“Canta, Oh musa, la cólera del
Jefe de Máquinas, cólera funesta que causó infinitos males a los barqueros del
Almirante Stewart, que precipitó al infierno la carrera del Capitán, y que sacó
de servicio para siempre al buque –cumpliéndose la voluntad de Zeus y la
Gerencia Comercial- desde que, por última vez, una disputa sembró la discordia
entre la cabeza del buque y la cabeza de la Máquina”
Esto va a ser largo. Si no les gusta leer, pasen a otra cosa.
La historia del Tipo tiene un matiz agridulce. La pasó muy bien a bordo,
pero tuvo la mala pata de que, cada vez que conseguía un barco como la gente,
que le gustara, algo pasaba que le impedía seguir. No fue una maldición muy
original, por supuesto: de casi todos los marinos se puede decir lo mismo. La
diferencia es que el Tipo perdió oportunidades de veras buenas.
Haciendo memoria, entonces, cree que puede afirmar que la más terrible,
la más patética, y la menos justificada de todas es la conocida Historia de La Torta. También es la
única que lo tuvo como detonante a él, así que la siente más como algo personal
que como un mal viento de la política o una matufia de los armadores. Fue muy
sonada en su momento (ocupaba espacio en las columnas de opinión de los noticieros
de la noche, y sueltos en algunos diarios) pero el tiempo, (que en realidad no
borra nada, sino que apila macanas sobre macanas y sólo nos permite tener
presente la última y más alta en la pila), hace que sólo tengamos presente las
barbaridades de hoy, ocultándonos la torre de trapisondas y calamidades que la
cimientan.
Para no olvidarla, entonces, y para que (“Soñá, nomas….”) sirva de advertencia a las generaciones futuras,
el tipo va a tratar de narrarla lo más verazmente que la memoria le permita.
Si alguno de los intervinientes aquel agosto del ’85 me lee, y encuentra
alguna incongruencia con los hechos que recuerda, su corrección será bienvenida
y agregada a la crónica.
A los hechos:
EL B/M “ALMIRANTE STEWART”:
La historia del buque merece un aparte, porque aunque lo que se va a
narrar es un conflicto entre caracteres humanos, la masa de hierro en donde
ocurrieron de alguna manera siempre ayudó a que reaccionaran. El que diga que
los buques físicos no tienen personalidad tiene razón sólo parcialmente: El
fierro no tiene carácter ni temperamento, pero el ambiente que va construyendo
en sus intestinos con los años refuerza y exacerba los de los humanos que lo
tripulan. Es como una retroalimentación, una sinergia, una bola de nieve. El
cuento no estaría completo sin tener en cuenta este factor, así que haga el
favor el lector de considerar al Stewart un personaje por derecho propio, como
Moby Dick o Christine.
El Tipo no tiene hoy datos fidedignos de la historia del Stewart. Sólo
conoce lo que le contaron en la camareta que, como se sabe, no sólo es tan
incomprobable como cualquier mito urbano, sino que, además, se considera
descortés tratar de comprobarlo. Pero la mayoría de las versiones coincidían.
Empezó en 1967. Fue, dicen, el primero de una serie de buques de carga
general que se iba a construir en el recién estrenado astillero Astilleros y
Fabricas Navales del Estado (AFNE). Se le iba a vender a una empresa de Chile.
https://www.histarmar.com.ar/BuquesMercantes/Marina%20Mercante%20Argentina/Carga/AlmiranteStewart.htm
https://www.youtube.com/watch?v=t-lK6kKHb6s
Como era el primero, y por lo tanto el que empezaría a asentar la
reputación del astillero en el mundo, se lo quiso construir bien. Nada de
ahorrar en estupideces. En un casco con líneas de yate, afilado como un
alfanje, se metió un motor potente y novedoso (construido en París, como para
ser más fino), motores generadores redundantes encargados a Alemania, bombas de
primera marca, motores eléctricos de la mejor construcción, etc. Hasta las
tuberías que permitían entrar agua de mar a máquinas para enfriar radiadores
eran de bronce (no de la vulgar fundición de hierro que se usa hoy en día), y
las de agua de los motores auxiliares de cobre, que los auxiliares de máquinas
lustraban hasta parecer los instrumentos musicales de una banda. Navegaba
tranquilo a dieciocho nudos, y tomaba
las olas como Fred Astaire bailando tap.
Costó, por supuesto, una fortuna. Tanto que la empresa chilena no lo
pudo comprar, y el proyecto de hacer varios murió en el libro de balances. En
la mayoría de los países del mundo, cuando el Estado comete un error trata de
solucionarlo. Argentina tiene un sistema mejor, una red de seguridad a prueba
de incompetentes: cuando una parte del Estado mete la pata, otra se lo encubre
metiendo la suya. Luego interviene otra salvando a la segunda, y así hasta que
el gasto de la equivocación se termina diluyendo en una fracción de impuesto
más a todos los habitantes, y acá no ha
pasado nada. Al Stewart lo “compró” la naviera estatal, que por supuesto no
lo pagó, sino que lo consiguió con una especie de pagaré del Tesoro Nacional al
Astillero Estatal, a cambio de futuros ingresos de la Flota. Todos billetes de
Monopoly. Parece un gran compromiso, si uno no es argentino y sabe que con todo
este pasar de manos la deuda termina olvidándose con el próximo cambio de
gobierno.
Aquella vez, por lo menos, (y a diferencia de la Fiebre de SD40 Por La Noche que le dio a la Empresa años después)
por lo menos se compró algo de calidad. El Stewart empezó a navegar por el
mundo, luciéndose en todos los puertos importantes y, hasta donde la proverbial
ineptitud comercial de la Empresa lo permitía, dando plata.
Cuando al Tipo le dicen que lo van a cambiar a un buque que hace la
línea al Mediterráneo, da dos saltos mortales para atrás de puro contento. Pero
cuando se entera de que es una pieza de museo con diecinueve años de estar en
salmuera, se le vino el alma al piso. La primera visita a bordo no lo animó
mucho: el buque era amplio y cómodo, pero austero. Sobraba espacio, no faltaban
comodidades en comedores y camarote, tenía una verdadera pileta para
refrescarse en cubierta (no uno de esas salidas del paso hechas con caño y lona
a las que estaba acostumbrado), y hasta una lavandería que se encargaba de la
ropa de trabajo de uno, pero parecía decorado por un cabo primero del ejército.
Y la sala de máquinas, si bien resplandecía y ronroneaba suavecito y sin
disonancias, no tenía un cuarto de control donde hacer la guardia y revisar los
comandos a distancia de los equipos, sensores y alarmas. De hecho, no había
control a distancia de nada, ni sensores electrónicos ni alarmas. No había
electrónica, si se sacaba algún altavoz o el reloj a pilas del puesto de
control. Entre recorrida y recorrida, en vez de entrar al cuarto de control a
resucitar un rato en el aire acondicionado, en el Stewart se te permitía
sentarte en una banqueta alta de chapa bajo uno de los ventiladores. Era verdad
que los 30, 35 grados de ese lugar eran el paraíso al lado de los 42, 44 que
podía haber junto a la caldera o los motores auxiliares, pero… la banqueta ni
siquiera estaba acolchonada.
Ni respaldo, tenía.
Pero, una vez empezado el viaje, el Tipo se fue dando cuenta de por qué
quienes probaban navegar en el Stewart no lo cambiaban nunca más por algo más
moderno. Era viejo, es verdad, pero era
tanta su calidad que no sufría fallas. Las cosas no se rompían de puro
berretas, como pasaba en otros buques. Nada se plantaba por haber llegado al
límite de su potencia: sobraba potencia por todos lados. No se pinchaban las
tuberías de agua de mar, porque el mar se partía los dientes contra las
aleaciones de que estaban hechas las tuberías. Y la tripulación llevaba tanto
tiempo en el buque, y habían pasado tantas cosas, que todo lo que podía pasar
ya había pasado alguna vez. Todo había sido comprendido, solucionado hacía
tiempo, y para cada eventualidad dañina se había creado una rutina previsora
correspondiente. No siempre se sabía bien para qué (las cosas se perdían en la
noche de los tiempos, como se dice. El Jefe sabía, por supuesto, pero le
gustaba mantener esa aura de brujo conocedor de misterios que le daban los
años), pero se respetaban como el Evangelio. El resultado de esto era que, si
bien las cuatro horas de cada guardia podían ser calurosas e incómodas, jamás
daban sobresaltos. Si alguna vez se navegó relajado en una sala de máquinas,
fue en la del Stewart. Tanto, que el Tipo se acostumbró al ambiente áspero de
aquella catedral de hierro, y ya no lo
notaba -llegando a extrañarlo un poco, incluso, cuando estaba de licencia-. El
gusto que hoy conserva por las grandes maquinarias con brutales comandos de
palancas de acero, empuñaduras moleteadas y bruñidos instrumentos de bronce,
sin duda, le viene de ahí.
A sus dieciocho nudos (sin agitarse), el Stewart pasaba menos tiempo
cruzando el océano que cualquier otro buque. Llegaba antes. Y como sus líneas deportivas originaban bodegas estrambóticas
(cosa que, lamentablemente, la Ingeniería Naval corrigió en los buques que
vinieron después), cargarlo y descargarlo llevaba más días en puerto que
cualquier otra cosa que flotara por ahí. Se
quedaba más en puerto. Gracias a ello, cuando no tenía guardia, el tipo podía
perder un día entero viajando a Florencia, o Venecia, o Jerusalén. O
simplemente quedarse un par de días paseando por Génova, Malta, Las Palmas,
Burdeos, conocer Lanzarote, visitar las pirámides en Egipto y recorrer
Marsella. Lo que el tipo conoció (¡La galería Ufficci!), los platos que probó,
y los vinos que conoció gracias al Stewart llenarían varias carillas –con las
cuales no vamos a aburrir a nadie ahora- y compensaban cualquier calor o sudor
que la tranquila máquina pudiera haberle hecho pasar.
LOS RENCORES A BORDO DEL STEWART:
Peeeeeroooo…. nada escapa a la puta entropía. Némesis jamás se jubiló.
T.I.N.S.T.A.F.L., que decía Heinlein. (“There is not such thing as a free lunch”).
Lo conveniente del buque había hecho que no se conociera esa labilidad que
tienen las tripulaciones, que ya sea por aburrimiento, falta de sincronización
con los relevos, ascenso o discusión, viven saltando de un buque al otro. Ni la
misma Empresa conseguía hacer que salieran los viejos o entraran los nuevos
(salvo en el caso de oficiales jóvenes, como fue el caso del el Tipo, que entró
porque quién relevó fue ascendido…
dentro del Stewart, por supuesto)
Cuando las tripulaciones llevan mucho tiempo juntas, les pasa lo que a
las familias. Muchos pasan a tener vínculos que van más allá de lo simplemente
laboral. Las amistades son más profundas y siguen en la licencia. Algunos se
vuelven concuñados, otros apadrinan hijos de compañeros, otros son socios en
algún negocio. Las dos enfermeras de a bordo habían encontrado la pareja de su
vida en el Stewart, y una de esas parejas llegó a jubilarse, ambos al mismo
tiempo, en uno de los viajes del Tipo. Y, de la misma manera, los rencores no
mueren con la vuelta a Buenos Aires. Crecen. Entran en una reacción en cadena,
en la cual el tripulante no embarca como una hoja en blanco, sino como un
expediente con todas las cagadas que le hizo en viajes anteriores el objeto de
su odio. Embarca ya enojado con su archienemigo. Por supuesto, el otro embarca
no menos enojado con él. Y si alguno de los dos consideró perdonar y olvidar
durante el presente viaje, indefectiblemente el otro lo va a destratar, o no lo
va a ayudar, o le va a decir algo hiriente, y todo va a volver a empezar. Año
tras año. Viaje tras viaje.
Pintada así, la cosa no pasaría de ser un vulgar conventillo. Una
reunión de consorcio o un capítulo de Los Campanelli. En el Stewart, la cosa se
fue complicando debido a un factor más, que nadie pudo prever: la personalidad
acentuada de las dos cabezas del buque.
Las amistades y enemistades de cada buque son como cargas positivas y
negativas, libres y desordenadas. Se anulan a sí mismas y, en el hipotético caso de que las negativas
superen en cantidad a las otras, la cosa se vuelve tan molesta que –volviendo a
lo lábil del marino- muchos optan por cambiar de buque. Y vuelta al desorden de
partículas cargadas.
Para desgracia del Stewart, (y abusando de la analogía atómica) los dos
centros de masa más importantes socialmente –Capitán y Jefe de Máquinas-
poseían una masa importante. Ambos tenían personalidades acendradas, definidas,
y testarudas. Ambos tenían una idea de cómo debían hacerse las cosas, y ambas
ideas eran cada una la opuesta a la otra. Así, por una simple cuestión de
gravedad o atracción electrónica, alrededor de cada uno se fue formando un
núcleo que ya no varió, ni consideró cambiar, ni se sintió otra cosa que
enemigo del otro.
Por un lado, el Capitán tenía a sus oficiales, al Comisario de a bordo y
al Jefe de Radiocomunicaciones (que el título no confunda: Toda la sección
radiocomunicaciones era él sólo, así que no era jefe de nadie). El
contramaestre, los marineros, carpintero y cabo de mar no sentían una especial
afinidad por el viejo, pero sabían dónde apretaba el zapato, y se alineaban con
él. Todo lo que era Cámara (mozos, cocineros, ayudantes de cocina), al ser
socios del Capitán en una serie de sisadas creativas que el viejo organizaba,
acataban o disimulaban las fallas de conducta que pudieran encontrarle.
Por otro lado estaba el Jefe, sus cuatro oficiales (como cada uno tenía
su relevo, todos estos números deben multiplicarse por dos. De hecho, los Jefes
cabezadura eran dos, y las diferencias de temperamento entre ambos,
despreciables), el Primer cabo y engrasadores, electricistas, mecánicos,
limpiadores de máquinas y aprendices.
Las dos cabezas veían con malos ojos las amistades entre Montescos y
Capuletos, así que, cuando esto ocurría (la gente joven no era de entrar en
muchos novelones) se disimulaba en lo posible. Era imposible, de todas maneras,
y por esa cosa de las personalidades fuertes y carismáticas, no dejarse
convencer de tanto en tanto de que el otro lado era una asociación ilícita, y
de indignarse en justa correspondencia.
(Nota para la gente que no trabajó a bordo: la rivalidad
cubierta/máquinas es tan vieja como la máquina de vapor, e igual de básica.
Nace del hecho de que la parte de cubierta, que navega, carga y descarga, tiene
como principal objetivo cumplir con las metas comerciales que exigen los
armadores y para las cuales el buque fue diseñado. La parte de máquinas, por su
lado, tiene como principal objetivo operar y mantener buque y equipos según las
normas con las cuales fueron diseñados, y sabe que cada maltrato o abuso que
sufra el metal se traduce en trabajo extra para ella o problemas con las
Autoridades. Para cubierta, los maquinistas son excesivamente rebuscados,
complicados, amigos de poner palos en la rueda por precauciones excesivas (o
pereza), y de complicar situaciones que no lo ameritan. Para los maquinistas,
los de cubierta no tienen el coraje de decirles a los armadores cuando es no, y
exigen irresponsablemente al equipo con tal de no quedar mal con nadie. No
cuidan, no les importa, y presionan caprichosamente por una solución cuando
algo de lo que no cuidaron se rompió. El tiempo, y la miseria en que quedó toda
la Flota después del gobierno peronista de Menem hicieron que a las nuevas
generaciones no las uniera el amor, sino el espanto, que los oficiales de
cubierta nuevos comprendieran que barco roto no da plata, y que los de máquinas
entendieran que vaca que no da leche termina como chorizo. Pero, en la época de
La Torta, la cosa era virulenta)
A la congénita rivalidad entre las dos secciones se sumaba el que el
Capitán, con todo su aristocrático hablar con una papa en la boca, escuchar
Vivaldi a rajaparlantes y alardear de erudición, era un pirata berreta. Es
decir: en vez de asaltar otros buques, asaltaba a su propio navío para hacerse
unos dólares extra. A veces, como en la historia “El cuadro del Almirante”(*) repartía sus ganancias con la tripulación. Otras, como en “Provisiones”(*),
la sangre que obtenía era la de sus propios tripulantes. El Jefe (los jefes)
eran obsesivos con defender a su gente, y estaban poseídos por un libertario
rechazo a la autoridad dictatorial del Viejo, así que se dedicaban, en sus
ratos libres (que no eran pocos) a arruinarle sus negocios turbios. La gente de
máquinas no compraba por mayor y sin impuestos (el famoso “entrepot”) en el
proveedor elegido por el capitán, como era casi obligatorio en todos los demás
buques, por haberse enterado de que ambos socios (Capitán y Mafioso Italiano) subían
los precios de whisky y perfumes para repartirse la diferencia. Máquinas
compraba aparte, pagando un 20% menos, y haciendo quedar feo feo al capitán con
el resto de los tripulantes.
La enfermera había recibido del capitán la noticia de que, por ser ella
tripulante y él capitán, su obligación era acostarse con él, y uno de los Jefes
la defendió casi hasta las trompadas, con lo cual el capitán quedó
figurativamente castrado, y el Jefe…
Como estas hay mil anécdotas (el Capitán, algo achispado, ordenándole a
un mecánico que se arrodillara ante él como expiación por el pecado de ser de
máquinas, o el mismo capitán estrellándole un pastel de crema en la cabeza a un
viejo segundo de máquinas por diversión) que, ciertas o no, se contaban y
sumaban leña a la fogata de la indignación de los de máquinas.
Ahora bien: esta acumulación de potenciales opuestos, esta polarización,
este acumularse de nubarrones cargados de relámpagos, había llegado a un estado
de equilibrio. El odio (porque ya era odio) había llegado a su tope pero, tal y
como se vio con la Guerra Fría, ambos bandos sabían que llevarlo más allá sólo
podía terminar en desastre para todos. Era tanto el rencor acumulado, tantos
los chanchullos denunciables, que si uno sólo de los dos empezaba la guerra en
serio, no quedaría nada ni nadie en pie. El ambiente en el comedor se podía
cortar con un cuchillo, y la cosa era más incómoda que un encuentro de parejas
de ex esposos, pero se vivía.
(*)”Una vez pasó a bordo que”, Carlos Duro.
https://www.tuslibros.com/ebook/Una-vez-paso-a-bordo-que
https://www.bubok.com.ar/libros/201808/Una-vez-paso-a-bordo-que
LA TORTA:
Hasta que en otro buque, en Buenos Aires, por razones que no vienen al
caso, un capitán autocrático decide echar del buque al Jefe. El Jefe se lo
impide por el sencillo expediente de renunciar antes. Interviene el Centro de
Jefes y Oficiales Maquinistas Navales (de aquí en más abreviado CJOMN, por feo
que suene), demuestra a la Empresa que la posición del capitán era injusta
y, sobre todo, que podía ocasionar serias represalias gremiales, y la Empresa
obliga al capitán (en parte también por estar harta de sus arbitrariedades) a
recibir de nuevo a bordo al Jefe. El Centro de Capitanes y Oficiales de
Ultramar (de aquí en más abreviado CCOU, por las mismas razones) no se entera
hasta que es demasiado tarde y, cuentan, el no haber podido hacer nada a tiempo
para salvaguardar la investidura del capitán les cae muy mal. La Empresa creyó que la cosa había muerto allí, pero, en realidad, aquello era el huevo de la serpiente: ambos Centros quedaron acelerados con aquel encontronazo. El de máquinas, por su victoria fácil en una nueva cruzada, y el de cubierta, por la más impresentable forma de fracaso: la del que ni siquiera se presentó a competir.
Para ese entonces el Stewart estaba llegando a la última semana de
subida. El Tipo y el tercer oficial de máquinas habían hecho una estadística de
las grandes peleas de a bordo, y habían concluido que el peor momento no era al
final del viaje, (como sería lógico asumir, dado el agotamiento y el fastidio),
sino esa misma última semana. Es la última semana antes de emprender el regreso
(en buques de línea regular, subida
–cuando se va- y bajada –cuando se
vuelve- duran más o menos lo mismo), y la explicación que habían encontrado era que hacía mucho que uno se había ido, y todavía
faltaba mucho para volver. Cuando empezaba la bajada, la ilusión de estar
volviendo a casa ponía a todos más tolerantes, pero, hasta no llegar a ese
punto de inflexión, la electricidad estática personal subía día a día a niveles
cada vez más peligrosos.
Esta semana les tocó en Port Said, con el buque fondeado e imposibilidad de
bajar a tierra por un capricho político egipcio. Se pudo arreglar la cosa
pagando tours del Estado (Pirámides, El Cairo, etc) pero todo fue muy tenso.
Peligroso, incluso (El pilotín de máquinas, por ejemplo, que viene a ser un
pasante de oficial, no está a bordo a la hora de zarpar. Demora la salida.
Llega con una lancha que consigue de forma dudosa y perseguido por la Aduana
egipcia. La historia es buena, pero mejor va en otro capítulo). Zarpa el
Estíguar (Vamos a respetar la fonética de los personajes para que la cosa sea
más verosímil) y cumple años el Tipo.
Cabe aclarar que el Tipo odia cumplir años a bordo o, por lo menos, odia
los festejos fuera de su casa. Siempre que puede trata de que el asunto no
trascienda, y de que ese día sea un día normal, libre de hipocresías y de alegrías
por compromiso. Creía haberlo logrado aquella vez, incluso, cuando a eso de las veintiuna
caen en su camarote los segundos y terceros oficiales –el primero de máquinas
también- con bebidas, fiambres, quesos y golosinas. Buenos muchachos, al fin y
al cabo, le dicen que a ellos les importa un carájo que no quiera festejar su
cumpleaños y que, si no quiere, que se retire del camarote porque ellos lo van
a festejar igual.
La cosa debió haberse puesto un tanto escandalosa porque, más tarde,
abre disimuladamente la puerta el Jefe y pregunta qué es tanto escándalo. Le
cuentan, se sonríe, saluda al Tipo, y se va.
A la noche siguiente, en el comedor de oficiales y después de la cena,
el Comisario de a bordo hace un llamado a la atención de todos (cling, cling,
con un tenedor en la copa) y, con un suspenso digno de mejor causa, indica algo
a los mozos. Estos entran trayendo una torta hecha por el cocinero, de dos
pisos, y decorada con pastillería y velitas. Les informa a todos que es el
cumpleaños del capitán, ooohhhss!!! de sorpresa de todos, botellas de champagne
que entran por otra puerta, copas de las que salen de las alacenas sólo en ocasiones
especiales, cantito, apagado de velitas, etc.
Antes de cortar la bendita torta, dos o tres tipos comentan al comisario
el buen aspecto que tenía (el cocinero no destacaba por su habilidad culinaria,
sino por su capacidad de ahorrar víveres para negociarlos junto con el Viejo), otros
se suman, y el Jefe, entonces, con la voz suave y finita que lo caracterizaba,
dice que sí, que estaba linda, pero más linda hubiera sido si hubiera habido
otras iguales para otros tripulantes que también habían cumplido años. La voz
del Jefe era casi ténue (a pesar de que el tipo medía casi dos metros), pero
llegó a todos los presentes y produjo un efecto como de matafuegos en la
conversación. El Capitán, que venía cargando combustible desde temprano, se
indigna y lo acusa de celoso, aguafiestas y amargo. Sin alterarse, el Jefe le
cuenta en qué miseria transcurrió el cumpleaños de su segundo oficial (acá el
Tipo, responsable, se atragantó con lo que fuera que venía masticando), sin que
el Comisario se hubiera tomado el mismo trabajo que se tomó con el Capitán de
estar pendiente de las fechas, y que otro tanto pasó tres días antes, con un
mecánico.
El Comisario de a bordo, tocado, se atreve a protestar tímidamente y
decirle al Jefe que no le gustaba que lo acusara de no hacer bien su trabajo.
Con una media sonrisa, el Jefe dice que no lo acusa de eso, sino de ser un
lambeculos (**). A partir de allí la memoria del tipo se desdibuja. Hay acusaciones,
Capitán y Jefe levantan la voz, y en casi nada de tiempo salen cada uno por una
puerta distinta del comedor, rumbo a sus camarotes. Los demás quedan aturdidos
y espantados, pero, como la torta seguía sin cortar, deciden que sería una
lástima desperdiciarla y terminan con ella, y con el champagne, en mejor humor
y compañía.
Y todo queda ahí durante mes y medio
(**) De acuerdo con el compromiso tomado en la introducción, cumplo en registrar la corrección hecha en este punto por otro oficial de máquinas. Según el mismo, el Jefe no usó la expresión "lambeculos" sino que recurrió a "alcahuete". Como pueden considerarse sinónimos, y no afectan al espíritu de la anécdota, no se creyó necesario modificar el original.
EMPIEZA EL VERDADERO PROBLEMA:
Para cuando llegaron a Buenos Aires, aquel “intercambio de palabras” se
había olvidado, o pasado a formar parte del anecdotario del buque. La vuelta
siempre era un momento intenso (preparar el buque para las inspecciones,
organizar pedidos y órdenes de reparaciones para la Empresa, la ansiedad de ver
a la familia de nuevo, la cuenta obsesiva de los días en que se iba a
permanecer antes de zarpar de nuevo, los planes para sacar del puerto “las
compras” sin ser detectados por Aduana ni Prefectura…) y, en medio de toda esa
tensión mental y emotiva, un chispazo más entre los dos viejos gruñones de a
bordo no merecía ser ni siquiera recordado.
Pero algo pasó. Nunca se supo qué, aunque la versión más confiable afirma
que la serpiente de este Edén (quizás no sea la mejor analogía) fue un nuevo
primer oficial de cubierta, con más carácter de capitán que de oficial, que se
indignó por el atrevimiento del Jefe (o por su manía de arruinar negocios
ajenos) y convenció al Viejo Capitán de que la cosa había llegado a un nivel
inaceptable. Fuera por lo que fuera, al poco tiempo de tocar puerto se le
notifica al Jefe que se lo desembarca del Estíguar, para siempre, por “atentar
contra la moral de la tripulación” (SIC). El Comisario lo desembarca ipso
facto, y el buque se queda sin Jefe.
El Tipo habla rápido con los demás oficiales de máquinas y, junto con el
tercero, van al camarote del Jefe. Lo encuentran llenando cajas con años de
recuerdos y cosas personales. El Tipo le dice que están todos indignados, y
que, aunque aún no han tenido tiempo de redactarla y tipearla (eran tiempos de
Remington y Olivetti) considerara que tenía sobre su escritorio las renuncias
de todos sus oficiales. Se iban todos con él. Y probablemente el resto de la
gente de máquinas hiciera lo mismo.
A partir de ahí, la cosa entró en un espiral surrealista.
El Jefe, contento, dijo que no. Sacó un par de biblioratos, gorditos y
bien alimentados, y se los empezó a mostrar a los chicos.
¿Han visto Uds. fotos de los viejos buques de carga, esos que tenían
plumas y cables de acero por todos lados? Bueno: cada motor que mueve cada
cable tiene un ventilador y una tapa para que no le entre humedad y sal. Uno
abre la tapa, y el ventilador arranca automático. Cierra la tapa, y se detiene.
No abre la tapa, nada funciona. Fue
siempre un viejo tema de discusión entre Cubierta y Máquinas porque, terminadas
las operaciones en bodega, era común que los marineros se olvidaran de cerrar
estas tapas y dejaran los ventiladores horas y horas (días y días, a veces)
andando, salándose y desgastando sus rodamientos. Un domingo después del
almuerzo, fondeados en Port Said (imaginen el calor y el sol que había bajo
aquel sol egipcio) el Jefe le pide al tercero de máquinas que camine la
cubierta hasta proa. Sin entender nada, el hombre va, da toda la vuelta al
buque, y vuelve. Y le cuenta al Jefe un fenómeno curioso, casi sobrenatural: en
el silencio de aquella sartén seca, se escuchaba funcionar los ventiladores de
los equipos de carga. Eso era normal, dados los descuidos de los marineros,
pero lo raro era que, cada vez que él se dirigía a una caseta a cerrar las
tapas, los motores callaban. Y, más curioso aún, cuando estaba casi de vuelta
en el casillaje, los motores arrancaron de nuevo, sin nadie a la vista.
Los biblioratos del Jefe aclararon ese tema eléctricamente imposible. En
cuanto el tercero dejó su camarote, el Jefe sacó su Nikkon con teleobjetivo y,
por sus ventanas a proa, empezó a vigilar. Enseguida consiguió fotos de la gente
de cubierta descargando a una lancha,con esas mismas plumas, rollos de cable de acero, de cabos, latas
de pintura, y otras cosas difíciles de determinar. Y fotos de bultos que subían de la
lancha al buque por un cabito.
Junto a estas pruebas de un negocio privado de cubierta (con materiales de la Empresa) había decenas de otras, con fotos y fechas, que databan de
años y años atrás. Los biblioratos contenían también pormenorizadas
descripciones de los sobreprecios que el Viejo conseguía en lavaderos,
provisiones, reparaciones, etc, que pagaba la Empresa y cuyas comisiones
cobraba él, junto con fojas de conceptos de tripulantes hechas por el capitán en total estado
de ebriedad (en los cuales prácticamente recomendaba sacrificar por inútil al
evaluado), y la corrección hecha al día siguiente, sobrio, en la cual lo
elevaba sobre todos sus pares. Mismo tripulante, mismo viaje, mismo capitán,
diferentes cantidades de alcohol en sangre.
Para ser breve, esos documentos eran un tiro en la nuca de la carrera
del capitán, Y eso con suerte, y si no llegaban más lejos y le conseguían un
proceso penal.
Cuando los oficiales cerraron las sorprendidas bocas les dijo que no
renunciaran, que se quedaran, porque la cosa iba a ir más lejos y necesitaba
gente que supiera de qué se trataba cuando la bosta llegara al ventilador. Los
tranquilizó explicándoles que aquello de “atentar contra la moral”, por ser
algo tan amplio que podía ir desde instigar al motín hasta el acoso sexual, iba
a requerir que el capitán fundamentara su desagrado personal, cosa que, incluso
para los suyos, era algo legalmente flojo. Mientras que, en su descargo, el Jefe
podía fundamentar… bueno, la verdad era que tenía documentos para fundamentar
lo que quisiera.
El Tipo pensó que la cosa iba a ser fácil. El procedimiento era
sencillo: el Jefe hacía uso de su derecho a hacer una exposición ante la
Prefectura y a presentar una nota a la Empresa, la Máquina de Comer Marinos se
ponía en marcha, y antes del próximo viaje bajaban al Capitán. Quizás no lo
sancionaran, pero no le permitirían volver a salir de viaje si las acusaciones
eran serias (por lo menos no hasta no saber cuánto calaba el Viejo en aquella
dársena de caca).
El Tipo era joven e ingenuo.
La Ley de la Navegación establece que no se puede obligar al Capitán a
tener en su buque a nadie que no sea de su confianza. Como si un Gerente de una
empresa pudiera echar a un trabajador sólo porque no le cae
bien. La misma ley le permite al Capitán arrestar a un tripulante en su
camarote, de hecho, y hay reglamentos del trabajo a bordo que le dan el derecho
a prohibir temas de conversación. No saludar al Capitán es sancionable según
estas reglas. Entiéndase: son leyes antiguas, de cuando se navegaba a vela, sin
comunicación posible con la Empresa o la Ley, y con tripulaciones que estaban,
muchas veces, apenas un par de dedos por encima del hampa: no era más que
simple sentido común el que el comando de un buque tuviera mano libre a la hora
de imponer orden a bordo.
La macana es que, como toda ley que no se cambia sigue vigente, cada
tanto aparecía un astuto que las invocaba para imponer un anacronismo. En el caso de la torta (y en el del otro
buque comentado previamente), el Capitán se apoyó en eso de no estar obligado a
viajar con nadie que no le gustara. Y eran buenas, como se dice en el truco: El
Jefe podía demostrar que el Viejo era un sinvergüenza de siete suelas pero, legalmente,
no podía protestar su desembarco del Estíguar. Nadie podría.
El CJOMN venía hacía rato molesto con este artículo caprichoso y, si
bien no tenía manera de cambiar la ley, estaba operando para conseguir que las
Empresas disuadieran a los Capitanes de desempolvarla. Con los azotes, el
arresto en el camarote y la censura de la conversación, la potestad de
desembarcarlo a uno en función de lo simpático o no que le resultara al capitán
era una cosa que, a pesar de lo pintoresca y tradicional que resultara, no se
debía poder siquiera mencionar más.
Así que no hubo nota ni exposición (o quizás si, por lo mal que lo pasó
el capitán de ahí en más, y el Tipo no se enteró). En lugar de ello, el CJOMN
decidió que ningún oficial de máquinas firmaría rol con ese capitán hasta que
no se repusiera de nuevo en su cargo al Jefe. Ahora era el capitán quien no les caía simpáticos a los oficiales de máquinas, y no iban a navegar con él. Cosa que, bien vista, era un poco
contradictoria, porque se apoyaba en otra de esas viejas leyes de los buques a
vela: aunque el marino es un empleado de la Empresa, su compromiso a hacer el
viaje, su aceptación de estar en el rol del buque (Rol puede entenderse aquí
igual que en el cine) es con el capitán. Es ante el capitán que uno
firma y, como no hay ley que pueda obligar a un trabajador a firmar algo si no
quiere –la firma es suya, no de la Empresa-, si no le gusta el capitán, no
firma nada. A nadie se le ocurría invocar esta antigualla, por supuesto, pero,
en este caso, se consideró necesario combatir un anacronismo con otro.
Tres agentes secretos del CJOMN suben una tarde, cuando el movimiento del buque
había cesado por el día y la cosa estaba calmada, y les explican a los
oficiales de máquinas el plan. Se retiran disimuladamente, y todos se preparan
para el soremoto.
Sin libro de rol con todos los renglones completos, el buque no puede
legalmente realizar el viaje.
CONTINUA EL PROBLEMA:
Al buque se lo descargó, se le hicieron las reparaciones necesarias, se
le repuso el combustible y aceites necesarios, se completaron sus repuestos,
materiales, pinturas y víveres, se le fueron haciendo los relevos programados
de marineros, tripulantes y oficiales de cubierta, se lo cargó, y se lo dejó
listo para zarpar. Los maquinistas no firmaban el rol, pero, como formalmente se seguía en el viaje anterior, seguían fieles a su firma previa en el rol y
trabajando como correspondía.
Hasta la noche en que se había programado la zarpada. Empresa y Capitán
hacían como que no pasaba nada, y organizaron todo como para seguir
normalmente. Los oficiales de máquinas se comían las uñas por el suspenso
(incluido un pobre hombre que habían designado para ser el nuevo Jefe, pero que
no lo era hasta firmar el rol, y un primero de máquinas que reemplazó al
anterior por sus vacaciones, y que tampoco firmaba). El Tipo no estaba de
guardia, y estaba leyendo en su camarote, cuando le golpean la puerta. “Te
quieren en el camarote del Capitán”, le dice el mozo.
Uh.
En el camarote del Viejo encuentra lo más parecido a un velorio que vio
jamás a bordo. Estaban todos, parados y serios, frente al escritorio. No
faltaba ningún oficial, e incluso había gente que no era de a bordo: dos o tres
peces grandes de la Empresa, un escribano, y un par de personajes que el Tipo
nunca llegó a identificar. Sólo estaba sentado el Capitán y, en una mesita
portátil y detrás de una máquina de escribir, el Comisario de a bordo.
Habiendo constatado con innecesaria formalidad que estaban todos los
interesados presentes (el Tipo escuchó en el tono del Viejo un reproche hacia
la tardanza que su hábito de leer a solas había causado a aquella puesta en
escena) el Viejo describe la situación actual del buque –cargado, con carga
frigorífica de entrega pactada en fecha, remolcadores a proa y popa y práctico
a bordo- e invita a los oficiales de máquinas a firmar el rol para permitir la
zarpada del buque. Como una ametralladora, cláqueti cláqueti cláqueti clac,
prrrrrrt! (¡PING!), el Comisario escribía las Palabras en su Olivetti, cinco
copias, todas de un mismo tenor y a un solo efecto.
El Jefe designado declara no tener nada personal contra el Capitán, pero
se niega a firmar siguiendo indicaciones de su Centro. Los demás oficiales
declaran lo mismo, el Capitán reparte copias, pide firmas de las actas (la ley
no da derecho a negarse a firmar actas), disuelve el velorio, y ordena que
nadie baje a tierra hasta que se sepa si la cosa se arregla o no, y si el buque
zarpa, o no.
MÁS PROBLEMAS, SIN TORTA, POR SUPUESTO:
Cuando alguien que navega quiere contarle algo a gente de tierra
descubre, para su frustración, que debe detenerse a cada rato para explicar
cosas que para él son obvias, y para sus oyentes, arameo antiguo.
Debe frustrar a los oyentes también, supongo.
¿Qué tan libre es un marino libre? Relativamente poco. Cuando el buque
navega, tiene horarios de guardia o de trabajo irrenunciables (no sólo por la
ley, sino porque, si él no trabaja, otro no duerme para hacer su trabajo. Esa
situación no puede durar mucho). Fuera de esas horas tiene la obligación de
concurrir a hacer los trabajos que el Capitán, o Jefe, crean imprescindibles (o
reemplazar a otro enfermo), a las prácticas de lucha contra incendio, abandono,
hombre al agua, colisión, etc., y a las reuniones que Capitán, Empresa o Guardacostas hayan
convocado. Fuera de eso, puede hacer con lo que queda del día lo que quiera.
Parece una ironía, pero no, lo dije en serio.
En puerto, por otro lado, el tema se complica. Como el buque no navega,
(no se traslada) no hay riesgo de colisión ni varadura, ni nadie tiene que
decidir por dónde va, así que las guardias se vuelven más elásticas. Se siguen
haciendo, pero a veces se alargan para disponer a cambio de períodos de
descanso mayores. Nadie crea que esto es sinónimo de una excursión de crucero:
todo el párrafo que describe el uso del tiempo en navegación siguen en pie, y
hay que sumarle lo intensos que se vuelven los trabajos de máquinas en puerto
(porque, por lo general, es el único lugar donde se pueden mantener equipos que
se usan al navegar), y las de cubierta (porque pasan de navegar el buque a
cargarlo y descargarlo. Y en buques tanque, o buques de carga general, eso es casi
una profesión aparte). Lo importante para nuestra historia es que, una vez
cumplidas todas las obligaciones y formalidades, y en aquellos países donde las
Autoridades lo permitían (y valiera la pena el esfuerzo), el marino era libre
de bajar a tierra durante su período libre, y hacer lo que quisiera, hasta la
“pizarra” (La pizarra era un pequeño pizarrón que se ponía en el mamparo de
cubierta, bien frente a la planchada, en la cual el capitán indicaba a qué hora
había que estar a bordo. Por lo general, eran dos horas antes de la hora
prevista de zarpada).
En Buenos Aires, que era donde se podía visitar a esposa, familia y
novia entre viaje y viaje, los embarcados regulaban y controlaban ese tiempo
como si de oro líquido se tratase (Bueno: el tiempo en Brasil también era muy
codiciado) y, salvo la hora que figuraba en la pizarra, tenían la tranquilidad
de que, una vez pisado el muelle, el Capitán ya no tenía forma de afectar sus
vidas (Debemos agradecer a la telefonía celular el cese de este último reducto
de libertad del marino)
Aquel funesto agosto se vio que no era tan así. Después de la ominosa
reunión en su camarote, el Capitán ordenó anotar en la pizarra que el personal
debía estar a bordo a las 0800 hs. Nadie tenía auto (la mayoría creía que iban
a estar navegando para esa hora), el muelle estaba muy lejos del primer colectivo,
las despedidas de los afectos ya habían sido hechas y sufridas aquella tarde, y
el teléfono celular era algo que sólo poseían Dick Tracy y El Agente De Cipol,
así que, aquella noche, todos durmieron a bordo. Y pasaron a bordo todo el día
siguiente sin atreverse a encarar ningún trabajo de puerto: era obvio que la
situación se iba a resolver en horas, y que la zarpada era algo inminente.
No lo fue. La pizarra de las ocho se cambió por una a las diez, la de
las diez por otra a las doce, la de las doce, a las dos, y así hasta que la de
las seis de la tarde sorprendió a todos con una que ordenaba estar a bordo al día
siguiente, a las ocho. El Capitán, por supuesto, no creyó necesario explicar al
vulgo sus actos, pero le contó a su primer oficial, quién a su vez lo divulgó
como pudo, que, estando el buque cien por ciento listo a zarpar, y con lo cara
que era cualquier demora, el Viejo no quería la responsabilidad de tener que
postergar todo porque la tripulación estuviera en sus casas por decisión suya.
Como era casi imposible que la Empresa o los Centros trabajasen de noche y
resolvieran nada, accedía a correr el riesgo de permitir libre ese
horario. Los más viejos de a bordo
sonreían de costado, escépticos, y explicaban que los reglamentos estipulaban
que, si la zarpada se producía más de dos horas después de la pizarra, el
excedente de horas se pagaba como hora extra (al doble de la hora normal).
Todos los que no tuvieran guardia volaron a sus casas, sorprendieron a
sus gentes, explicaron el entuerto y crearon una enorme confusión.
Aquí es el punto donde tengo que apelar a la empatía de quien lee, porque
entiendo que las palabras, por si solas, no pueden dar una idea cabal de lo que
pasaba a tripulantes y afectos. Necesito una ayudita. Traten de ponerse en
situación.
El barquero se IBA. No como ahora, que se sigue siempre en contacto por
celular, o por correo de texto, o por correo electrónico: por plazos que iban
de tres a seis meses (cuando había suerte), ni familia, hijos ni amores iban a
saber de ellos más de lo que alguna carta, siempre desactualizada y muchas
veces extraviada, podía contar. Se podía conseguir una comunicación engorrosa y
pobre desde la estación de radio del buque, abierta a todos quienes desearan
escucharla, y, cuando se tocaba algún puerto civilizado, pedir un llamado larga
distancia, pero todos eran pobrísimos y angustiantes sustitutos de lo que hoy
es tan normal: una conversación privada y sin ataduras de tiempo o lugar.
Las esposas sabían que no podían contar con su pareja para resolver nada
(ni siquiera para aconsejar cómo, o ser consultados), y que, desde la zarpada
hasta el regreso, debían solucionar todo solas. Los hijos sabían que el padre
no iba a estar para abrazos o curar raspones de las rodillas, arreglar la bici
o ayudar con las tareas. Los padres ancianos veían pasar los días que les
quedaban sin poder compartirlos con sus hijos. La pasión de novias y amantes
debía (o debería haber habido) enfriarse, y esa invaluable flor de la vida ser
metida en una caja fría hasta la vuelta. En suma: todo lo bueno, todo lo
valioso, todo lo importante que ligaba a la gente de tierra con el marino tenía
que ser suspendido, y otra vida debía ser imaginada, y ser vivida como buena,
hasta que él regresara. No era una cosa que se hiciera con un switch. Nadie
podía hacer semejante salto mortal emotivo de un día para el otro: llevaba días
de preparación y tristeza conseguir la aceptación de ese día gris en que él se
iba.
Para el marino –no creo necesario decirlo- valía lo mismo. Tenía que
conseguirse una nueva cabeza que encontrara interesante esa otra vida sin sus
seres queridos, amén de perder su casa, sus cosas, sus intereses, su perro, su
colchón y sus platos preferidos. Para todos implicaba un proceso de adaptación
a lo feo, que se cerraba cuando el barquero había zarpado y ya no había más que
hacer que esperar la vuelta. Para entonces se había dicho todo lo que se debía
decir, se habían dado los besos que debían durar esos meses, se habían hechos
las mejores caricias, y se había dicho adiós en serio.
¿Qué creen que pasó aquella noche, cuando los del Estíguar llegaron a
casas en donde se los creía perdidos por los próximos meses? ¿Qué mezcla de
alegría y confusión sacudió aquellos corazones como un auto que al que se le
pone marcha atrás a ciento treinta kilómetros por hora?
No sé si desearles que puedan imaginarlo. Sé que dolía mucho, con una
alegría insólita y un aturdimiento para el cual no había experiencia previa.
Bien. La cosa es que, después de esa noche (durante la cual se había
vuelto a decir todo lo que se debía decir, dado los besos que debían durar esos
meses, hechos las mejores caricias, y dicho adiós en serio) quienes no hubieran
tenido guardia se presentaron a las ocho a bordo. Sin auto, claro, porque lo
lógico era zarpar ese día. Pero no se zarpó. Ni al siguiente.
Ni al siguiente. Día tras día el capitán ordenaba poner un horario
distinto de zarpada cada dos horas y, como en un novedoso castigo del infierno,
noche tras noche se permitía a la tripulación volver a sus casas hasta el día
siguiente, a las mismas putas ocho de la mañana.
Las cosas empezaron a astillarse en las casas. Nada duele más en este
negocio de navegar que despedirse, pero por lo menos se sufre tres o cuatro
veces por año, nada más. Aquel asunto apuñalaba el alma con una despedida cada
veinticuatro horas, y el refinamiento de la tortura estribaba en que nadie se
atrevía a despreciar una noche en casa, y quedarse a bordo por si ya no se
seguía en la parodia de esperar, por si eso no ocurría y se desperdiciaba el
último ratito con los seres queridos. Hubo muchas historias tristes de lo que
ocurría en casa; el Tipo, aún hoy, recuerda con cuanto dolor y perplejidad su
amor de aquellos tiempos le confesó que había llegado a desear que se fuera de
una vez, y que era preferible la soledad a este eterno decir adiós.
Mientras tanto, entre gallos y medianoche, al Estíguar llegaban gentes
de noche. Figuras discretas, silenciosas, que no decían a nadie quiénes eran ni
a quienes venían a ver, pero que operaban para distintos bandos. El CJOMN
(maquinistas, ¿Recuerdan?) era visto como el satanás de la cosa, y el Capitán
no quería saber nada de permitirles subir a bordo pero, como de noche el Viejo
no estaba, venían a alentar y traer noticias. Gerentes de la Empresa se
apersonaban para dejar caer disimuladamente (como cae disimuladamente un
contáiner desde la grúa) veladas amenazas a los tripulantes que siguieran con
la medida de fuerza. Gente del CCOU (capitanes, para los flojos de memoria)
aparecía de día y se encerraban con capitán y primer oficial en su camarote.
Nada se resolvía.
Un día estaciona un auto al pie de la planchada y de él descienden dos
delegados del CJOMN. Muy enojados, desde un muelle que no se les permitía
dejar, piden que bajen todos los oficiales de máquinas –Jefe incluido-.
Conseguido esto los hacen subir al auto para ir a la sede del Centro, a hablar
con el Presidente. Esto no era legalmente posible: siempre, aunque el mundo se
estuviera terminando, debía haber a bordo por lo menos UN oficial de máquinas.
Pero no: insisten y, para no sumar problemas a los que ya había, el Jefe manda
avisarle al capitán de lo que pasa y se van, los cuatro, al Centro. En diecinueve
años de tener electricidad corriendo por sus venas, aquella fue la primera vez
en que el Estíguar estuvo sin un oficial de máquinas a bordo.
Sientan a los cuatro en un sillón de la oficina del Presidente
(recuérdese que el Jefe no era parte del lío de a bordo, como tampoco lo era el
nuevo primer oficial) y se les pregunta si firmaron un acta declarando que no
firmaban el libro de Rol por obedecer instrucciones del Centro.
Todos dicen que sí, y arde Troya. En medio de los improperios, la bronca
y las quejas de Presidente y acólitos, en un momento en que no tuvieron más
remedio que tomar aire para seguir, el Nuevo Jefe dice no entender. El Centro
había ordenado no firmar Rol. Él no tenía inconvenientes en firmar rol con el
Capitán (de hecho, no lo conocía), y, si no lo había hecho, era simplemente
porque el Centro le había ordenado no firmar Rol.
Más exabruptos. Más improperios. Una disculpa magnánima del Presidente a
lo hecho por los oficiales, por su juventud, que se tornó enseguida en un
agravante a la bobera del Jefe que, por su experiencia, debía haber sabido más.
“¿Sabido qué?” preguntó perplejo el pobre Jefe.
“¡Nunca tenés que firmar lo que el enemigo te dice que firmes, porque
seguro es para usarlo contra vos!”
El Jefe –que por serlo tenía necesariamente que conocer al dedillo
reglas y chicanas- le explicó que el tripulante no tiene derecho a negarse a
firmar un acta redactada por el Capitán. Está en la Ley de la Navegación.
“Bueno, hubieras dicho otra cosa. Que no firmabas por no tragar al
capitán, por ejemplo…”
“¡Pero si no lo conozco!”
No pareció un argumento válido. Como tampoco la –obvia- objeción del
Jefe de que, si él se negaba a firmar porque sí, de puro caprichoso, la Empresa
lo iba a castigar de todas las maneras posibles. “Si te hacen eso, no firma
ningún oficial de máquinas más en ningún buque”, le respondieron, beligerantes
y orgullosos.
Aquello se parecía cada vez más al asesinato del archiduque en Sarajevo.
Se los retó sañudamente a todos, instándoles a tener más cuidado en los
días venideros, y al final se les explicó que, como la bendita acta señalaba
como causante de la demora del buque a la decisión del Centro, las costas de la
misma deberían ser pagadas por el CJOMN. Y era mucha plata.
De vuelta al buque, el Jefe tranquilizó a sus muchachos (la frase con
que explicó su actitud pasó a formar parte del Credo del Tipo: “Yo prefiero
perder una discusión a ganar un conflicto”) y de nuevo a las pizarras mágicas
del Estíguar.
Para alivio del CJOMN, al día siguiente la Empresa da el brazo a torcer,
y desembarca al Capitán. Trae un Capitán nuevo, fresquito, sin contaminación
con el Estíguar. Firman Jefe, primero segundo y tercero de máquinas y, como la
ley dice que al cambiar capitán las firmas anteriores no son válidas (por
aquello de que no se firma un compromiso con el buque ni con la Empresa, sino
con el Capitán), firman de nuevo marineros, engrasadores, electricistas,
mecánicos, cabos, etc. Al llegar el momento en que deben firmar de nuevo los
oficiales de cubierta que venían embarcados, estos manifiestan que no lo van a
hacer por indicaciones explícitas de CCOU, que no puede tolerar que un grupo de
tripulantes destituya a uno de los suyos, ni que se cercene el soberano derecho
del capitán no embarcar a quién no desee.
Y vuelta a las pizarras cada dos horas, y a la Última Noche repetida una
y otra vez.
El puerto no tiene la culpa de que la Empresa no resuelva su conventillo
interno, ni la Empresa tiene ganas de seguir pagando ese muelle útil que el Estíguar
venía ocupando, así que lo mueven a un muelle perdido, detrás de la usina de
Puerto Nuevo, y allí queda, con su carga congelada esperando, sus tanques
cargados, y los clientes de medio mundo esperando y sin poder entender qué
carájo pasa con las cosas que deberían estar recibiendo en sus puertos.
Andando los días, alguien de a bordo (quizás con buena intención, quizás
con la idea de que si la mierda salpicaba un área mayor se iba a zarpar de una
buena vez para salir del papelón) pasa el chisme a un canal de noticias. En esa
época, el canal más crítico era el Nueve, y dentro de los caranchos del nueve,
el que más santamente se indignaba era un periodista llamado José Corzo Gómez
–que luego intentó la política, y que no mucho más tarde debió dejarla por
razones difíciles de comprender- Era la época en que se estaba cocinando la
destrucción de las Empresas del Estado y, como para el argentino eso era una
medicina muy amarga de tomar, los que estaban a favor usaban cualquier historia
que dejara mal a esas empresas para ir sugestionando al electorado. Lo del Estíguar
fue una uvita. Se los mandó Dios.
Una tarde se presenta un equipo de periodistas (cámara, micrófono,
ayudantes: completito) y empieza a subir la planchada. Se los para, y se les
explica que un buque no es un lugar al que se pueda subir sin autorización. Los
periodistas protestan, pero, como no hay forma de atropellar por una angosta
planchada y hacia arriba, se conforman con entrevistar al primer oficial de
cubierta. ¿Era verdad que el buque llevaba más de diez días parado por una
pelea de a bordo? ¿Que se habían peleado por una mujer (a la sazón, la pobre
enfermera)? ¿Que habían habido tiros y puñaladas?
No. El buque no zarpaba por un conflicto gremial.
“Ah, no” dijo el periodista guardando su micrófono “Eso no vende”. Y se
fueron. Esa misma noche, Corzo Gómez dedicó su columna a la ineficiencia del
Estado, al buque que perdía quince mil dólares por día (en lo cual tenía razón,
de hecho), y a preguntarse hasta cuando los ciudadanos debían solventar con sus
impuestos los costos de un barco que no zarpaba porque sus tripulantes se
habían peleado por una torta de cumpleaños. Recién ahí, y por primera vez,
aparece como causante de todo la bendita torta, y es gracias a esa manipulación
periodística que se pierde de vista, casi para todos, el verdadero motivo del
conflicto.
Y Corzo siguió así, día tras día, todas las noches, machacando conque la
plata que día a día desangraba el Estíguar del estado manaba por el agujerito
de una caprichosa pelea por la repostería. Los diarios se hicieron eco (en
particular El Cronista Comercial, que ya le había dado al tema una columna
fija), y los de a bordo empezaron a sentir que no sólo estaban viviendo una
situación difícil, sino que ya casi rondaba lo patético.
Quince días después de la fallida zarpada, la Empresa habla con ambos
Centros de Oficiales. Al de cubierta le informa que va a reponer en su puesto
al Capitán original. Al de Máquinas, en secreto y hablando de costado por
detrás de la mano con que se tapaba la boca, le promete desembarcar en Brasil
al Viejo (agarrándose a un dudoso artículo que encontraron no sé dónde que
decía que no se puede hacer un sumario en ausencia del sumariado) y cambiarlo
por otro capitán menos conflictivo. Firman los oficiales de cubierta, inocentes
de la tramoya, y zarpa el Estíguar. Tal y como se prometió, en el primer puerto
se releva al capitán (con los consiguientes gastos de hotel y pasajes) y,
estando tan avanzado el viaje, y habiendo repartido tanto estiércol los
ventiladores, los oficiales de cubierta, furiosos, no ven más remedio que
firmar rol y seguir.
Fue el último viaje del Estíguar. Una vez descargado todo lo que traía,
y ya sin compromisos pendientes, se lo tiró en un muelle perdido, se lo
desafectó, y se lo vendió, creo que como chatarra.
Es verdad: Hubo puteadas y portazos, una noche, por una torta. Pero el
tipo siempre pensó que el protagonismo de aquel pastel no merecía pasar del
título. Lo que realmente hubo fueron orgullos y soberbias en dirigentes
gremiales que, preocupados por ver quién la tenía más grande, no veían venir el
cataclismo contra la Empresa y la navegación que el final de la época de
Alfonsin, y el gobierno peronista de Menem, iba a terminar por emascularlos a
todos. Hubo pusilanimidad en la Empresa que, en vez de decir “señores, su pelea
es de ustedes: se bajan los dos, los
relevo, y el buque zarpa” se dedicó a contemporizar, a tratar de quedar bien
con todos, a amenazar tímidamente, y a pagar, pagar, pagar y pagar. Y hubo
sinvergüenzas en el periodismo que, en vez de contar lo que averiguaron (que no
averiguaron nada, de hecho) contaron lo que políticamente les convenía contar. Al
Tipo no le consta que el Ministerio de Trabajo haya hecho nada mal en este
tema, pero le resultó igualmente imposible averiguar si hizo, efectivamente,
algo en absoluto.
Puede que si nada de esto pasaba el Estíguar igual se vendía: le pasó a
muchos barcos más modernos de la flota, casi enseguida, y a toda la flota en sí
en muy pocos años. Pero hubiera sido más lindo un final más elegante. El último
viaje (ya sin Montescos ni Capuletos) fue largo, entretenido y tranquilo, pero
no pudo quitar el sabor feo de la boca, ni la sensación de haber “luchado” con
misiles por una mojadura de oreja. El artículo que daba la potestad al Capitán no se cambió (de
hecho, años después, un Presidente del Centro lo usó como justificación para
quitarle el cargo a otro dirigente subordinado, siendo que, no habiendo pisado
un buque en años, ni siquiera era Jefe de nada) y el único logro de todo el
despelote fue que, en todos los demás buques, los Comisarios de a bordo se volvieron
obsesivos con llevar la cuenta y organizar cumpleaños para todos los
tripulantes, o los abolieran en absoluto.
Si la energía, en vez de dirigirse hacia dentro del buque y contra los
otros pobres marinos como uno, se acumulara y se dirigiera hacia los tránsfugas
que esperan en el muelle, otro hubiera sido el destino de la Marina Mercante. O
no, pero por lo menos hubiera sido algo que uno se habría sentido orgulloso de
contarle a los nietos.