jueves, 17 de octubre de 2019

De barcos: MAL NEGOCIO

MAL NEGOCIO:

Si algo enseñan estos tiempos que corren es que no hay Bien ni Mal. La gente sesuda, la que piensa, siempre lo supo (al cabo de algunas horas de exprimirse la cabeza, por supuesto), pero hoy cualquiera, con sólo hacer algo de memoria, se da cuenta de que “bueno” es lo que hoy nos han llevado a llamar bueno, y “malo” lo contrario. Relativo. Voluble, incluso.
Cosas que en la vida de uno, no hace mucho, eran crímenes (“malas”) como la homosexualidad, el divorcio, la apostasía o la blasfemia, hoy se aceptan como simpáticas opciones del humano en busca de su felicidad. Cosas que eran buenas cuando uno era chico (educar a hijos y mujer a los golpes, matar a los indios enemigos de Rintintin o a los negros que no querían a Tarzán, la homofobia, eliminar a los enemigos de la patria, el lugar del hombre inaccesible a la mujer, y el de la mujer ineludible para ella) todas esas cosas que eran lo bueno para los nosotros los chicos hacen hoy que hasta los ateos se persignen. Se objetará que no es por lo relativo de los valores, sino por la evolución de los mismos: Estos valores modernos son ciertos, se dirá, son los verdaderos y definitivos, porque reemplazaron a los brutales valores previos.
Cosa que también juraban los que defendían, no hace mucho, aquellos valores previos.
Hemos honrado la homosexualidad en épocas anteriores (la Grecia clásica, nada menos), la hemos denostado desde que cayó Roma hasta no hace poco, y la estamos honrando de nuevo. Hemos quemado brujas de buena fé, creyendo hacer lo correcto y, aunque hoy nos parece un horror, no hace falta gran cosa para que nos vuelva a parecer buena idea.
Todo esto viene a cuenta de que no es justo juzgar con valores del siglo XXI las cosas que se hacían a bordo a fines del XX, porque, aunque en vueltas al sol puede parecer que no ha pasado mucho, de un paradigma al otro hay un abismo. No es justo pensar que la gente era insensible a la ecología, o al medio ambiente, si no se tiene en cuenta que, en aquella época, aquellas prácticas eran lo usual, lo correcto.
Por ejemplo:

El Tipo entró al pañol de popa del Rio Negro II. Un pañol es un lugar de a bordo donde se guardan materiales. Consecuentemente es un lugar que no serviría para otra cosa: Nadie vive ahí, nadie come ni trabaja ahí, no hay equipos ni circuitos haciendo nada, y, si no fuera pañol, hubiera sido un dolor de cabeza para el ingeniero naval a la hora de explicar para qué lo hizo. Como es de esperar, nadie le presta mucha atención durante el poco tiempo en que se busca algo ahí dentro, y es un sitio relativamente mugriento, mal iluminado, y lóbrego. Decir “inquietante” sería exagerar, pero el del Rio Negro, al estar un tanto aislado del ruido de máquinas (estaba junto al cuarto de la máquina del timón) poseía una quietud amortiguada, poco natural para los maquinistas.
El Tipo encuentra lo que fue a buscar subiéndose al primer estante y viéndolo en el segundo, a la altura de su cabeza. Lo saca con esfuerzo, y oye, detrás del bulto, unos gritos furiosos, agudos, e inarticulados. Por supuesto suelta todo y se aleja hacia atrás; como atrás no había piso, cae, parado pero desgarbado, y golpea la espalda contra el mamparo opuesto. Respira, se calma, y vuelve a subir.
Detrás de los fardos de estopa hay cuatro jaulitas con sagüis, o macacos da bolsa. Monos de bolsillo, en castellano: titíes del tamaño de un hornero que venden a los turistas en la plaza del Artezanato de Bahía.
Psicóticos, enfurecidos, y con los ojos desorbitados por el miedo y el odio.

Para el tipo no eran novedad. Los vendían en la plaza frente al Artezanato de Bahía, y era cosa sabida que los comerciantes los embriagaban a la fuerza: eso los volvía cariñosos y dóciles a las caricias de los turistas,y fáciles de vender (Turistas y marinos descubrían esa noche, cuando se les pasaba el estupor y les atacaba la resaca -a los monitos, se entiende-, que los dulces peluches eran animales salvajes, con tantas ganas de ser acariciados como de ser comidos vivos. Aquella primera noche era algo que ninguna de las partes podía olvidar jamás).
Años atrás (en el ‘83), y sabiendo eso, el tipo había elegido el más vivaracho, el más salvaje, (el menos borracho, digamos) y se lo compró. Le llevó todo un viaje, ida y vuelta al mar del norte, el conseguir, si no una amistad, por lo menos una cierta tolerancia mutua con el animalito, amén de muchísimo amor, trabajo, y paciencia en el camarote. Pero nunca fué fácil (la historia de ese monito sigue en tierra, así que no tiene cabida en esta colección de recuerdos. Otra vez será)
Cuando tuvo a toda la gente de máquinas en la consola (menos el Jefe, por supuesto) preguntó de quién eran los animalitos. Un mecánico y un limpiador reconocieron la autoría. Explicaron que ese tipo de mascotas alcanza precios siderales en Estados Unidos, y, a diferencia de bestias más difíciles de disimular (como leones, elefantes, jirafas, o loros, bueno, los loros no son tan grandes pero gritan en el momento menos oportuno) estos monitos callaban cuando estaban a oscuras. En un bolsillo, o una mochilita, pasaban desapercibidos para todos. Eran buen negocio.
Al tipo nunca le gustó arruinarle el negocio a nadie, pero si te hacés de miel te comen las moscas: no iba a denunciarlos, les dijo, pero tampoco iba a permitir que usaran la sala de máquinas como lugar para esconder mercadería. Si querían el dinero tenían que estar dispuestos a correr solos los riesgos, y no involucrar a todos los demás compañeros en el asunto.
Desaparecieron los monitos del pañol, y nadie volvió a saber de ellos durante unos días hasta que, como suele pasar, algo salió mal.
Para amansarlos, y para que hicieran algo de ejercicio, aquellos dos comerciantes soltaban a sus pasajeros dentro de sus camarotes cuando iban a trabajar o a comer. Hasta allí todo bien: el Tipo había usado el mismo sistema en el 83, con el único inconveniente de tener que limpiar bosta de mono de prácticamente cualquier lugar. Pero estos dos tenían, además, la muy marinera superstición de que el aire acondicionado mejora si uno le saca la boquilla por la cual entra al camarote (no importa cuanto demuestren los maquinistas la falsedad de esto con termómetros y teoría de la refrigeración: al barquero le parece que ruidito es frío, y saca la boquilla). Una tarde se combinó que se olvidaron, o les dió pereza de guardar a los monitos en las jaulitas al salir del camarote (total, ¿dónde iban a ir?), los monos aburridos encontraron abiertos los ductos de aire acondicionado, y se largaron a recorrer el buque.
Daktari y Doolitlle hicieron lo que pudieron para conservar la fuga en secreto, pero los bichos corrían de un lado al otro, gritaban en los ductos, se asomaban (no entraban) a otros camarotes, y en fin, en media hora lo sabían todos los marineros, y en treinta y un minutos un capitán furioso llamaba a todos a la camareta.
Inútil negar la verdad: por los ductos que daban a la camareta se oían, lejanos y cada tanto, los chillidos y las carreras. Luego de hacer gala de una notable capacidad para darle énfasis a las puteadas, el capitán dejó claro el problema: en Estados Unidos, el delito de introducir animales exóticos está a la altura del de introducir drogas o armas. Si las autoridades encontraban uno solo de aquellos personajes, el buque entero quedaría detenido, multado, investigado, y en cuarentena. Los gastos para la Empresa serían astronómicos, e igual de astronómico sería el viaje que todos realizarían al recibir la patada en el culo que la Empresa les daría.
No le importaba quién, no le importaba cómo, ni le importaba cuando, pero no tenía que haber ningún mono a bordo al llegar a puerto.

Siguieron dos o tres dias de angustioso desarmar techos, revisar ductos, y probar atraerlos a los polizones con comida. Téngase en cuenta que los ductos llegaban apenas a tener 15 centímetros de diámetro, y entretejían una compleja red por todos los techos del buque...y todas las cubiertas: lo que un hombre podía lograr sólo con el largo de su brazo no era mucho, mientras que para los macacos, aquello era una linea de metro.
El buque llegó a New Orleans, y nadie supo qué pasó con aquellos bichos. Es decir: alguien debió saber, pero no lo divulgó. Esta historia pudo haber tenido un final triste, o feliz: el tipo no se preocupó por averiguar cuál de los dos tuvo lugar, ya que la incertidumbre, el final abierto, le permiten creer que, quizás, bajaron en alguna caja de carga, algún pallett, algúna bolsa, y que empezarían una nueva vida como inmigrantes ilegales en Estados Unidos. O que se ocultaron entre las grúas, o en los botes, y siguieron el viaje de bajada hasta algún lugar más amigable del trópico. Muchos pájaros lo hacen. Es más fácil, por supuesto, pensar mal e imaginar lo peor...pero, habiendo visto la habilidad para escapar de los monitos, y la torpeza de sus dueños para recapturarlos, no es imposible que salieran de los ductos y se alejaran del casillaje… o por lo menos del capitán.
No se sabe, y cada uno es dueño de creer lo que quiera.
Lo único cierto es que, para todos, fué un (otro) mal negocio.

martes, 15 de octubre de 2019

LA MANCHA VORAZ


LA MANCHA VORAZ (The blob)
El Tipo embarcó varias veces en el Siesta Teresa, a veces de Jefe, a veces de Primer Oficial, siempre sin ganas. El Siesta era un buque que habían comprado para hacer bunker (en el poco probable caso de que alguien no sepa lo que es eso –me contaron que pasa- comento que es una cruza entre estación de servicio y delivery. El buque de bunker carga combustible en las terminales y se lo lleva a los buques que lo necesitan, ahorrándoles la engorrosa y cara entrada a puerto. A veces lo entrega mientras los buques están fondeados en espera de su turno para operar en puerto, y otras mientras estos están amarrados a muelle y haciendo lo suyo, en cuyo caso les ahorra otros miles de dólares en la pérdida de tiempo que implicaría ir a cargar combustible a la terminal petrolera) El Siesta había sido diseñado para tener el casillaje muy bajo y los palos de luces de señales rebatibles hidráulicamente, de modo tal de poder pasar por debajo de los puentes de los ríos de Europa. Esto, por supuesto, era ridículamente innecesario en el Rio de la Plata o Bahía Blanca (donde la única cosa que hay por encima del buque es el espacio sideral), y sólo servía para sacar lugar en los camarotes y hacer que el equipo de aire acondicionado aspirara los gases de escape de las chimeneas mochas.
Tampoco servía mucho para bunker, porque para eso se necesitan buques diseñados para poder maniobrarse fácil en todas direcciones (tipo OVNI), mientras que el pobre Siesta era tan fácil de acoderar como un Ford Falcon de estacionar… y eso con buen tiempo. Fue hecho en Turquía por el dueño de un astillero al que le sobraron piezas de otros buques (toda una recomendación), operado y vendido barato por griegos (¿Lo del “presente griego” les suena familiar?), y elegido por un gerente de la Empresa que no tenía conocimientos de ingeniería naval ni de operativa de bunker, pero que nunca había viajado a Europa y quería igualdad de trato con los otros que sí.
Cada vez que sé de un griego vendiendo algo que flota a un argentino me cruza la imagen de Caperucita conversando con el Lobo.


Uno de los “regalitos” que los argivos dejaron fue un tanque de combustible contaminado. Por supuesto los tripulantes que traían al Siesta de Europa avisaron, pero se los consideró unos exagerados que querían estropear la fiesta del buque nuevo. Los de la Empresa lavaron apenas otro tanque, medio como para darle gusto a un caprichoso, y pusieron al Siesta a operar. Después de todo, el contaminado era un solo tanque, y el Siesta tenía varios: con no usarlo, ya estaba.
Nunca preguntaron con qué estaba contaminado, y asumieron que con agua o fuel oil.
Asumieron mal.
La contaminación era bacteriana. No es un dato que maneje mucha gente, pero existen bacterias cuya perversión consiste en alimentarse con hidrocarburos. No sólo eso: crecen y se reproducen. Durante los primeros embarcos del Tipo en aquella maravilla tecnológica (y hay que sacarse el sombrero con el turco, porque se puso un límite de espacio y consiguió meter todo en él. No lo hizo bien, eso sí, y el pato lo pagaban los tripulantes, que trabajaban como debajo del capot de un camión, y vivían en un espacio que hacía envidiar el de las casitas rodantes), durante aquellos primeros viajes, digo, lo de las bacterias no pasaba de producir sedimentos y entintado en el gas oil de los otros tanques, pero se solucionaba cambiando los filtros de los motores más seguido, y evitando como a la peste usar el tanque sucio. Nadie se preguntaba mucho cómo era que, si no se usaba el tanque contaminado, los otros se ensuciaban, pero, como era apenitas, el tema tenía que dejar lugar para problemas más importantes.
El tipo se fue a otros buques durante un par de años, y cuando vuelve al Siesta lo encuentra en crisis. No había filtro que durara más de tres horas, y cuando se tapaban no lo hacían como se supone que debe hacerlo un filtro responsable y de buena familia. El motor no empezaba a perder potencia de a poco, el generador no pedía que lo relevara otro ante la sobrecarga mecánica, el motor principal no empezaba a quedarse. No. Se morían como de un tiro.
En el puerto donde embarcó el Tipo abren el tanque que venía en servicio, supuestamente limpio. Desde el fondo, y hasta más o menos un metro de alto, las paredes están cubiertas de una gelatina negra de casi dos dedos de espesor. El Tipo mete la mano, escarba y saca…¿Cómo explicarlo?
Saca algo asqueroso. Unas cosas que parecían ravioles demasiado pasados, medio digeridos, de un color gris negruzco. Que olían como un pañal que aguantó toda la noche.
Abren los recipientes donde van los filtros del motor que se había detenido recién, y los encuentran llenos de esa gelatina fecal. Y si esto parecía mala señal, cuando desconectan la tubería que mete gas oil en esos recipientes (la del tanque al motor), y abren la válvula del tanque para que la columna de combustible del tanque “limpio” arrastre todo… no, no viene combustible. Los tubos de los tanques “limpios” a los motores, que son algo así como las arterias mayores de un buque, estaban tapados con aquel moco hediondo.
No es parte fundamental de la historia, pero es didáctico explicar qué se cree que pasó, y este es tan buen lugar como más adelante. Todos los tanques se sondan regularmente (se mete por un tubo una pesita unida a una larga cinta métrica para ver hasta dónde la moja el combustible. Esa medida en metros se compara con una tabla que la pasa a metros cúbicos, y es la única forma segura de saber cuánto se tiene) Los vacíos también, porque nadie puede estar seguro, a bordo, de que un tanque que ayer estaba vacío hoy no tenga combustible que vino de otro, o que tenga agua: las válvulas fallan, la gente se equivoca, el casco se agujerea…). Con el tiempo, la pesa fue llevando bacterias de un tubo a otro, infectando todos los tanques. Como en la –para mi generación- famosa película de Steve McQueen, aquella pequeña y contenida mancha que vino oculta en el principio estaba creciendo y alimentándose de todo lo que encontrara en los tanques. Era cuestión de tiempo el que llegara al cárter del motor principal (parece que para las pseudomonas el lubricante es un plato gourmet) y, aunque los compradores de combustible jamás llegaran a darse cuenta de lo que venía oculto en el que entregaba el Siesta, si se contaminaban los tanques de carga y se obstruían sus tuberías, iba a ser todo un problema descargarlo.
Bueno, el Tipo, que no estudió en Hogwarts, manda destapar con aire comprimido todas las tuberías, cambiar los filtros… y a zarpar, que había que cumplir compromisos y ganar plata.
La energía eléctrica del buque va y se muere cuando se están arrimando al buque cliente. Son apenas unos segundos, pero lo mismo te dice el dentista cuando se afirma con el torno: El buque queda sin control, y de milagro no pasa nada. Al volver a entrar a Dock Sud le pasa lo mismo al motor principal, y el capitán tiene la habilidad de dejarlo seguir por propio envión (“arrancada” me corregirán los del asunto) hasta un lugar donde es normal tirar el ancla para esperar lugar. Nadie de afuera nota nada –si la Prefectura toma conocimiento e interviene se inicia un proceso kafkiano, que merece nota aparte, y que, cuando se asienta la polvareda, sólo deja dos conclusiones: la culpa es del capitán, la culpa es del Jefe. Paguen-. Se vuelve a cargar, se vuelve a morir el motor en el canal, en un sitio donde hay un muelle hundido pero aún erizado de vigas y cosas que pinchan, vuelve el capitán a salvar la cosa, se entrega el combustible al buque cliente, y el Siesta, libre ya de compromisos, tira el ancla en un rinconcito discreto del Plata.
El capitán lo llama al Tipo.
Con una serenidad que merece respeto en una persona que se acaba de pegar una vuelta en el tren fantasma, el capitán plantea que hace varios meses que vienen pidiendo al gerente técnico una solución para estos accidentes cerebrovasculares del Siesta, que la gerencia comercial viene pidiendo siempre un viaje más, por estar en una racha de buenos contratos, y que el buque vino colaborando más de lo que debía, pero que todo tiene un límite.
El capitán no volvería a mover el buque del fondeadero hasta tanto se limpiaran todos los tanques. Podían cambiar de capitán, claro, pero la ley exige que se haga una exposición ante prefectura cuando esto ocurre en navegación (o no, pero él pensaba hacerla de todas maneras), y si la Autoridad se llega a enterar de cómo estaba la cosa, al Siesta le iban a pasar muchas cosas feas, traducibles básicamente en no poder ganar más plata durante mucho tiempo.
Nadie podía estar más de acuerdo que el Tipo, que, como Jefe de Máquinas, tenía asignada una guillotina a la derecha de la del Capitán, así que, aliviado, habla con el gerente técnico después de que el capitán lo hace (presumiblemente el gerente debió cambiar de oreja, porque la que usó con el capitán no iba a servir para nada durante la media hora que tardara en desarrugársele el tímpano ) y le pregunta cómo se iba a proceder.
Y el gerente está perplejo.
Hay que sacar primero el combustible contaminado. Todo. Luego tienen que cargar los tanques con un solvente que despegue al alienígena de sus paredes. Vuelta a descargar todo. Abrir los tanques, ventilarlos hasta que se evapore la última gotita de solvente, y meter gente que raspe, barra y saque los sólidos, porque son tanques con las “costillas” por dentro, y tan retorcidos que no hay máquina que los deje bien. (El Siesta había nacido como buque para transporte de químicos, y esos buques tienen las costillas de abajo y los costados forradas por tanques de lastre, y las del techo del lado de afuera. Pero eso es para la carga: los de máquinas eran parecidos por dentro a un pollo al spiedo). Para todo eso hace falta fuerza eléctrica, y el buque no puede producir la suya sin combustible. Vuélvase a la primer frase de este párrafo y se verá claro el dilema.
Hacer eso fondeado no es posible, como no es posible tampoco, reglamentariamente, dejar a un buque “muerto”, sin fuerza motriz, si no se contratan remolcadores que lo contengan en el caso de que una tormenta suelte el ancla del fondo (como las tormentas en el Plata son cosa de rutina, y el fondo del río es tan firme como cobertura de chocolate fuera de la heladera, la cosa no es tan caprichosa como parece). Había que entrar el buque a puerto. Y como puerto Buenos Aires, por razones de seguridad, ecológicas, comerciales, y de ignorancia, o indiferencia, por las necesidades de los buques, no permite ese tipo de trabajos, hay que llevar el buque a otro muelle.
El primer muelle viable y disponible estaba en Rosario.
Rosario no, dijo el capi. Yo, así, de acá, no me muevo. (el Tipo aplaudió por dentro: remontar el Plata y el Paraná, cruzando todo el tráfico de buques que suben y bajan en uno que sufre de lipotimias sorpresivas, iba a ser algo para poner canas en la cabeza de los que no las tuvieran –como el capi-, amén de tener todas las posibilidades de sufrir un accidente)
Fondeado imposible, dijo el gerente.
Tablas.
Y el día terminó así. Los que no tuvieran guardia fueron a dormir, el gerente a ver qué inventaba, y capitán y jefe a sentir, por primera vez en varios días, el alivio de no tener la garganta oprimida por los propios testículos.
Las bacterias, por supuesto, siguieron comiendo y creciendo.




Las soluciones, como hemos contado en alguno de estos artículos, a veces vienen de pensar el problema desde afuera, siguiendo una inspiración que parece no tener relación con la cosa. El inconsciente hace maravillas para tratar de explicarle la solución al torpe y obsesionado consciente. Cuentan que Kekulé no conseguía que los carbonos e hidrógenos de un compuesto calzaran en la forma lineal de una fórmula química clásica. Le sobraban o le faltaban. Hasta que se quedó dormido durante un viaje, soñó con una serpiente que se mordía la cola, y se dio cuenta de que la fórmula debía ser un anillo, no una línea. Newton vio una manzana que caía, vio que la luna no, y entendió la cosita esa de la gravedad. Arquímedes entendió porqué las cosas flotaban jugando en la bañadera.
Cuando el tipo se despertó a la mañana, lo hizo recordando una visita a un taller de motos. Charlando con el mecánico, este le contaba que el problema de los ciclomotores chicos era que el tanque de combustible formaba parte del cuadro del vehículo. Muy económico y vistoso, hasta que el tanque se pinchaba: no se podía cambiar el cuadro (un ciclomotor es cuadro, motor y ruedas; es más negocio comprar uno nuevo) y no se podía soldar, porque, si llegó a pincharse, el metal estaba tan corroído que no había en qué soldar el parche. ¿Qué hacían los chicos, entonces? Básicamente, viajar en Molotov: colgaban un bidón con nafta del volante, y lo conectaban al carburador con una manguerita.
Adormilado, cepillándose los dientes, el Tipo dejaba que su cabeza pasara todas las tandas publicitarias que quisiera, sin prestarles atención: bastante habría que pensar después, a lo largo del día.
Pero durante el mate volvió a lo de la motito, y con ello a una idea poco ortodoxa.
No, ni en pedo.
Pero…
Bajó a máquinas y estuvo estudiando todo el trayecto desde cubierta hasta los motores, cinta métrica en mano, birome en la boca y papelito doblado con anotaciones en el bolsillo del overall.
Lo verdaderamente terrible de tenerle paciencia a una idea loca y analizarla para poder decir con datos que es imposible, es cuando los datos no dicen eso. A partir de ahí, la responsabilidad de proponerla ya es individual, y si eso no lo asusta a uno, uno no tiene la humildad suficiente como para cruzar una calle sin ser atropellado. El tipo dudó, volvió a medir, y finalmente lo consultó con su primer oficial.
En la cara del pibe leyó, en rápida sucesión: Es joda – Está loco – Pero puede funcionar…-
La idea era mandar construir el tanque más grande que se pudiera meter en sala de máquinas, con todos los acoples para mandar combustible a los motores generadores y motor principal, con conexiones para ser cargado desde los tanques más limpios que quedaran a través de la centrifugadora del buque, y otra para que la susodicha centrifugadora estuviera las 24hs tomando combustible del tanquecito, limpiándolo, y volviéndolo dentro. Así, y si bien las bacterias seguirían nadando en el gas oil, los sólidos de sus ciudades y edificios quedarían en los tanques del buque. Todo iría unido por mangueras, para evitar el problema de los viejos tubos esclerosados, y tendría su propio nivel de vidrio, para controlar el equilibrio entre consumo y llenado. Todo perfectamente lógico y operativo.
Todo escandalosamente ilegal.
Fue con el capitán. Este, por supuesto, le preguntó si con eso garantizaba llegar a Rosario sin problemas; el Tipo, que llevaba años entendiendo capitanes, no le dijo que no (porque mataba el proyecto) ni le dijo que sí (porque no quería liberar del todo al hombre de su parte de responsabilidad en la cosa). Le dio un porcentaje de éxito (70%) y lo dejó pensando.
No había mucho que pensar: o corrían el riesgo, o se volvían la boya más grande y más cara del río.
El gerente se abrazó inmediatamente a este salvavidas, y en una semana estaba llegando al buque un tanque de aluminio brillante y nuevito. Entró a sala de máquinas con un margen de maniobra de cinco milímetros (recuérdese que la máquina del Siesta está organizada como mamá organizaba el baúl del coche de papá al irnos de vacaciones) y se lo conectó con negras mangueras a todos los puntos previstos. Un horror. No sólo parecía un pulpo mecánico de otro mundo metiendo sus tentáculos por todas partes, sino que –y esto era lo grave- en caso de ocurrir algo que hiciera necesaria la presencia de la Autoridad en máquinas, aquello iba a ser tan difícil de ocultar como un elefante envuelto en papel de aluminio. Y, a partir de ahí, todos presos.
Pero los dados ya estaban lanzados, y como del único lugar que se sale dando un paso atrás es el mingitorio, empezaron las pruebas (siempre al ancla, claro).
Y todo –salvo ajustes menores- funcionó perfecto. El tipo no tuvo oportunidad de experimentar eso de viajar en ciclomotor con el bidoncito porque su período de embarco ya había prescripto, y porque el jefe titular del buque quiso ser quien corriera el riesgo: cambiaron en el fondeadero y, al rato, el Siesta zarpó hacia Rosario. Cuando el Tipo volvió al Siesta, meses después, le contaron que el viaje no tuvo incidentes, y que llegó a Rosario sin problemas. Le contaron, también, que después de la limpieza y de un –caro- tratamiento con antibióticos específicos, el problema de la mancha voraz desapareció del buque.
Nadie le supo decir a dónde fueron las bacterias que se fueron con el combustible sucio.












Otro de barcos: EFECTOS SECUNDARIOS DE LA EPIDEMIA DEL CÓLERA


EFECTOS SECUNDARIOS DE LA EPIDEMIA DE CÓLERA:
El 91. El La Pampa iba a hacer un viaje por el Pacífico, y ello incluía Perú que, en aquellos tiempos del cólera, era la Capital del Cólera.
Además de tener que darse una vacuna que dejaba el brazo como si se hubieran olvidado un bulón adentro, y de tener que oír por enésima vez el mantra de las tres gotitas de lavandina, los marinos tenían que manejar el consumo de agua del buque para que alcanzara hasta más allá de Perú. Todo lo más allá posible, de hecho, porque ninguno de los puertos de Callao a Los Angeles era tampoco garantía de higiene. El cólera no es un problema de gotitas de lavandina sinó de pobreza, y aquella franja de continente americano podía perfectamente aparecer en los diccionarios ilustrando la palabra “miseria”.
Todos estaban un poco paranoicos. Todos sentían que tenían que aportar algo, alguna idea, para cuidar a los demás de aquel espectro (Al llegar al Callao, el capitán creyó su obligación dar algunos consejos. Reunió a todos y empezó diciéndoles que cuando fueran a tomar algunas cervezas no tomaran del vaso, ya que éste se contaminaría con el agua de allí cuando lo lavaran. Había que tomar de la botella. “Capi” le dijo el tercero de cubierta, “¿y con qué lavan las botellas?”. El viejo lo miró, los miró a todos, dijo “váyanse al carájo...”, dió media vuelta y se fué)
Como el gobierno peruano no entregaba agua a los buques -ni siquiera para motores o calderas- para no tener responsabilidad en caso de producirse nuevos casos a bordo, había que cargar todo lo posible en el último puerto chileno… y después cuidarla como oro.
Al Tipo, que estaba terminando de revisar unas reparaciones de un taller, se le acercaron en San Antonio, Chile, los dos auxiliares de máquinas. En comité, cosa que siempre tiene ese olor a cable quemado de los problemas futuros. Aquellos dos sujetos, extraordinarios tripulantes, viejos marinos, confiables, y sinvergüenzas de siete suelas, venían a pedirle permiso para ausentarse durante todo el día (la costumbre es turnarse según el horario de guardia) para ir con un proveedor marítimo y comprar bebidas para el resto del viaje. El cólera y todo eso, ¿vió?: hay que cuidar el agua…
El día venía tranquilo, ya se habían conseguido alguien que les cubriera las guardias, y el tipo no vió ninguna razón para no dejarlos.
Cuando mediaba la tarde y, faltando tres horas para zarpar, estaciona junto a la planchada una camioneta. Bajan ambos (un tanto tiesos, rosaditos, y muy divertidos) y lo saludan con la mano al Tipo que, desde cubierta, ve con desmayo que lo único que hay en la caja del vehículo, llenándola por completo, son tetra bricks de Concha y Toro, tinto y blanco. Más tinto que blanco, de hecho.
Empieza un pasamanos por la planchada para subir rápida y discretamentte la mercadería (formalmente no se puede subir nada a bordo sin autorización previa del capitán, y aunque no había porqué pensar que el Viejo se las iba a negar, tampoco había necesidad de ponerlo en el compromiso de tener que decir que sí a algo que quizás no estuviera del todo de acuerdo con las reglas de la Empresa. Probablemente el Viejo estuviera en esos momentos mirando fijo a los pelícanos del lado del agua para evitar dicho compromiso: Un capitán que sabe verlo todo es inútil si no sabe que, a veces, no hay que verlo todo)
Al dia siguiente, ya en navegación, el Tipo lo llama a Quique -uno de aquellos dos mayoristas de bebidas- y le pregunta
-Che, flor de compra hicieron. ¿Para cuántos compraron?- (medio amoscado, en el fondo, porque no le hubieran preguntado si él quería algo de vino también)
-Para Julio y para mi, nomás- (Julio, demás está decirlo, era el otro pirata)
-¡¿Todo ese vino para ustedes dos?!-
Quique se rie y le explica, como a un nene chiquito y medio tarado, que el vino argentino y chileno duplica su precio en Ecuador, centro América y Mexico. Con ese dinero se compra electrónica en Estados Unidos que se vuelve a vender en sudamérica -duplicando de nuevo el precio, claro-, y que así se llega con dinero y sin problemas de aduana a casa.
-¿Pero dónde vas a guardar eso? Porque en máquinas ya te digo que no, y...-
-Vení- dice Quique, y lo lleva por las cubiertas, escaleras arriba, pasillo al fondo, sin dejar de contarle que cuando no navega se hace unos mangos de albañil, y que es de los buenos, y que es muy buscado por lo prolijo, y que hay un arquitecto que no hace nada sin él..
-¿Qué tiene que ver con el vino?- se fastidia el Tipo mientras Quique abre la puerta de su camarote y le muestra el mamparo del fondo.
Subía desde el piso una prolija construcción en tetra bricks, dos hileras, trabados y con los colores de tinto y blanco artísticamente combinados. Se dividía en dos al llegar al ojo de buey, lo bordeaba, y luego estos dos muretes sostenían una tabla sobre el mismo, desde la cual continuaba la pared entera hasta llegar al techo.
Orgulloso, Quique señala con el brazo y la mano extendida:
-¡Ladrillo a la vista!-


(NOTA PARA AQUELLOS INTERESADOS EN LOS RESULTADOS DE AQUELLA IMPORTACIÓN AMATEUR, JOINT VENTURE E INTERCAMBIO COMERCIAL INTERNACIONAL: En serio, ¿semejante cantidad de vino bueno, y no darle ni una probadita?
Y como el barquero es generoso, y le gusta mostrar las cosas buenas que compró, ¿tomar sólo, sin convidar a los muchachos?
Por lo que el Tipo pudo averiguar, para cuando el La Pampa llegó a Guayaquil quedaba tan poco que no valía la pena buscar un comprador. Además, deshacerse de los tetra implicaba romper ese amable y divertido clima que se había creado en la camareta de marinería por las noches, y eso hubiera sido una lástima.
El Muro nunca llegó a correr el riesgo de ser objetado por la Aduana de Estados Unidos: como el de Berlín, fué derribado en medio del regocijo general)

Seguimos con sucedidos de a bordo: EL AJO DEL MISIONES


EL AJO DEL MISIONES

Desde que el primer cro magnon se abrazó a un tronco para flotar al otro lado del río se sabe que, moviéndose por el agua, lo que va a pasar no siempre va a ser lo que se planeó. En el negocio marítimo (en la vida marítima) “la rutina”, más que un fastidio, es un anhelo.
Pero cuando la dirección de la Empresa en la que se navega, muy suelta de cuerpo, decide que la solución a su incapacidad de obtener ganancias está en no invertir dinero en mantener sus buques (uno supone que lo declamarían en pose napoleónica, de pie sobre sus escritorios y con Carmina Burana sonando en el estéreo), “imprevisto” se transforma en el primer sinónimo de “rutina”.
Con las reglamentaciones actuales se podría dar prisión y trabajos forzados a los comandos de los buques y las autoridades de la ELMA de los noventa. Pero como eran los noventa, (y como pasa en algunos neuropsiquiátricos) la locura era tan universal y tan compartida que se terminaba por aceptarla como la forma racional de hacer las cosas.

El Tipo venía navegando como primer oficial de máquinas en el Misiones II, que era de lo mejorcito que la Empresa tenía. Eso no es decir mucho, en el contexto, pero sirve para rescatar la calidad de la gente que lo tripulaba, de Capitán para abajo, y que era el verdadero médico brujo detrás del deambular por los mares de aquel buque terminal. A falta de plata, la magia del sudor y la inteligencia lo mantenía operando. Este relato versa sobre una de esas veces en que no se debería haber sido tan dedicado.

Un empresario brasilero decide hacer la prueba de exportar a estados unidos una variedad especial, gourmet, de ajo. Cuando el Tipo empezó a navegar, al ajo se lo llevaba en bodega, en cajones ventilados, con todos los ventiladores funcionando al máximo y el olor impregnándose en la ropa, la piel, y el acero de la estructura del buque. El brasilero, para asegurarse de que su producto llegara bien decide, en cambio, mandarlo en un contenedor refrigerado. Tomada esta precaución, elige Elma para que se lo lleve, (posiblemente para ahorrarse unos dólares) y eso prueba lo inútil que es tomar todas las precauciones menos la última.
Un contenedor refrigerado es distinto a los de chapa que son tan conocidos hoy. Está muy bien aislado térmicamente, tiene unos agujeros redondos que se abren o cierran para renovar el aire, y, en el extremo opuesto a la puerta, un “cassette”, grande como todo el frente, donde tiene el compresor y todo el equipo de frío. También están en el cassette la electrónica de control y un sistema de registro que graba todas las variaciones de temperatura. Un alcahuete incorruptible, digamos. Elma no alquilaba estos contenedores, sinó que había adquirido los propios (lo cual era una buena decisión comercial), y no les ponía un dólar encima hasta que quedaban inútiles en algún puerto (lo cual era una descomunal estupidez comercial)
Sube el ajo en Santos, (invierno), se conecta eléctricamente el contenedor al buque, e inicia su viaje por las aguas azul prusia del atlántico, cagado por las gaviotas y oxidándose parsimoniosamente bajo el spray marino.
Como la carga refrigerada es una de las más caras que hay, todos los días los oficiales de máquinas leían y registraban los indicadores de todos los contenedores. El del ajo empezó bien, y en medio de los malabares que diariamente había que hacer con todos los equipos para que siguieran bailando y funcionando, parecía ser una de las pocas cosas que no iba a dar dolores de cabeza. Hasta que intervino esa cosita de la latitud.
Puede ser todo lo invierno que uno quiera, pero más al ecuador uno se acerca, más calor hace. Y como un equipo frigorífico no es otra cosa que una pícara forma que encontró la humanidad de sacar el calor de un lado y tirarlo en otro, cuando ese otro lugar está caliente el equipo se tiene que esforzar más. El del ajo hacía lo que podía, pero, poco a poco, hora a hora, se vio que venía perdiendo la pelea.
El registrador alcahuete se empezó a volver una amenaza.
El tipo miró, revisó, y aplicó toda su ciencia. Pero tuvo que llevarle malas noticias a su Jefe y al Capitán. Resultó que aquel Carrier llevaba más de quince años cruzando los mares, y el radiador, que debería entregar el calor de la carga al calor del trópico, tenía sus láminas quebradizas como el hojaldre, y remetidas en los lugares por donde debería circular el aire del ventilador.
Los Viejos Jefes te enseñan que hay un pacto entre Dios y los oficiales de máquinas: Él no embarca en nuestros puestos, y a cambio nosotros no hacemos milagros. El Tipo trató de resucitar a aquel Lázaro, de todas maneras. Rasquetearon el radiador, lo soplaron con aire comprimido, le hicieron una sombra para que no le diera el sol (el sol de los trópicos no es “solcito”: se parece más al horno de una panadería), pero el alivio fue mínimo. El impresor delator mejoraba a la noche, pero si uno quería podía ver la altura del sol en la gráfica que denunciaba cómo el ajo se calentaba durante el día.
La idea (muy argentina, por cierto) se le ocurrió al capitán en Tampico, cuando ya el aire que salía de contenedor al ventilarlo quemaba. A bordo había contenedores vacíos, que volvían a Buenos Aires. No se puede cambiar la carga porque las puertas tienen precintos que figuran en los datos de aduana, pero ¿Y si se cambia el cassette con el equipo?
Como todas las cosas que uno termina lamentando al final, aquello pareció buena idea. El Tipo y su equipo buscaron uno bueno, lo sacaron, sacaron el del Carrier geriátrico, trasplantaron los órganos y pusieron todo en marcha (esto se cuenta rápido, pero hay dos o tres baldes de bulones retirados y vueltos a atornillar en el proceso, y en pos de la concisión en el relato nos vamos a ahorrar la descripción de la acrobacia de las grúas colocando las cosas milimetricamente en su sitio para poder ser ensambladas).
Frankenstein arrancó bien. En cinco o seis horas había bajado la temperatura, el aire que descargaba, si bien tenía una fragancia que levantaba la pintura, no estaba caliente, y el registrador había vuelto a quedar satisfecho. Y como los mortales nunca llegan a saber con certeza lo que hubiera podido ser si las decisiones hubieran sido otras, quizás la opción razonable -blanquear la falla del equipo, dar intervención al seguro y sacarse el problema de encima en Mexico- no hubiera sido la mejor. Pero sin duda hubiera sido la más sencilla: como no había responsabilidad alguna de la tripulación en la falla de refrigeración (bastaba ver la momia Carrier), papel más, papel menos, nadie hubiera tenido problema alguno con el aborto de misión.
Pero no. El argentino quiere ganar.
Y, por lo general, a como de lugar.
Así que se zarpó de nuevo, con destino a uno de los países más fastidiosos del mundo y con el ajo refrescándose gracias a la cirugía de trasplantes.

Una vez en el golfo de Mexico (acá es verano) “algo” pasó dentro del contenedor. Algo en el estilo de las películas D de los cincuenta, o de los peores Godzilla japoneses. Algo en la química del ajo alcanzó una cierta masa crítica -algo que tenía que haber pasado en Tampico, en el muelle, al día siguiente de que zarpara el Misiones, pero que la operación frankenstein disimuló o postergó- y que lo puso a levantar temperatura, y aroma, en forma acelerada.
Primero se sospechó del equipo. Al fin y al cabo, si el primero era inútil, no había por qué esperar que el segundo compitiera por el campeonato. Pero todos los parámetros estaban bien, todo lo que tenía que pasar, pasaba. Circulaba el aire, circulaba el gas, las presiones eran las correctas...y el ajo se calentaba. La conclusión fue ineludible: el ajo se había transformado en un monstruo, olía como tal, y no había nada que se pudiera hacer para sedarlo.
Algo así como si en el buque que traía a King Kong se hubieran percatado de que el grandote se estaba despertando, y de que tenía flatulencia.
Hoy en día el Tipo no se acuerda de a qué puerto iba aquel ajo, pero sí de que el capitán decidió bajarlo en el primero posible que, a la sazón, era New Orleans.
Durante la subida por el Mississippi hubo bastante suspenso, grandes rodeos en cubierta por no pasar cerca del contenedor gourmet, y todas las variaciones posibles de desodorante de ambiente. No se pudo confirmar, pero se decía que, en los buques que cruzaban con el Misiones, la gente de cubierta se apretaba la nariz. Hasta que finalmente se amarró.
En la liturgia del transporte hay una ceremonia que se conoce como “consolidar”, o “desconsolidar” un contenedor. El tipo, por ser de máquinas, nunca entendió a qué venía tanta misa; en un mundo racional, comprobar lo que hay adentro, cerrarlo y precintarlo debería ser suficiente. Pero, aparentemente, como el contenedor en sí es un sistema que son tantas las ventajas que tiene como las posibilidades de hacer diabluras que ofrece, había que tomar precauciones extra cada vez que se abría uno. Precauciones formales, se entiende.
Se le pidió a la agencia marítima que arreglara el cambio de carga a otro contenedor. La cosa debía ser sencilla: un contenedor operativo, ya frio, en el muelle, una grúa que sacara del buque y pusiera al del ajo frente al otro (puerta contra puerta), un empleado de aduana que desconsolidara, estibadores que cambiaran el ajo de contenedor, y consolidar de nuevo. Y que algún otro se llevara el nuevo a otra parte en camión o tren, a ver si el seguro lo consideraba rescatable o no.
Pero...eran los Estados Unidos. 
Bueno, no, seamos justos:  ¿un buque, que viene de México, quiere abrir de apuro un contenedor que no era para New Orleans, y en el muelle? ¿Qué puede traer dentro? ¿Espaldas mojadas, drogas, armas? (recuérdese que se está hablando de un país normal: la idea de semejante falla mecánica no era inconcebible, no, pero parecía más una pobre excusa para cometer un ilícito). Así que antes de que la aduana pudiera hacer nada llegaron dos autos a toda velocidad, bajaron ocho tipos con el apuro del que necesita un baño después de muchas ciruelas, se desplegaron alrededor del contenedor y hablaron con los del puerto.
A bordo, apoyados en la brazola de la banda del muelle, estaba toda la tripulación, de Capitán para abajo, e incluso -y particularmente- aquellos que deberían haber estado haciendo algo importante en otra parte. Interesadísimos y perplejos, como en una lámina de Jan Sanders, contemplaban la operación con ojos y boca abiertas. Nadie se extraña si ve a un niño actuar como en las series de tv o las películas, pero ver a adultos gritándose “Go, go!” o “move, move!” y dando largos pasos agachados sosteniendo el arma en el brazo extendido, soportándose una mano con la otra… bueno, era un espectáculo, si señor.
Abre la puerta el gringo con más galones, o el más valiente, o el que vió más series de tv, (hubiera sido hollywodosamente perfecto que lo hubiera hecho con una patada pero, lástima, en un contenedor no se puede: abre para afuera. Se perdió mucho ambiente con eso…) y entra, sin dejar de apuntar. Atrás, enseguida, dos más, repitiendo el mismo procedimiento -o la misma película-. Cuando se va a zambullir el cuarto casi es atropellado por los primeros tres que salen corriendo, tropezando y apuntando para cualquier lado.
Se alejan unos treinta metros de aquellas puertas infernales y se quedan doblados con las manos en las rodillas, tosiendo, llorando, y gritando esas sutiles expresiones norteamericanas que uno se acostumbró a oír en la tele, o en las películas, en boca de gente a la que algo le salió para el carajo.
Pero bueno, pensaba el Tipo, eso les pasa por soberbios. Si se hubiesen detenido a preguntar antes, se les hubiera hecho oler el aire que salía del vientre de aquel dragón, y solitos se hubieran dado cuenta de que no había forma de que ningún inmigrante ilegal sobreviviera allí dentro, no importa cuán acostumbrado a la comida mejicana estuviese. Es más: lo más probable es que incluso armas o drogas terminaran quedando inútiles después de algunas horas en aquella atmósfera.
Deben haber llegado ellos mismos a esa conclusión, luego de recuperar el aliento (el aliento sólo. Los uniformes quizás no los recuperaran nunca), porque con unos gestos de “Mirá: hacé lo que quieras” se despidieron de los estibadores y dejaron vía libre para el traspaso de la mercadería. Hubo que esperar casi diez horas más, sin embargo, hasta que aquello se enfriara y ventilara lo suficiente como para que la estiba pudiera comenzar.

Se pueden decir muchas cosas feas sobre la vida a bordo, es cierto. Pero de un ámbito donde una humilde caja con ingredientes de cocina puede escalar a personaje de ciencia ficción, llamar al despliegue de gringos armados y terminar en paso de comedia no, nadie puede decir que sea una vida aburrida.