PLAN PERFECTO EN EL SANTIAGO:
El
Santiago del Estero (El Santiago, para los tripulantes) hacía la línea a
Oriente. Todo el trayecto hasta Japón, ida y vuelta, parando en todas.
Además de todas las cosas interesantes que se
pueden decir de esos tipos de viajes, vale la pena mencionar (ya que a pocos se
les ocurriría ver las cosas de ese punto de vista) el abrumador aburrimiento de
los “cruces” largos (el atlántico hasta Sudáfrica, el Indico hasta Malaca, y, a
veces, el pacífico hasta Ecuador). Días y días de rutina y –con suerte-
tranquilidad que, tarde o temprano, hacían germinar en los marinos la peligrosa
idea de que aquel tiempo muerto era ideal para encarar trabajos siempre postergados
o recientemente imaginados.
Al
Santiago, por ejemplo, siempre se le tapaban las descargas sanitarias de la
cubierta de oficiales. Duchas, lavamanos y rejillas del piso drenaban lento (o
nada) y hasta los mismos inodoros, cada tanto, se llenaban hasta los bordes y
se vaciaban con desesperante lentitud. Usualmente se iba al baño comprometido,
se tiraba algo de soda cáustica, se metía un matafuegos en alguna rejilla o la
manguera de agua de lavar y, mal que mal, se salía del paso.
Aquel
viaje (el tipo era pilotín, o sea, alumno todavía, así que miraba todo con ojos
como platos y procuraba absorber todo el conocimiento posible de aquellos otros
infinitamente más experimentados que él) el primer oficial de cubierta decidió
que había que terminar de una vez por todas con aquella cochinada. Buscó
planos, consultó con el primero de máquinas, planificó todo por un par de días
y, finalmente, el día señalado, convocó a todos sus marineros y, según un plan
sistemático y minucioso, obturó con tacos cónicos de madera todas las entradas
al circuito de aguas grises (duchas, lavamanos y pisos. Inodoros iban por otro
circuito), dejando solamente abierto el extremo más alejado. La idea era traer
una manguera de aire a presión de máquinas, colocarla dentro de uno de esos conos
de madera y clavarlo a su vez en ese extremo libre. El aire atrapado,
teóricamente, solo podría salir por el otro extremo, hacia las tuberías que
daban al mar, y arrastraría a su paso toda la mugre y la grasa acumulada dentro
de las tuberías.
Era un buen
plan. Y tenía doble mérito, ya que había sido concebido por un hombre que
viajaba con su esposa (una rubia delgada, bonita, y terriblemente simpática) y
que, sin duda, tendría muchas cosas mejores con que entretener sus ratos libres
que el ocuparse de desalojar mierda vieja de las tuberías. Para el lector de
tierra esto puede tener un peso relativo, pero traten de verlo desde el punto
de vista de tripulantes que hacía dos meses que ni siquiera podían recordar a
qué huele una mujer, y comprenderán mejor nuestra admiración y nuestra intriga.
Volviendo
a los caños tapados: Los marineros recibieron sus instrucciones. Ir camarote
por camarote, baño por baño, repostería (la pequeña cocinita donde los mozos de
oficiales guardaban su vajilla y lavaban los platos), oficinas, etc, y obturar
todos los agujeros que sirviesen para drenar agua. Se empezó a las 13, más o
menos, y para la hora de la merienda, más o menos, estaba todo listo. El
primero los reunió a todos, los contó, les volvió a preguntar si estaba todo
listo, (“¿seguro seguro?”), y si estaba todo revisado (la cosa era peligrosa,
porque un tapón mal clavado, con esa presión de aire, podía abrir un agujero en
el forro del techo) y, cuando finalmente estuvo satisfecho, como un general
oprimiendo el botón fatídico, abrió la válvula del aire y dejó suelto al
monstruo dentro de las tuberías.
Se
escuchó un silbido furioso, y luego un ronquido profundo y gorgoteante, y
finalmente un ruído que sólo podía compararse a un camión volcador descargando
despacito una tonelada de sapos sobre un bombo de desfile.
Y un
grito aterrado a lo lejos.
Todos
salieron al pasillo, intrigados. Y vieron en el otro extremo (horror de los
horrores) a la rubia esposa, de bata y toalla envuelta en la cabeza, cubierta
de cabeza a los pies con una sustancia negra y pestilente. Solo los ojos,
espantados y enormemente abiertos, se podían discernir en su rostro, pero, incluso
así, era posible percibir cómo el susto iba dando paso –a toda velocidad- a una
furia que se adivinaba difícil de controlar.
Reconstruyendo
los hechos, resultó que el general no tuvo en cuenta en sus estrategias el
profundo pudor y respeto de los tripulantes por las mujeres acompañantes.
Cuando se les dijo “todos los baños” a ninguno se le pasó por la cabeza que eso
incluía al del autor del plan, especialmente cuando su mujer estaba sóla en su
camarote. Todos asumieron que él se debía haber encargado de eso, por supuesto,
y nadie osó ni siquiera golpear la puerta para confirmarlo, temiendo despertar
de la siesta a su esposa.
El aire
atrapado tuvo que elegir: o salía por el camino largo, recorría dos cubiertas
hacia abajo, abría una válvula clapeta y salía al Indico, o doblaba un par de
metros y escapaba por el baño del primero.
La
decisión estaba clara.
La
historia de la esposa (que contó en la cena, luego de haberse bañado, cambiado,
y expresado a su marido cariñosamente la opinión que la inteligencia de éste le
merecía) debe reproducirse, ya que ilustra bien claro las cosas inusuales a las
que uno está expuesto al vivir a bordo.
Contó
que estaba bañándose tranquila cuando, intrigada, escuchó que el drenaje de la
ducha empieza empezó a retumbar y a escupir gotitas de agua hacia arriba. Sin
saber qué hacer lo tapó con el talón derecho y empezó a llamar a su esposo. Sintiendo
ya la presión del aire contra su talón escuchó, preocupada, que el mismo ruido salía
entonces, también, del orificio del lavamanos. Tiró una toalla para taparlo e,
inclinándose todo lo que pudo (sin sacar el talón del drenaje de la ducha,
recuerden) apoyó sus manos en ella y trató de cegar el agujero del lavamanos.
Haciendo
un arco precisamente sobre la rejilla del piso.
La
mugre de la rejilla parecía haber sido la más tenaz en la resistencia contra el
aire limpiador, y aguantó hasta último momento. Cuando la presión la venció,
saltó hacia arriba y pintó a la rubia.
Detrás,
aparentemente, vino gran parte de la roña de las tuberías de aquella cubierta.
Habla muy bien de aquella pareja el que al otro día todo estaba olvidado, y que
siguieron el viaje felices y enamorados. Por lo que respecta a las tuberías, el
problema se solucionó en gran parte (Aunque nunca se pudo saber si porque se
descargó parte al Indico, o si el problema terminó cuando se cubrieron
prolijamente la esposa, las paredes y el techo del baño del primero de cubierta
con moco podrido: Hay cosas que el conocimiento técnico nunca alcanza a
comprender ni a prever).
EMPETROLADO:
Comentando
resignados en una mateada los enchastres que cada uno había causado
involuntariamente, un primer maquinista le confiaba al tipo (sin poder contener
del todo una sonrisa) que una vez había empetrolado a un capitán.
Como
aquello superaba ampliamente los sueños más audaces de todos ellos, lo
apremiaron a que narre su historia, y empezó por contarles –a aquellos que no
estuviesen familiarizados con el asunto- cómo era la cosa con las purificadoras
de fuel oil en el barco en que, en aquella oportunidad, le había tocado viajar.
En favor de los legos en la materia, se me disculpará si abundo un poco en el tema.
Los barcos
consumen cantidades pantagruélicas de combustible, Para que el negocio valga la
pena, se los diseña para consumir el más barato que se pueda conseguir. En
estado natural, y a temperatura ambiente, es una porquería más viscosa que la
miel, negra, sucia, y con olor a pedos de repollo, capaz de matar a cualquier
motor al que se la hagan tragar. Los barcos tienen, pues, todo un sistema para
calentar esto hasta que sea líquido, y pasarlo por dispositivos que, por lo
menos, le sacan la arena y las astillitas de hueso de dinosaurio que aún
pudiera contener.
Las
separadoras son una solución simple y astuta. Lo centrifugan hasta que lo más
pesado (la arena y el agua) quedan pegados a las paredes del tacho. Algo así
como un secarropas. La diferencia es que el secarropas tiene una rejilla para
evitar que los calzoncillos se vayan con el agua y las purificadoras de
combustible, como no hay rejilla que pueda contener el negro líquido, usan agua
a presión. Dentro de nuestro Kohinoor, si ustedes pueden imaginarlo, se forma
una pared de agua contra el tacho por la alta velocidad a que gira. Se tira
allí adentro el combustible mugriento, que inmediatamente se acomoda también en
forma de pared, pero del lado central. Gota de agua que se le saca al
combustible, gota que se pasa al agua. Cuando se juntan muchas, sobra agua y se
escapa por un babero. Combustible que sobra (el que ya se limpió) rebalsa y se
escapa por otro babero, ubicado más al centro. Más o menos es así.
Lo
importante, para el cuento, es que el combustible, como un genio de la lámpara,
está atrapado dentro de aquella máquina por una pared de agua. Todo esto gira a
más de diez mil revoluciones por minuto, y tiene sus buenas presioncitas
adentro, pero, mientras esté en equilibrio, funciona. Una excelente metáfora de
la mente humana, si me permiten la digresión.
En todos
los barcos sensatos, esta agua viene de un tanque. La altura del tanque está
calculada para darle la presión estática necesaria y, en caso de vaciarse, el
combustible escapa y ensucia el tanque.
En el
barco del que se hablaba, no. Aquello le había parecido a los ingenieros
demasiado gasto (No me sorprendería que, uno de estos días, consideren que el
casco es “demasiado gasto”). El agua venía del mismo circuito que alimentaba
canillas y duchas.
Nuestro primero
tenía que hacer un trabajito en ese circuito. Nada, una tontería, pero tenía
que despresurizarlo, así que esperó a la hora en que casi no se usa agua
(después de la una del mediodía, cuando ya se lavaron los platos y ollas del
almuerzo y todo el mundo está trabajando o durmiendo) Apagó las bombas, sacó la
presión del tanque hidróforo, e hizo su laburo. Después volvió todo a la
normalidad.
Mientras
tanto, ajena completamente a las ingenuas manipulaciones del maquinista, la
purificadora se encontró de repente sin presión de agua que contuviese el fuel
oil dentro de ella, y “se alivió”. (Siempre hay una válvula de retención que
permite que el agua entre y no permite que el combustible salga. Y siempre te
traicionan, siempre…,).El combustible, como un insidioso gusano negro, empezó a
recorrer las tuberías de agua a contramano, subiendo, subiendo y subiendo, hasta
llenar todas las líneas vacías. Luego, cuando el primero volvió a dar agua,
todo ese petróleo quedó presurizado, ansioso y potente, esperando detrás de
todas y cada una de las canillas a que una víctima desprevenida lo liberase.
¿Quién fue
el primero en sentir la ira del fósil líquido?
Bueno,
sencillamente el único tipo que tenía tiempo libre para tomar sol por las
tardes y necesitar una duchita antes de las tres y media. Nadie vio los hechos
en sí, pero tampoco resultaba difícil imaginarse al gordo capitán, rosadito por
la tarde en el sol, sudado y acalorado, abriendo la ducha, siendo engañado por
los dos o tres litros de agua limpia que habían quedado atrapados en el tramo
entre las canillas y la flor, y metiéndose feliz bajo el chorrito.
La mugre
debió haber sido fatalmente instantánea. Uno, dos segundos apenas deben haber
bastado para dejarlo igual a cualquier víctima del Exxon Valdez.
Con una
diferencia, remarcó el primero en su relato. A bordo no es inusual cubrirse de
roña de todo tipo y pelaje, pero se tiene siempre en mente que, al final del
trabajo, siempre está la ducha para lavársela y volver a ser un ser humano.
Aquella
vez la ducha era el problema.
Por mucho
que se trabajó, contó, se tardaron días enteros en retirar el grueso de
combustible de las líneas (y el olor quedó para siempre, confesó). El capitán
tuvo que resignarse a un áspero frotado con trapos y solvente que consiguió
apenas sacarle lo negro de encima. La mugre que se le ganó dentro de
arruguitas, uñas y pliegues de la piel sólo se la pudo sacar días después,
cuando hubo duchas más o menos normales.
El olor
(volvió a sonreír disimuladamente el primero) duró mucho más.
ESPUMA BRASILERA
El tipo iba a ser jefe de un buque petrolero
que se compraba a Brasil. Para irse poniendo al tanto, él y otros oficiales más
viajaron un mes antes de la entrega y navegaron como pasajeros durante todo ese
tiempo.
El barco
(Imponente de aspecto y lujosísimo en sus interiores) resultó ser un fraude, y,
pese a que capitán y jefe argentinos advirtieron de ello a la Empresa de todas
las formas posibles, lo cierto es que “allá arriba” sólo lo admitieron un par
de años después, cuando comprendieron que seguir haciendo navegar aquel
presente griego era más caro que alimentar un burro a bombones.
No vamos a
entrar en consideraciones de todo lo que tenía mal, porque al tipo aún hoy le
aletea el esfínter al recordarlo, pero si vamos a contar una de las primeras
consecuencias de aquel mentir sobre el estado del buque que pudo ver (por
suerte, aquella vez, en cabeza ajena)
La bomba
de incendio de emergencia (prueba clavada en todas las inspecciones que recibe
un buque) no andaba. A cualquiera le puede pasar; lamentablemente, en aquel
barco no se la quería reparar tampoco: habían llegado a la conclusión de que no
era necesaria (no habían logrado percibir la diferencia entre “no es necesaria”
y “no va a ser necesaria alguna vez”, diferencia de vida o muerte, si las hay),
y que su falla podía disimularse fácilmente si, durante las inspecciones, se
ponía disimuladamente en marcha la bomba de incendio principal para que
levantase la presión que la de emergencia no conseguía ni siquiera imaginar.
¿Se
entiende? Ante el inspector se apretaba el botón y se hacía dar vueltitas a la
bomba floja, mientras, disimuladamente y desde el puente, algún cómplice hacía
funcionar a la principal a toda pastilla. El inspector aplaudía maravillando
los larguísimos chorros de agua y aprobaba todo de inmediato (Es verdad que
para que este esquema funcione es necesario que exista o una corrupta
complicidad del inspector o una supina estupidez del mismo, pero el tipo no
está en condiciones de decantarse por ninguna de las dos, siendo que, muchas
veces, le tocó incluso presenciar ambas características en un mismo espécimen)
La bomba
principal, es necesario aclarar, tenía un cuarto propio a proa del casillaje,
en cubierta principal. Esto era así porque también alimentaba el circuito de espuma,
y tenía su tanque con líquido espumígeno, sus bombas de espuma, tableros, etc
(Para la gente que no sabe: los incendios de combustible no se pueden apagar
con agua, porque esta no hace otra cosa que repartir el infierno en un área más
grande. Se les dispara con unos cañones una cosa que parece espuma de afeitar
chirle que los cubre lentamente como una mantita cariñosa y los asfixia. Para
lograr a espuma se usa agua a mucha presión, y un líquido que tiene el aspecto
del Tía María y el olor de una vaca que se murió de peste hace un mes)
Quiso el
Destino (amigo de joder a los chapuceros) que, pocos días antes, hubieran
estado probando este sistema y que se olvidaran de cerrar la válvula de salida
del tanque de líquido espumígeno. Quiso también el Destino que la válvula de
retención que debería haber impedido que el agua entrara al tanque fallara
(Siempre hay una válvula de retención prevista para estas cosas, y siempre te
fallan, siempre, siempre, siempre…). Se hizo la parodia frente a un inspector,
se tiró muchísima agua a la bahía de Guanabara (por mangueras, por monitores
–que son los cañones para rociar espuma, pero que también pueden descargar
chorrazos de agua- y hasta por las salidas para lavado de la cadena del ancla)
y, mientras todo esto pasaba, en el cuarto de la bomba y sin que nadie se
enterase, parte del agua entraba al tanque de espuma con una presión digna de
mejor causa.
Finalizada
la inspección, y cuando los marineros volvían a sus camarotes en cubierta
principal (que a la sazón era la misma que la del cuarto de la bomba) les
intriga el que, por todas las rendijas de la puerta de ese cuarto, sale espuma.
Mucha.
Abren la
puerta y una blanca avalancha se estrella contra el mamparo de enfrente, y
comienza inmediatamente a manar hacia babor y estribor.
El tipo se
enteró minutos después. Cuando bajó, se encontró a toda la tripulación
brasilera tratando infructuosamente de recoger la espuma –que seguía fluyendo-,
y a todos los argentinos mirando y tratando en lo posible de contener las
sonrisas. El cuarto estaba completamente lleno (relleno) de espuma, y, para
entrar en él era necesario hacerse el propio túnel a través de aquel muro de
burbujas. No había forma de aplacarlas ni de limpiarlas, todos trataban de
sacar algo con las manos, y los resbalones y culazos en el piso estaban a la
orden del día. Para cuando uno de los pobres tipos asignados a la tarea
apareció con un balde, lo llenó de espuma (lo llenó de nada, de hecho, ya que
era prácticamente 99.9999% aire) y, pompones de espuma en la nariz y sobre las
orejas, empezó a dar vueltas buscando dónde arrojarlo (Ja, ríase: ¿Dónde hubiese tirado usted cien metros cúbicos de
crema de afeitar, eh?), la cosa fue más de lo que el más compasivo de los
humanos podría aguantar, y el tipo se quebró.
Doblándose
de risa se tuvo que ir, no sin antes llevarse con él a sus colegas: estaba bien
clarito que el horno no estaba para bollos.
“A TODOS,
A TODOS, CHE…”
Contaba
Popy, uno de los capitanes más antiguos y respetados de la Empresa, que durante
uno de los dique secos del Río Corrientes se debía hacer un trabajo de
porte en el sistema de aguas negras del
buque. No recordaba qué, ni le importaba gran cosa: por aquella época los
capitanes tenían status gerencial, y todas esas minucias quedaban a cargo del
Jefe de Cubierta o de máquinas.
El barco
había sido sacado del agua, parcialmente destripado y, mientras por fuera se lo
lavaba, rasqueteaba y pintaba, por dentro se le hacían todas esas cosas que no
se le podían hacer mientras estaba trabajando. Esto llevaba mucho tiempo (en
aquella época las cosas se hacían más lento), y la tripulación terminaba por
hacerse a la rutina de concurrir a bordo viajando a Retiro cotidianamente.
Pocos hacían guardia efectiva y, en general, la cosa se parecía más a una
fábrica que a una nave.
En medio
de aquel enloquecedor caos de talleres trabajando, soldadores soldando,
inspecciones y trabajos de pintura, la gente del área técnica se las ingenió
para reunir a todos (A TODOS era la consigna) en un punto de cubierta a las 8
de la mañana. Un silencio anormal cubrió el buque al detenerse todas las
actividades, y en ése silencio se explicó que, debido a un importante desmonte
que se iba a hacer en sala de máquinas, el uso de todos los baños y agua del
buque quedaba prohibido hasta nueva orden, debiendo usarse en su defecto los
baños del astillero. Una vez convencidos de que todos lo tenían claro, dieron
la orden de empezar a desarmar el caño principal que caía a máquinas.
Y todos a
sus trabajos.
Por
supuesto, durante la parada para almorzar, y en la mesa del capitán, no sólo se
respetó religiosamente el mandato no escrito de no hablar de trabajo durante
las comidas (tradición que lamentablemente se perdió), sino que tampoco se tocó
el desagradable tema del manejo de las aguas fecales, por cuestiones de
delicadeza y de buen gusto.
Luego de
la sobremesa, gerentes técnicos, inspectores, jefe de máquinas y oficiales de
máquinas fueron a ver cómo iba el trabajo. Popy, que como capitán que era tenía
y usaba el privilegio de llegar al buque a la hora que le pareciese y estaba,
por tanto, totalmente en ayunas del desmonte de tuberías, fue a su camarote y
se sentó en el trono, a relajarse un poco y terminar el proceso de sobremesa.
Cuenta que
fue espeluznante. Al terminar y comprobar que no había agua que sacase
“aquello” del inodoro por los medios normales recurrió al balde de veinte
litros que todo marino viejo tiene cargado con agua cuando el buque entra en
reparaciones. Lo descargó desde lo alto, y allá fueron, agua y deshechos del
capitán, tubo abajo, cinco cubiertas y todo el alto de la sala de máquinas.
Las
tuberías sanitarias tienen pocos obstáculos para facilitar el drenaje de los
deshechos, y energía cinética desarrollada al caer esos veinte o treinta metros
le dieron a aquella carga de profundidad una velocidad y una potencia capaz de
desprender, a su vez, cualquier otro resto que hubiese quedado pegado al
interior de los tubos.
La cosa
salió por la boca del tubo veloz y malvada. Alguno puede haber advertido algo
antes (algún sonido, alguna vibración), pero incluso intuyendo lo que se venía
y tratando de escapar, nadie pudo alejarse lo suficiente de la flor hedionda
que estalló a la salida del caño.
Es
importante hacer notar aquí que, por decisión de ellos mismos, el buque no
tenía agua con qué lavarse. Si eso no es Némesis, ¿Nemesi qué é lo qué?
Por
supuesto que, de inmediato, se organizó una búsqueda del culpable (liderada por
el capitán en persona), pero jamás se pudo dar con él. Sólo años después, y
entre gente de confianza, Popy confesaba cada tanto su desecración de la figura
de tan altos personajes del área técnica, terminando el relato con una sonrisa
traviesa y repitiendo “Los cagué a todos, che: A todos…”