jueves, 25 de marzo de 2021

HISTORIAS DE BARCOS: El Célebre y Penoso caso de La Torta

 

“Canta, Oh musa, la cólera del Jefe de Máquinas, cólera funesta que causó infinitos males a los barqueros del Almirante Stewart, que precipitó al infierno la carrera del Capitán, y que sacó de servicio para siempre al buque –cumpliéndose la voluntad de Zeus y la Gerencia Comercial- desde que, por última vez, una disputa sembró la discordia entre la cabeza del buque y la cabeza de la Máquina”

 

Esto va a ser largo. Si no les gusta leer, pasen a otra cosa.

 

 

La historia del Tipo tiene un matiz agridulce. La pasó muy bien a bordo, pero tuvo la mala pata de que, cada vez que conseguía un barco como la gente, que le gustara, algo pasaba que le impedía seguir. No fue una maldición muy original, por supuesto: de casi todos los marinos se puede decir lo mismo. La diferencia es que el Tipo perdió oportunidades de veras buenas.

Haciendo memoria, entonces, cree que puede afirmar que la más terrible, la más patética, y la menos justificada de todas es la conocida Historia de La Torta. También es la única que lo tuvo como detonante a él, así que la siente más como algo personal que como un mal viento de la política o una matufia de los armadores. Fue muy sonada en su momento (ocupaba espacio en las columnas de opinión de los noticieros de la noche, y sueltos en algunos diarios) pero el tiempo, (que en realidad no borra nada, sino que apila macanas sobre macanas y sólo nos permite tener presente la última y más alta en la pila), hace que sólo tengamos presente las barbaridades de hoy, ocultándonos la torre de trapisondas y calamidades que la cimientan.

Para no olvidarla, entonces, y para que (“Soñá, nomas….”) sirva de advertencia a las generaciones futuras, el tipo va a tratar de narrarla lo más verazmente que la memoria le permita.

Si alguno de los intervinientes aquel agosto del ’85 me lee, y encuentra alguna incongruencia con los hechos que recuerda, su corrección será bienvenida y agregada a la crónica.

A los hechos:

 

 

 

EL B/M “ALMIRANTE STEWART”:

La historia del buque merece un aparte, porque aunque lo que se va a narrar es un conflicto entre caracteres humanos, la masa de hierro en donde ocurrieron de alguna manera siempre ayudó a que reaccionaran. El que diga que los buques físicos no tienen personalidad tiene razón sólo parcialmente: El fierro no tiene carácter ni temperamento, pero el ambiente que va construyendo en sus intestinos con los años refuerza y exacerba los de los humanos que lo tripulan. Es como una retroalimentación, una sinergia, una bola de nieve. El cuento no estaría completo sin tener en cuenta este factor, así que haga el favor el lector de considerar al Stewart un personaje por derecho propio, como Moby Dick o Christine.

El Tipo no tiene hoy datos fidedignos de la historia del Stewart. Sólo conoce lo que le contaron en la camareta que, como se sabe, no sólo es tan incomprobable como cualquier mito urbano, sino que, además, se considera descortés tratar de comprobarlo. Pero la mayoría de las versiones coincidían.

Empezó en 1967. Fue, dicen, el primero de una serie de buques de carga general que se iba a construir en el recién estrenado astillero Astilleros y Fabricas Navales del Estado (AFNE). Se le iba a vender a una empresa de Chile.

https://www.histarmar.com.ar/BuquesMercantes/Marina%20Mercante%20Argentina/Carga/AlmiranteStewart.htm

https://www.youtube.com/watch?v=t-lK6kKHb6s

 

Como era el primero, y por lo tanto el que empezaría a asentar la reputación del astillero en el mundo, se lo quiso construir bien. Nada de ahorrar en estupideces. En un casco con líneas de yate, afilado como un alfanje, se metió un motor potente y novedoso (construido en París, como para ser más fino), motores generadores redundantes encargados a Alemania, bombas de primera marca, motores eléctricos de la mejor construcción, etc. Hasta las tuberías que permitían entrar agua de mar a máquinas para enfriar radiadores eran de bronce (no de la vulgar fundición de hierro que se usa hoy en día), y las de agua de los motores auxiliares de cobre, que los auxiliares de máquinas lustraban hasta parecer los instrumentos musicales de una banda. Navegaba tranquilo a dieciocho nudos,  y tomaba las olas como  Fred Astaire bailando tap.

Costó, por supuesto, una fortuna. Tanto que la empresa chilena no lo pudo comprar, y el proyecto de hacer varios murió en el libro de balances. En la mayoría de los países del mundo, cuando el Estado comete un error trata de solucionarlo. Argentina tiene un sistema mejor, una red de seguridad a prueba de incompetentes: cuando una parte del Estado mete la pata, otra se lo encubre metiendo la suya. Luego interviene otra salvando a la segunda, y así hasta que el gasto de la equivocación se termina diluyendo en una fracción de impuesto más a todos los habitantes, y acá no ha pasado nada. Al Stewart lo “compró” la naviera estatal, que por supuesto no lo pagó, sino que lo consiguió con una especie de pagaré del Tesoro Nacional al Astillero Estatal, a cambio de futuros ingresos de la Flota. Todos billetes de Monopoly. Parece un gran compromiso, si uno no es argentino y sabe que con todo este pasar de manos la deuda termina olvidándose con el próximo cambio de gobierno.

Aquella vez, por lo menos, (y a diferencia de la Fiebre de SD40 Por La Noche que le dio a la Empresa años después) por lo menos se compró algo de calidad. El Stewart empezó a navegar por el mundo, luciéndose en todos los puertos importantes y, hasta donde la proverbial ineptitud comercial de la Empresa lo permitía, dando plata.

Cuando al Tipo le dicen que lo van a cambiar a un buque que hace la línea al Mediterráneo, da dos saltos mortales para atrás de puro contento. Pero cuando se entera de que es una pieza de museo con diecinueve años de estar en salmuera, se le vino el alma al piso. La primera visita a bordo no lo animó mucho: el buque era amplio y cómodo, pero austero. Sobraba espacio, no faltaban comodidades en comedores y camarote, tenía una verdadera pileta para refrescarse en cubierta (no uno de esas salidas del paso hechas con caño y lona a las que estaba acostumbrado), y hasta una lavandería que se encargaba de la ropa de trabajo de uno, pero parecía decorado por un cabo primero del ejército. Y la sala de máquinas, si bien resplandecía y ronroneaba suavecito y sin disonancias, no tenía un cuarto de control donde hacer la guardia y revisar los comandos a distancia de los equipos, sensores y alarmas. De hecho, no había control a distancia de nada, ni sensores electrónicos ni alarmas. No había electrónica, si se sacaba algún altavoz o el reloj a pilas del puesto de control. Entre recorrida y recorrida, en vez de entrar al cuarto de control a resucitar un rato en el aire acondicionado, en el Stewart se te permitía sentarte en una banqueta alta de chapa bajo uno de los ventiladores. Era verdad que los 30, 35 grados de ese lugar eran el paraíso al lado de los 42, 44 que podía haber junto a la caldera o los motores auxiliares, pero… la banqueta ni siquiera estaba acolchonada.

Ni respaldo, tenía.

 

Pero, una vez empezado el viaje, el Tipo se fue dando cuenta de por qué quienes probaban navegar en el Stewart no lo cambiaban nunca más por algo más moderno.  Era viejo, es verdad, pero era tanta su calidad que no sufría fallas. Las cosas no se rompían de puro berretas, como pasaba en otros buques. Nada se plantaba por haber llegado al límite de su potencia: sobraba potencia por todos lados. No se pinchaban las tuberías de agua de mar, porque el mar se partía los dientes contra las aleaciones de que estaban hechas las tuberías. Y la tripulación llevaba tanto tiempo en el buque, y habían pasado tantas cosas, que todo lo que podía pasar ya había pasado alguna vez. Todo había sido comprendido, solucionado hacía tiempo, y para cada eventualidad dañina se había creado una rutina previsora correspondiente. No siempre se sabía bien para qué (las cosas se perdían en la noche de los tiempos, como se dice. El Jefe sabía, por supuesto, pero le gustaba mantener esa aura de brujo conocedor de misterios que le daban los años), pero se respetaban como el Evangelio. El resultado de esto era que, si bien las cuatro horas de cada guardia podían ser calurosas e incómodas, jamás daban sobresaltos. Si alguna vez se navegó relajado en una sala de máquinas, fue en la del Stewart. Tanto, que el Tipo se acostumbró al ambiente áspero de aquella catedral de hierro,  y ya no lo notaba -llegando a extrañarlo un poco, incluso, cuando estaba de licencia-. El gusto que hoy conserva por las grandes maquinarias con brutales comandos de palancas de acero, empuñaduras moleteadas y bruñidos instrumentos de bronce, sin duda, le viene de ahí.

A sus dieciocho nudos (sin agitarse), el Stewart pasaba menos tiempo cruzando el océano que cualquier otro buque. Llegaba antes. Y como sus líneas deportivas originaban bodegas estrambóticas (cosa que, lamentablemente, la Ingeniería Naval corrigió en los buques que vinieron después), cargarlo y descargarlo llevaba más días en puerto que cualquier otra cosa que flotara por ahí. Se quedaba más en puerto. Gracias a ello, cuando no tenía guardia, el tipo podía perder un día entero viajando a Florencia, o Venecia, o Jerusalén. O simplemente quedarse un par de días paseando por Génova, Malta, Las Palmas, Burdeos, conocer Lanzarote, visitar las pirámides en Egipto y recorrer Marsella. Lo que el tipo conoció (¡La galería Ufficci!), los platos que probó, y los vinos que conoció gracias al Stewart llenarían varias carillas –con las cuales no vamos a aburrir a nadie ahora- y compensaban cualquier calor o sudor que la tranquila máquina pudiera haberle hecho pasar.

 

LOS RENCORES A BORDO DEL STEWART:

Peeeeeroooo…. nada escapa a la puta entropía. Némesis jamás se jubiló. T.I.N.S.T.A.F.L., que decía Heinlein.  (“There is not such thing as a free lunch”). Lo conveniente del buque había hecho que no se conociera esa labilidad que tienen las tripulaciones, que ya sea por aburrimiento, falta de sincronización con los relevos, ascenso o discusión, viven saltando de un buque al otro. Ni la misma Empresa conseguía hacer que salieran los viejos o entraran los nuevos (salvo en el caso de oficiales jóvenes, como fue el caso del el Tipo, que entró porque  quién relevó fue ascendido… dentro del Stewart, por supuesto)

Cuando las tripulaciones llevan mucho tiempo juntas, les pasa lo que a las familias. Muchos pasan a tener vínculos que van más allá de lo simplemente laboral. Las amistades son más profundas y siguen en la licencia. Algunos se vuelven concuñados, otros apadrinan hijos de compañeros, otros son socios en algún negocio. Las dos enfermeras de a bordo habían encontrado la pareja de su vida en el Stewart, y una de esas parejas llegó a jubilarse, ambos al mismo tiempo, en uno de los viajes del Tipo. Y, de la misma manera, los rencores no mueren con la vuelta a Buenos Aires. Crecen. Entran en una reacción en cadena, en la cual el tripulante no embarca como una hoja en blanco, sino como un expediente con todas las cagadas que le hizo en viajes anteriores el objeto de su odio. Embarca ya enojado con su archienemigo. Por supuesto, el otro embarca no menos enojado con él. Y si alguno de los dos consideró perdonar y olvidar durante el presente viaje, indefectiblemente el otro lo va a destratar, o no lo va a ayudar, o le va a decir algo hiriente, y todo va a volver a empezar. Año tras año. Viaje tras viaje.

Pintada así, la cosa no pasaría de ser un vulgar conventillo. Una reunión de consorcio o un capítulo de Los Campanelli. En el Stewart, la cosa se fue complicando debido a un factor más, que nadie pudo prever: la personalidad acentuada de las dos cabezas del buque.

Las amistades y enemistades de cada buque son como cargas positivas y negativas, libres y desordenadas. Se anulan a sí mismas  y, en el hipotético caso de que las negativas superen en cantidad a las otras, la cosa se vuelve tan molesta que –volviendo a lo lábil del marino- muchos optan por cambiar de buque. Y vuelta al desorden de partículas cargadas.

Para desgracia del Stewart, (y abusando de la analogía atómica) los dos centros de masa más importantes socialmente –Capitán y Jefe de Máquinas- poseían una masa importante. Ambos tenían personalidades acendradas, definidas, y testarudas. Ambos tenían una idea de cómo debían hacerse las cosas, y ambas ideas eran cada una la opuesta a la otra. Así, por una simple cuestión de gravedad o atracción electrónica, alrededor de cada uno se fue formando un núcleo que ya no varió, ni consideró cambiar, ni se sintió otra cosa que enemigo del otro.

Por un lado, el Capitán tenía a sus oficiales, al Comisario de a bordo y al Jefe de Radiocomunicaciones (que el título no confunda: Toda la sección radiocomunicaciones era él sólo, así que no era jefe de nadie). El contramaestre, los marineros, carpintero y cabo de mar no sentían una especial afinidad por el viejo, pero sabían dónde apretaba el zapato, y se alineaban con él. Todo lo que era Cámara (mozos, cocineros, ayudantes de cocina), al ser socios del Capitán en una serie de sisadas creativas que el viejo organizaba, acataban o disimulaban las fallas de conducta que pudieran encontrarle.

Por otro lado estaba el Jefe, sus cuatro oficiales (como cada uno tenía su relevo, todos estos números deben multiplicarse por dos. De hecho, los Jefes cabezadura eran dos, y las diferencias de temperamento entre ambos, despreciables), el Primer cabo y engrasadores, electricistas, mecánicos, limpiadores de máquinas y aprendices.

Las dos cabezas veían con malos ojos las amistades entre Montescos y Capuletos, así que, cuando esto ocurría (la gente joven no era de entrar en muchos novelones) se disimulaba en lo posible. Era imposible, de todas maneras, y por esa cosa de las personalidades fuertes y carismáticas, no dejarse convencer de tanto en tanto de que el otro lado era una asociación ilícita, y de indignarse en justa correspondencia.

(Nota para la gente que no trabajó a bordo: la rivalidad cubierta/máquinas es tan vieja como la máquina de vapor, e igual de básica. Nace del hecho de que la parte de cubierta, que navega, carga y descarga, tiene como principal objetivo cumplir con las metas comerciales que exigen los armadores y para las cuales el buque fue diseñado. La parte de máquinas, por su lado, tiene como principal objetivo operar y mantener buque y equipos según las normas con las cuales fueron diseñados, y sabe que cada maltrato o abuso que sufra el metal se traduce en trabajo extra para ella o problemas con las Autoridades. Para cubierta, los maquinistas son excesivamente rebuscados, complicados, amigos de poner palos en la rueda por precauciones excesivas (o pereza), y de complicar situaciones que no lo ameritan. Para los maquinistas, los de cubierta no tienen el coraje de decirles a los armadores cuando es no, y exigen irresponsablemente al equipo con tal de no quedar mal con nadie. No cuidan, no les importa, y presionan caprichosamente por una solución cuando algo de lo que no cuidaron se rompió. El tiempo, y la miseria en que quedó toda la Flota después del gobierno peronista de Menem hicieron que a las nuevas generaciones no las uniera el amor, sino el espanto, que los oficiales de cubierta nuevos comprendieran que barco roto no da plata, y que los de máquinas entendieran que vaca que no da leche termina como chorizo. Pero, en la época de La Torta, la cosa era virulenta)

A la congénita rivalidad entre las dos secciones se sumaba el que el Capitán, con todo su aristocrático hablar con una papa en la boca, escuchar Vivaldi a rajaparlantes y alardear de erudición, era un pirata berreta. Es decir: en vez de asaltar otros buques, asaltaba a su propio navío para hacerse unos dólares extra. A veces, como en la historia “El cuadro del Almirante”(*) repartía sus ganancias con la tripulación. Otras, como en “Provisiones”(*), la sangre que obtenía era la de sus propios tripulantes. El Jefe (los jefes) eran obsesivos con defender a su gente, y estaban poseídos por un libertario rechazo a la autoridad dictatorial del Viejo, así que se dedicaban, en sus ratos libres (que no eran pocos) a arruinarle sus negocios turbios. La gente de máquinas no compraba por mayor y sin impuestos (el famoso “entrepot”) en el proveedor elegido por el capitán, como era casi obligatorio en todos los demás buques, por haberse enterado de que ambos socios (Capitán y Mafioso Italiano) subían los precios de whisky y perfumes para repartirse la diferencia. Máquinas compraba aparte, pagando un 20% menos, y haciendo quedar feo feo al capitán con el resto de los tripulantes.

La enfermera había recibido del capitán la noticia de que, por ser ella tripulante y él capitán, su obligación era acostarse con él, y uno de los Jefes la defendió casi hasta las trompadas, con lo cual el capitán quedó figurativamente castrado, y el Jefe…

Como estas hay mil anécdotas (el Capitán, algo achispado, ordenándole a un mecánico que se arrodillara ante él como expiación por el pecado de ser de máquinas, o el mismo capitán estrellándole un pastel de crema en la cabeza a un viejo segundo de máquinas por diversión) que, ciertas o no, se contaban y sumaban leña a la fogata de la indignación de los de máquinas.

Ahora bien: esta acumulación de potenciales opuestos, esta polarización, este acumularse de nubarrones cargados de relámpagos, había llegado a un estado de equilibrio. El odio (porque ya era odio) había llegado a su tope pero, tal y como se vio con la Guerra Fría, ambos bandos sabían que llevarlo más allá sólo podía terminar en desastre para todos. Era tanto el rencor acumulado, tantos los chanchullos denunciables, que si uno sólo de los dos empezaba la guerra en serio, no quedaría nada ni nadie en pie. El ambiente en el comedor se podía cortar con un cuchillo, y la cosa era más incómoda que un encuentro de parejas de ex esposos, pero se vivía. 

 

 

(*)”Una vez pasó a bordo que”, Carlos Duro.

https://www.tuslibros.com/ebook/Una-vez-paso-a-bordo-que

https://www.bubok.com.ar/libros/201808/Una-vez-paso-a-bordo-que




LA TORTA:

Hasta que en otro buque, en Buenos Aires, por razones que no vienen al caso, un capitán autocrático decide echar del buque al Jefe. El Jefe se lo impide por el sencillo expediente de renunciar antes. Interviene el Centro de Jefes y Oficiales Maquinistas Navales (de aquí en más abreviado CJOMN, por feo que suene), demuestra a la Empresa que la posición del capitán era injusta y, sobre todo, que podía ocasionar serias represalias gremiales, y la Empresa obliga al capitán (en parte también por estar harta de sus arbitrariedades) a recibir de nuevo a bordo al Jefe. El Centro de Capitanes y Oficiales de Ultramar (de aquí en más abreviado CCOU, por las mismas razones) no se entera hasta que es demasiado tarde y, cuentan, el no haber podido hacer nada a tiempo para salvaguardar la investidura del capitán les cae muy mal. La Empresa creyó que la cosa había muerto allí, pero, en realidad, aquello era el huevo de la serpiente: ambos Centros quedaron acelerados con aquel encontronazo. El de máquinas, por su victoria fácil en una nueva cruzada, y el de cubierta, por la más impresentable forma de fracaso: la del que ni siquiera se presentó a competir.

Para ese entonces el Stewart estaba llegando a la última semana de subida. El Tipo y el tercer oficial de máquinas habían hecho una estadística de las grandes peleas de a bordo, y habían concluido que el peor momento no era al final del viaje, (como sería lógico asumir, dado el agotamiento y el fastidio), sino esa misma última semana. Es la última semana antes de emprender el regreso (en buques de línea regular, subida –cuando se va- y bajada –cuando se vuelve- duran más o menos lo mismo), y la explicación que habían encontrado era que hacía mucho que uno se había ido, y todavía faltaba mucho para volver. Cuando empezaba la bajada, la ilusión de estar volviendo a casa ponía a todos más tolerantes, pero, hasta no llegar a ese punto de inflexión, la electricidad estática personal subía día a día a niveles cada vez más peligrosos.

Esta semana les tocó en Port Said, con el buque fondeado e imposibilidad de bajar a tierra por un capricho político egipcio. Se pudo arreglar la cosa pagando tours del Estado (Pirámides, El Cairo, etc) pero todo fue muy tenso. Peligroso, incluso (El pilotín de máquinas, por ejemplo, que viene a ser un pasante de oficial, no está a bordo a la hora de zarpar. Demora la salida. Llega con una lancha que consigue de forma dudosa y perseguido por la Aduana egipcia. La historia es buena, pero mejor va en otro capítulo). Zarpa el Estíguar (Vamos a respetar la fonética de los personajes para que la cosa sea más verosímil) y cumple años el Tipo.

 

Cabe aclarar que el Tipo odia cumplir años a bordo o, por lo menos, odia los festejos fuera de su casa. Siempre que puede trata de que el asunto no trascienda, y de que ese día sea un día normal, libre de hipocresías y de alegrías por compromiso. Creía haberlo logrado aquella vez, incluso, cuando a eso de las veintiuna caen en su camarote los segundos y terceros oficiales –el primero de máquinas también- con bebidas, fiambres, quesos y golosinas. Buenos muchachos, al fin y al cabo, le dicen que a ellos les importa un carájo que no quiera festejar su cumpleaños y que, si no quiere, que se retire del camarote porque ellos lo van a festejar igual.

La cosa debió haberse puesto un tanto escandalosa porque, más tarde, abre disimuladamente la puerta el Jefe y pregunta qué es tanto escándalo. Le cuentan, se sonríe, saluda al Tipo, y se va.

A la noche siguiente, en el comedor de oficiales y después de la cena, el Comisario de a bordo hace un llamado a la atención de todos (cling, cling, con un tenedor en la copa) y, con un suspenso digno de mejor causa, indica algo a los mozos. Estos entran trayendo una torta hecha por el cocinero, de dos pisos, y decorada con pastillería y velitas. Les informa a todos que es el cumpleaños del capitán, ooohhhss!!! de sorpresa de todos, botellas de champagne que entran por otra puerta, copas de las que salen de las alacenas sólo en ocasiones especiales, cantito, apagado de velitas, etc.

Antes de cortar la bendita torta, dos o tres tipos comentan al comisario el buen aspecto que tenía (el cocinero no destacaba por su habilidad culinaria, sino por su capacidad de ahorrar víveres para  negociarlos junto con el Viejo), otros se suman, y el Jefe, entonces, con la voz suave y finita que lo caracterizaba, dice que sí, que estaba linda, pero más linda hubiera sido si hubiera habido otras iguales para otros tripulantes que también habían cumplido años. La voz del Jefe era casi ténue (a pesar de que el tipo medía casi dos metros), pero llegó a todos los presentes y produjo un efecto como de matafuegos en la conversación. El Capitán, que venía cargando combustible desde temprano, se indigna y lo acusa de celoso, aguafiestas y amargo. Sin alterarse, el Jefe le cuenta en qué miseria transcurrió el cumpleaños de su segundo oficial (acá el Tipo, responsable, se atragantó con lo que fuera que venía masticando), sin que el Comisario se hubiera tomado el mismo trabajo que se tomó con el Capitán de estar pendiente de las fechas, y que otro tanto pasó tres días antes, con un mecánico.

El Comisario de a bordo, tocado, se atreve a protestar tímidamente y decirle al Jefe que no le gustaba que lo acusara de no hacer bien su trabajo. Con una media sonrisa, el Jefe dice que no lo acusa de eso, sino de ser un lambeculos (**). A partir de allí la memoria del tipo se desdibuja. Hay acusaciones, Capitán y Jefe levantan la voz, y en casi nada de tiempo salen cada uno por una puerta distinta del comedor, rumbo a sus camarotes. Los demás quedan aturdidos y espantados, pero, como la torta seguía sin cortar, deciden que sería una lástima desperdiciarla y terminan con ella, y con el champagne, en mejor humor y compañía.

Y todo queda ahí durante mes y medio


(**) De acuerdo con el compromiso tomado en la introducción, cumplo en registrar la corrección hecha en este punto por otro oficial de máquinas. Según el mismo, el Jefe no usó la expresión "lambeculos" sino que recurrió a "alcahuete". Como pueden considerarse sinónimos, y no afectan al espíritu de la anécdota, no se creyó necesario modificar el original.


EMPIEZA EL VERDADERO PROBLEMA:

Para cuando llegaron a Buenos Aires, aquel “intercambio de palabras” se había olvidado, o pasado a formar parte del anecdotario del buque. La vuelta siempre era un momento intenso (preparar el buque para las inspecciones, organizar pedidos y órdenes de reparaciones para la Empresa, la ansiedad de ver a la familia de nuevo, la cuenta obsesiva de los días en que se iba a permanecer antes de zarpar de nuevo, los planes para sacar del puerto “las compras” sin ser detectados por Aduana ni Prefectura…) y, en medio de toda esa tensión mental y emotiva, un chispazo más entre los dos viejos gruñones de a bordo no merecía ser ni siquiera recordado.

Pero algo pasó. Nunca se supo qué, aunque la versión más confiable afirma que la serpiente de este Edén (quizás no sea la mejor analogía) fue un nuevo primer oficial de cubierta, con más carácter de capitán que de oficial, que se indignó por el atrevimiento del Jefe (o por su manía de arruinar negocios ajenos) y convenció al Viejo Capitán de que la cosa había llegado a un nivel inaceptable. Fuera por lo que fuera, al poco tiempo de tocar puerto se le notifica al Jefe que se lo desembarca del Estíguar, para siempre, por “atentar contra la moral de la tripulación” (SIC). El Comisario lo desembarca ipso facto, y el buque se queda sin Jefe.

El Tipo habla rápido con los demás oficiales de máquinas y, junto con el tercero, van al camarote del Jefe. Lo encuentran llenando cajas con años de recuerdos y cosas personales. El Tipo le dice que están todos indignados, y que, aunque aún no han tenido tiempo de redactarla y tipearla (eran tiempos de Remington y Olivetti) considerara que tenía sobre su escritorio las renuncias de todos sus oficiales. Se iban todos con él. Y probablemente el resto de la gente de máquinas hiciera lo mismo.

A partir de ahí, la cosa entró en un espiral surrealista.

El Jefe, contento, dijo que no. Sacó un par de biblioratos, gorditos y bien alimentados, y se los empezó a mostrar a los chicos.

¿Han visto Uds. fotos de los viejos buques de carga, esos que tenían plumas y cables de acero por todos lados? Bueno: cada motor que mueve cada cable tiene un ventilador y una tapa para que no le entre humedad y sal. Uno abre la tapa, y el ventilador arranca automático. Cierra la tapa, y se detiene. No abre la tapa, nada funciona.  Fue siempre un viejo tema de discusión entre Cubierta y Máquinas porque, terminadas las operaciones en bodega, era común que los marineros se olvidaran de cerrar estas tapas y dejaran los ventiladores horas y horas (días y días, a veces) andando, salándose y desgastando sus rodamientos. Un domingo después del almuerzo, fondeados en Port Said (imaginen el calor y el sol que había bajo aquel sol egipcio) el Jefe le pide al tercero de máquinas que camine la cubierta hasta proa. Sin entender nada, el hombre va, da toda la vuelta al buque, y vuelve. Y le cuenta al Jefe un fenómeno curioso, casi sobrenatural: en el silencio de aquella sartén seca, se escuchaba funcionar los ventiladores de los equipos de carga. Eso era normal, dados los descuidos de los marineros, pero lo raro era que, cada vez que él se dirigía a una caseta a cerrar las tapas, los motores callaban. Y, más curioso aún, cuando estaba casi de vuelta en el casillaje, los motores arrancaron de nuevo, sin nadie a la vista.

Los biblioratos del Jefe aclararon ese tema eléctricamente imposible. En cuanto el tercero dejó su camarote, el Jefe sacó su Nikkon con teleobjetivo y, por sus ventanas a proa, empezó a vigilar. Enseguida consiguió fotos de la gente de cubierta descargando a una lancha,con esas mismas plumas, rollos de cable de acero, de cabos, latas de pintura, y otras cosas difíciles de determinar. Y fotos de bultos que subían de la lancha al buque por un cabito.

Junto a estas pruebas de un negocio privado de cubierta (con materiales de la Empresa) había decenas de otras, con fotos y fechas, que databan de años y años atrás. Los biblioratos contenían también pormenorizadas descripciones de los sobreprecios que el Viejo conseguía en lavaderos, provisiones, reparaciones, etc, que pagaba la Empresa y cuyas comisiones cobraba él, junto con fojas de conceptos de tripulantes hechas por el capitán en total estado de ebriedad (en los cuales prácticamente recomendaba sacrificar por inútil al evaluado), y la corrección hecha al día siguiente, sobrio, en la cual lo elevaba sobre todos sus pares. Mismo tripulante, mismo viaje, mismo capitán, diferentes cantidades de alcohol en sangre.

Para ser breve, esos documentos eran un tiro en la nuca de la carrera del capitán, Y eso con suerte, y si no llegaban más lejos y le conseguían un proceso penal.

Cuando los oficiales cerraron las sorprendidas bocas les dijo que no renunciaran, que se quedaran, porque la cosa iba a ir más lejos y necesitaba gente que supiera de qué se trataba cuando la bosta llegara al ventilador. Los tranquilizó explicándoles que aquello de “atentar contra la moral”, por ser algo tan amplio que podía ir desde instigar al motín hasta el acoso sexual, iba a requerir que el capitán fundamentara su desagrado personal, cosa que, incluso para los suyos, era algo legalmente flojo. Mientras que, en su descargo, el Jefe podía fundamentar… bueno, la verdad era que tenía documentos para fundamentar lo que quisiera.

El Tipo pensó que la cosa iba a ser fácil. El procedimiento era sencillo: el Jefe hacía uso de su derecho a hacer una exposición ante la Prefectura y a presentar una nota a la Empresa, la Máquina de Comer Marinos se ponía en marcha, y antes del próximo viaje bajaban al Capitán. Quizás no lo sancionaran, pero no le permitirían volver a salir de viaje si las acusaciones eran serias (por lo menos no hasta no saber cuánto calaba el Viejo en aquella dársena de caca).

El Tipo era joven e ingenuo.

 

La Ley de la Navegación establece que no se puede obligar al Capitán a tener en su buque a nadie que no sea de su confianza. Como si un Gerente de una empresa pudiera echar a un trabajador sólo porque no le cae bien. La misma ley le permite al Capitán arrestar a un tripulante en su camarote, de hecho, y hay reglamentos del trabajo a bordo que le dan el derecho a prohibir temas de conversación. No saludar al Capitán es sancionable según estas reglas. Entiéndase: son leyes antiguas, de cuando se navegaba a vela, sin comunicación posible con la Empresa o la Ley, y con tripulaciones que estaban, muchas veces, apenas un par de dedos por encima del hampa: no era más que simple sentido común el que el comando de un buque tuviera mano libre a la hora de imponer orden a bordo.

La macana es que, como toda ley que no se cambia sigue vigente, cada tanto aparecía un astuto que las invocaba para imponer un anacronismo.  En el caso de la torta (y en el del otro buque comentado previamente), el Capitán se apoyó en eso de no estar obligado a viajar con nadie que no le gustara. Y eran buenas, como se dice en el truco: El Jefe podía demostrar que el Viejo era un sinvergüenza de siete suelas pero, legalmente, no podía protestar su desembarco del Estíguar. Nadie podría.

El CJOMN venía hacía rato molesto con este artículo caprichoso y, si bien no tenía manera de cambiar la ley, estaba operando para conseguir que las Empresas disuadieran a los Capitanes de desempolvarla. Con los azotes, el arresto en el camarote y la censura de la conversación, la potestad de desembarcarlo a uno en función de lo simpático o no que le resultara al capitán era una cosa que, a pesar de lo pintoresca y tradicional que resultara, no se debía poder siquiera mencionar más.

Así que no hubo nota ni exposición (o quizás si, por lo mal que lo pasó el capitán de ahí en más, y el Tipo no se enteró). En lugar de ello, el CJOMN decidió que ningún oficial de máquinas firmaría rol con ese capitán hasta que no se repusiera de nuevo en su cargo al Jefe. Ahora era el capitán quien no les caía simpáticos a los oficiales de máquinas, y no iban a navegar con él. Cosa que, bien vista, era un poco contradictoria, porque se apoyaba en otra de esas viejas leyes de los buques a vela: aunque el marino es un empleado de la Empresa, su compromiso a hacer el viaje, su aceptación de estar en el rol del buque (Rol puede entenderse aquí igual que en el cine) es con el capitán. Es ante el capitán que uno firma y, como no hay ley que pueda obligar a un trabajador a firmar algo si no quiere –la firma es suya, no de la Empresa-, si no le gusta el capitán, no firma nada. A nadie se le ocurría invocar esta antigualla, por supuesto, pero, en este caso, se consideró necesario combatir un anacronismo con otro.

Tres agentes secretos del CJOMN suben una tarde, cuando el movimiento del buque había cesado por el día y la cosa estaba calmada, y les explican a los oficiales de máquinas el plan. Se retiran disimuladamente, y todos se preparan para el soremoto.

Sin libro de rol con todos los renglones completos, el buque no puede legalmente realizar el viaje.

 

CONTINUA EL PROBLEMA:

Al buque se lo descargó, se le hicieron las reparaciones necesarias, se le repuso el combustible y aceites necesarios, se completaron sus repuestos, materiales, pinturas y víveres, se le fueron haciendo los relevos programados de marineros, tripulantes y oficiales de cubierta, se lo cargó, y se lo dejó listo para zarpar. Los maquinistas no firmaban el rol, pero, como formalmente se seguía en el viaje anterior, seguían fieles a su firma previa en el rol y trabajando como correspondía.

Hasta la noche en que se había programado la zarpada. Empresa y Capitán hacían como que no pasaba nada, y organizaron todo como para seguir normalmente. Los oficiales de máquinas se comían las uñas por el suspenso (incluido un pobre hombre que habían designado para ser el nuevo Jefe, pero que no lo era hasta firmar el rol, y un primero de máquinas que reemplazó al anterior por sus vacaciones, y que tampoco firmaba). El Tipo no estaba de guardia, y estaba leyendo en su camarote, cuando le golpean la puerta. “Te quieren en el camarote del Capitán”, le dice el mozo.

Uh.

En el camarote del Viejo encuentra lo más parecido a un velorio que vio jamás a bordo. Estaban todos, parados y serios, frente al escritorio. No faltaba ningún oficial, e incluso había gente que no era de a bordo: dos o tres peces grandes de la Empresa, un escribano, y un par de personajes que el Tipo nunca llegó a identificar. Sólo estaba sentado el Capitán y, en una mesita portátil y detrás de una máquina de escribir, el Comisario de a bordo.

Habiendo constatado con innecesaria formalidad que estaban todos los interesados presentes (el Tipo escuchó en el tono del Viejo un reproche hacia la tardanza que su hábito de leer a solas había causado a aquella puesta en escena) el Viejo describe la situación actual del buque –cargado, con carga frigorífica de entrega pactada en fecha, remolcadores a proa y popa y práctico a bordo- e invita a los oficiales de máquinas a firmar el rol para permitir la zarpada del buque. Como una ametralladora, cláqueti cláqueti cláqueti clac, prrrrrrt! (¡PING!), el Comisario escribía las Palabras en su Olivetti, cinco copias, todas de un mismo tenor y a un solo efecto.

El Jefe designado declara no tener nada personal contra el Capitán, pero se niega a firmar siguiendo indicaciones de su Centro. Los demás oficiales declaran lo mismo, el Capitán reparte copias, pide firmas de las actas (la ley no da derecho a negarse a firmar actas), disuelve el velorio, y ordena que nadie baje a tierra hasta que se sepa si la cosa se arregla o no, y si el buque zarpa, o no.

 

MÁS PROBLEMAS, SIN TORTA, POR SUPUESTO:

Cuando alguien que navega quiere contarle algo a gente de tierra descubre, para su frustración, que debe detenerse a cada rato para explicar cosas que para él son obvias, y para sus oyentes, arameo antiguo.

Debe frustrar a los oyentes también, supongo.

¿Qué tan libre es un marino libre? Relativamente poco. Cuando el buque navega, tiene horarios de guardia o de trabajo irrenunciables (no sólo por la ley, sino porque, si él no trabaja, otro no duerme para hacer su trabajo. Esa situación no puede durar mucho). Fuera de esas horas tiene la obligación de concurrir a hacer los trabajos que el Capitán, o Jefe, crean imprescindibles (o reemplazar a otro enfermo), a las prácticas de lucha contra incendio, abandono, hombre al agua, colisión, etc., y a las reuniones  que Capitán, Empresa o Guardacostas hayan convocado. Fuera de eso, puede hacer con lo que queda del día lo que quiera. Parece una ironía, pero no, lo dije en serio.

En puerto, por otro lado, el tema se complica. Como el buque no navega, (no se traslada) no hay riesgo de colisión ni varadura, ni nadie tiene que decidir por dónde va, así que las guardias se vuelven más elásticas. Se siguen haciendo, pero a veces se alargan para disponer a cambio de períodos de descanso mayores. Nadie crea que esto es sinónimo de una excursión de crucero: todo el párrafo que describe el uso del tiempo en navegación siguen en pie, y hay que sumarle lo intensos que se vuelven los trabajos de máquinas en puerto (porque, por lo general, es el único lugar donde se pueden mantener equipos que se usan al navegar), y las de cubierta (porque pasan de navegar el buque a cargarlo y descargarlo. Y en buques tanque, o buques de carga general, eso es casi una profesión aparte). Lo importante para nuestra historia es que, una vez cumplidas todas las obligaciones y formalidades, y en aquellos países donde las Autoridades lo permitían (y valiera la pena el esfuerzo), el marino era libre de bajar a tierra durante su período libre, y hacer lo que quisiera, hasta la “pizarra” (La pizarra era un pequeño pizarrón que se ponía en el mamparo de cubierta, bien frente a la planchada, en la cual el capitán indicaba a qué hora había que estar a bordo. Por lo general, eran dos horas antes de la hora prevista de zarpada).

En Buenos Aires, que era donde se podía visitar a esposa, familia y novia entre viaje y viaje, los embarcados regulaban y controlaban ese tiempo como si de oro líquido se tratase (Bueno: el tiempo en Brasil también era muy codiciado) y, salvo la hora que figuraba en la pizarra, tenían la tranquilidad de que, una vez pisado el muelle, el Capitán ya no tenía forma de afectar sus vidas (Debemos agradecer a la telefonía celular el cese de este último reducto de libertad del marino)

Aquel funesto agosto se vio que no era tan así. Después de la ominosa reunión en su camarote, el Capitán ordenó anotar en la pizarra que el personal debía estar a bordo a las 0800 hs. Nadie tenía auto (la mayoría creía que iban a estar navegando para esa hora), el muelle estaba muy lejos del primer colectivo, las despedidas de los afectos ya habían sido hechas y sufridas aquella tarde, y el teléfono celular era algo que sólo poseían Dick Tracy y El Agente De Cipol, así que, aquella noche, todos durmieron a bordo. Y pasaron a bordo todo el día siguiente sin atreverse a encarar ningún trabajo de puerto: era obvio que la situación se iba a resolver en horas, y que la zarpada era algo inminente.

No lo fue. La pizarra de las ocho se cambió por una a las diez, la de las diez por otra a las doce, la de las doce, a las dos, y así hasta que la de las seis de la tarde sorprendió a todos con una que ordenaba estar a bordo al día siguiente, a las ocho. El Capitán, por supuesto, no creyó necesario explicar al vulgo sus actos, pero le contó a su primer oficial, quién a su vez lo divulgó como pudo, que, estando el buque cien por ciento listo a zarpar, y con lo cara que era cualquier demora, el Viejo no quería la responsabilidad de tener que postergar todo porque la tripulación estuviera en sus casas por decisión suya. Como era casi imposible que la Empresa o los Centros trabajasen de noche y resolvieran nada, accedía a correr el riesgo de permitir libre ese horario.  Los más viejos de a bordo sonreían de costado, escépticos, y explicaban que los reglamentos estipulaban que, si la zarpada se producía más de dos horas después de la pizarra, el excedente de horas se pagaba como hora extra (al doble de la hora normal).

Todos los que no tuvieran guardia volaron a sus casas, sorprendieron a sus gentes, explicaron el entuerto y crearon una enorme confusión.

Aquí es el punto donde tengo que apelar a la empatía de quien lee, porque entiendo que las palabras, por si solas, no pueden dar una idea cabal de lo que pasaba a tripulantes y afectos. Necesito una ayudita. Traten de ponerse en situación.

El barquero se IBA. No como ahora, que se sigue siempre en contacto por celular, o por correo de texto, o por correo electrónico: por plazos que iban de tres a seis meses (cuando había suerte), ni familia, hijos ni amores iban a saber de ellos más de lo que alguna carta, siempre desactualizada y muchas veces extraviada, podía contar. Se podía conseguir una comunicación engorrosa y pobre desde la estación de radio del buque, abierta a todos quienes desearan escucharla, y, cuando se tocaba algún puerto civilizado, pedir un llamado larga distancia, pero todos eran pobrísimos y angustiantes sustitutos de lo que hoy es tan normal: una conversación privada y sin ataduras de tiempo o lugar.

Las esposas sabían que no podían contar con su pareja para resolver nada (ni siquiera para aconsejar cómo, o ser consultados), y que, desde la zarpada hasta el regreso, debían solucionar todo solas. Los hijos sabían que el padre no iba a estar para abrazos o curar raspones de las rodillas, arreglar la bici o ayudar con las tareas. Los padres ancianos veían pasar los días que les quedaban sin poder compartirlos con sus hijos. La pasión de novias y amantes debía (o debería haber habido) enfriarse, y esa invaluable flor de la vida ser metida en una caja fría hasta la vuelta. En suma: todo lo bueno, todo lo valioso, todo lo importante que ligaba a la gente de tierra con el marino tenía que ser suspendido, y otra vida debía ser imaginada, y ser vivida como buena, hasta que él regresara. No era una cosa que se hiciera con un switch. Nadie podía hacer semejante salto mortal emotivo de un día para el otro: llevaba días de preparación y tristeza conseguir la aceptación de ese día gris en que él se iba.

Para el marino –no creo necesario decirlo- valía lo mismo. Tenía que conseguirse una nueva cabeza que encontrara interesante esa otra vida sin sus seres queridos, amén de perder su casa, sus cosas, sus intereses, su perro, su colchón y sus platos preferidos. Para todos implicaba un proceso de adaptación a lo feo, que se cerraba cuando el barquero había zarpado y ya no había más que hacer que esperar la vuelta. Para entonces se había dicho todo lo que se debía decir, se habían dado los besos que debían durar esos meses, se habían hechos las mejores caricias, y se había dicho adiós en serio.

¿Qué creen que pasó aquella noche, cuando los del Estíguar llegaron a casas en donde se los creía perdidos por los próximos meses? ¿Qué mezcla de alegría y confusión sacudió aquellos corazones como un auto que al que se le pone marcha atrás a ciento treinta kilómetros por hora?

No sé si desearles que puedan imaginarlo. Sé que dolía mucho, con una alegría insólita y un aturdimiento para el cual no había experiencia previa.

 

Bien. La cosa es que, después de esa noche (durante la cual se había vuelto a decir todo lo que se debía decir, dado los besos que debían durar esos meses, hechos las mejores caricias, y dicho adiós en serio) quienes no hubieran tenido guardia se presentaron a las ocho a bordo. Sin auto, claro, porque lo lógico era zarpar ese día. Pero no se zarpó. Ni al siguiente.

Ni al siguiente. Día tras día el capitán ordenaba poner un horario distinto de zarpada cada dos horas y, como en un novedoso castigo del infierno, noche tras noche se permitía a la tripulación volver a sus casas hasta el día siguiente, a las mismas putas ocho de la mañana.

Las cosas empezaron a astillarse en las casas. Nada duele más en este negocio de navegar que despedirse, pero por lo menos se sufre tres o cuatro veces por año, nada más. Aquel asunto apuñalaba el alma con una despedida cada veinticuatro horas, y el refinamiento de la tortura estribaba en que nadie se atrevía a despreciar una noche en casa, y quedarse a bordo por si ya no se seguía en la parodia de esperar, por si eso no ocurría y se desperdiciaba el último ratito con los seres queridos. Hubo muchas historias tristes de lo que ocurría en casa; el Tipo, aún hoy, recuerda con cuanto dolor y perplejidad su amor de aquellos tiempos le confesó que había llegado a desear que se fuera de una vez, y que era preferible la soledad a este eterno decir adiós.

Mientras tanto, entre gallos y medianoche, al Estíguar llegaban gentes de noche. Figuras discretas, silenciosas, que no decían a nadie quiénes eran ni a quienes venían a ver, pero que operaban para distintos bandos. El CJOMN (maquinistas, ¿Recuerdan?) era visto como el satanás de la cosa, y el Capitán no quería saber nada de permitirles subir a bordo pero, como de noche el Viejo no estaba, venían a alentar y traer noticias. Gerentes de la Empresa se apersonaban para dejar caer disimuladamente (como cae disimuladamente un contáiner desde la grúa) veladas amenazas a los tripulantes que siguieran con la medida de fuerza. Gente del CCOU (capitanes, para los flojos de memoria) aparecía de día y se encerraban con capitán y primer oficial en su camarote.

Nada se resolvía.

Un día estaciona un auto al pie de la planchada y de él descienden dos delegados del CJOMN. Muy enojados, desde un muelle que no se les permitía dejar, piden que bajen todos los oficiales de máquinas –Jefe incluido-. Conseguido esto los hacen subir al auto para ir a la sede del Centro, a hablar con el Presidente. Esto no era legalmente posible: siempre, aunque el mundo se estuviera terminando, debía haber a bordo por lo menos UN oficial de máquinas. Pero no: insisten y, para no sumar problemas a los que ya había, el Jefe manda avisarle al capitán de lo que pasa y se van, los cuatro, al Centro. En diecinueve años de tener electricidad corriendo por sus venas, aquella fue la primera vez en que el Estíguar estuvo sin un oficial de máquinas a bordo.

Sientan a los cuatro en un sillón de la oficina del Presidente (recuérdese que el Jefe no era parte del lío de a bordo, como tampoco lo era el nuevo primer oficial) y se les pregunta si firmaron un acta declarando que no firmaban el libro de Rol por obedecer instrucciones del Centro.

Todos dicen que sí, y arde Troya. En medio de los improperios, la bronca y las quejas de Presidente y acólitos, en un momento en que no tuvieron más remedio que tomar aire para seguir, el Nuevo Jefe dice no entender. El Centro había ordenado no firmar Rol. Él no tenía inconvenientes en firmar rol con el Capitán (de hecho, no lo conocía), y, si no lo había hecho, era simplemente porque el Centro le había ordenado no firmar Rol.

Más exabruptos. Más improperios. Una disculpa magnánima del Presidente a lo hecho por los oficiales, por su juventud, que se tornó enseguida en un agravante a la bobera del Jefe que, por su experiencia, debía haber sabido más.

“¿Sabido qué?” preguntó perplejo el pobre Jefe.

“¡Nunca tenés que firmar lo que el enemigo te dice que firmes, porque seguro es para usarlo contra vos!”

El Jefe –que por serlo tenía necesariamente que conocer al dedillo reglas y chicanas- le explicó que el tripulante no tiene derecho a negarse a firmar un acta redactada por el Capitán. Está en la Ley de la Navegación.

“Bueno, hubieras dicho otra cosa. Que no firmabas por no tragar al capitán, por ejemplo…”

“¡Pero si no lo conozco!”

No pareció un argumento válido. Como tampoco la –obvia- objeción del Jefe de que, si él se negaba a firmar porque sí, de puro caprichoso, la Empresa lo iba a castigar de todas las maneras posibles. “Si te hacen eso, no firma ningún oficial de máquinas más en ningún buque”, le respondieron, beligerantes y orgullosos.

Aquello se parecía cada vez más al asesinato del archiduque en Sarajevo.

Se los retó sañudamente a todos, instándoles a tener más cuidado en los días venideros, y al final se les explicó que, como la bendita acta señalaba como causante de la demora del buque a la decisión del Centro, las costas de la misma deberían ser pagadas por el CJOMN. Y era mucha plata.

De vuelta al buque, el Jefe tranquilizó a sus muchachos (la frase con que explicó su actitud pasó a formar parte del Credo del Tipo: “Yo prefiero perder una discusión a ganar un conflicto”) y de nuevo a las pizarras mágicas del Estíguar.

Para alivio del CJOMN, al día siguiente la Empresa da el brazo a torcer, y desembarca al Capitán. Trae un Capitán nuevo, fresquito, sin contaminación con el Estíguar. Firman Jefe, primero segundo y tercero de máquinas y, como la ley dice que al cambiar capitán las firmas anteriores no son válidas (por aquello de que no se firma un compromiso con el buque ni con la Empresa, sino con el Capitán), firman de nuevo marineros, engrasadores, electricistas, mecánicos, cabos, etc. Al llegar el momento en que deben firmar de nuevo los oficiales de cubierta que venían embarcados, estos manifiestan que no lo van a hacer por indicaciones explícitas de CCOU, que no puede tolerar que un grupo de tripulantes destituya a uno de los suyos, ni que se cercene el soberano derecho del capitán no embarcar a quién no desee.

Y vuelta a las pizarras cada dos horas, y a la Última Noche repetida una y otra vez.

 

 

El puerto no tiene la culpa de que la Empresa no resuelva su conventillo interno, ni la Empresa tiene ganas de seguir pagando ese muelle útil que el Estíguar venía ocupando, así que lo mueven a un muelle perdido, detrás de la usina de Puerto Nuevo, y allí queda, con su carga congelada esperando, sus tanques cargados, y los clientes de medio mundo esperando y sin poder entender qué carájo pasa con las cosas que deberían estar recibiendo en sus puertos.

Andando los días, alguien de a bordo (quizás con buena intención, quizás con la idea de que si la mierda salpicaba un área mayor se iba a zarpar de una buena vez para salir del papelón) pasa el chisme a un canal de noticias. En esa época, el canal más crítico era el Nueve, y dentro de los caranchos del nueve, el que más santamente se indignaba era un periodista llamado José Corzo Gómez –que luego intentó la política, y que no mucho más tarde debió dejarla por razones difíciles de comprender- Era la época en que se estaba cocinando la destrucción de las Empresas del Estado y, como para el argentino eso era una medicina muy amarga de tomar, los que estaban a favor usaban cualquier historia que dejara mal a esas empresas para ir sugestionando al electorado. Lo del Estíguar fue una uvita. Se los mandó Dios.

Una tarde se presenta un equipo de periodistas (cámara, micrófono, ayudantes: completito) y empieza a subir la planchada. Se los para, y se les explica que un buque no es un lugar al que se pueda subir sin autorización. Los periodistas protestan, pero, como no hay forma de atropellar por una angosta planchada y hacia arriba, se conforman con entrevistar al primer oficial de cubierta. ¿Era verdad que el buque llevaba más de diez días parado por una pelea de a bordo? ¿Que se habían peleado por una mujer (a la sazón, la pobre enfermera)? ¿Que habían habido tiros y puñaladas?

No. El buque no zarpaba por un conflicto gremial.

“Ah, no” dijo el periodista guardando su micrófono “Eso no vende”. Y se fueron. Esa misma noche, Corzo Gómez dedicó su columna a la ineficiencia del Estado, al buque que perdía quince mil dólares por día (en lo cual tenía razón, de hecho), y a preguntarse hasta cuando los ciudadanos debían solventar con sus impuestos los costos de un barco que no zarpaba porque sus tripulantes se habían peleado por una torta de cumpleaños. Recién ahí, y por primera vez, aparece como causante de todo la bendita torta, y es gracias a esa manipulación periodística que se pierde de vista, casi para todos, el verdadero motivo del conflicto.

Y Corzo siguió así, día tras día, todas las noches, machacando conque la plata que día a día desangraba el Estíguar del estado manaba por el agujerito de una caprichosa pelea por la repostería. Los diarios se hicieron eco (en particular El Cronista Comercial, que ya le había dado al tema una columna fija), y los de a bordo empezaron a sentir que no sólo estaban viviendo una situación difícil, sino que ya casi rondaba lo patético.

Quince días después de la fallida zarpada, la Empresa habla con ambos Centros de Oficiales. Al de cubierta le informa que va a reponer en su puesto al Capitán original. Al de Máquinas, en secreto y hablando de costado por detrás de la mano con que se tapaba la boca, le promete desembarcar en Brasil al Viejo (agarrándose a un dudoso artículo que encontraron no sé dónde que decía que no se puede hacer un sumario en ausencia del sumariado) y cambiarlo por otro capitán menos conflictivo. Firman los oficiales de cubierta, inocentes de la tramoya, y zarpa el Estíguar. Tal y como se prometió, en el primer puerto se releva al capitán (con los consiguientes gastos de hotel y pasajes) y, estando tan avanzado el viaje, y habiendo repartido tanto estiércol los ventiladores, los oficiales de cubierta, furiosos, no ven más remedio que firmar rol y seguir.

Fue el último viaje del Estíguar. Una vez descargado todo lo que traía, y ya sin compromisos pendientes, se lo tiró en un muelle perdido, se lo desafectó, y se lo vendió, creo que como chatarra.

 

 

 

 

Es verdad: Hubo puteadas y portazos, una noche, por una torta. Pero el tipo siempre pensó que el protagonismo de aquel pastel no merecía pasar del título. Lo que realmente hubo fueron orgullos y soberbias en dirigentes gremiales que, preocupados por ver quién la tenía más grande, no veían venir el cataclismo contra la Empresa y la navegación que el final de la época de Alfonsin, y el gobierno peronista de Menem, iba a terminar por emascularlos a todos. Hubo pusilanimidad en la Empresa que, en vez de decir “señores, su pelea es de ustedes: se bajan los dos, los relevo, y el buque zarpa” se dedicó a contemporizar, a tratar de quedar bien con todos, a amenazar tímidamente, y a pagar, pagar, pagar y pagar. Y hubo sinvergüenzas en el periodismo que, en vez de contar lo que averiguaron (que no averiguaron nada, de hecho) contaron lo que políticamente les convenía contar. Al Tipo no le consta que el Ministerio de Trabajo haya hecho nada mal en este tema, pero le resultó igualmente imposible averiguar si hizo, efectivamente, algo en absoluto. 

Puede que si nada de esto pasaba el Estíguar igual se vendía: le pasó a muchos barcos más modernos de la flota, casi enseguida, y a toda la flota en sí en muy pocos años. Pero hubiera sido más lindo un final más elegante. El último viaje (ya sin Montescos ni Capuletos) fue largo, entretenido y tranquilo, pero no pudo quitar el sabor feo de la boca, ni la sensación de haber “luchado” con misiles por una mojadura de oreja. El artículo que daba la potestad al Capitán no se cambió (de hecho, años después, un Presidente del Centro lo usó como justificación para quitarle el cargo a otro dirigente subordinado, siendo que, no habiendo pisado un buque en años, ni siquiera era Jefe de nada) y el único logro de todo el despelote fue que, en todos los demás buques, los Comisarios de a bordo se volvieron obsesivos con llevar la cuenta y organizar cumpleaños para todos los tripulantes, o los abolieran en absoluto.

Si la energía, en vez de dirigirse hacia dentro del buque y contra los otros pobres marinos como uno, se acumulara y se dirigiera hacia los tránsfugas que esperan en el muelle, otro hubiera sido el destino de la Marina Mercante. O no, pero por lo menos hubiera sido algo que uno se habría sentido orgulloso de contarle a los nietos.