminar de una vez por todas con aquella cochinada. Buscó planos, consultó con el primero de máquinas, planificó todo por un par de días y, finalmente, el día señalado, convocó a todos sus marineros y, según un plan sistemático y minucioso, obturó con tacos cónicos de madera todas las entradas al circuito de aguas grises (duchas, lavamanos y pisos. Inodoros iban por otro circuito), dejando solamente abierto el extremo más alejado. La idea era traer una manguera de aire a presión de máquinas, colocarla dentro de uno de esos conos de madera y clavarlo a su vez en ese extremo libre. El aire atrapado, teóricamente, solo podría salir por el otro extremo, hacia las tuberías que daban al mar, y arrastraría a su paso toda la mugre y la grasa acumulada dentro de las tuberías.
          Era un buen plan. Y tenía doble mérito, ya que había sido concebido por un hombre que viajaba con su esposa (una rubia delgada, bonita, y terriblemente simpática) y que, sin duda, tendría muchas cosas mejores con que entretener sus ratos libres que el ocuparse de desalojar mierda vieja de las tuberías. Para el lector de tierra esto puede tener un peso relativo, pero traten de verlo desde el punto de vista de tripulantes que hacía dos meses que ni siquiera podían recordar a qué huele una mujer, y comprenderán mejor nuestra admiración y nuestra intriga.
          Volviendo a los caños tapados: Los marineros recibieron sus instrucciones. Ir camarote por camarote, baño por baño, repostería (la pequeña cocinita donde los mozos de oficiales guardaban su vajilla y lavaban los platos), oficinas, etc, y obturar todos los agujeros que sirviesen para drenar agua. Se empezó a las 13, más o menos, y para la hora de la merienda, más o menos, estaba todo listo. El primero los reunió a todos, los contó, les volvió a preguntar si estaba todo listo, (“¿seguro seguro?”), y si estaba todo revisado (la cosa era peligrosa, porque un tapón mal clavado, con esa presión de aire, podía abrir un agujero en el forro del techo) y, cuando finalmente estuvo satisfecho, como un general oprimiendo el botón fatídico, abrió la válvula del aire y dejó suelto al monstruo dentro de las tuberías.
          Se escuchó un silbido furioso, y luego un ronquido profundo y gorgoteante, y finalmente un ruído que sólo podía compararse a un camión volcador descargando despacito una tonelada de sapos sobre un bombo de desfile.
          Y un grito aterrado a lo lejos.
          Todos salieron al pasillo, intrigados. Y vieron en el otro extremo (horror de los horrores) a la rubia esposa, de bata y toalla envuelta en la cabeza, cubierta de cabeza a los pies con una sustancia negra y pestilente. Solo los ojos, espantados y enormemente abiertos, se podían discernir en su rostro, pero, incluso así, era posible percibir cómo el susto iba dando paso –a toda velocidad- a una furia que se adivinaba difícil de controlar.
          Reconstruyendo los hechos, resultó que el general no tuvo en cuenta en sus estrategias el profundo pudor y respeto de los tripulantes por las mujeres acompañantes. Cuando se les dijo “todos los baños” a ninguno se le pasó por la cabeza que eso incluía al del autor del plan, especialmente cuando su mujer estaba sóla en su camarote. Todos asumieron que él se debía haber encargado de eso, por supuesto, y nadie osó ni siquiera golpear la puerta para confirmarlo, temiendo despertar de la siesta a su esposa.
          El aire atrapado tuvo que elegir: o salía por el camino largo, recorría dos cubiertas hacia abajo, abría una válvula clapeta y salía al Indico, o doblaba un par de metros y escapaba por el baño del primero.
          La decisión estaba clara.
          La historia de la esposa (que contó en la cena, luego de haberse bañado, cambiado, y expresado a su marido cariñosamente la opinión que la inteligencia de éste le merecía) debe reproducirse, ya que ilustra bien claro las cosas inusuales a las que uno está expuesto al vivir a bordo.
          Contó que estaba bañándose tranquila cuando, intrigada, escuchó que el drenaje de la ducha empieza empezó a retumbar y a escupir gotitas de agua hacia arriba. Sin saber qué hacer lo tapó con el talón derecho y empezó a llamar a su esposo. Sintiendo ya la presión del aire contra su talón escuchó, preocupada, que el mismo ruido salía entonces, también, del orificio del lavamanos. Tiró una toalla para taparlo e, inclinándose todo lo que pudo (sin sacar el talón del drenaje de la ducha, recuerden) apoyó sus manos en ella y trató de cegar el agujero del lavamanos.
          Haciendo un arco precisamente sobre la rejilla del piso.
          La mugre de la rejilla parecía haber sido la más tenaz en la resistencia contra el aire limpiador, y aguantó hasta último momento. Cuando la presión la venció, saltó hacia arriba y pintó a la rubia.
          Detrás, aparentemente, vino gran parte de la roña de las tuberías de aquella cubierta. Habla muy bien de aquella pareja el que al otro día todo estaba olvidado, y que siguieron el viaje felices y enamorados. Por lo que respecta a las tuberías, el problema se solucionó en gran parte (Aunque nunca se pudo saber si porque se descargó parte al Indico, o si el problema terminó cuando se cubrieron prolijamente la esposa, las paredes y el techo del baño del primero de cubierta con moco podrido: Hay cosas que el conocimiento técnico nunca alcanza a comprender ni a prever).

EMPETROLADO:

Comentando resignados en una mateada los enchastres que cada uno había causado involuntariamente, un primer maquinista le confiaba al tipo (sin poder contener del todo una sonrisa) que una vez había empetrolado a un capitán.
Como aquello superaba ampliamente los sueños más audaces de todos ellos, lo apremiaron a que narre su historia, y empezó por contarles –a aquellos que no estuviesen familiarizados con el asunto- cómo era la cosa con las purificadoras de fuel oil en el barco en que, en aquella oportunidad, le había tocado viajar. En favor de los legos en la materia, se me disculpará si abundo un poco en el tema.
Los barcos consumen cantidades pantagruélicas de combustible, Para que el negocio valga la pena, se los diseña para consumir el más barato que se pueda conseguir. En estado natural, y a temperatura ambiente, es una porquería más viscosa que la miel, negra, sucia, y con olor a pedos de repollo, capaz de matar a cualquier motor al que se la hagan tragar. Los barcos tienen, pues, todo un sistema para calentar esto hasta que sea líquido, y pasarlo por dispositivos que, por lo menos, le sacan la arena y las astillitas de hueso de dinosaurio que aún pudiera contener.
Las separadoras son una solución simple y astuta. Lo centrifugan hasta que lo más pesado (la arena y el agua) quedan pegados a las paredes del tacho. Algo así como un secarropas. La diferencia es que el secarropas tiene una rejilla para evitar que los calzoncillos se vayan con el agua y las purificadoras de combustible, como no hay rejilla que pueda contener el negro líquido, usan agua a presión. Dentro de nuestro Kohinoor, si ustedes pueden imaginarlo, se forma una pared de agua contra el tacho por la alta velocidad a que gira. Se tira allí adentro el combustible mugriento, que inmediatamente se acomoda también en forma de pared, pero del lado central. Gota de agua que se le saca al combustible, gota que se pasa al agua. Cuando se juntan muchas, sobra agua y se escapa por un babero. Combustible que sobra (el que ya se limpió) rebalsa y se escapa por otro babero, ubicado más al centro. Más o menos es así.
Lo importante, para el cuento, es que el combustible, como un genio de la lámpara, está atrapado dentro de aquella máquina por una pared de agua. Todo esto gira a más de diez mil revoluciones por minuto, y tiene sus buenas presioncitas adentro, pero, mientras esté en equilibrio, funciona. Una excelente metáfora de la mente humana, si me permiten la digresión.
En todos los barcos sensatos, esta agua viene de un tanque. La altura del tanque está calculada para darle la presión estática necesaria y, en caso de vaciarse, el combustible escapa y ensucia el tanque.
En el barco del que se hablaba, no. Aquello le había parecido a los ingenieros demasiado gasto (No me sorprendería que, uno de estos días, consideren que el casco es “demasiado gasto”). El agua venía del mismo circuito que alimentaba canillas y duchas.
Nuestro primero tenía que hacer un trabajito en ese circuito. Nada, una tontería, pero tenía que despresurizarlo, así que esperó a la hora en que casi no se usa agua (después de la una del mediodía, cuando ya se lavaron los platos y ollas del almuerzo y todo el mundo está trabajando o durmiendo) Apagó las bombas, sacó la presión del tanque hidróforo, e hizo su laburo. Después volvió todo a la normalidad.
Mientras tanto, ajena completamente a las ingenuas manipulaciones del maquinista, la purificadora se encontró de repente sin presión de agua que contuviese el fuel oil dentro de ella, y “se alivió”. (Siempre hay una válvula de retención que permite que el agua entre y no permite que el combustible salga. Y siempre te traicionan, siempre…,).El combustible, como un insidioso gusano negro, empezó a recorrer las tuberías de agua a contramano, subiendo, subiendo y subiendo, hasta llenar todas las líneas vacías. Luego, cuando el primero volvió a dar agua, todo ese petróleo quedó presurizado, ansioso y potente, esperando detrás de todas y cada una de las canillas a que una víctima desprevenida lo liberase.
¿Quién fue el primero en sentir la ira del fósil líquido?
Bueno, sencillamente el único tipo que tenía tiempo libre para tomar sol por las tardes y necesitar una duchita antes de las tres y media. Nadie vio los hechos en sí, pero tampoco resultaba difícil imaginarse al gordo capitán, rosadito por la tarde en el sol, sudado y acalorado, abriendo la ducha, siendo engañado por los dos o tres litros de agua limpia que habían quedado atrapados en el tramo entre las canillas y la flor, y metiéndose feliz bajo el chorrito.
La mugre debió haber sido fatalmente instantánea. Uno, dos segundos apenas deben haber bastado para dejarlo igual a cualquier víctima del Exxon Valdez.
Con una diferencia, remarcó el primero en su relato. A bordo no es inusual cubrirse de roña de todo tipo y pelaje, pero se tiene siempre en mente que, al final del trabajo, siempre está la ducha para lavársela y volver a ser un ser humano.
Aquella vez la ducha era el problema.
Por mucho que se trabajó, contó, se tardaron días enteros en retirar el grueso de combustible de las líneas (y el olor quedó para siempre, confesó). El capitán tuvo que resignarse a un áspero frotado con trapos y solvente que consiguió apenas sacarle lo negro de encima. La mugre que se le ganó dentro de arruguitas, uñas y pliegues de la piel sólo se la pudo sacar días después, cuando hubo duchas más o menos normales.
El olor (volvió a sonreír disimuladamente el primero) duró mucho más.

          ESPUMA BRASILERA
           El tipo iba a ser jefe de un buque petrolero que se compraba a Brasil. Para irse poniendo al tanto, él y otros oficiales más viajaron un mes antes de la entrega y navegaron como pasajeros durante todo ese tiempo.
El barco (Imponente de aspecto y lujosísimo en sus interiores) resultó ser un fraude, y, pese a que capitán y jefe argentinos advirtieron de ello a la Empresa de todas las formas posibles, lo cierto es que “allá arriba” sólo lo admitieron un par de años después, cuando comprendieron que seguir haciendo navegar aquel presente griego era más caro que alimentar un burro a bombones.
No vamos a entrar en consideraciones de todo lo que tenía mal, porque al tipo aún hoy le aletea el esfínter al recordarlo, pero si vamos a contar una de las primeras consecuencias de aquel mentir sobre el estado del buque que pudo ver (por suerte, aquella vez, en cabeza ajena)
La bomba de incendio de emergencia (prueba clavada en todas las inspecciones que recibe un buque) no andaba. A cualquiera le puede pasar; lamentablemente, en aquel barco no se la quería reparar tampoco: habían llegado a la conclusión de que no era necesaria (no habían logrado percibir la diferencia entre “no es necesaria” y “no va a ser necesaria alguna vez”, diferencia de vida o muerte, si las hay), y que su falla podía disimularse fácilmente si, durante las inspecciones, se ponía disimuladamente en marcha la bomba de incendio principal para que levantase la presión que la de emergencia no conseguía ni siquiera imaginar.
¿Se entiende? Ante el inspector se apretaba el botón y se hacía dar vueltitas a la bomba floja, mientras, disimuladamente y desde el puente, algún cómplice hacía funcionar a la principal a toda pastilla. El inspector aplaudía maravillando los larguísimos chorros de agua y aprobaba todo de inmediato (Es verdad que para que este esquema funcione es necesario que exista o una corrupta complicidad del inspector o una supina estupidez del mismo, pero el tipo no está en condiciones de decantarse por ninguna de las dos, siendo que, muchas veces, le tocó incluso presenciar ambas características en un mismo espécimen)
La bomba principal, es necesario aclarar, tenía un cuarto propio a proa del casillaje, en cubierta principal. Esto era así porque también alimentaba el circuito de espuma, y tenía su tanque con líquido espumígeno, sus bombas de espuma, tableros, etc (Para la gente que no sabe: los incendios de combustible no se pueden apagar con agua, porque esta no hace otra cosa que repartir el infierno en un área más grande. Se les dispara con unos cañones una cosa que parece espuma de afeitar chirle que los cubre lentamente como una mantita cariñosa y los asfixia. Para lograr a espuma se usa agua a mucha presión, y un líquido que tiene el aspecto del Tía María y el olor de una vaca que se murió de peste hace un mes)
Quiso el Destino (amigo de joder a los chapuceros) que, pocos días antes, hubieran estado probando este sistema y que se olvidaran de cerrar la válvula de salida del tanque de líquido espumígeno. Quiso también el Destino que la válvula de retención que debería haber impedido que el agua entrara al tanque fallara (Siempre hay una válvula de retención prevista para estas cosas, y siempre te fallan, siempre, siempre, siempre…). Se hizo la parodia frente a un inspector, se tiró muchísima agua a la bahía de Guanabara (por mangueras, por monitores –que son los cañones para rociar espuma, pero que también pueden descargar chorrazos de agua- y hasta por las salidas para lavado de la cadena del ancla) y, mientras todo esto pasaba, en el cuarto de la bomba y sin que nadie se enterase, parte del agua entraba al tanque de espuma con una presión digna de mejor causa.
Finalizada la inspección, y cuando los marineros volvían a sus camarotes en cubierta principal (que a la sazón era la misma que la del cuarto de la bomba) les intriga el que, por todas las rendijas de la puerta de ese cuarto, sale espuma. Mucha.
Abren la puerta y una blanca avalancha se estrella contra el mamparo de enfrente, y comienza inmediatamente a manar hacia babor y estribor.
El tipo se enteró minutos después. Cuando bajó, se encontró a toda la tripulación brasilera tratando infructuosamente de recoger la espuma –que seguía fluyendo-, y a todos los argentinos mirando y tratando en lo posible de contener las sonrisas. El cuarto estaba completamente lleno (relleno) de espuma, y, para entrar en él era necesario hacerse el propio túnel a través de aquel muro de burbujas. No había forma de aplacarlas ni de limpiarlas, todos trataban de sacar algo con las manos, y los resbalones y culazos en el piso estaban a la orden del día. Para cuando uno de los pobres tipos asignados a la tarea apareció con un balde, lo llenó de espuma (lo llenó de nada, de hecho, ya que era prácticamente 99.9999% aire) y, pompones de espuma en la nariz y sobre las orejas, empezó a dar vueltas buscando dónde arrojarlo (Ja, ríase: ¿Dónde  hubiese tirado usted cien metros cúbicos de crema de afeitar, eh?), la cosa fue más de lo que el más compasivo de los humanos podría aguantar, y el tipo se quebró.
Doblándose de risa se tuvo que ir, no sin antes llevarse con él a sus colegas: estaba bien clarito que el horno no estaba para bollos.

“A TODOS, A TODOS, CHE…”

Contaba Popy, uno de los capitanes más antiguos y respetados de la Empresa, que durante uno de los dique secos del Río Corrientes se debía hacer un trabajo de porte  en el sistema de aguas negras del buque. No recordaba qué, ni le importaba gran cosa: por aquella época los capitanes tenían status gerencial, y todas esas minucias quedaban a cargo del Jefe de Cubierta o de máquinas.
El barco había sido sacado del agua, parcialmente destripado y, mientras por fuera se lo lavaba, rasqueteaba y pintaba, por dentro se le hacían todas esas cosas que no se le podían hacer mientras estaba trabajando. Esto llevaba mucho tiempo (en aquella época las cosas se hacían más lento), y la tripulación terminaba por hacerse a la rutina de concurrir a bordo viajando a Retiro cotidianamente. Pocos hacían guardia efectiva y, en general, la cosa se parecía más a una fábrica que a una nave.
En medio de aquel enloquecedor caos de talleres trabajando, soldadores soldando, inspecciones y trabajos de pintura, la gente del área técnica se las ingenió para reunir a todos (A TODOS era la consigna) en un punto de cubierta a las 8 de la mañana. Un silencio anormal cubrió el buque al detenerse todas las actividades, y en ése silencio se explicó que, debido a un importante desmonte que se iba a hacer en sala de máquinas, el uso de todos los baños y agua del buque quedaba prohibido hasta nueva orden, debiendo usarse en su defecto los baños del astillero. Una vez convencidos de que todos lo tenían claro, dieron la orden de empezar a desarmar el caño principal que caía a máquinas.
Y todos a sus trabajos.
Por supuesto, durante la parada para almorzar, y en la mesa del capitán, no sólo se respetó religiosamente el mandato no escrito de no hablar de trabajo durante las comidas (tradición que lamentablemente se perdió), sino que tampoco se tocó el desagradable tema del manejo de las aguas fecales, por cuestiones de delicadeza y de buen gusto.
Luego de la sobremesa, gerentes técnicos, inspectores, jefe de máquinas y oficiales de máquinas fueron a ver cómo iba el trabajo. Popy, que como capitán que era tenía y usaba el privilegio de llegar al buque a la hora que le pareciese y estaba, por tanto, totalmente en ayunas del desmonte de tuberías, fue a su camarote y se sentó en el trono, a relajarse un poco y terminar el proceso de sobremesa.
Cuenta que fue espeluznante. Al terminar y comprobar que no había agua que sacase “aquello” del inodoro por los medios normales recurrió al balde de veinte litros que todo marino viejo tiene cargado con agua cuando el buque entra en reparaciones. Lo descargó desde lo alto, y allá fueron, agua y deshechos del capitán, tubo abajo, cinco cubiertas y todo el alto de la sala de máquinas.
Las tuberías sanitarias tienen pocos obstáculos para facilitar el drenaje de los deshechos, y energía cinética desarrollada al caer esos veinte o treinta metros le dieron a aquella carga de profundidad una velocidad y una potencia capaz de desprender, a su vez, cualquier otro resto que hubiese quedado pegado al interior de los tubos.
La cosa salió por la boca del tubo veloz y malvada. Alguno puede haber advertido algo antes (algún sonido, alguna vibración), pero incluso intuyendo lo que se venía y tratando de escapar, nadie pudo alejarse lo suficiente de la flor hedionda que estalló a la salida del caño.
Es importante hacer notar aquí que, por decisión de ellos mismos, el buque no tenía agua con qué lavarse. Si eso no es Némesis, ¿Nemesi qué é lo qué?
Por supuesto que, de inmediato, se organizó una búsqueda del culpable (liderada por el capitán en persona), pero jamás se pudo dar con él. Sólo años después, y entre gente de confianza, Popy confesaba cada tanto su desecración de la figura de tan altos personajes del área técnica, terminando el relato con una sonrisa traviesa y repitiendo “Los cagué a todos, che: A todos…”



miércoles, 19 de febrero de 2014

Seguimos rescatando cuentos viejos



COSAS DE CHICOS



          Lo que pasó fue que se le escapó el Bichi a Ernesto. Ya nos había pasado antes, y tratábamos de que el Bichi no saliera de casa nunca más, porque siempre volvía embarrado, rengo, flaco y lastimado. Para un perro es peligroso andar por ahí, y peor cuando es un perro sonso y camorrero como el Bichi. Lo puede aplastar un auto en la ruta, o lo puede matar un cazador en algún campo, o se puede poner rabioso si lo muerde un perro enfermo, o comer algo envenenado…tantas cosas. Y ni hablar de los líos que puede traernos si llega a morder a alguien (porque el Bichi era muy bueno, pero guarda que cuando lo fastidiaban no respetaba a nadie, eh). En el barrio todos sabían que era nuestro, así que, cada vez que le enseñaba los dientes a alguien, al otro día papá tenía que escuchar las quejas de la persona.
          Si, ya se que un perro necesita libertad y espacio, pero si el Bichi no tenía problemas ¿para qué iba a correr el riesgo de lastimarse y desangrarse lejos de casa, si en casa tenía un cuarto de manzana de quinta para potrear y fastidiar? Pero no, él no: él tenía que andar escarbando bajo el alambrado, escapándose y atorranteando por ahí cada dos por tres. En verano, con la época de celo, se ponía imposible. Tapábamos un agujero por la mañana pero, tras escarbar toda la noche, él se fugaba de madrugada por un túnel nuevo. Un infierno de perro. No había como tenerlo en casa: ni premios, ni gritos, ni castigos servían absolutamente para nada. Nos quería mucho, si, pero la tendencia a calaverear era más fuerte que él.
          Y si por casualidad alguien le ahorraba el trabajo de escarbar dejando el portón entreabierto, jamás lo pensaba dos veces. Si uno estaba en el portón, atendiendo a alguien, el Bichi era un torpedo amarillo que pasaba corriendo, con la panza contra el piso, entre las piernas de uno. Veía la rendija del portón y arrancaba a correr desde donde estuviese, y la única forma de frenarlo era cerrar rápido: gritos, órdenes y cascotazos obtenían como respuesta apenas un agachar las orejas y meter la cola entre las piernas; algo así como un mea culpa que no frenaba ni un poquito su carrera.
          Lo perdonábamos porque lo queríamos mucho, nada más. Pero era cansador. 
          Por lo general, cuando se escapaba, preferíamos dejarlo y esperar que volviese solo (porque nadie sabía nunca a donde ir a buscarlo) pero, a veces, cuando podíamos seguirlo, los cuatro hermanos nos llamábamos a los gritos y salíamos volando en pos del penacho veloz de su cola. Lejos de preocuparlo, esto parecía agregarle sabor a su escapada. Se detenía, nos dejaba acercar (la boca abierta, la lengua afuera, atentas las orejas y divertida la cola), gambeteaba, se aplastaba, saltaba y huía otra vez. Era un juego, en el cual no siempre ganaba. Si lo atrapábamos, volvía a casa en brazos de uno de nosotros mientras los demás le dábamos un coscorrón de vez en cuando –insultos, todo el tiempo-. Si no lo atrapábamos, cuando se cansaba de jugar buscaba un hueco libre y huía en línea recta hasta cansarnos y perderse de vista.
          La vez que se le escapó a Ernesto, éste nos contó enseguida y salimos todos corriendo y puteando por el portón entreabierto. Creo que fue en invierno; no puedo estar seguro, pero debió ser así porque me acuerdo que estaba muy agradable para correr. Ernesto iba una cuadra delante de nosotros, y cincuenta metros tras del Bichi. Le gritaba, pero el perro ni siquiera daba vuelta la cabeza.
          Entonces me di cuenta de una cosa. La calle daba una gran curva, sin calles laterales, ni ancho suficiente para que el Bichi nos pudiera esquivar, asi que, mientras Ernesto lo siguiera corriendo, sólo podía ir hacia delante. Así que paré, volví corriendo unos metros, fui por una calle más corta hasta la ruta y, por la banquina, llegué a nuestra calle justo para salirle al cruce al Bichi, que venía disparado hacia el asfalto y el tráfico. Clavó las patas en la tierra, levantó polvo, medio se cayó, se levantó y salió hacia el costado antes de que pudiera agarrarlo. Corría ahora por la banquina de la ruta, porque el tráfico no lo dejaba cruzar. Nosotros detrás.
          Había un arroyo y un puentecito; luego venía un bosquecito de nadie, mal alambrado, donde íbamos a jugar y donde, por supuesto, teníamos prohibido ir a jugar. Pareció que el Bichi había decidido que el juego no terminaba todavía, porque si hubiese seguido corriendo en línea recta por la banquina nos habría perdido cómodamente; en vez de eso, de un elástico salto a la derecha cruzó la zanja y entró en el bosque...
          Frené a mis hermanos. Nos habían advertido de las víboras en los pastos altos del bosque, y de los posibles delincuentes que vivirían en él, así que todos nos armamos con algo (el palo de una escoba vieja, la pata de una silla, un fierro impreciso, y una rama, sacados de un montón de basura). Bichi ladraba en el bosque, probablemente a un gato o un pájaro, y eso nos hizo volver corriendo.
          Lo vimos enseguida, manchado de luz por los rayitos del sol y ya cubierto de pastos por haberse revolcado en el pastizal. Nos vio y se escapó. Lo corrimos largo rato, frenéticos, pero los yuyos nos entorpecían, y los troncos le daban mil y una posibilidades de esquivarnos y burlarnos. De nada servía zambullirse tras sus patas al tenerlo cerca, ni apedrearlo de lejos: siempre se escurría, siempre esquivaba los piedrazos. Chocábamos entre nosotros, nos arañábamos con las ramas y nos despellejábamos codos y rodillas en cada caída, cada curva cerrada, cada raíz retorcida, y todo en vano. Bichi, amarillo y fresco, gozaba como nunca.
          Me raspaban los pulmones. Me estaba reventando, pero no me daba cuenta; no veía los árboles, el pasto ni las culebras. Sólo podía ver, y cada vez me resultaba más intolerable, los vibrantes cuartos traseros del perro, los elásticos músculos de sus muslos, y su cola burlona. Cada vez más acalorado, esa sensación de tener ahí nomás, al alcance de un salto, el lomo del animal, y no poder ni siquiera rozarlo, me ponía furioso. Me indignaba aquel inquieto pedazo de carne peluda inalcanzable.
          Mis hermanos estaban igual. Corrían con las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido, y jadeaban con más fuerza que la que exige la fatiga. Jadeaban de rabia.
          No se cuanto tiempo lo estuvimos persiguiendo a tontas y a locas por aquel bosquecito, pero, para cuando la luz empezó a ponerse gris, todavía seguíamos como una jauría de tontos detrás de él. Bichi estaba en la gloria (nunca antes habíamos jugado tanto con él), y nosotros, a pesar de estar fatigados y sudados, ni pensábamos en volver sin él.
          La verdad es que no pensábamos en nada más que en atraparlo, y mentiría si dijese que, a pesar de las puteadas periódicas al Bichi, y el sincero enojo, no estábamos nosotros también disfrutando del juego.
          Sin llegar a ser de noche, ya se había puesto el sol cuando, en un mal esquive, Bichi quedó acorralado entre Héctor y un eucaliptos caído, demasiado grueso para saltarlo (Héctor es el segundo, y después vienen Ernesto y Pablito). Se jugó a pasar rápido junto a Héctor, pero no tuvo en cuenta el largo de la rama que usaba mi hermano. No llegó a atraparlo, pero le dio un duro latigazo en el lomo.
          Bichi paró a los tres metros, el lomo erizado y blancos los colmillos desnudos al gruñir. Pero, en contra de lo que había sido una de las verdades de la vida del Bichi, Héctor no sólo no se alejó asustado, sino que, rama en alto, se levantó a los tropezones, y corrió hacia el perro.
          Nunca supimos bien por qué, pero en ese instante Bichi cambió su actitud. Metió la cola entre las piernas, cerró la boca, y corrió como una bolita de mercurio, en línea recta. Pero no hacia la ruta. Se internó en el bosque. Dimos unos pasos detrás de él, y yo detuve inmediatamente a mis hermanos.
          Les expliqué. El paredón de un corralón cortaba el bosque en la dirección en que había huido el Bichi, y el arroyo cerraba otro de sus lados. Supuse que el perro, al oír que nos detuvimos, y sintiéndose a salvo, se echaría a descansar un tiempo, que podríamos usar en acomodarnos mejor. Unos árboles muy espinudos, parecidos a álamos, crecían junto al arroyo. Eran muy tupidos, y el mejor sendero corría, estrecho, entre ellos y el agua. Puse a Héctor oculto en el fin de este sendero, casi casi en la ruta.
          Mientras él iba hacia allí, Ernesto se quedó donde estábamos para que el Bichi no pudiera ganar la ruta, mientras Pablito y yo fuimos hasta el extremo del paredón más alejado del arroyo. Después, empezamos a volver pegados a la pared. A pesar de que no veíamos gran cosa, y tendíamos a tropezar, avanzábamos en silencio, mordiendo los jadeos para no ser oídos, y medio agachados, con los ojos bien abiertos, para tratar de sorprender al Bichi.
          Lo vimos a unos diez metros. Acostado en un claro, se lamía el lomo, miraba jadeante el bosque, y volvía a lamerse. Nos oyó enseguida. Se levantó en una explosión de hojas secas, y salió por el camino menos entorpecido de árboles y plantas, o sea, pegado al paredón. Pablo y yo, a los gritos, arrancamos inmediatamente, y enseguida pudimos oír los gritos de Ernesto. A Ernesto no lo podíamos ver, ni él a nosotros, pero, guiándose por nuestros alaridos, podía correr paralelo a nosotros. De esa forma, el Bichi seguía corriendo recto y no doblaba hacia la ruta por el bosque. Lo de los gritos no lo planeamos; salió así, nomás, de adentro, pero funcionó bien. Nunca había oído gritar así a mis hermanos; me ponía la piel de gallina y, no se por qué, me hacía gritar a mi más fuerte, más loco.
          Al terminar el paredón, en la escasa claridad del fin del bosque, el Bichi se encontró con el arroyo, que le cortaba el camino. Nuestros gritos apuraron su decisión, y corrió por el sendero paralelo al arroyo, hacia la ruta.
          Como era un camino recto, Bichi ganó velocidad. Mis hermanos corrían detrás de mí; sé que llegué a casa todo arañado por los ramazos que recibí en esa carrera, pero no recuerdo haberme dado ninguno. La tensión era casi intolerable: sabía que más adelante, detrás de algún grupo de árboles, estaba Héctor, pero ignoraba dónde, ignoraba cuándo aparecería, y cada segundo de aquella carrera infernal, detrás del perro que se alejaba cada vez más hacia el peligro de la ruta, dando gritos histéricos, y totalmente agotado, me pareció eterno, interminable.
          Alertado por nuestros gritos, Héctor nos esperaba venir. Calculó bien; saltó al sendero en el instante preciso para que el animal tuviera tiempo de frenar (sino, quizá, podría haberlo esquivado, aunque fuera luego del choque con él. El aullido de Héctor, en cambio, lo frenó en seco), y lo suficientemente cerca como para que no tuviese tiempo de reponerse y huir por el costado. Saltó chillando frente al Bichi, y antes de que pudiera frenar del todo, le incrustó el fierro en la frente. Yo llegué casi enseguida, y le di dos garrotazos, en el cuello y en el vientre, pero ya no eran necesarios porque el Bichi ya estaba muerto.




8 de agosto de 1983

sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Respuestas



RESPUESTAS

                Entre otras cosas, el barquero es un tipo de respuestas creativas. Tiene tiempo para desarrollarlas, tiene herramientas, y tiene un cierto humor retorcido y perverso que las fogonea. Acá van algunos ejemplos
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                El Rio Negro amarró en Tampa a la nochecita. Máquinas recibía combustible y repuestos. Cubierta barajaba containers sobre cubierta como un croupier enajenado. Administración (comisaría, bah) todavía estaba tratando de aflorar desde debajo de los papeles de entrada, migraciones y aduanas. Cocina acomodaba víveres recién llegados. Mozos atendían a algunas autoridades que seguían a bordo (El Coast Guard, quizás). El único tipo libre para salir, bajar a tierra y pisar suelo norteamericano aquella estadía –porque el buque zarparía a la mañana siguiente- era el aprendiz de mozo.
                Empilchado, perfumado y orondo, salió hacia la planchada y, al pasar junto a los tristes tripulantes que, apoyados en la regala, miraban con resignación el muelle, no se le ocurre decir nada mejor que “-¡Giles! ¡Aprendan de papito, que se va de joda mientras los GILES laburan!”-
                Codos en la regala, caras pensativas en las manos, los más antiguos lo vieron bajar la planchada con sus saltitos de gorrión gordo y su tonta risa..
                Ahora bien: el barquero nunca fue un fanático de las reglas ni del protocolo, ni le importó mucho ese asunto de cargos y jerarquías. Se cumplía, por supuesto, pero no se comulgaba con el asunto. Pero las tradiciones siempre fueron sagradas. Aquel ganso miserable había pasado por encima de dos de las más fundamentales de ellas: la de que la antigüedad es un cargo (por la cual cualquiera, con años en el buque, merece más respeto de lo que su rol indicaría) y la de la solidaridad hacia el que las está pasando mal. Él no tenía antigüedad como para burlarse de los otros retenidos a bordo (sin importar qué cargo tuviesen en el barco); de hecho, no tenía antigüedad suficiente ni siquiera para mear sin pedir permiso. ¡Y además se había burlado de compañeros en desgracia!
                El contramaestre miró a los demás con la expresión dolida del veterinario que se ve obligado a sacrificar a un caballo, miró de reojo el ojo de buey del camarote de aquel insolente (que había dejado entreabierto para ventilar un poco el encierro) y luego, meditabundo, contempló un rollo de cabo de amarre viejo, de repuesto, que se encontraba al pié de dicho ojo de buey (aquel barco tenía la maniobra de los sprint junto a la planchada).
                Tomó el chicote de arriba, lo insertó en el resquicio del ojo de buey, y empezó a empujar cabo por el mismo. Solidarios, los otros dejaron la brazola y le ayudaron casi sin decir palabra. Poco a poco, metro a metro, el rollo fue pasando de cubierta principal al camarote. (Creo que cabe una pequeña descripción de lo que estamos hablando: se trata de un cabo de amarre casi tan grueso como la muñeca de un hombre, mojado, empapado con una selección de inmundicias coleccionadas en diferentes puertos del mundo que, prolijamente enrollado, formaba un cilindro de un metro de diámetro y casi otro de alto  y que debería pesar sus buenos quinientos kilos). El cabo, desenrollado, tieso y formando locos ochos rellenó rápidamente el escaso volumen de un camarote de aprendiz, a tal punto que hubo que hacer bastante presión para conseguir que los últimos metros pasasen por el ojo de buey.
                Con un gesto de satisfacción, el contra metió de un empujón brusco el último tramo que quedaba y hundió el chicote con fuerza. Aquella punta del cabo se perdió así irremisiblemente en la galleta infernal que había dentro del local.  Luego arrimó la ventana.
                El tipo no vio el final de la historia, pero se lo contaron con lujo de detalles. El insolente volvió de madrugada, cansado, un tanto bebido y con sueño (muerto de anhelo por su camita, si se entiende), y notó, confuso, que no podía abrir la puerta. Podía entreabrirla, pero ALGO extraño se la detenía desde adentro. Se lanzó con el hombro, como había visto en las películas (las películas son mala escuela para los marinos, sépanlo) y rebotó al pasillo. Luego, con más prudencia, hizo lo que pudo por colarse en la rendija que había logrado conseguir. Nunca explicó qué sintió cuando vio aquello (¿Horror? ¿Confusión? ¿Curiosidad? ¿Qué era esa madeja de tentáculos velludos que se adivinaba al contraluz de la ventana?) pero, sin duda, al alcanzar la tecla de la luz y salir de dudas debe haber sentido unas terribles ganas de llorar.
                Era el mediodía, y aún no había logrado sacar todo el cabo de su camarote (de dormir ni hablar, por supuesto),  y se asume que las manchas de agua aceitosa sobre todas sus cosas no deben haber colaborado en nada a aliviar su resaca tampoco.
                Probablemente se haya vuelto, luego, mucho más humilde y respetuoso.

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                En el Almirante Stewart (buque con un nombre equívocamente militar, ya que era, probablemente, el más civil de la flota) se comía mal. Y se toleraba la ineficiencia y grosería de los cocineros. Ambas cosas quizás tuvieran origen en ciertos negocios particulares que el comisario de a bordo llevaba con las provisiones del buque. Ni la ley ni la Empresa podían hacer nada al respecto sin evidencias, pero resultaba muy duro conformarse con ser víctima de aquella corrupción sin disparar aunque fuese un sólo tiro por la justicia.
                Rumiando su frustración (y la acidez de algún plato reciclado para ahorrar ingredientes comerciables) ocurrió que el segundo de máquinas pasó frente al camarote del comisario. Como no estaban en puerto estaba abierto, por supuesto: las pertenencias estaban protegidas por el tabú de no llevarse lo ajeno que imperaba sobre todos los barqueros, y los camarotes jamás se cerraban con llave en navegación.
                Pero el tabú no decía nada de no poner.
                En un momento de inspiración, el segundo fue a la cocina, robó un trozo de carne cruda de la heladera, tomó un destornillador de su camarote, sacó la rejilla de la ventilación del camarote del comisario, y arrojó dentro del conducto la carne, con toda la saña y la bronca de su estómago mal atendido y agriado.
                Luego atornilló la rejilla y se sentó en el umbral de la puerta a ver pasar el cadáver de su enemigo. Nada pasó durante un par de días (había un buen aire acondicionado) pero al tercero una pregunta del comisario acerca de olores raros le indicó al saboteador que su plan estaba empezando a dar frutos. Al día siguiente, las preguntas ya eran quejas; el resto de los oficiales, por supuesto, se encogía de hombros: ellos no tenían problemas de olor alguno.
                El calor del trópico empezó a apretar, el aire acondicionado no hacía milagros, y el fenicio que comerciaba con la carne de sus compañeros (la carne de asar, se entiende…) alternaba entre la indignación y la angustia. El hedor en su camarote era insoportable. Se hacía difícil incluso pasar frente a la puerta al pasillo -que ya jamás cerraba-. Así y todo, sus quejas eran recibidas con consejos bienintencionados pero con un cierto rencor estomacal (“-Probá lavar las medias-“ “-Un cambio de calzoncillos a tiempo resuelve muchas cosas-“     “-Habrás estado comiendo lo mismo que nosotros…-“, y cosas así). Sólo al ver que el tipo ya no dormía por el agrio olor a cadáver de sus aposentos, y que probablemente se encontrara ya al borde de un colapso nervioso, se autodesignó una comisión de maquinistas para encontrar la causa del defecto. Lo hicieron mientras el comisario trabajaba, de modo que le desarmaron y desordenaron bastantes cosas y, finalmente, retiraron los restos mortales de dentro del tubo donde sabían que iban a encontrarlos. Se dice que hubo dos versiones del asunto: una, la del comunicado de prensa a La Voz del Escobén, que hablaba de una fuga del sifón del inodoro que llevaba los olores de la cloaca al baño del comisario, y la otra, comunicada en confianza (mano en el hombro y voz bajita) explicándole la verdad a la víctima y mostrándole lo feo que podía volverse el joderles la vida a los Dueños del Caño.
De todas formas, no pasó de ser un desahogo. Al tipo no le consta que luego hubiese mejorado nada.

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                El lado de estribor de la cubierta de oficiales del Rio de la Plata tenía el comedor a proa. Luego venían la comisaría, el camarote del jefe de comisaría y, por alguna extraña razón, el camarote del tercer oficial de máquinas.
                Un tercer oficial, nuevo y curioso, encuentra algo extraño en ese camarote. Otro quizás no hubiese reparado en el asunto, pero este muchacho era, repetimos, curioso y amigo de los acertijos.
                El cable entre la pared y el teléfono medía casi ocho metros.
                Sopesando el rollo en la mano, el tercero se rascaba con la otra la cabeza tratando de entender por qué le habían empalmado casi siete metros de cable al teléfono de un camarote que, con toda la furia, tendría tres metros de ancho.
                El misterio (como tantos otros) empezó a aclararse cuando apareció otro misterio más. Un segundo maquinista (también nuevo en el barco) reparó en que el piso plástico del pasillo parecía atacado con un pequeño martillo de bolita. O como si alguien, de rodillas, hubiera decidido combatir a las cucarachas cuerpo a cuerpo armado de un punzón romo (cosas más raras se habían visto a bordo, no vaya a creer…) Los pequeños cráteres parecían estar casi exclusivamente en la cubierta de oficiales, y con una preponderancia abrumadora frente a la puerta de la comisaría. Al manifestar su perplejidad, un viejo del barco se le rió y le explicó que eso había empezado a pasar cuando embarcaron comisarios de a bordo mujeres. Como el otro no parecía entender, le explicó “-Taco aguja, pibe, taco aguja.  Los ingenieros navales no construyeron los barcos para soportar tacos aguja, ni los fabricantes de zapatos hacen tacos aguja para barco”-
                El tercero empezó a ver algo de luz. Sondando, preguntando, llegó a enterarse de que hubo una vez una comisario mujer y un tercer maquinista que tenían algún asunto entre manos (literalmente, a veces), y La Voz del Escobén afirmaba que dormían juntos. Como uno de los dos era casado (o ambos, o ninguno: en aquella época no se hubiera admitido nada parecido en nadie que no fuese capitán o jefe de máquinas) la cosa se había llevado en el mayor de los secretos, y nadie jamás había podido ver ni afirmar nada… pero se sabía, claro. Nada escapa a los cronistas de La Voz del Escobén, jamás.
                Eso explicaba el cable largo. Si llamaban al tercero estando en el camarote equivocado, no podría atender su teléfono sin salir al pasillo y desenmascarar su romance secreto. Era evidente que el tipo, cuando descansaba durante su guardia o hacía noche en el otro nidito, en previsión de alguna emergencia se llevaba el teléfono al camarote de al lado,
                ¿Pero cómo? ¡No podía andar tirando cables por el pasillo, ni recogiéndolos a la vuelta, ni esperando que nadie viese tampoco el hilo culebreando en el piso! Por un tiempo pensó que quizás lo pasara de ojo de buey a ojo de buey, por afuera, pero tuvo que descartar la hipótesis: la caída a pique al mar, varios metros más abajo, era muy riesgosa –no había cubierta exterior en ese lugar- y, aunque así no fuese, ¿Cómo salir de aquel otro camarote para cumplir con lo que le pedían por teléfono, siendo que en las emergencias los pasillos se llenan de gente yendo de un lado al otro?
                No fue sino hasta el viaje siguiente, en el que una comisaria pidió ayuda para cambiar un cuadro de lugar en su camarote (No, no se burlen. En los buques los cuadros no se cuelgan, se atornillan –a veces demasiado- para que el movimiento no los haga pendular) que se supo la verdad. La respuesta del enamorado tercer oficial había sido hacer un túnel a través del mamparo. Como todos los cuadros de la decoración medían lo mismo, caló ambos mamparos (el de él y el de su amada) y colgó un cuadro de cada lado. Luego, sólo le restaría correrlos, pasar por él el teléfono, pasar su humanidad, amar, y volver a su cubil para salir del él impunemente cada vez que se lo requiriese.
                Resuelto el misterio, hubo que volver  los cuadros a su ubicación.
Por lo que el tipo sabe, esa fue toda la reparación que se hizo, y nadie, jamás, se tomó el trabajo de tapar el túnel.
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¡Ah, si tan sólo utilizaran sus superpoderes para el bien…!