viernes, 3 de septiembre de 2021

Detectives a bordo

 

En segundo año, en la época en que el tipo todavía estaba en la Escuela (nota: cuando se trata de marina mercante, no se aclara de cuál escuela se habla. Es La Escuela, y todo el mundo sabe de qué se está hablando) los cadetes realizaban un embarco de alrededor de tres meses en un carguero para que supieran qué eran realmente los barcos, cómo se vivía y trabajaba en ellos, y cuáles eran todas esas normas no escritas que la Escuela no enseñaba, pero sin las cuales no se podía ser realmente un marino. La Escuela enseñaba el arte marítimo por medio de oficiales mercantes y profesores; las normas no escritas te las enseñaban (a veces dolorosamente) los marineros, mecánicos y contramaestres de a bordo.

Principalmente servía para que uno se conociese a sí mismo, y se diera cuenta de si la cosa le gustaba verdaderamente, o si el movimiento del buque, la lejanía de los afectos, la exigencia despiadada del trabajo, la falta de sueño y la incertidumbre eran cosas que no iban a poder ser soportadas. Mejor enterarse ahí y abandonar entonces que descubrirlo más tarde, con años y esfuerzos invertidos en vano para conseguir el título.

Una de las cosas que se aprendían (y creo haber hablado de esto varias veces) era a conversar. En una época sin VHS, sin películas, sin tele, sin imaginar siquiera la internet móvil (o de cualquier otro tipo), la única cosa que servía para amenizar un almuerzo o una cena eran compañeros de mesa hábiles para encontrar temas originales, y capaces de navegar entre malhumores o sensibilidades ajenas sin romper el delicado ambiente de la camareta.

Los cadetes pronto descubrían esto, junto con el placer, y el riesgo, que implicaba.

Una tarde, entre los trópicos y a mitad de camino entre Brasil y Francia, el Tipo y un compañero apoyaron los codos en la regala cuando terminó el trabajo en cubierta y se dispusieron a disfrutar de la brisa y el paisaje, antes de bañarse para la cena. Repentinamente, Alejandro enfrenta al Tipo y le dice, con aire triunfal: “Sé para quién es el ataúd”

El tipo no pregunta a cuál ataúd se refiere. Aquella tarde, trabajando con el contramaestre, habían descubierto en un estante alto del pañol de proa un ataúd, lustroso y ominoso en bronces, medio tapado por una lona impermeable. El Contra les explicó que era una exigencia de la ley en previsión de una muerte a bordo, para que hubiese un lugar digno en el cual ubicar al finado hasta el próximo puerto. (El hecho de que el ataúd debiera ser luego estibado en la cámara frigorífica de carnes para que estuviera apto para la autopsia inevitable al recalar, rodeado de lechones, medias reses y chorizos, no parecía restarle dignidad alguna al muerto). Junto con la desilusión de enterarse de que ya no había más entierros en el mar como se veía en las películas, diferentes aspectos de la cosa entretuvieron la charla durante las tareas de rascado de pintura (Qué se sentiría comer un churrasco que venía de junto al costado del sarcófago, cuán supersticiosos eran los marineros que se negaban a entrar al pañol del cajón solos –ni hablar de noche-, qué pasaría si hubiera más de una muerte, etc) hasta que todos se cansaron del tema menos Alejandro.

Esperando una tontería profética, el Tipo lo animó a seguir.

Alejandro, muy pagado de sí mismo, razonó: “Si muriera el capitán, o un marinero, o un cocinero, el carpintero de a bordo podría hacerle un cajón a medida.” (En aquella época bendita, los buques incluían en su rol un carpintero, que tenía muchas más funciones de las que desde tierra se podrían suponer al conocer su oficio. Los eliminó el gobierno peronista de Carlos Menem). “Por eso hay uno sólo: el carpintero puede hacer todos los que hagan falta. En cambio, si el que se muere es el carpintero, ¿Quién le hace el cajón?” Dejó que la simpleza y precisión de su razonamiento impresionara al Tipo, y luego lo concluyó “Evidentemente, el ataúd debe estar pensado para el carpintero”

Quiso el destino que a sotavento, apoyados en la misma regala y al alcance de la voz de Alejandro, miraban el horizonte el contramaestre, dos marineros, y el mismísimo carpintero. Aquel descendiente de suecos se puso al lado del cadete en dos pasos rápidos y empezó a sacudirlo verbalmente con la ferocidad con que un fox terrier termina con una rata. Además de aprender a evaluar siempre si lo que uno va a decir a bordo puede, de alguna remota manera, incomodar a alguien, Alejandro y el Tipo conocieron aquella vez la profundidad y amplitud que tiene el vocabulario náutico a la hora de putear al tarado.

 

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El Chubut ostentaba el dudoso honor de contar en su tripulación con los peores cocineros de la Empresa. Quienes conozcan el nivel mediocre de aquellos sádicos se compadecerá del Tipo cuando le cuente que hizo un viaje en dicha nave. Quienes no, difícilmente puedan imaginarlo.

Aunque a ese tipo de cocinero a bordo se lo apoda generalmente El Borgia, el del Chubut era conocido como Alien, ya que se daba por descontado que tarde o temprano iba a matar a todos los de la nave.

Había avanzado bastante el Chubut en su viaje hacia el Mar del Norte, y ni indirectas ni quejas más que directas al Capitán habían conseguido que Alien mejorara un poco sus platos, (que era la primera petición), ni que se lo sacrificara a Poseidón ipso facto, (que era la segunda, y quizás la más popular). El Capitán descargaba el problema en el Comisario de a bordo, y este se limitaba a sonreír y encogerse de hombros. Lo único que se pudo sacar de él, una tarde tormentosa en la que nadie pudo casi probar bocado (tormentosa socialmente hablando, claro. El clima era espléndido) fue que, si lo desembarcaba, era él –el comisario- quien debería cocinar hasta conseguir un relevo. Como reconoció desvergonzadamente no tener la menor idea de cómo se hacía eso, se encogió de hombros y sugirió seguir soportando la dieta. El Capitán comía lo mismo que todos, pero consideraba las quejas exageradas y poco viriles. Las razones para esa actitud estoica deberán ser conjeturadas por el lector.

Una noche el tipo despierta retorcido de dolor en el vientre. Ningún lugar en particular: entre las costillas y la cadera, su parte delantera parecía haber servido de bolsa de arena para la práctica de un boxeador peso pesado. Dudó que fuera la comida: no había ingerido cantidad suficiente como para justificar el padecimiento. Tampoco pudo pensar mucho en las posibles causas: casi inmediatamente recibió un mensaje de su interior, de esos que no admiten demora alguna, y se encerró en su baño. Una hora. Dos. Cada vez que trataba de salir y volver al sueño que tan desesperadamente ansiaba, un entrepiso parecía desfondarse en sus tripas y debía volver corriendo al inodoro para que el desmoronamiento no ocurriese en sitio inoportuno. Tomaba agua, e instantes después unos sonidos como a jungla hindú provenientes de su interior lo advertían de la urgente necesidad de despedirse de otra parte (líquida) de su persona.

El alba lo encontró vacío y débil, pero apto para alejarse más de dos metros de su baño.

Lo que encontró en el desayuno le resultó extrañísimo. Un par de oficiales habían compartido su dolencia, y no habían podido tomar guardia en el puente. Otros, indemnes, perdieron horas de sueño cubriendo las horas de sus colegas, pero, salvo por eso, aparecían frescos como rosas. Navegar aquella noche había sido muy difícil, porque las bajas habían sido muchas, y por esas compasiones sorprendentes que a veces muestra el destino, no había pasado nada que requiriera del pleno rendimiento de toda la tripulación. Cuando la cosa se pone interesante, un par de manos menos puede hacer la diferencia entre una anécdota interesante y una desgracia.

A todos los afectados les seguía doliendo el vientre –y el resto del equipo interno que intervino en el proceso de vaciarlo de manera explosiva-, y, a pesar del sueño y la debilidad, una sorda furia se iba acumulando en ellos, e iba creciendo a medida que todos notaban lo serio de los casos.

Obviamente, el primer imputado fue Alien. Pero el razonamiento con que el Capitán desestimó las acusaciones fue irrefutable: todos, absolutamente todos, habían comido la misma comida (a la sazón, guiso, la piece de resistance de Alien). Si el guiso hubiera sido venenoso además de horrible, todos se hubieran enfermado.

No había evidencia suficiente para inculparlo.

Pasaron un par de días en los cuales todos se preguntaban lo mismo: ¿Cómo era posible, comiendo el mismo guiso salido de la misma infernal olla, que algunos no sintieran nada, mientra que otros habían temido perder por el inodoro hasta los recuerdos de la infancia? ¿Qué tenían en común las víctimas, además de sentarse a la misma mesa, que las había hecho presa del criminal extraterrestre?

A la tarde del tercer día, después de la cena, el segundo oficial de cubierta lo llama al Tipo (su único aliado en el ansia de deshacerse de Alien, o de sacrificarlo a Poseidón) y lo lleva, disimuladamente, a popa. Desde la primera cubierta se podía ver la maniobra de popa de cubierta principal (cabrestantes, bitas, cabos, roletes, portaespías) y lo que vendría a ser el patio trasero de la cocina, que en aquel buque, como en tantos otros, era la cosa que estaba más abajo y más atrás en todo el casillaje. Intimándolo a guardar silencio con un gesto, se puso a esperar y mirar hacia abajo.

No tuvieron que esperar mucho. Finalizada la tarea de aquel día, Alien y sus dos secuaces habían terminado de limpiar la cocina y salieron a cubierta. Llevaban todas las ollas y sartenes que habían usado para los estragos de aquella noche, sucios, y procedieron a atarlos con alambre y dejarlos caer dentro de un tambor de doscientos litros lleno de un líquido cuyo negro nefasto anunciaba una química perversa. Los utensillos burbujearon un poco, pero enseguida quedaron secretos y sumergidos en aquel Stix culinario.

El Segundo explicó:

“Todos comimos el mismo guiso, pero de diferentes tarrinas.” (no sé cómo será en tierra: a bordo, una tarrina es una palangana de terracota donde se sirven los platos de olla que se quiere mantener calientes). “Nos enfermamos los de una mesa, y los de las otras mesas no. El guiso era de todos, la tarrina, nuestra”

No estaba claro del todo dónde entraba el tambor en lo del dolor de panza, y el Tipo pidió explicaciones. “No lavan las cosas en la pileta. Es mucho trabajo” le contestó el otro, cada vez más caliente “Estos (y aquí los describió con una vehemente expresión que hacía referencia al oficio de las madres de los cocineros) las atan con un alambre y las sumergen en un tambor con agua y soda cáustica. Hacen que la soda disuelva los restos de comida, después las enjuagan y nos dan de comer en eso. Y es la misma soda cáustica de hace dos meses, porque ni siquiera la cambian.

Donde enjuagues mal una tarrina…”

Enterado el Capitán, por supuesto, hubo truenos y relámpagos, llanto lágrima moco y baba, se tiraron (al mar, por supuesto) los doscientos litros de químicos y comida podrida del tambor, y se hicieron solemnes promesas de controlar más la higiene y la calidad de la comida.

El Universo de Alien, por su parte, no se alteró en lo más mínimo.

 

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                Durante el cruce del Atlántico de bajada del Río de la Plata (cuando todo el mundo está más o menos harto de todo el mundo) se conjugaron dos circunstancias desgraciadas.

                Por un lado, un jueves, cumplió años el Tipo. Al tipo no le gustan los cumpleaños a bordo (por razones que serían largas de explicar, y un tanto lamentables), así que pidió que no se hiciera ninguno de los copetines, brindis, etc, que eran de rigor en aquellos tiempos. Torta no, porque esto fue después del Célebre y Penoso caso de la Torta, así que esa tradición había sido prudentemente eliminada. A muchos les pareció de mala onda, y le colgaron en la puerta del camarote un cartel que decía “Amargo Serrano”. Tuvo tan poco efecto este afiche que el Tipo ni siquiera se molestó en sacarlo, y quedó allí hasta que el calor del trópico aflojó las cintas scotch y lo hizo caer al piso.

                Por otro lado habían coincidido en ese viaje tres o cuatro oficiales enamorados de la tradición –no por todos compartida- de hacerle una maldad al tipo que cumple años. Lo llamaban broma, o joda, y por lo general resultaban muy divertidas para ellos y no tanto para la víctima, que por no perder “onda” sonreía forzadamente y perdonaba las sevicias.

                Así las cosas, el Tipo cenó, durmió tres horas, y se levantó para hacer su guardia de medianoche a cuatro de la mañana. La comida no le había asentado bien, y tuvo que cumplir su horario con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Al llegar al camarote, ansiando bañarse y tirarse a dormir, descubrió que había sido víctima de la menos original de las “bromas” de cumpleaños: habían vaciado su camarote.

                Ropa del placard, artículos del botiquín del baño, toallas, colchón, sábanas, almohadas, radiograbador, libros: todo había desaparecido.

                Parte de la diversión de esta joda era ver cómo el damnificado buscaba sus cosas por todo el buque, sucio y cansado (los autores se cuidaban muy bien de esconder todo en lugares insospechados). El Tipo estaba descompuesto y un poco harto de los tres humoristas, así que, consciente de que desde alguna rendija lo estarían mirando, simplemente se dirigió a un camarote que sabía desocupado –el camarote que se reservaba para el Armador, en el hipotético caso de que decidiera hacer un viaje en un carguero en vez de en primera clase de un Boeing- y, de overall y medias sucias, se tiró a dormir sobre el colchón pelado.

                Al día siguiente despertó sintiéndose mejor. Volvió a su camarote y encontró sus cosas, desparramadas por todas partes, con el desdén de jugadores que han encontrado un rival poco deportivo. Se bañó, almorzó, volvió a tomar guardia hasta las 1600, y desde que volvió a su camarote hasta la hora de cenar estuvo acomodando todo de nuevo. En la mesa del comedor encontró varias caras con la sonrisa contenida, o mal disimulada, y un exceso de cordialidad hacia su persona que invitaba al perdón. Se contagió, por supuesto, sonrió él a su vez abiertamente, y meneó la cabeza como diciendo “¡Ay, estos muchachos! ¡Qué diablitos que son!”

                Pero a mitad de la cena, en lo mejor de la pizza, se vió obligado a decir eso que le venía rondando la cabeza

                -Ché, está bien un poco de joda, pero no se pasen. Ya está, ya terminó. Devuélvanme todo-

                Los payasos se sonrieron nerviosos entre sí, y preguntaron de qué hablaba. Si ya le habían devuelto todo.

                El Tipo se puso serio.

                -No, todo no. Me falta la divisa-

                (Una aclaración al margen para aquellas personas poco familiarizadas con la marina mercante. El marino que viaja fuera del país cobra unos viáticos para moverse en países extranjeros. Empieza a cobrar X dólares por día cuarenta y ocho horas antes de salir de Buenos Aires –el X depende de su rol a bordo-, y deja de cobrarlos en el último puerto antes de pegar la vuelta hacia Buenos Aires. Es un valor interesante, que pocos gastaban por completo. De hecho, si uno era cuidadoso en sus gastos, era un pequeño sueldo más. En el último puerto se liquidaba el total, y a partir de ahí quedaba en manos de la creatividad de cada uno dónde guardarlos para que nadie se los quitara. No era común, pero ocurría)

                El Tipo les explicó a los payasos que había guardado alrededor de quinientos dólares en el doble forro de un bolsillo de una campera, y que no estaban.

                Por supuesto, los tres dijeron que no era posible, que habían devuelto todo, pero el Tipo cortó las negativas amable pero firmemente. El dinero estaba antes del chiste, y no está después del chiste. El dinero tenía que volver a aparecer.

                Uno de los tres humoristas amagó proponer que el Tipo debía estar equivocado. Quizás había guardado la plata en otro lugar, o no había revisado bien.

                -Miren, no quiero joder a nadie por algo que a lo mejor es una tontería. Hoy es viernes- empezó el Tipo. –Si para el lunes no aparece mi plata, voy a tener que ir con el Capitán y denunciar el robo. Todo es muy lindo y muy divertido, pero sin mi plata no me voy a quedar-

                ¿Había sido un robo o simplemente una torpeza al trasladar apurados las ropas del camarote del Tipo a donde las habían ocultado? Lo del robo era inconcebible, así que se abocaron a revisar pasillos, rendijas, y lugares oscuros del camarote del tipo y del pañol que habían usado de escondite. La campera en cuestión recibió más visitas en sus bolsillos de las que su fabricante hubiera soñado jamás, y sólo una firme negativa del Tipo impidió que la descosieran para ver si se había tragado aquellos ahorros.

                El sábado el Tipo se levantó a las nueve. El tiempo estaba hermoso, y decidió sacrificar un poco de sueño para disfrutar del agua de mar de la pileta y el sol de los trópicos. No almorzó, y esperó hasta último momento para ir a su guardia. El equipo del buen humor seguía revisando lo revisado, transpirando, y notando descorazonados que la hipótesis del fajo de billetes caído cada vez era menos alentadora. Cada vez era más evidente que, de haber ocurrido así, otro lo había encontrado y decidido no avisar. Todavía no se decantaban por la idea de que bien podía haberse tentado uno de ellos, pero, lamentaba el Tipo, era cuestión de tiempo. La matemática era simple: si el dinero no aparecía, iban a tener que reponerlo ellos (ni hablar de que la cosa llegara al Capitán). El que se quedó con los quinientos debería pagar sus ciento sesenta y pico, pero se quedaría con una ganancia neta importante.

                Hacía calor dentro del buque, y los pañoles no tienen aire acondicionado. A las seis del sábado abandonaron la búsqueda, y esa noche la cena fue lúgubre. El tema no se tocó, pero el Tipo lo sentía presente como un hipopótamo escondido bajo un mantel.

                ¿Quién tenía los quinientos dólares? ¿Cómo descubrirlo, qué razonamiento usar?

                El domingo por la mañana, mientras el Tipo pasaba otra luminosa mañana de pileta y sol, los animadores de cumpleaños (sospechosos, ya, los tres) hicieron un último intento de revisar todo a fondo, pero se desanimaron en seguida. Sabían que no iban a encontrar otra cosa que sudor y manos sucias, como sabían también que el futuro les deparaba un gasto inesperado y el deshonor de ser sospechosos de haberse quedado con dinero de un colega.

                A la merienda, el cabecilla se acercó al Tipo, que estaba terminando su café, y se reconoció vencido. Ponía las manos en el fuego por sus compañeros de juerga, y proponía la hipótesis de que el dinero se había caído en algún pasillo, y alguien poco honesto lo encontró y se lo quedó. Le pidió que no pidiera un sumario al Capitán, y le preguntó si aceptaría que entre todos ellos le devolvieran el dinero perdido.

                Serio, el Tipo reconoció que el dinero lo tenía él. Nadie es tan estúpido, aseguraba, como para guardar plata en el bolsillo de una campera. Solo quería pasar un fin de semana descansando mientras los veía transpirar asustados.

                El cabecilla se golpeó la frente con la mano, y con los ojos cerrados repetía que él lo sabía, él lo sabía, pero que no podía decir nada. Y reconoció ante el Tipo el haber sido objeto de una buena joda de venganza.

                -No es venganza, pelotudo. Les estuve diciendo algo. Entraron en mi camarote sin permiso, y me faltaron cosas: si yo hubiera sido vengativo, si yo hubiera sido de veras jodido, no tenía ninguna necesidad de admitir que tenía la guita. Si iba al Capitán con esto la habrían pasado para la mierda, y si hubiera querido plata, me quedaba con la de ustedes.

                Jodé con el que le gusta joder, porque, así como yo los tuve agarrados por las pelotas un fin de semana porque no respeto las normas de las bromas, otro más retorcido los puede hundir con todo gusto-

                El alivio de que todo se hubiera resuelto no bastó para borrar del rostro del cabecilla el disgusto ante una conducta poco deportiva. Pero ese viaje, por lo menos, no hubo más “joditas”

               

domingo, 1 de agosto de 2021

LA DIOSA, A BORDO

 

En los libros de Terry Pratchett sobre el Mundodisco hay dioses. (Y  Muerte, por supuesto, que es un personaje al que no hay que confundir con un dios, porque maneja sus negocios en otro plano). Hay dioses poderosos y dioses pequeños, dioses tontos y dioses astutos, dioses caprichosos y diosas cuyo poder es simplemente complicar la vida de la gente de todas las formas posibles. Hacen alianzas entre ellos, se pelean por equipos y, como los dioses clásicos, juegan con los mortales y hacen apuestas sobre ellos.

Pero hay una Diosa (a la cual Pratchett, muy sabiamente, jamás nombra) que nunca es aliada de nadie, o por lo menos no por mucho tiempo. Nadie confía en ella, todos, hasta los más poderosos, la temen, y no hay dios que no trate de congeniar con ella y tenerla de su lado siempre que sea posible. Simpática, sugestiva, jamás se enoja y jamás se indigna, porque sabe que basta una simple indirecta suya para que los demás cumplan sus deseos.

El Tipo, por supuesto, no cree en ella, y no va tampoco a nombrarla. Y no por superstición ni por genialidad literaria, como el autor inglés, sino porque quiere dejarle al lector la tarea de, al final de estos dos casos donde la vio intervenir a bordo, deducir quien es y cómo se llama.

 

 

El Tipo embarca en el Chubut en medio de unas reparaciones de dique seco. Como pasaba cada vez que embarcaba en un buque nuevo, conocer las maquinarias era un desafío intenso, para el cual el tiempo siempre era poco. Conocer a la gente con la que iba a navegar era otro desafío similar, para el cual sí había tiempo, pero que no contaba con la posibilidad de recurrir a planos ni a manuales. Comete un grave error quien crea que uno de estos dos aprendizajes es más importante que el otro.

Entre la gente de máquinas destaca un auxiliar de máquinas (Engrasador, para la terminología de a bordo, o marinero de máquinas, para explicarlo sencillo al lector de tierra). Hoy el Tipo no recuerda de él más que el apellido, y no quisiera usarlo públicamente por discreción, así que le va a inventar en este artículo un nombre propio ad hoc, y va a llamarlo Juan.

Además de ser muy inteligente, conocer a la perfección su oficio, ser respetuoso con todo el mundo, tener buen humor, ganas de trabajar, y ser una persona serena, que hablaba lo menos posible (y siempre con criterio), Juan tenía una historia interesantísima. Y como el Tipo se pierde por las buenas historias, Juan le parecía más interesante que los demás. Brillaba a su manera. Se destacaba.

Juan había conocido a una chica en Brasil, en Santos, en una de las casi inevitables entradas de un buque argentino a ese puerto. O de cualquier buque: en aquellos años, y desde hacía muchísimos más, Santos era una enorme boca portuaria que recibía diariamente toneladas y toneladas de carga en una confusión muy particular de barcos de todos los colores, que navegaban bajo todas las banderas, y que eran tripulados por representantes de todas las naciones, colores e idiomas del mundo.

Quizás por ello el puerto estaba rodeado por una calle dedicada exclusivamente (o por los menos en las seis u ocho cuadras principales) a cabarets y bares que no cerraban jamás, y de calles menores, más allá, donde vivían y trabajaban las señoritas que les daban vida. Quizás también fuera por ese muro de contención de eterna fiesta que raramente un marino llegara a conocer mujeres de otros barrios: la oferta en el abrazo de cabarets era tan grande que pocos encontraban necesario buscar más allá.

Juan fue una de las excepciones. Como su temperamento no lo hacía sentirse cómodo mucho tiempo en el ambiente del cabaret (y el autor lo lamenta, pero describir el ambiente del Love Story, el ABC, o O Fugitivo es algo que no cabe en este artículo, así que el lector curioso deberá esperar a uno lo suficientemente amplio como para abarcarlo, o preguntarle a algún marino que hubiera pisado Santos antes del SIDA), Juan atravesaba esa franja cada vez que tenía franco y paseaba por el centro de Santos. En uno de esos paseos conoció a la chica, salieron, se enamoraron, y empezaron un romance por pulsos, que latía cuando él volvía al puerto y dormía cada vez que zarpaba. Cosa rara en historias de marino, les llegó a parecer poco y Juan empezó a pasar primero sus vacaciones, y luego también sus francos, en Santos.

Eventualmente, decidieron casarse.

Para cuando el Tipo lo conoció, Juan y su novia tenían resuelto dónde vivir, y habían armado un  interesante paquete de ahorros para amueblar la que fuera a ser su nueva casa y hacer un viaje de luna de miel. Faltaba sólo la parte burocrática. Como extranjero en Brasil debía realizar primero un trámite sencillo (el Tipo nunca se preocupó por entender bien cual), firmado el cual estaría en condiciones de casarse y vivir tranquilamente allí.

Ahora bien, como todo aquel que haya estado en estas condiciones lo sabe muy bien, fiesta, boda, casa, muebles, luna de miel, más los pasajes para parientes cercanos hasta Brasil, todo junto abarca un número abrumador en dinero. Un auxiliar de máquinas gana un buen sueldo (para la Argentina) pero está lejos de la opulencia, y la chica podía aportar ahorros más que modestos, así que todo ahorro no sólo era bienvenido, sino que resultaba casi indispensable.

Juan tenía que estar en Santos entre dos fechas determinadas para firmar, pero el costo de los pasajes le pegaría una dolorosa mordida al dinero que venía reservando para otra cosa. Y el Chubut iba a estar en Santos entre esas fechas, así que la solución obvia era hacer este último próximo viaje antes de casarse. El problema era que ya había hecho los dos viajes usuales en la Empresa antes de que el buque entrase a dique seco, y no se había desembarcado durante esas reparaciones, así que llevaba embarcado mucho más tiempo del que Empresa (y sindicato) permitían. La Empresa no quería que nadie acumulara demasiado tiempo de vacaciones, y tenía además una coreografía complicada y estricta, según la cual los marinos subían y bajaban de los barcos con regularidad, sin que ninguno se pasara de embarco ni disfrutara de tiempo pagado de espera en tierra. El sindicato, por su lado, no quería que ningún afiliado se sintiera dueño de un lugar a bordo, ni diera con su desprecio por los francos un ejemplo de que los mismos quizás fueran demasiados: los Armadores siempre estuvieron dispuestos a usar a la gente codiciosa como ejemplo de que los beneficios de licencia no eran necesarios, y de que los reglamentos que los disponían debían (ahora viene la maldita palabra) “aggiornarse”. -En Argentina, donde nadie sabe o se preocupa por aumentar el número de ventajas, aggiornarse significa aumentar las mías a costa de achicar las tuyas, echándole la culpa al progreso.-

Pero Juan insistió. Explicó, pidió, insistió de nuevo. Solicitó audiencias con el Gerente de Personal de la Empresa. Solicitó audiencia con el Capo Mafia de turno del Sindicato. Llevó copias de las reglamentaciones brasileras. Llevó cartas de recomendación que obtuvo del Capitán y del Jefe de Máquinas (a la Empresa, claro. En el sindicato le hubieran hecho el efecto de un ancla atada a los tobillos). Y se comprometió con todos a no volver a pedir embarco hasta no haber agotado hasta el último día de licencia, francos, y licencia por matrimonio.

Como Empresas y Sindicatos son mastodontes lentos, ninguno le respondió de inmediato. Se tomaron todo el tiempo del mundo para sopesar el caso (conscientes de que lo largo de una reparación en seco le quitaba todo apuro a la cosa), y mantuvieron en vilo a Juan, y a todos los que trabajaban con él y simpatizaban con su caso, durante más de un mes. El caso se charlaba, se especulaba, y a medida que se acercaba la zarpada se volvía un tema de conversación casi obligatorio. No conseguir el embarco no sólo significaría para Juan el gasto ingrato del viaje, sino el apuro por conseguir pasajes a último momento. Y si bien él nunca dejó traslucir sus nervios, era evidente que el tema lo venía carcomiendo en silencio.

Finalmente, todas las entrevistas, papeles, trámites, promesas y plantones dieron fruto, y la Empresa (y el Sindicato) lo autorizaron a hacer este tercer viaje que nadie jamás hacía.

Zarpa el Chubut y, estadía previa en Montevideo (nervios, por supuesto, en Juan y los seguidores de su historia ante los proverbiales retrasos de ese puerto en aquel entonces), llega a Santos cinco días después, a tiempo más que cómodo para firmar los papeles. Juan cubre su guardia a la noche y, por la mañana (limpio, afeitado, y vestido con especial cuidado, ya que no sólo iba a hacer el bendito trámite, sino que iba también a reencontrarse con la mujer a la que había decidido hacer su esposa), a eso de las nueve, sale del barco. Algunos lo felicitan y le palmean el hombro. Hasta el día, recuerda el Tipo, parecía elegido por un Libretista Cursi: soleado, fresco, y con apenas el viento leve necesario para que no se percibiera el sempiterno olor a cereal podrido del puerto de Santos.

A nadie le preocupó que no apareciera para la hora del almuerzo, pero cuando un patrullero se detiene junto a la planchada y pide que Capitán y Jefe concurran a la Delegacia, todos sienten un pequeño derrumbe en el pecho. De momento, sin embargo, nadie lo relaciona con Juan. Juan está con su novia en alguna dependencia burocrática, firmando papeles ante un aburrido oficial brasilero.

Cuando el comando del buque regresa a bordo, horas después, la desgracia efectivamente toma rostro y nombre. Juan nunca llegó a ninguna parte. Todos sus planes, sus gestiones, sus trámites y compromisos fueron simplemente el inicio de un viaje hasta la esquina del puerto, a una calle de distancia de la salida, donde, al cruzar la avenida, un conductor borracho lo embistió y lo rompió contra la pared de una casa.

 

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El Albatros era un remolcador de salvamento. Para quienes no hayan leído “Voraz como el mar” (número de personas que sin duda aumenta año a año), un remolcador de salvamento es esencialmente un ave carroñera, que pasa sus días en espera de que a otro buque le ocurra alguna desgracia para concurrir a auxiliarlo y cobrarle por sus servicios casi tanto como lo que el pobre desgraciado valga. El Albatros era grande, musculoso, y hasta ominoso en sus líneas. Ocultaba en sus entrañas no solo motores de casi la misma potencia que un buque de cargas mucho mayor, sino también los equipos y trucos necesarios para su misión, sobredimensionados y versátiles.

Y siempre estaba listo para zarpar, cosa que, lógicamente, implicaba estar cargado de comida, combustibles, aceites y repuestos. Reparado, funcionando y con las antenas paradas en búsqueda de un barco malherido o varado. Honestamente, nunca estuvo al cien por ciento en estos requerimientos (particularmente en la de “reparado”), pero se hacía criollamente lo que se podía.

El Tipo estaba de Jefe de Máquinas, y pasaba los días de espera en puerto San Pedro tratando de corregir lo que se pudiera corregir, y de pasar el tiempo de la manera más amena posible. Como el trabajo de salvamento es, como mínimo, tenso, y una vez que empieza uno nunca puede estar seguro de qué va a ocurrir en la media hora siguiente, una forma amena de pasar el tiempo es solucionando todos aquellos pequeños problemitas que, en el momento menos oportuno, se pueden transformar en un dolor de cabeza infernal.

Uno bastante molesto era una válvula de salida de un tanque de gas oil que no cerraba. La sala de máquinas del Albatros estaba ubicada entre dos murallas de casi cuatro metros de espesor. La muralla de estribor eran los tres tanques de diesel oil para los motores principales (el que recibía la carga, y los dos de servicio que se llenaban desde el de carga a través de una purificadora y alimentaban a los motores), y la de babor era simétrica, pero para gas oil de los motores generadores. Nada de combustible barato para los motores del Albatros, sin embargo: para asegurarse de que hubiera la menor cantidad de fallas posibles, todos, hasta los de los glotones motores propulsores, se llenaban de gas oil. Sé que esto de la máquina y los tanques es difícil de imaginar. Uno ve el casco de un buque por fuera, recuerda el interior de un bote de remos o una lancha, y pasa a asumir que el buque mayor  debe ser por dentro algo parecido. Las paredes perpendiculares y paralelas de las caras internas de los tanques chocaban contra la idea previa de la concavidad, y más de uno, allí abajo, perdió noción de donde era proa y donde popa.

La cosa es que los astutos marinos, desde siempre (desde siempre que hay motores, se entiende) dan de beber a los motores desde uno de los servicios, mientras conservan cerrado, purificándose y decantándose el otro. Cualquier cosa que salga mal con el combustible del primer tanque se soluciona cerrando su salida y abriendo la del otro tanque de servicio. Como tener dos cuentas bancarias, y conservar una siempre llena. O la reserva del tanque de la moto.

La cosa es que una de esas válvulas, no importa cuánto se la manoseara, no cerraba bien. Para colmo era una válvula un poco más complicada que las demás, ya que todas las válvulas de tanques de combustible de máquinas son válvulas y a la vez algo parecido a una trampa para ratones: mientras todo anda bien se abren y cierran como una canilla, pero, en caso de incendio, un cable de acero, tironeado desde un puesto que reúne a todos los cables de válvulas, descalza el puente de la válvula y esta cae, por resorte, como el cortacogotes de una ratonera, cerrando el tanque a distancia.

Si se sacaba de servicio al tanque que tenía su válvula sana, el de la válvula rota cumplía su función. Pero si uno quería cerrar el defectuoso y usar el sano, el combustible se mantenía al mismo nivel en ambos tanques por aquel viejo chiste de los vasos comunicantes. Lo peor, además, era que si se pinchaba un caño, no habría manera de impedir que el gas oil saliera completo del tanque problema. Ni se lo podía vaciar para reparar la válvula, porque o se vaciaban todos los demás tanques enganchados a esa línea a los motores (y, como todo estaba lleno, no había lugar a donde trasvasarlo), o se quedaban sin combustible los motores.

Si, si, ya sé: está el viejo truco de la clapeta. La brida ciega de chapa. Un tubo se une a otro tubo abulonando los discos que tienen soldados en sus extremos. Cuatro agujeros y cuatro bulones, por lo general, y una junta en medio como el jamón de un sándwich (solo que con agujero en medio). Cuando se quiere cortar la circulación de líquido por un tubo y no se puede cerrar ninguna válvula se hace una cosa parecida a una lengua de chapa, que mida lo suficiente como para caber entre dos bulones opuestos de esa unión. Se aflojan los cuatro bulones, y se retira uno. Se separan apenitas los discos de unión (las bridas), y se mete el extremo redondo de la lengua de chapa entre ellos por donde falta el bulón, cuidando de que la junta quede del lado del cual viene el líquido: en casi el 100% de los casos, al apretar los tres tornillos que quedan, el líquido ya no puede pasar y uno puede desarmar cualquier cosa de ahí en adelante. Se moja, pero puede.

La cosa era que en el Albatros había casi tres metros de altura de gas oil en el tanque. Lo de “se aflojan los bulones, se retira uno, se separan las bridas, etc” significaba tres o cuatro minutos bajo una ducha de gas oil a presión, y otro tanto para volver todo a la normalidad cuando se reparara la válvula. Así y todo iban a intentarlo, hasta que vieron que lo de “separar las uniones” no era posible. De un lado, la válvula estaba unida a una tubería fija demasiado larga y compleja como para poderla desplazar. Del otro estaba el tanque.

Lo bueno de esto fue que les avisó lo grave que podía ser la cosa si se ponía peor en navegación, y que ahora estaban en puerto, con tiempo y avisados. Lo malo era que la única forma de sacar el mecanismo de la válvula iba a ser, simplemente, sacarla.

El tipo y sus secuaces prepararon una tapa que se pudiera poner cuando sacaran el mecanismo de la válvula (cuatro tornillos), se preparó, aflojó todo lo que pudo, y en cuanto empezó a salir gas oil sacó las tuercas a toda velocidad, levantó de un tirón el mecanismo y puso la tapa, sosteniéndola con su peso mientras el primer oficial volvía a poner las benditas tuercas. Todo eso bajo la erupción de un chorro de gas oil de cinco centímetros de ancho y un par de metros de alto. Habrán sido cuatro segundos, pero bastó para dejar todo –ropa, zapatos y pelos incluidos- empapados de combustible.

Y fue durante esos cuatro segundos que vieron salir del interior de la válvula una pequeña tirita de plástico azul. Como el mecanismo de la válvula estaba en perfecto estado, se dieron cuenta de que había sido la tirita, al calzarse entre el plato de la válvula y su asiento, la que había impedido que la válvula cortara el flujo de combustible. Como si en una canilla doméstica alguien dejara un escarbadientes debajo del cuerito.

Se vuelve a armar todo (nuevo geiser de gas oil, misma ropa y zapatos) y, tras verificar que ahora sí la válvula cerraba bien, y antes de ir a bañarse y cambiarse, se ponen a estudiar a la tirita azul.

Las seis cifras blancas que llevaba grabada, y el cierre roto en un extremo, la denuncian enseguida como uno de los precintos que llevan las tapas de los tanques en los camiones cisterna.  Cuando se llena un camión en la destilería se le precintan todas las aberturas, porque los camioneros son buenos, pero si se los aparta de la tentación son mejores. Antes de descargar el camión al barco, un oficial de máquinas sube al remolque y abre las tapas de arriba para verificar que estén llenos según los papeles (y para que entre aire, ya que si no entra aire, el combustible no sale). Para ello debe romper un precinto por tapa, que normalmente deja al costado.

El precinto que terminó bañando en gas oil a la gente de máquinas del Albatros se las había rebuscado para volver a saltar a la boca del remolque tanque, entrar al tanque, recorrer el fondo del tanque hasta el acople con la manguera, recorrer la manguera hasta la bomba, atravesar indemne la susodicha bomba, recorrer toda la manguera desde el muelle hasta el buque, entrar por las tuberías de carga, caer en el tanque de servicio, arrastrarse hasta la salida, embocar el pequeño tubo de salida, y sentarse luego (agotado, se supone) a dormir dentro de la válvula.

La primera reacción del Tipo fue –comprenderán- tirar al número saboteador lo más lejos posible, pero su primer oficial y el auxiliar de máquinas se lo impidieron respetuosamente. Sólo más tarde, cuando se enteró de que, apenas bañados, iban a ir corriendo a jugar las últimas tres cifras a la quiniela (fuerte), comprendió que el respeto no era hacia el Jefe de Máquinas, sino ante el Número. Le ofrecieron intervenir pero, enemigo de toda superstición, rehusó, por supuesto.

Al día siguiente, no ayudó en nada al malhumor del Jefe, mientras lavaba y relavaba su overall para sacarle el olor a gas oil, el enterarse de que ambos habían acertado la quiniela. 

El Tipo supo que fue mucho dinero, pero jamás permitió que le dijeran la cifra.

 

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A esta altura, el lector ya debe barruntar el nombre de la Diosa. Es su vida y puede hacer lo que quiera, pero, aunque sea por seguir el chiste, se le aconseja no nombrarla en voz alta. Viene cuando quiere, se va cuando le place, y da o quita según su capricho.

Y cuando pisa una planchada, agarrate Catalina….

 

jueves, 22 de julio de 2021

HISTORIA DE BARQUITOS: Un nuevo Termópilas

 

Hubo una época en el Tipo se ganaba su sueldo como Jefe de Máquinas en una empresa de remolcadores. Como normalmente en ese tipo de buques sólo hay dos personas en la sección máquinas, no se era jefe de mucha gente, pero la paga era buena y la vida razonablemente tranquila.

Aconteció que sus vacaciones se terminaron cuando el puesto al que lo tenían asignado aún estaba cubierto, y como la cosa no estaba como para que se quedara en casa cobrando sin hacer nada hasta que se desocupara, lo embarcaron en un viejo remolcadorcito que la Empresa tenía haciendo servicios en la base naval de Puerto Belgrano. Los remolcadores de Armada no eran muy operativos en aquel entonces, por lo que aquel viejo resabio del Ministerio de Obras Públicas, modelo ´70, era la maravilla tecnológica que realizaba los más que escasos movimientos de la Base. Marina de Guerra no navega mucho en condiciones normales, y cuando el país anda escaso de presupuesto (que es otra forma de condición normal) lo hace lo menos posible. Meter y sacar buques de las dársenas, o del dique seco, era un trabajo espaciado y sin sobresaltos, y una vez hecho el tipo a la idea de que iba a operar algo que técnicamente estaba entre una Estanciera y un Siam di Tella, se dispuso a pasar un mes tranquilo.

Pero a los Dioses les rompen las pelotas los soberbios, y hallaron necesario castigar al Tipo por la despreocupación con que vivía aquellos días. La gente del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, un acuerdo entre la marina de Estados Unidos y las marinas latinoamericanas para defenderse mutuamente de cualquier cosa, menos de los ingleses –como todo argentino sabe, en letra chica TIAR significa “Tratándose de Inglaterra Arrugamos Respetuosamente”-) esta gente, decíamos, decide hacer ese año el Operativo Unitas en Argentina, con base precisamente en Puerto Belgrano.

Feroces y poderosas naves de guerra de la región llegan y amarran en las Dársenas de la Base (que son unos enormes lagos de mar, rectangulares, encerrados entre muros de piedra,  defendidos del mar por espigones de roca oscura, y rodeados de calles y calles de muelle empedrado). El remolcadorcito del Tipo los va ayudando a llegar y a arrimarse a sus respectivos muelles (los marineros argentinos y los yanquis observando mutuamente sus respectivas embarcaciones, con idéntico estupor) y terminan el día acomodados con la misma holgura de que gozan los automóviles estacionando en la calles de Belgrano o Caballito.

Al día siguiente empiezan las maniobras. Es decir: con ayuda del remolcadorcito van saliendo de a uno al canal que los lleva a mar abierto, sitio en donde a lo largo de un par de días van a tener enemigos imaginarios a los que combatirán en combates no menos imaginarios, ensayando esas coreografías de timón tan apreciadas por los soldados de agua. La ayuda del remolcadorcito es vital, porque, si bien esas naves pueden hacer en mar abierto cosas que los civiles no llegarían siquiera a poder imaginar (en el más que hipotético caso de que se les ocurriera que haya algo que imaginar, o que supieran qué está pasando), son torpes moviéndose en espacios pequeños. En caso de una emergencia (Dios no permita, un Pearl Harbor, digamos) pueden salir, pero no sin alguna rayita al de el muelle de al lado, o un bollito poco sentador en la proa. Y como, salvo los Venerables buques argentinos, las otras marinas habían buscado lucirse trayendo lo más nuevito que tenían, se hacía imprescindible la ayuda de un remolcador para evitar reclamos y resquemores.

 

El del Tipo se parecía a la Barca Corina, la de Langostino Mayonesi (el que recuerde, recordará, y el que no, buscará en la memoria de los Honorables Antepasados –internet-). Era una zapatilla negra derrengada, de proa baja y popa larga, con la cubierta principal casi al ras del agua, y un casillaje chico pero alto que había tenido origen en la necesidad de dar camarotes a la desproporcionada cantidad de gente que exigía el sindicalismo de los setenta. En el extremo más alto de aquella torre surrealista estaban el puente (parte chapa, parte madera) y una chimenea mocha, redondeada, y absurdamente aerodinámica. Las cosas modernas son eficientes, las antiguas elegantes: aquel patacho combinaba la ineficiencia de lo primitivo con la vulgaridad de lo utilitario moderno. Vamos a llamarlo el Perdedor, por aquella curiosa manía argentina de ponerle a los remolcadores nombres de verbos adjetivados (revisen, si no me creen. Se toma un verbo –emplumar, por ejemplo-, se lo transforma en adjetivo –emplumador- y con una toma de judo al idioma se lo convierte en un sustantivo –el Emplumador-. Perfecto nombre de remolcador. Un paseo por Vuelta de Rocha brinda múltiples ejemplos de esta norma no escrita, entre los cuales destaca, para la gente de humor procaz, un pobre buque nombrado “Vibrador”). El Perdedor, pues, vuelve a sus sitios de amarre a toda la flota Unitas un par de días después, en un receso entre guerra y guerra. Hay un par de días de impasse (durante los cuales, sin duda, los Almirantes evaluarán los resultados del conflicto antes de volver a la placita a jugar con los otros chicos) y luego se da inicio a la última fase de maniobras. De nuevo, todos afuera.

No se vaya a creer que sacar la flota TIAR de Puerto Belgrano era cosa de un par de horas. Llevaba toda la mañana y parte de la tarde. El Perdedor sacó aquel día un par de guerreros menores por la mañana y, al llegar al mediodía, todavía tenía por delante el trabajo de sacar a todo el resto de la flota. Como iba a haber una pausa de un par de horas antes del próximo trabajo, y como en los remolcadores argentinos la cosa más importante probablemente sea qué comemos y cuándo, el patrón del Perdedor instruye al cocinero para que prepare el almuerzo de modo que se lo puedan zampar durante esa pausa. (“Patrón” es quien “maneja” el remolcador. Hace de capitán, aunque no necesariamente haya estudiado para ello. En el caso del Perdedor, antes de ser patrón –y por esas cosas incomprensibles que gusta de hacer nuestra Prefectura-, el hombre había sido cocinero. Como si Fuerza Aérea le diera el título de piloto a un maletero si aprobaba un par de exámenes, digamos) Y como volver al propio muelle, amarrar, y luego volver a soltar amarras para volver a la dársena le quitaría mucho tiempo al esparcimiento gastronómico, el susodicho Patrón decide fondear apenas terminado el último trabajo de la mañana. En el medio de la dársena, para estar a mano del próximo movimiento.

Fondea su ancla el Perdedor, y llama el cocinero a degustar la pasta. Se detienen las máquinas, se abandona el puente, y a lavarse las manos que se enfría.

 

Luego de almorzar se vuelve al trabajo. Se pone en marcha el motor principal, se pasa el control del mismo desde máquinas al puente, y el contramaestre va a proa con un par de marineros a virar el ancla (el ancla no se “sube”, se vira. Y no se tira ni se baja: se “fondea”. Y si no le rezongan a Salgari, Verne, Melville ni Conrad, hagan el favor de no quejarse conmigo por usar el vocabulario marinero)

El ancla no vira.

Luego de intentar un par de veces que el control del cabrestante empiece a hacer girar el barbotín (dito) sin conseguir ningún resultado, el contramaestre decide, muy profesionalmente, que lo que hace falta es hacer un poco de fuerza, así que aplica su biceps al joystick de control y consigue doblarlo, sin que el ancla se eleve ni un milímetro del fondo limoso de la dársena.

Llaman urgente al Tipo. El Tipo va al gabinete eléctrico de control del cabrestante con la idea de reponer algún protector térmico, o cambiar un fusible, y se lleva una sorpresa. En vez de encontrar el clásico tablero de contactores, una extraña creación electrónica le devuelve la mirada.

Normalmente, los motores eléctricos de a bordo (corriente alterna) tienen varios bobinados para diferentes velocidades. Como si un motor contuviera dos o tres motores escondidos adentro, todos moviendo el mismo eje. Los contactores son llaves que se manejan con una orden eléctrica: así como las manos de un pianista logran acordes distintos seleccionando diferentes teclas, los contactores seleccionan diferentes puntas de esos bobinados para que la electricidad vaya a algunos sí y a otros no. Si el contactor de la primera velocidad no cierra (vaya a saber uno por qué) se lo puede hacer cerrar de prepo empujando su núcleo con una birome (volviendo a la analogía, si el pianista falleció, se fuerza su mano para que pulse las teclas) . Siempre hay una razón para que no cierre, y lo de la birome puede –y suele- tener resultados imprevistos, pero, ante una emergencia, uno vira el ancla primero y averigua después.

Acá no había nada de eso. Centro de la mirada de todos en el Perdedor (y de todos los marineros apoyados en las bordas de los buques que esperaban en la dársena) el tipo busca el plano eléctrico y se desayuna de que el cabrestante funciona con corriente continua, y que el control de velocidad se consigue eligiendo diferentes puentes de diodos.

Estos puentes de diodos producían diferentes corrientes contínuas. Muy preciso para controlar la velocidad a la que se movería el ancla, pero muy difícil de solucionar sobre la marcha. Nadie cambia un diodo en una emergencia si lo puede evitar –y eso suponiendo que encontrara cuál es el averiado, y hubiera quedado un repuesto de los años setenta a bordo, y que ése alguien, nuevo en el buque, supiera dónde han guardado durante estos años una pieza del tamaño de una tapita de gaseosa).

Minga de birome.

El patrón hace un esfuerzo sobrehumano y se aguanta casi cinco minutos de preguntar cuánto le falta al Jefe para salir del problema (ningún capitán resiste la compulsión de preguntar aquello que no tiene respuesta. Son como gatitos con un ovillo de hilo. Así que más respeto para con el ex cocinero: superó moralmente a muchos de sus colegas más profesionales). El Tipo le dice que no tiene idea, pero que más le vale ir avisando que la cosa va a demorarse.

Los equipos eléctricos de a bordo (todos, bah, pero el Tipo habla de lo que conoce) funcionan por condiciones y respuestas. No hay dados cuánticos en la cosa. Si pasa A, entonces puede ocurrir B. Si no, no. Si el gancho de una grúa no está tocando el fin de su recorrido puede moverse el motor que lo sube, si no, no. Si empezó a girar para un lado, puede pasar a la segunda velocidad para ese lado. Si no, no. Si no llegó a la posición de detenido, no puede cambiar de sentido de giro. Es como la filosofía determinista hecha cables; al Tipo siempre le gustó hacer la distinción de que en la escuela determinista, los filósofos usaban la cadena de causalidades para explicar Cómo Funciona la Cosa a nivel cósmico, mientras que en el diseño eléctrico se elegía una cadena de causalidades para que La Cosa funcionara como uno necesitaba que lo hiciera. Cuando alguna Cosa no aparece cuando debe, es porque algo necesario no se cumplió antes. El trabajo de quien quiera solucionarlo es ir bajando por las ramas del árbol de condiciones y pasos previos hasta encontrar cual es el que no dejó avanzar el proceso (cosa que ningún filósofo, que el Tipo supiera, consiguió hacer jamás. Punto para los electricistas). Plano en mano, puentecito de cable en la otra, el Tipo probó mentirle a todos los sensores del tablero que la cosa estaba bien, hasta ver cuál era el que venía jurando que no (Todos los sensores –de presión, de temperatura, de haber llegado a un lugar o haberlo abandonado- van a una regla donde se atornillan y desde donde se comunican con el circuito: sabiendo cuales son, y si están contentos cuando el circuito se cierra o se abre, un operador hábil puede interrogarlos y descubrir qué falla)

Resultó que el freno del ancla no se liberaba. En la punta que no hace nada del motor eléctrico del cabrestante suele ir el freno, que, al contrario del de un auto o una bicicleta, no trabaja cuando recibe energía, sino cuando se la quitan. Como el embrague de un coche, digamos, que aprieta cuando se le saca el pie. Quien diseñó el freno pensó que pasaría más tiempo frenado que libre (sosteniendo el ancla en su sitio durante viajes o en puerto) así que cableó la cosa para que, si faltaba energía, el freno mordía con la fuerza de sus resortes y no dejaba que el ancla cayera cuando no debía.

Le salió a la perfección. Lo cual era una pena, porque el Perdedor seguía obstaculizando el operativo Unitas y sus correspondientes maniobras Atlántico afuera. Sonaba el teléfono, sonaba la radio, bramaba la telepatía, planeaban en lentos círculos las gaviotas que esperaban a que la cocina tirase al agua los restos del almuerzo, y todos preguntaban lo mismo: “¿Cuánto falta?”, a lo cual el Tipo respondía con un encogerse de hombros, o un gesto de esperen un poco, o una mandada al carájo, según el plano eléctrico le fuera resultando más comprensible o no.

Eventualmente optó por lo más ejecutivo: buscó dos tornillos que roscaran en la liberación de emergencia del freno, atornilló hasta conseguir que se separaran los platos (cayeron unos eslabones más de cadena al agua), le mintió al sensor que estaba todo bien con un puente en la bornera, y accionó el motor. El ancla viró pero, claro, una vez detenido el motor, y a falta de freno, iba a caerse de nuevo, así que coordinó con el contramaestre para que, una vez que el fierro estuviera metido en su escobén, cerrara el estopor y la lingara con algo. Por si alguno nunca lo vió (pasa, ¿vieron?) la cadena del ancla entra al barco por un agujero en la amura muy reforzado –el escobén- y corre unos metros por la cubierta antes de entrar en el cabrestante. A medio camino se desliza por un canal que tiene un brazo abisagrado al costado. Bruto brazo. Cuando ya no se va a jugar más con ella, el brazo pasa por sobre el canal, muerde la cadena, y se cierra contra la cubierta con un perno que no admite discusiones. Si a eso se le suma una linga de acero “atando” la cadena, se pueden llevar el cabrestante y el freno sin que el ancla se dé por enterada.

Para alivio de todos (y algún aplauso burlón de alguno de los buques) el Perdedor pudo finalmente moverse, dejar vía libre a los guerreros, y retirarse a su muelle a lamerse las heridas. Otro remolcador vino a reemplazarlo muchas horas después en el esfuerzo bélico, ya que el pobre Perdedor había quedado inútil hasta conseguirse rebobinar la bobina de freno quemada y averiguar cómo fue que llegó a ese triste estado. El protagonismo de ese recienvenido hizo que para la historia pasara desapercibida la humillante conclusión a la que los Altos Mandos deben haber llegado: Cañones más, misiles menos, aquel patacho irremisiblemente fondeado en medio del camino había detenido con total eficacia a la unión de las más poderosas flotas americanas. Como ese peón turro que no se sabe de donde salió y le da jaque al rey, sin importar cuán poco agresivo fuera ni cuánto poder tuviera, o como los trescientos espartanos piojosos que frenaron el avance del todopoderoso ejército Persa en Termópilas: el lugar justo y en el momento oportuno lo habían convertido en el combatiente “No Pasarán” de aquella jornada.

Sin duda, esta inesperada revelación habría llevado a los Almirantes a elaborar un plan de contingencia para el caso de que esto volviera a repetirse, y al Tipo se le ponían los pelos de punta de sólo pensar cúal sería en el futuro la respuesta de la Flota en el caso de tener otro Perdedor atragantado en la dársena, con un combate real mar afuera, y un Jefe menos amigo de la filosofía determinista.

¿Correte o Pum y al fondo?

jueves, 25 de marzo de 2021

HISTORIAS DE BARCOS: El Célebre y Penoso caso de La Torta

 

“Canta, Oh musa, la cólera del Jefe de Máquinas, cólera funesta que causó infinitos males a los barqueros del Almirante Stewart, que precipitó al infierno la carrera del Capitán, y que sacó de servicio para siempre al buque –cumpliéndose la voluntad de Zeus y la Gerencia Comercial- desde que, por última vez, una disputa sembró la discordia entre la cabeza del buque y la cabeza de la Máquina”

 

Esto va a ser largo. Si no les gusta leer, pasen a otra cosa.

 

 

La historia del Tipo tiene un matiz agridulce. La pasó muy bien a bordo, pero tuvo la mala pata de que, cada vez que conseguía un barco como la gente, que le gustara, algo pasaba que le impedía seguir. No fue una maldición muy original, por supuesto: de casi todos los marinos se puede decir lo mismo. La diferencia es que el Tipo perdió oportunidades de veras buenas.

Haciendo memoria, entonces, cree que puede afirmar que la más terrible, la más patética, y la menos justificada de todas es la conocida Historia de La Torta. También es la única que lo tuvo como detonante a él, así que la siente más como algo personal que como un mal viento de la política o una matufia de los armadores. Fue muy sonada en su momento (ocupaba espacio en las columnas de opinión de los noticieros de la noche, y sueltos en algunos diarios) pero el tiempo, (que en realidad no borra nada, sino que apila macanas sobre macanas y sólo nos permite tener presente la última y más alta en la pila), hace que sólo tengamos presente las barbaridades de hoy, ocultándonos la torre de trapisondas y calamidades que la cimientan.

Para no olvidarla, entonces, y para que (“Soñá, nomas….”) sirva de advertencia a las generaciones futuras, el tipo va a tratar de narrarla lo más verazmente que la memoria le permita.

Si alguno de los intervinientes aquel agosto del ’85 me lee, y encuentra alguna incongruencia con los hechos que recuerda, su corrección será bienvenida y agregada a la crónica.

A los hechos:

 

 

 

EL B/M “ALMIRANTE STEWART”:

La historia del buque merece un aparte, porque aunque lo que se va a narrar es un conflicto entre caracteres humanos, la masa de hierro en donde ocurrieron de alguna manera siempre ayudó a que reaccionaran. El que diga que los buques físicos no tienen personalidad tiene razón sólo parcialmente: El fierro no tiene carácter ni temperamento, pero el ambiente que va construyendo en sus intestinos con los años refuerza y exacerba los de los humanos que lo tripulan. Es como una retroalimentación, una sinergia, una bola de nieve. El cuento no estaría completo sin tener en cuenta este factor, así que haga el favor el lector de considerar al Stewart un personaje por derecho propio, como Moby Dick o Christine.

El Tipo no tiene hoy datos fidedignos de la historia del Stewart. Sólo conoce lo que le contaron en la camareta que, como se sabe, no sólo es tan incomprobable como cualquier mito urbano, sino que, además, se considera descortés tratar de comprobarlo. Pero la mayoría de las versiones coincidían.

Empezó en 1967. Fue, dicen, el primero de una serie de buques de carga general que se iba a construir en el recién estrenado astillero Astilleros y Fabricas Navales del Estado (AFNE). Se le iba a vender a una empresa de Chile.

https://www.histarmar.com.ar/BuquesMercantes/Marina%20Mercante%20Argentina/Carga/AlmiranteStewart.htm

https://www.youtube.com/watch?v=t-lK6kKHb6s

 

Como era el primero, y por lo tanto el que empezaría a asentar la reputación del astillero en el mundo, se lo quiso construir bien. Nada de ahorrar en estupideces. En un casco con líneas de yate, afilado como un alfanje, se metió un motor potente y novedoso (construido en París, como para ser más fino), motores generadores redundantes encargados a Alemania, bombas de primera marca, motores eléctricos de la mejor construcción, etc. Hasta las tuberías que permitían entrar agua de mar a máquinas para enfriar radiadores eran de bronce (no de la vulgar fundición de hierro que se usa hoy en día), y las de agua de los motores auxiliares de cobre, que los auxiliares de máquinas lustraban hasta parecer los instrumentos musicales de una banda. Navegaba tranquilo a dieciocho nudos,  y tomaba las olas como  Fred Astaire bailando tap.

Costó, por supuesto, una fortuna. Tanto que la empresa chilena no lo pudo comprar, y el proyecto de hacer varios murió en el libro de balances. En la mayoría de los países del mundo, cuando el Estado comete un error trata de solucionarlo. Argentina tiene un sistema mejor, una red de seguridad a prueba de incompetentes: cuando una parte del Estado mete la pata, otra se lo encubre metiendo la suya. Luego interviene otra salvando a la segunda, y así hasta que el gasto de la equivocación se termina diluyendo en una fracción de impuesto más a todos los habitantes, y acá no ha pasado nada. Al Stewart lo “compró” la naviera estatal, que por supuesto no lo pagó, sino que lo consiguió con una especie de pagaré del Tesoro Nacional al Astillero Estatal, a cambio de futuros ingresos de la Flota. Todos billetes de Monopoly. Parece un gran compromiso, si uno no es argentino y sabe que con todo este pasar de manos la deuda termina olvidándose con el próximo cambio de gobierno.

Aquella vez, por lo menos, (y a diferencia de la Fiebre de SD40 Por La Noche que le dio a la Empresa años después) por lo menos se compró algo de calidad. El Stewart empezó a navegar por el mundo, luciéndose en todos los puertos importantes y, hasta donde la proverbial ineptitud comercial de la Empresa lo permitía, dando plata.

Cuando al Tipo le dicen que lo van a cambiar a un buque que hace la línea al Mediterráneo, da dos saltos mortales para atrás de puro contento. Pero cuando se entera de que es una pieza de museo con diecinueve años de estar en salmuera, se le vino el alma al piso. La primera visita a bordo no lo animó mucho: el buque era amplio y cómodo, pero austero. Sobraba espacio, no faltaban comodidades en comedores y camarote, tenía una verdadera pileta para refrescarse en cubierta (no uno de esas salidas del paso hechas con caño y lona a las que estaba acostumbrado), y hasta una lavandería que se encargaba de la ropa de trabajo de uno, pero parecía decorado por un cabo primero del ejército. Y la sala de máquinas, si bien resplandecía y ronroneaba suavecito y sin disonancias, no tenía un cuarto de control donde hacer la guardia y revisar los comandos a distancia de los equipos, sensores y alarmas. De hecho, no había control a distancia de nada, ni sensores electrónicos ni alarmas. No había electrónica, si se sacaba algún altavoz o el reloj a pilas del puesto de control. Entre recorrida y recorrida, en vez de entrar al cuarto de control a resucitar un rato en el aire acondicionado, en el Stewart se te permitía sentarte en una banqueta alta de chapa bajo uno de los ventiladores. Era verdad que los 30, 35 grados de ese lugar eran el paraíso al lado de los 42, 44 que podía haber junto a la caldera o los motores auxiliares, pero… la banqueta ni siquiera estaba acolchonada.

Ni respaldo, tenía.

 

Pero, una vez empezado el viaje, el Tipo se fue dando cuenta de por qué quienes probaban navegar en el Stewart no lo cambiaban nunca más por algo más moderno.  Era viejo, es verdad, pero era tanta su calidad que no sufría fallas. Las cosas no se rompían de puro berretas, como pasaba en otros buques. Nada se plantaba por haber llegado al límite de su potencia: sobraba potencia por todos lados. No se pinchaban las tuberías de agua de mar, porque el mar se partía los dientes contra las aleaciones de que estaban hechas las tuberías. Y la tripulación llevaba tanto tiempo en el buque, y habían pasado tantas cosas, que todo lo que podía pasar ya había pasado alguna vez. Todo había sido comprendido, solucionado hacía tiempo, y para cada eventualidad dañina se había creado una rutina previsora correspondiente. No siempre se sabía bien para qué (las cosas se perdían en la noche de los tiempos, como se dice. El Jefe sabía, por supuesto, pero le gustaba mantener esa aura de brujo conocedor de misterios que le daban los años), pero se respetaban como el Evangelio. El resultado de esto era que, si bien las cuatro horas de cada guardia podían ser calurosas e incómodas, jamás daban sobresaltos. Si alguna vez se navegó relajado en una sala de máquinas, fue en la del Stewart. Tanto, que el Tipo se acostumbró al ambiente áspero de aquella catedral de hierro,  y ya no lo notaba -llegando a extrañarlo un poco, incluso, cuando estaba de licencia-. El gusto que hoy conserva por las grandes maquinarias con brutales comandos de palancas de acero, empuñaduras moleteadas y bruñidos instrumentos de bronce, sin duda, le viene de ahí.

A sus dieciocho nudos (sin agitarse), el Stewart pasaba menos tiempo cruzando el océano que cualquier otro buque. Llegaba antes. Y como sus líneas deportivas originaban bodegas estrambóticas (cosa que, lamentablemente, la Ingeniería Naval corrigió en los buques que vinieron después), cargarlo y descargarlo llevaba más días en puerto que cualquier otra cosa que flotara por ahí. Se quedaba más en puerto. Gracias a ello, cuando no tenía guardia, el tipo podía perder un día entero viajando a Florencia, o Venecia, o Jerusalén. O simplemente quedarse un par de días paseando por Génova, Malta, Las Palmas, Burdeos, conocer Lanzarote, visitar las pirámides en Egipto y recorrer Marsella. Lo que el tipo conoció (¡La galería Ufficci!), los platos que probó, y los vinos que conoció gracias al Stewart llenarían varias carillas –con las cuales no vamos a aburrir a nadie ahora- y compensaban cualquier calor o sudor que la tranquila máquina pudiera haberle hecho pasar.

 

LOS RENCORES A BORDO DEL STEWART:

Peeeeeroooo…. nada escapa a la puta entropía. Némesis jamás se jubiló. T.I.N.S.T.A.F.L., que decía Heinlein.  (“There is not such thing as a free lunch”). Lo conveniente del buque había hecho que no se conociera esa labilidad que tienen las tripulaciones, que ya sea por aburrimiento, falta de sincronización con los relevos, ascenso o discusión, viven saltando de un buque al otro. Ni la misma Empresa conseguía hacer que salieran los viejos o entraran los nuevos (salvo en el caso de oficiales jóvenes, como fue el caso del el Tipo, que entró porque  quién relevó fue ascendido… dentro del Stewart, por supuesto)

Cuando las tripulaciones llevan mucho tiempo juntas, les pasa lo que a las familias. Muchos pasan a tener vínculos que van más allá de lo simplemente laboral. Las amistades son más profundas y siguen en la licencia. Algunos se vuelven concuñados, otros apadrinan hijos de compañeros, otros son socios en algún negocio. Las dos enfermeras de a bordo habían encontrado la pareja de su vida en el Stewart, y una de esas parejas llegó a jubilarse, ambos al mismo tiempo, en uno de los viajes del Tipo. Y, de la misma manera, los rencores no mueren con la vuelta a Buenos Aires. Crecen. Entran en una reacción en cadena, en la cual el tripulante no embarca como una hoja en blanco, sino como un expediente con todas las cagadas que le hizo en viajes anteriores el objeto de su odio. Embarca ya enojado con su archienemigo. Por supuesto, el otro embarca no menos enojado con él. Y si alguno de los dos consideró perdonar y olvidar durante el presente viaje, indefectiblemente el otro lo va a destratar, o no lo va a ayudar, o le va a decir algo hiriente, y todo va a volver a empezar. Año tras año. Viaje tras viaje.

Pintada así, la cosa no pasaría de ser un vulgar conventillo. Una reunión de consorcio o un capítulo de Los Campanelli. En el Stewart, la cosa se fue complicando debido a un factor más, que nadie pudo prever: la personalidad acentuada de las dos cabezas del buque.

Las amistades y enemistades de cada buque son como cargas positivas y negativas, libres y desordenadas. Se anulan a sí mismas  y, en el hipotético caso de que las negativas superen en cantidad a las otras, la cosa se vuelve tan molesta que –volviendo a lo lábil del marino- muchos optan por cambiar de buque. Y vuelta al desorden de partículas cargadas.

Para desgracia del Stewart, (y abusando de la analogía atómica) los dos centros de masa más importantes socialmente –Capitán y Jefe de Máquinas- poseían una masa importante. Ambos tenían personalidades acendradas, definidas, y testarudas. Ambos tenían una idea de cómo debían hacerse las cosas, y ambas ideas eran cada una la opuesta a la otra. Así, por una simple cuestión de gravedad o atracción electrónica, alrededor de cada uno se fue formando un núcleo que ya no varió, ni consideró cambiar, ni se sintió otra cosa que enemigo del otro.

Por un lado, el Capitán tenía a sus oficiales, al Comisario de a bordo y al Jefe de Radiocomunicaciones (que el título no confunda: Toda la sección radiocomunicaciones era él sólo, así que no era jefe de nadie). El contramaestre, los marineros, carpintero y cabo de mar no sentían una especial afinidad por el viejo, pero sabían dónde apretaba el zapato, y se alineaban con él. Todo lo que era Cámara (mozos, cocineros, ayudantes de cocina), al ser socios del Capitán en una serie de sisadas creativas que el viejo organizaba, acataban o disimulaban las fallas de conducta que pudieran encontrarle.

Por otro lado estaba el Jefe, sus cuatro oficiales (como cada uno tenía su relevo, todos estos números deben multiplicarse por dos. De hecho, los Jefes cabezadura eran dos, y las diferencias de temperamento entre ambos, despreciables), el Primer cabo y engrasadores, electricistas, mecánicos, limpiadores de máquinas y aprendices.

Las dos cabezas veían con malos ojos las amistades entre Montescos y Capuletos, así que, cuando esto ocurría (la gente joven no era de entrar en muchos novelones) se disimulaba en lo posible. Era imposible, de todas maneras, y por esa cosa de las personalidades fuertes y carismáticas, no dejarse convencer de tanto en tanto de que el otro lado era una asociación ilícita, y de indignarse en justa correspondencia.

(Nota para la gente que no trabajó a bordo: la rivalidad cubierta/máquinas es tan vieja como la máquina de vapor, e igual de básica. Nace del hecho de que la parte de cubierta, que navega, carga y descarga, tiene como principal objetivo cumplir con las metas comerciales que exigen los armadores y para las cuales el buque fue diseñado. La parte de máquinas, por su lado, tiene como principal objetivo operar y mantener buque y equipos según las normas con las cuales fueron diseñados, y sabe que cada maltrato o abuso que sufra el metal se traduce en trabajo extra para ella o problemas con las Autoridades. Para cubierta, los maquinistas son excesivamente rebuscados, complicados, amigos de poner palos en la rueda por precauciones excesivas (o pereza), y de complicar situaciones que no lo ameritan. Para los maquinistas, los de cubierta no tienen el coraje de decirles a los armadores cuando es no, y exigen irresponsablemente al equipo con tal de no quedar mal con nadie. No cuidan, no les importa, y presionan caprichosamente por una solución cuando algo de lo que no cuidaron se rompió. El tiempo, y la miseria en que quedó toda la Flota después del gobierno peronista de Menem hicieron que a las nuevas generaciones no las uniera el amor, sino el espanto, que los oficiales de cubierta nuevos comprendieran que barco roto no da plata, y que los de máquinas entendieran que vaca que no da leche termina como chorizo. Pero, en la época de La Torta, la cosa era virulenta)

A la congénita rivalidad entre las dos secciones se sumaba el que el Capitán, con todo su aristocrático hablar con una papa en la boca, escuchar Vivaldi a rajaparlantes y alardear de erudición, era un pirata berreta. Es decir: en vez de asaltar otros buques, asaltaba a su propio navío para hacerse unos dólares extra. A veces, como en la historia “El cuadro del Almirante”(*) repartía sus ganancias con la tripulación. Otras, como en “Provisiones”(*), la sangre que obtenía era la de sus propios tripulantes. El Jefe (los jefes) eran obsesivos con defender a su gente, y estaban poseídos por un libertario rechazo a la autoridad dictatorial del Viejo, así que se dedicaban, en sus ratos libres (que no eran pocos) a arruinarle sus negocios turbios. La gente de máquinas no compraba por mayor y sin impuestos (el famoso “entrepot”) en el proveedor elegido por el capitán, como era casi obligatorio en todos los demás buques, por haberse enterado de que ambos socios (Capitán y Mafioso Italiano) subían los precios de whisky y perfumes para repartirse la diferencia. Máquinas compraba aparte, pagando un 20% menos, y haciendo quedar feo feo al capitán con el resto de los tripulantes.

La enfermera había recibido del capitán la noticia de que, por ser ella tripulante y él capitán, su obligación era acostarse con él, y uno de los Jefes la defendió casi hasta las trompadas, con lo cual el capitán quedó figurativamente castrado, y el Jefe…

Como estas hay mil anécdotas (el Capitán, algo achispado, ordenándole a un mecánico que se arrodillara ante él como expiación por el pecado de ser de máquinas, o el mismo capitán estrellándole un pastel de crema en la cabeza a un viejo segundo de máquinas por diversión) que, ciertas o no, se contaban y sumaban leña a la fogata de la indignación de los de máquinas.

Ahora bien: esta acumulación de potenciales opuestos, esta polarización, este acumularse de nubarrones cargados de relámpagos, había llegado a un estado de equilibrio. El odio (porque ya era odio) había llegado a su tope pero, tal y como se vio con la Guerra Fría, ambos bandos sabían que llevarlo más allá sólo podía terminar en desastre para todos. Era tanto el rencor acumulado, tantos los chanchullos denunciables, que si uno sólo de los dos empezaba la guerra en serio, no quedaría nada ni nadie en pie. El ambiente en el comedor se podía cortar con un cuchillo, y la cosa era más incómoda que un encuentro de parejas de ex esposos, pero se vivía. 

 

 

(*)”Una vez pasó a bordo que”, Carlos Duro.

https://www.tuslibros.com/ebook/Una-vez-paso-a-bordo-que

https://www.bubok.com.ar/libros/201808/Una-vez-paso-a-bordo-que




LA TORTA:

Hasta que en otro buque, en Buenos Aires, por razones que no vienen al caso, un capitán autocrático decide echar del buque al Jefe. El Jefe se lo impide por el sencillo expediente de renunciar antes. Interviene el Centro de Jefes y Oficiales Maquinistas Navales (de aquí en más abreviado CJOMN, por feo que suene), demuestra a la Empresa que la posición del capitán era injusta y, sobre todo, que podía ocasionar serias represalias gremiales, y la Empresa obliga al capitán (en parte también por estar harta de sus arbitrariedades) a recibir de nuevo a bordo al Jefe. El Centro de Capitanes y Oficiales de Ultramar (de aquí en más abreviado CCOU, por las mismas razones) no se entera hasta que es demasiado tarde y, cuentan, el no haber podido hacer nada a tiempo para salvaguardar la investidura del capitán les cae muy mal. La Empresa creyó que la cosa había muerto allí, pero, en realidad, aquello era el huevo de la serpiente: ambos Centros quedaron acelerados con aquel encontronazo. El de máquinas, por su victoria fácil en una nueva cruzada, y el de cubierta, por la más impresentable forma de fracaso: la del que ni siquiera se presentó a competir.

Para ese entonces el Stewart estaba llegando a la última semana de subida. El Tipo y el tercer oficial de máquinas habían hecho una estadística de las grandes peleas de a bordo, y habían concluido que el peor momento no era al final del viaje, (como sería lógico asumir, dado el agotamiento y el fastidio), sino esa misma última semana. Es la última semana antes de emprender el regreso (en buques de línea regular, subida –cuando se va- y bajada –cuando se vuelve- duran más o menos lo mismo), y la explicación que habían encontrado era que hacía mucho que uno se había ido, y todavía faltaba mucho para volver. Cuando empezaba la bajada, la ilusión de estar volviendo a casa ponía a todos más tolerantes, pero, hasta no llegar a ese punto de inflexión, la electricidad estática personal subía día a día a niveles cada vez más peligrosos.

Esta semana les tocó en Port Said, con el buque fondeado e imposibilidad de bajar a tierra por un capricho político egipcio. Se pudo arreglar la cosa pagando tours del Estado (Pirámides, El Cairo, etc) pero todo fue muy tenso. Peligroso, incluso (El pilotín de máquinas, por ejemplo, que viene a ser un pasante de oficial, no está a bordo a la hora de zarpar. Demora la salida. Llega con una lancha que consigue de forma dudosa y perseguido por la Aduana egipcia. La historia es buena, pero mejor va en otro capítulo). Zarpa el Estíguar (Vamos a respetar la fonética de los personajes para que la cosa sea más verosímil) y cumple años el Tipo.

 

Cabe aclarar que el Tipo odia cumplir años a bordo o, por lo menos, odia los festejos fuera de su casa. Siempre que puede trata de que el asunto no trascienda, y de que ese día sea un día normal, libre de hipocresías y de alegrías por compromiso. Creía haberlo logrado aquella vez, incluso, cuando a eso de las veintiuna caen en su camarote los segundos y terceros oficiales –el primero de máquinas también- con bebidas, fiambres, quesos y golosinas. Buenos muchachos, al fin y al cabo, le dicen que a ellos les importa un carájo que no quiera festejar su cumpleaños y que, si no quiere, que se retire del camarote porque ellos lo van a festejar igual.

La cosa debió haberse puesto un tanto escandalosa porque, más tarde, abre disimuladamente la puerta el Jefe y pregunta qué es tanto escándalo. Le cuentan, se sonríe, saluda al Tipo, y se va.

A la noche siguiente, en el comedor de oficiales y después de la cena, el Comisario de a bordo hace un llamado a la atención de todos (cling, cling, con un tenedor en la copa) y, con un suspenso digno de mejor causa, indica algo a los mozos. Estos entran trayendo una torta hecha por el cocinero, de dos pisos, y decorada con pastillería y velitas. Les informa a todos que es el cumpleaños del capitán, ooohhhss!!! de sorpresa de todos, botellas de champagne que entran por otra puerta, copas de las que salen de las alacenas sólo en ocasiones especiales, cantito, apagado de velitas, etc.

Antes de cortar la bendita torta, dos o tres tipos comentan al comisario el buen aspecto que tenía (el cocinero no destacaba por su habilidad culinaria, sino por su capacidad de ahorrar víveres para  negociarlos junto con el Viejo), otros se suman, y el Jefe, entonces, con la voz suave y finita que lo caracterizaba, dice que sí, que estaba linda, pero más linda hubiera sido si hubiera habido otras iguales para otros tripulantes que también habían cumplido años. La voz del Jefe era casi ténue (a pesar de que el tipo medía casi dos metros), pero llegó a todos los presentes y produjo un efecto como de matafuegos en la conversación. El Capitán, que venía cargando combustible desde temprano, se indigna y lo acusa de celoso, aguafiestas y amargo. Sin alterarse, el Jefe le cuenta en qué miseria transcurrió el cumpleaños de su segundo oficial (acá el Tipo, responsable, se atragantó con lo que fuera que venía masticando), sin que el Comisario se hubiera tomado el mismo trabajo que se tomó con el Capitán de estar pendiente de las fechas, y que otro tanto pasó tres días antes, con un mecánico.

El Comisario de a bordo, tocado, se atreve a protestar tímidamente y decirle al Jefe que no le gustaba que lo acusara de no hacer bien su trabajo. Con una media sonrisa, el Jefe dice que no lo acusa de eso, sino de ser un lambeculos (**). A partir de allí la memoria del tipo se desdibuja. Hay acusaciones, Capitán y Jefe levantan la voz, y en casi nada de tiempo salen cada uno por una puerta distinta del comedor, rumbo a sus camarotes. Los demás quedan aturdidos y espantados, pero, como la torta seguía sin cortar, deciden que sería una lástima desperdiciarla y terminan con ella, y con el champagne, en mejor humor y compañía.

Y todo queda ahí durante mes y medio


(**) De acuerdo con el compromiso tomado en la introducción, cumplo en registrar la corrección hecha en este punto por otro oficial de máquinas. Según el mismo, el Jefe no usó la expresión "lambeculos" sino que recurrió a "alcahuete". Como pueden considerarse sinónimos, y no afectan al espíritu de la anécdota, no se creyó necesario modificar el original.


EMPIEZA EL VERDADERO PROBLEMA:

Para cuando llegaron a Buenos Aires, aquel “intercambio de palabras” se había olvidado, o pasado a formar parte del anecdotario del buque. La vuelta siempre era un momento intenso (preparar el buque para las inspecciones, organizar pedidos y órdenes de reparaciones para la Empresa, la ansiedad de ver a la familia de nuevo, la cuenta obsesiva de los días en que se iba a permanecer antes de zarpar de nuevo, los planes para sacar del puerto “las compras” sin ser detectados por Aduana ni Prefectura…) y, en medio de toda esa tensión mental y emotiva, un chispazo más entre los dos viejos gruñones de a bordo no merecía ser ni siquiera recordado.

Pero algo pasó. Nunca se supo qué, aunque la versión más confiable afirma que la serpiente de este Edén (quizás no sea la mejor analogía) fue un nuevo primer oficial de cubierta, con más carácter de capitán que de oficial, que se indignó por el atrevimiento del Jefe (o por su manía de arruinar negocios ajenos) y convenció al Viejo Capitán de que la cosa había llegado a un nivel inaceptable. Fuera por lo que fuera, al poco tiempo de tocar puerto se le notifica al Jefe que se lo desembarca del Estíguar, para siempre, por “atentar contra la moral de la tripulación” (SIC). El Comisario lo desembarca ipso facto, y el buque se queda sin Jefe.

El Tipo habla rápido con los demás oficiales de máquinas y, junto con el tercero, van al camarote del Jefe. Lo encuentran llenando cajas con años de recuerdos y cosas personales. El Tipo le dice que están todos indignados, y que, aunque aún no han tenido tiempo de redactarla y tipearla (eran tiempos de Remington y Olivetti) considerara que tenía sobre su escritorio las renuncias de todos sus oficiales. Se iban todos con él. Y probablemente el resto de la gente de máquinas hiciera lo mismo.

A partir de ahí, la cosa entró en un espiral surrealista.

El Jefe, contento, dijo que no. Sacó un par de biblioratos, gorditos y bien alimentados, y se los empezó a mostrar a los chicos.

¿Han visto Uds. fotos de los viejos buques de carga, esos que tenían plumas y cables de acero por todos lados? Bueno: cada motor que mueve cada cable tiene un ventilador y una tapa para que no le entre humedad y sal. Uno abre la tapa, y el ventilador arranca automático. Cierra la tapa, y se detiene. No abre la tapa, nada funciona.  Fue siempre un viejo tema de discusión entre Cubierta y Máquinas porque, terminadas las operaciones en bodega, era común que los marineros se olvidaran de cerrar estas tapas y dejaran los ventiladores horas y horas (días y días, a veces) andando, salándose y desgastando sus rodamientos. Un domingo después del almuerzo, fondeados en Port Said (imaginen el calor y el sol que había bajo aquel sol egipcio) el Jefe le pide al tercero de máquinas que camine la cubierta hasta proa. Sin entender nada, el hombre va, da toda la vuelta al buque, y vuelve. Y le cuenta al Jefe un fenómeno curioso, casi sobrenatural: en el silencio de aquella sartén seca, se escuchaba funcionar los ventiladores de los equipos de carga. Eso era normal, dados los descuidos de los marineros, pero lo raro era que, cada vez que él se dirigía a una caseta a cerrar las tapas, los motores callaban. Y, más curioso aún, cuando estaba casi de vuelta en el casillaje, los motores arrancaron de nuevo, sin nadie a la vista.

Los biblioratos del Jefe aclararon ese tema eléctricamente imposible. En cuanto el tercero dejó su camarote, el Jefe sacó su Nikkon con teleobjetivo y, por sus ventanas a proa, empezó a vigilar. Enseguida consiguió fotos de la gente de cubierta descargando a una lancha,con esas mismas plumas, rollos de cable de acero, de cabos, latas de pintura, y otras cosas difíciles de determinar. Y fotos de bultos que subían de la lancha al buque por un cabito.

Junto a estas pruebas de un negocio privado de cubierta (con materiales de la Empresa) había decenas de otras, con fotos y fechas, que databan de años y años atrás. Los biblioratos contenían también pormenorizadas descripciones de los sobreprecios que el Viejo conseguía en lavaderos, provisiones, reparaciones, etc, que pagaba la Empresa y cuyas comisiones cobraba él, junto con fojas de conceptos de tripulantes hechas por el capitán en total estado de ebriedad (en los cuales prácticamente recomendaba sacrificar por inútil al evaluado), y la corrección hecha al día siguiente, sobrio, en la cual lo elevaba sobre todos sus pares. Mismo tripulante, mismo viaje, mismo capitán, diferentes cantidades de alcohol en sangre.

Para ser breve, esos documentos eran un tiro en la nuca de la carrera del capitán, Y eso con suerte, y si no llegaban más lejos y le conseguían un proceso penal.

Cuando los oficiales cerraron las sorprendidas bocas les dijo que no renunciaran, que se quedaran, porque la cosa iba a ir más lejos y necesitaba gente que supiera de qué se trataba cuando la bosta llegara al ventilador. Los tranquilizó explicándoles que aquello de “atentar contra la moral”, por ser algo tan amplio que podía ir desde instigar al motín hasta el acoso sexual, iba a requerir que el capitán fundamentara su desagrado personal, cosa que, incluso para los suyos, era algo legalmente flojo. Mientras que, en su descargo, el Jefe podía fundamentar… bueno, la verdad era que tenía documentos para fundamentar lo que quisiera.

El Tipo pensó que la cosa iba a ser fácil. El procedimiento era sencillo: el Jefe hacía uso de su derecho a hacer una exposición ante la Prefectura y a presentar una nota a la Empresa, la Máquina de Comer Marinos se ponía en marcha, y antes del próximo viaje bajaban al Capitán. Quizás no lo sancionaran, pero no le permitirían volver a salir de viaje si las acusaciones eran serias (por lo menos no hasta no saber cuánto calaba el Viejo en aquella dársena de caca).

El Tipo era joven e ingenuo.

 

La Ley de la Navegación establece que no se puede obligar al Capitán a tener en su buque a nadie que no sea de su confianza. Como si un Gerente de una empresa pudiera echar a un trabajador sólo porque no le cae bien. La misma ley le permite al Capitán arrestar a un tripulante en su camarote, de hecho, y hay reglamentos del trabajo a bordo que le dan el derecho a prohibir temas de conversación. No saludar al Capitán es sancionable según estas reglas. Entiéndase: son leyes antiguas, de cuando se navegaba a vela, sin comunicación posible con la Empresa o la Ley, y con tripulaciones que estaban, muchas veces, apenas un par de dedos por encima del hampa: no era más que simple sentido común el que el comando de un buque tuviera mano libre a la hora de imponer orden a bordo.

La macana es que, como toda ley que no se cambia sigue vigente, cada tanto aparecía un astuto que las invocaba para imponer un anacronismo.  En el caso de la torta (y en el del otro buque comentado previamente), el Capitán se apoyó en eso de no estar obligado a viajar con nadie que no le gustara. Y eran buenas, como se dice en el truco: El Jefe podía demostrar que el Viejo era un sinvergüenza de siete suelas pero, legalmente, no podía protestar su desembarco del Estíguar. Nadie podría.

El CJOMN venía hacía rato molesto con este artículo caprichoso y, si bien no tenía manera de cambiar la ley, estaba operando para conseguir que las Empresas disuadieran a los Capitanes de desempolvarla. Con los azotes, el arresto en el camarote y la censura de la conversación, la potestad de desembarcarlo a uno en función de lo simpático o no que le resultara al capitán era una cosa que, a pesar de lo pintoresca y tradicional que resultara, no se debía poder siquiera mencionar más.

Así que no hubo nota ni exposición (o quizás si, por lo mal que lo pasó el capitán de ahí en más, y el Tipo no se enteró). En lugar de ello, el CJOMN decidió que ningún oficial de máquinas firmaría rol con ese capitán hasta que no se repusiera de nuevo en su cargo al Jefe. Ahora era el capitán quien no les caía simpáticos a los oficiales de máquinas, y no iban a navegar con él. Cosa que, bien vista, era un poco contradictoria, porque se apoyaba en otra de esas viejas leyes de los buques a vela: aunque el marino es un empleado de la Empresa, su compromiso a hacer el viaje, su aceptación de estar en el rol del buque (Rol puede entenderse aquí igual que en el cine) es con el capitán. Es ante el capitán que uno firma y, como no hay ley que pueda obligar a un trabajador a firmar algo si no quiere –la firma es suya, no de la Empresa-, si no le gusta el capitán, no firma nada. A nadie se le ocurría invocar esta antigualla, por supuesto, pero, en este caso, se consideró necesario combatir un anacronismo con otro.

Tres agentes secretos del CJOMN suben una tarde, cuando el movimiento del buque había cesado por el día y la cosa estaba calmada, y les explican a los oficiales de máquinas el plan. Se retiran disimuladamente, y todos se preparan para el soremoto.

Sin libro de rol con todos los renglones completos, el buque no puede legalmente realizar el viaje.

 

CONTINUA EL PROBLEMA:

Al buque se lo descargó, se le hicieron las reparaciones necesarias, se le repuso el combustible y aceites necesarios, se completaron sus repuestos, materiales, pinturas y víveres, se le fueron haciendo los relevos programados de marineros, tripulantes y oficiales de cubierta, se lo cargó, y se lo dejó listo para zarpar. Los maquinistas no firmaban el rol, pero, como formalmente se seguía en el viaje anterior, seguían fieles a su firma previa en el rol y trabajando como correspondía.

Hasta la noche en que se había programado la zarpada. Empresa y Capitán hacían como que no pasaba nada, y organizaron todo como para seguir normalmente. Los oficiales de máquinas se comían las uñas por el suspenso (incluido un pobre hombre que habían designado para ser el nuevo Jefe, pero que no lo era hasta firmar el rol, y un primero de máquinas que reemplazó al anterior por sus vacaciones, y que tampoco firmaba). El Tipo no estaba de guardia, y estaba leyendo en su camarote, cuando le golpean la puerta. “Te quieren en el camarote del Capitán”, le dice el mozo.

Uh.

En el camarote del Viejo encuentra lo más parecido a un velorio que vio jamás a bordo. Estaban todos, parados y serios, frente al escritorio. No faltaba ningún oficial, e incluso había gente que no era de a bordo: dos o tres peces grandes de la Empresa, un escribano, y un par de personajes que el Tipo nunca llegó a identificar. Sólo estaba sentado el Capitán y, en una mesita portátil y detrás de una máquina de escribir, el Comisario de a bordo.

Habiendo constatado con innecesaria formalidad que estaban todos los interesados presentes (el Tipo escuchó en el tono del Viejo un reproche hacia la tardanza que su hábito de leer a solas había causado a aquella puesta en escena) el Viejo describe la situación actual del buque –cargado, con carga frigorífica de entrega pactada en fecha, remolcadores a proa y popa y práctico a bordo- e invita a los oficiales de máquinas a firmar el rol para permitir la zarpada del buque. Como una ametralladora, cláqueti cláqueti cláqueti clac, prrrrrrt! (¡PING!), el Comisario escribía las Palabras en su Olivetti, cinco copias, todas de un mismo tenor y a un solo efecto.

El Jefe designado declara no tener nada personal contra el Capitán, pero se niega a firmar siguiendo indicaciones de su Centro. Los demás oficiales declaran lo mismo, el Capitán reparte copias, pide firmas de las actas (la ley no da derecho a negarse a firmar actas), disuelve el velorio, y ordena que nadie baje a tierra hasta que se sepa si la cosa se arregla o no, y si el buque zarpa, o no.

 

MÁS PROBLEMAS, SIN TORTA, POR SUPUESTO:

Cuando alguien que navega quiere contarle algo a gente de tierra descubre, para su frustración, que debe detenerse a cada rato para explicar cosas que para él son obvias, y para sus oyentes, arameo antiguo.

Debe frustrar a los oyentes también, supongo.

¿Qué tan libre es un marino libre? Relativamente poco. Cuando el buque navega, tiene horarios de guardia o de trabajo irrenunciables (no sólo por la ley, sino porque, si él no trabaja, otro no duerme para hacer su trabajo. Esa situación no puede durar mucho). Fuera de esas horas tiene la obligación de concurrir a hacer los trabajos que el Capitán, o Jefe, crean imprescindibles (o reemplazar a otro enfermo), a las prácticas de lucha contra incendio, abandono, hombre al agua, colisión, etc., y a las reuniones  que Capitán, Empresa o Guardacostas hayan convocado. Fuera de eso, puede hacer con lo que queda del día lo que quiera. Parece una ironía, pero no, lo dije en serio.

En puerto, por otro lado, el tema se complica. Como el buque no navega, (no se traslada) no hay riesgo de colisión ni varadura, ni nadie tiene que decidir por dónde va, así que las guardias se vuelven más elásticas. Se siguen haciendo, pero a veces se alargan para disponer a cambio de períodos de descanso mayores. Nadie crea que esto es sinónimo de una excursión de crucero: todo el párrafo que describe el uso del tiempo en navegación siguen en pie, y hay que sumarle lo intensos que se vuelven los trabajos de máquinas en puerto (porque, por lo general, es el único lugar donde se pueden mantener equipos que se usan al navegar), y las de cubierta (porque pasan de navegar el buque a cargarlo y descargarlo. Y en buques tanque, o buques de carga general, eso es casi una profesión aparte). Lo importante para nuestra historia es que, una vez cumplidas todas las obligaciones y formalidades, y en aquellos países donde las Autoridades lo permitían (y valiera la pena el esfuerzo), el marino era libre de bajar a tierra durante su período libre, y hacer lo que quisiera, hasta la “pizarra” (La pizarra era un pequeño pizarrón que se ponía en el mamparo de cubierta, bien frente a la planchada, en la cual el capitán indicaba a qué hora había que estar a bordo. Por lo general, eran dos horas antes de la hora prevista de zarpada).

En Buenos Aires, que era donde se podía visitar a esposa, familia y novia entre viaje y viaje, los embarcados regulaban y controlaban ese tiempo como si de oro líquido se tratase (Bueno: el tiempo en Brasil también era muy codiciado) y, salvo la hora que figuraba en la pizarra, tenían la tranquilidad de que, una vez pisado el muelle, el Capitán ya no tenía forma de afectar sus vidas (Debemos agradecer a la telefonía celular el cese de este último reducto de libertad del marino)

Aquel funesto agosto se vio que no era tan así. Después de la ominosa reunión en su camarote, el Capitán ordenó anotar en la pizarra que el personal debía estar a bordo a las 0800 hs. Nadie tenía auto (la mayoría creía que iban a estar navegando para esa hora), el muelle estaba muy lejos del primer colectivo, las despedidas de los afectos ya habían sido hechas y sufridas aquella tarde, y el teléfono celular era algo que sólo poseían Dick Tracy y El Agente De Cipol, así que, aquella noche, todos durmieron a bordo. Y pasaron a bordo todo el día siguiente sin atreverse a encarar ningún trabajo de puerto: era obvio que la situación se iba a resolver en horas, y que la zarpada era algo inminente.

No lo fue. La pizarra de las ocho se cambió por una a las diez, la de las diez por otra a las doce, la de las doce, a las dos, y así hasta que la de las seis de la tarde sorprendió a todos con una que ordenaba estar a bordo al día siguiente, a las ocho. El Capitán, por supuesto, no creyó necesario explicar al vulgo sus actos, pero le contó a su primer oficial, quién a su vez lo divulgó como pudo, que, estando el buque cien por ciento listo a zarpar, y con lo cara que era cualquier demora, el Viejo no quería la responsabilidad de tener que postergar todo porque la tripulación estuviera en sus casas por decisión suya. Como era casi imposible que la Empresa o los Centros trabajasen de noche y resolvieran nada, accedía a correr el riesgo de permitir libre ese horario.  Los más viejos de a bordo sonreían de costado, escépticos, y explicaban que los reglamentos estipulaban que, si la zarpada se producía más de dos horas después de la pizarra, el excedente de horas se pagaba como hora extra (al doble de la hora normal).

Todos los que no tuvieran guardia volaron a sus casas, sorprendieron a sus gentes, explicaron el entuerto y crearon una enorme confusión.

Aquí es el punto donde tengo que apelar a la empatía de quien lee, porque entiendo que las palabras, por si solas, no pueden dar una idea cabal de lo que pasaba a tripulantes y afectos. Necesito una ayudita. Traten de ponerse en situación.

El barquero se IBA. No como ahora, que se sigue siempre en contacto por celular, o por correo de texto, o por correo electrónico: por plazos que iban de tres a seis meses (cuando había suerte), ni familia, hijos ni amores iban a saber de ellos más de lo que alguna carta, siempre desactualizada y muchas veces extraviada, podía contar. Se podía conseguir una comunicación engorrosa y pobre desde la estación de radio del buque, abierta a todos quienes desearan escucharla, y, cuando se tocaba algún puerto civilizado, pedir un llamado larga distancia, pero todos eran pobrísimos y angustiantes sustitutos de lo que hoy es tan normal: una conversación privada y sin ataduras de tiempo o lugar.

Las esposas sabían que no podían contar con su pareja para resolver nada (ni siquiera para aconsejar cómo, o ser consultados), y que, desde la zarpada hasta el regreso, debían solucionar todo solas. Los hijos sabían que el padre no iba a estar para abrazos o curar raspones de las rodillas, arreglar la bici o ayudar con las tareas. Los padres ancianos veían pasar los días que les quedaban sin poder compartirlos con sus hijos. La pasión de novias y amantes debía (o debería haber habido) enfriarse, y esa invaluable flor de la vida ser metida en una caja fría hasta la vuelta. En suma: todo lo bueno, todo lo valioso, todo lo importante que ligaba a la gente de tierra con el marino tenía que ser suspendido, y otra vida debía ser imaginada, y ser vivida como buena, hasta que él regresara. No era una cosa que se hiciera con un switch. Nadie podía hacer semejante salto mortal emotivo de un día para el otro: llevaba días de preparación y tristeza conseguir la aceptación de ese día gris en que él se iba.

Para el marino –no creo necesario decirlo- valía lo mismo. Tenía que conseguirse una nueva cabeza que encontrara interesante esa otra vida sin sus seres queridos, amén de perder su casa, sus cosas, sus intereses, su perro, su colchón y sus platos preferidos. Para todos implicaba un proceso de adaptación a lo feo, que se cerraba cuando el barquero había zarpado y ya no había más que hacer que esperar la vuelta. Para entonces se había dicho todo lo que se debía decir, se habían dado los besos que debían durar esos meses, se habían hechos las mejores caricias, y se había dicho adiós en serio.

¿Qué creen que pasó aquella noche, cuando los del Estíguar llegaron a casas en donde se los creía perdidos por los próximos meses? ¿Qué mezcla de alegría y confusión sacudió aquellos corazones como un auto que al que se le pone marcha atrás a ciento treinta kilómetros por hora?

No sé si desearles que puedan imaginarlo. Sé que dolía mucho, con una alegría insólita y un aturdimiento para el cual no había experiencia previa.

 

Bien. La cosa es que, después de esa noche (durante la cual se había vuelto a decir todo lo que se debía decir, dado los besos que debían durar esos meses, hechos las mejores caricias, y dicho adiós en serio) quienes no hubieran tenido guardia se presentaron a las ocho a bordo. Sin auto, claro, porque lo lógico era zarpar ese día. Pero no se zarpó. Ni al siguiente.

Ni al siguiente. Día tras día el capitán ordenaba poner un horario distinto de zarpada cada dos horas y, como en un novedoso castigo del infierno, noche tras noche se permitía a la tripulación volver a sus casas hasta el día siguiente, a las mismas putas ocho de la mañana.

Las cosas empezaron a astillarse en las casas. Nada duele más en este negocio de navegar que despedirse, pero por lo menos se sufre tres o cuatro veces por año, nada más. Aquel asunto apuñalaba el alma con una despedida cada veinticuatro horas, y el refinamiento de la tortura estribaba en que nadie se atrevía a despreciar una noche en casa, y quedarse a bordo por si ya no se seguía en la parodia de esperar, por si eso no ocurría y se desperdiciaba el último ratito con los seres queridos. Hubo muchas historias tristes de lo que ocurría en casa; el Tipo, aún hoy, recuerda con cuanto dolor y perplejidad su amor de aquellos tiempos le confesó que había llegado a desear que se fuera de una vez, y que era preferible la soledad a este eterno decir adiós.

Mientras tanto, entre gallos y medianoche, al Estíguar llegaban gentes de noche. Figuras discretas, silenciosas, que no decían a nadie quiénes eran ni a quienes venían a ver, pero que operaban para distintos bandos. El CJOMN (maquinistas, ¿Recuerdan?) era visto como el satanás de la cosa, y el Capitán no quería saber nada de permitirles subir a bordo pero, como de noche el Viejo no estaba, venían a alentar y traer noticias. Gerentes de la Empresa se apersonaban para dejar caer disimuladamente (como cae disimuladamente un contáiner desde la grúa) veladas amenazas a los tripulantes que siguieran con la medida de fuerza. Gente del CCOU (capitanes, para los flojos de memoria) aparecía de día y se encerraban con capitán y primer oficial en su camarote.

Nada se resolvía.

Un día estaciona un auto al pie de la planchada y de él descienden dos delegados del CJOMN. Muy enojados, desde un muelle que no se les permitía dejar, piden que bajen todos los oficiales de máquinas –Jefe incluido-. Conseguido esto los hacen subir al auto para ir a la sede del Centro, a hablar con el Presidente. Esto no era legalmente posible: siempre, aunque el mundo se estuviera terminando, debía haber a bordo por lo menos UN oficial de máquinas. Pero no: insisten y, para no sumar problemas a los que ya había, el Jefe manda avisarle al capitán de lo que pasa y se van, los cuatro, al Centro. En diecinueve años de tener electricidad corriendo por sus venas, aquella fue la primera vez en que el Estíguar estuvo sin un oficial de máquinas a bordo.

Sientan a los cuatro en un sillón de la oficina del Presidente (recuérdese que el Jefe no era parte del lío de a bordo, como tampoco lo era el nuevo primer oficial) y se les pregunta si firmaron un acta declarando que no firmaban el libro de Rol por obedecer instrucciones del Centro.

Todos dicen que sí, y arde Troya. En medio de los improperios, la bronca y las quejas de Presidente y acólitos, en un momento en que no tuvieron más remedio que tomar aire para seguir, el Nuevo Jefe dice no entender. El Centro había ordenado no firmar Rol. Él no tenía inconvenientes en firmar rol con el Capitán (de hecho, no lo conocía), y, si no lo había hecho, era simplemente porque el Centro le había ordenado no firmar Rol.

Más exabruptos. Más improperios. Una disculpa magnánima del Presidente a lo hecho por los oficiales, por su juventud, que se tornó enseguida en un agravante a la bobera del Jefe que, por su experiencia, debía haber sabido más.

“¿Sabido qué?” preguntó perplejo el pobre Jefe.

“¡Nunca tenés que firmar lo que el enemigo te dice que firmes, porque seguro es para usarlo contra vos!”

El Jefe –que por serlo tenía necesariamente que conocer al dedillo reglas y chicanas- le explicó que el tripulante no tiene derecho a negarse a firmar un acta redactada por el Capitán. Está en la Ley de la Navegación.

“Bueno, hubieras dicho otra cosa. Que no firmabas por no tragar al capitán, por ejemplo…”

“¡Pero si no lo conozco!”

No pareció un argumento válido. Como tampoco la –obvia- objeción del Jefe de que, si él se negaba a firmar porque sí, de puro caprichoso, la Empresa lo iba a castigar de todas las maneras posibles. “Si te hacen eso, no firma ningún oficial de máquinas más en ningún buque”, le respondieron, beligerantes y orgullosos.

Aquello se parecía cada vez más al asesinato del archiduque en Sarajevo.

Se los retó sañudamente a todos, instándoles a tener más cuidado en los días venideros, y al final se les explicó que, como la bendita acta señalaba como causante de la demora del buque a la decisión del Centro, las costas de la misma deberían ser pagadas por el CJOMN. Y era mucha plata.

De vuelta al buque, el Jefe tranquilizó a sus muchachos (la frase con que explicó su actitud pasó a formar parte del Credo del Tipo: “Yo prefiero perder una discusión a ganar un conflicto”) y de nuevo a las pizarras mágicas del Estíguar.

Para alivio del CJOMN, al día siguiente la Empresa da el brazo a torcer, y desembarca al Capitán. Trae un Capitán nuevo, fresquito, sin contaminación con el Estíguar. Firman Jefe, primero segundo y tercero de máquinas y, como la ley dice que al cambiar capitán las firmas anteriores no son válidas (por aquello de que no se firma un compromiso con el buque ni con la Empresa, sino con el Capitán), firman de nuevo marineros, engrasadores, electricistas, mecánicos, cabos, etc. Al llegar el momento en que deben firmar de nuevo los oficiales de cubierta que venían embarcados, estos manifiestan que no lo van a hacer por indicaciones explícitas de CCOU, que no puede tolerar que un grupo de tripulantes destituya a uno de los suyos, ni que se cercene el soberano derecho del capitán no embarcar a quién no desee.

Y vuelta a las pizarras cada dos horas, y a la Última Noche repetida una y otra vez.

 

 

El puerto no tiene la culpa de que la Empresa no resuelva su conventillo interno, ni la Empresa tiene ganas de seguir pagando ese muelle útil que el Estíguar venía ocupando, así que lo mueven a un muelle perdido, detrás de la usina de Puerto Nuevo, y allí queda, con su carga congelada esperando, sus tanques cargados, y los clientes de medio mundo esperando y sin poder entender qué carájo pasa con las cosas que deberían estar recibiendo en sus puertos.

Andando los días, alguien de a bordo (quizás con buena intención, quizás con la idea de que si la mierda salpicaba un área mayor se iba a zarpar de una buena vez para salir del papelón) pasa el chisme a un canal de noticias. En esa época, el canal más crítico era el Nueve, y dentro de los caranchos del nueve, el que más santamente se indignaba era un periodista llamado José Corzo Gómez –que luego intentó la política, y que no mucho más tarde debió dejarla por razones difíciles de comprender- Era la época en que se estaba cocinando la destrucción de las Empresas del Estado y, como para el argentino eso era una medicina muy amarga de tomar, los que estaban a favor usaban cualquier historia que dejara mal a esas empresas para ir sugestionando al electorado. Lo del Estíguar fue una uvita. Se los mandó Dios.

Una tarde se presenta un equipo de periodistas (cámara, micrófono, ayudantes: completito) y empieza a subir la planchada. Se los para, y se les explica que un buque no es un lugar al que se pueda subir sin autorización. Los periodistas protestan, pero, como no hay forma de atropellar por una angosta planchada y hacia arriba, se conforman con entrevistar al primer oficial de cubierta. ¿Era verdad que el buque llevaba más de diez días parado por una pelea de a bordo? ¿Que se habían peleado por una mujer (a la sazón, la pobre enfermera)? ¿Que habían habido tiros y puñaladas?

No. El buque no zarpaba por un conflicto gremial.

“Ah, no” dijo el periodista guardando su micrófono “Eso no vende”. Y se fueron. Esa misma noche, Corzo Gómez dedicó su columna a la ineficiencia del Estado, al buque que perdía quince mil dólares por día (en lo cual tenía razón, de hecho), y a preguntarse hasta cuando los ciudadanos debían solventar con sus impuestos los costos de un barco que no zarpaba porque sus tripulantes se habían peleado por una torta de cumpleaños. Recién ahí, y por primera vez, aparece como causante de todo la bendita torta, y es gracias a esa manipulación periodística que se pierde de vista, casi para todos, el verdadero motivo del conflicto.

Y Corzo siguió así, día tras día, todas las noches, machacando conque la plata que día a día desangraba el Estíguar del estado manaba por el agujerito de una caprichosa pelea por la repostería. Los diarios se hicieron eco (en particular El Cronista Comercial, que ya le había dado al tema una columna fija), y los de a bordo empezaron a sentir que no sólo estaban viviendo una situación difícil, sino que ya casi rondaba lo patético.

Quince días después de la fallida zarpada, la Empresa habla con ambos Centros de Oficiales. Al de cubierta le informa que va a reponer en su puesto al Capitán original. Al de Máquinas, en secreto y hablando de costado por detrás de la mano con que se tapaba la boca, le promete desembarcar en Brasil al Viejo (agarrándose a un dudoso artículo que encontraron no sé dónde que decía que no se puede hacer un sumario en ausencia del sumariado) y cambiarlo por otro capitán menos conflictivo. Firman los oficiales de cubierta, inocentes de la tramoya, y zarpa el Estíguar. Tal y como se prometió, en el primer puerto se releva al capitán (con los consiguientes gastos de hotel y pasajes) y, estando tan avanzado el viaje, y habiendo repartido tanto estiércol los ventiladores, los oficiales de cubierta, furiosos, no ven más remedio que firmar rol y seguir.

Fue el último viaje del Estíguar. Una vez descargado todo lo que traía, y ya sin compromisos pendientes, se lo tiró en un muelle perdido, se lo desafectó, y se lo vendió, creo que como chatarra.

 

 

 

 

Es verdad: Hubo puteadas y portazos, una noche, por una torta. Pero el tipo siempre pensó que el protagonismo de aquel pastel no merecía pasar del título. Lo que realmente hubo fueron orgullos y soberbias en dirigentes gremiales que, preocupados por ver quién la tenía más grande, no veían venir el cataclismo contra la Empresa y la navegación que el final de la época de Alfonsin, y el gobierno peronista de Menem, iba a terminar por emascularlos a todos. Hubo pusilanimidad en la Empresa que, en vez de decir “señores, su pelea es de ustedes: se bajan los dos, los relevo, y el buque zarpa” se dedicó a contemporizar, a tratar de quedar bien con todos, a amenazar tímidamente, y a pagar, pagar, pagar y pagar. Y hubo sinvergüenzas en el periodismo que, en vez de contar lo que averiguaron (que no averiguaron nada, de hecho) contaron lo que políticamente les convenía contar. Al Tipo no le consta que el Ministerio de Trabajo haya hecho nada mal en este tema, pero le resultó igualmente imposible averiguar si hizo, efectivamente, algo en absoluto. 

Puede que si nada de esto pasaba el Estíguar igual se vendía: le pasó a muchos barcos más modernos de la flota, casi enseguida, y a toda la flota en sí en muy pocos años. Pero hubiera sido más lindo un final más elegante. El último viaje (ya sin Montescos ni Capuletos) fue largo, entretenido y tranquilo, pero no pudo quitar el sabor feo de la boca, ni la sensación de haber “luchado” con misiles por una mojadura de oreja. El artículo que daba la potestad al Capitán no se cambió (de hecho, años después, un Presidente del Centro lo usó como justificación para quitarle el cargo a otro dirigente subordinado, siendo que, no habiendo pisado un buque en años, ni siquiera era Jefe de nada) y el único logro de todo el despelote fue que, en todos los demás buques, los Comisarios de a bordo se volvieron obsesivos con llevar la cuenta y organizar cumpleaños para todos los tripulantes, o los abolieran en absoluto.

Si la energía, en vez de dirigirse hacia dentro del buque y contra los otros pobres marinos como uno, se acumulara y se dirigiera hacia los tránsfugas que esperan en el muelle, otro hubiera sido el destino de la Marina Mercante. O no, pero por lo menos hubiera sido algo que uno se habría sentido orgulloso de contarle a los nietos.