Consciente de que para la persona de tierra esta palabra designa apenas a un impermeable de faldones cortos, creo necesario aclarar que en la Marina Mercante se refiere a un artículo un poco más interesante. Un pilotín es un alumno de la Escuela de Náutica que está cursando su último año en la misma y que, como tal, no se encuentra cursando el año en la misma, sino embarcado en diferentes buques de la Marina Mercante. No es la única contradicción. Es parte de un alumnado pero es el único alumno a bordo. No es un oficial, pero tampoco es del todo un cadete. No es marino, pero está lejos de ser una persona de tierra. Y aunque no es en absoluto ignorante de todo el cuerpo de conocimientos que hacen a un oficial, a los fines prácticos, no ha dejado aún los pañales.
Este pobre anfibio, por lo general, vive a los
sobresaltos y obteniendo lo peor de cada mundo. Esto es despiadadamente lógico,
claro: toda metamorfosis implica cambios profundos, y el que crea que el único
cambio necesario para ser un marino mercante es estudiar las materias sabe tanto
de la cosa como el que cree que se puede aprender a ser cirujano on line. Es
necesario meterse en los barcos, vivir en los barcos, y tener la mente hecha a
la atmosfera de los barcos, además de estudiar, para ser un marino. Si no, no
se pasa de ser algo más básico y más simple, como dueño de una empresa naviera,
gerente técnico, o inspector de Prefectura.
La Escuela hace lo que puede, y falla como los padres
que hacen lo que pueden para preparar sus hijos para salir al mundo. No se
puede explicar todo lo que podría pasar, y, si se pudiera, no se puede
conseguir que se sienta real eso que se explica. Nada reemplaza la experiencia
personal, aunque duela y uno maldiga el momento en que se le ocurrió obtenerla.
Los recuerdos personales que consigno aquí debajo
tienen como objetivo contarles a aquellos que empiecen ese año surrealista
algunas facetas, en absoluto importantes, de lo que la vida social a bordo
reserva para ellos, y que la Escuela suele olvidarse de mencionar. No tanto
para prevenirlos (de nuevo: no se puede prever todo lo que puede pasar) sino
para que no se sientan solos ni especiales cuando les ocurra algo parecido. De
nuevo, invito a quienes tengan sucedidos similares que narrar a que los
consignen por escrito y los publiquen: nadie pretende una remake de La Odisea,
pero es una lástima que estas cosas se pierdan para siempre.
GRUA EN EL RIO NEGRO II:
Los buques de carga, sobre cubierta, tienen plumas o
grúas (en sus infinitas variantes).
Las plumas son algo así como el arte del titiritero
llevado al nivel del robot gigante de los programas japoneses. Desde una
casamata metálica ubicada en cubierta se eleva un arco de gruesas columnas, y
al pié de cada columna se encuentran las articulaciones (apropiadamente
llamadas “tinteros”) de cada pluma. Una punta de la pluma se articula ahí, la otra está unida a cinco cables de acero, y
cada cable, pasando por las poleas que están en las puntas del arco, vuelve al
techo de la casamata y a sus motores. Mediante un astuto juego de combinaciones
eléctricas, el guinchero (nuestro titiritero), sin abrigo de los elementos, de
pié sobre la casamata y palanca de control mediante, mueve ese tubo a babor o a
estribor, arriba o abajo, sube el gancho que pende de la polea del extremo de
la pluma, o la dispone sobre el muelle para, gracias a la pluma de al lado que
queda sobre la bodega y trabajando sincronizadas, meter o sacar cosas de a
bordo. Divertido. Complejo. Pero básico y accesible para quien conozca algo de
electricidad.
La grúa, en cambio, es un animal diferente. Desde
cubierta (por lo general en la línea media) sube una torre cilíndrica que tiene
una pequeña puerta al pié. Sobre la torre, cual cabeza de robot de un solo ojo,
está la cabina del operador, que tiene como ruleros la colección de motores y
carreteles de cables de acero necesaria. A veces hay dos cabinas, como un
monstruo bicéfalo. Bajo la cabeza, de unos hombros ridículamente estrechos,
salen dos brazos que se juntan en el extremo en la pose en que un samuriai
sostiene su katana cuando se pone en guardia (o un Jedi su sable de luz, para
los más jovencitos). De esa punta baja el gancho que, como los brazos, sube o
baja mediante los ruleros de la cabeza. El movimiento de cabeza de lechuza de
la cabina de control se logra con una crapodina tamaño calesita que se
encuentra debajo de la misma, movida por un motor interno. Este robot es mucho
más complejo, suele estar preparado (cuando sobre la torre hay dos cabezas,
como Cerbero) para que la grúa que está en la torre de al lado copie al detalle
sus movimientos (en “géminis”, le dicen) para duplicar la capacidad de izado de
cargas, y, en general, usa más electrónica que las plumas. Cuando funciona, es
como usar un exoesqueleto. Cuando falla, no hay hemorroides que se le compare.
En el Rio Negro II había fallado feo una grúa durante
las operaciones en Tampico, y el electricista de a bordo había tirado la
toalla. No lograba entender qué le pasaba, y reconoció haber llegado al final
de sus recursos profesionales. Sin que mediara palabra alguna, por esas cosas
de la flotabilidad de los problemas que se da a bordo, el fardo de resolverlo
pasó al segundo oficial de máquinas y, por solidaridad, al primero. El Jefe, en
aquellos tiempos dorados, no era opción: si los oficiales no resolvían, el
problema había subido todos los peldaños de la escalera y había llegado al
cielorraso. Había que reconocerse derrotado y pedir reparaciones.
Los maquinistas navales odian sentirse derrotados.
Ya en navegación, primer oficial, segundo (que era el
Tipo, narrador de esta historia), y pilotín armaron una caja de herramientas
con tester, algunos alicates, pinzas destornilladores y fusibles de repuesto,
se metieron la carpeta de planos bajo el brazo, y subieron a cubierta un
mediodía a ver qué pasaba en aquella cabeza con ruleros.
La primera opción era algún final de carrera (pequeños
switches puestos por todos lados que le dicen a la cabeza dónde están los
brazos, el gancho y el giro) confundido y mentiroso. Necesitaban los planos
para encontrarlos, y mandaron al pilotín a buscarlos. Bajó la torre por la escalera
vertical (pies y manos y a lo largo del equivalente a un segundo piso de un
edificio de departamentos), caminó cincuenta o sesenta metros de cubierta bajo
el sol, subió las tres cubiertas hasta la oficina de máquinas, encontró los
planos, y deshizo este recorrido, que por brevedad y simpleza llamaremos
recorrido A.
En la cabina se encuentra con que los oficiales
descubrieron que el gabinete donde se encuentran las neuronas eléctricas de la
grúa no tiene la llave para abrirlo. Vuelve entonces el pilotín a bajar la
escala vertical, recorrer los metros de cubierta bajo el sol, bajar dos
cubiertas hasta el taller en sala de máquinas, encontrar la llave de repuesto,
y deshacer luego todo el camino, en lo que vamos a llamar el recorrido B.
Sentado en el sillón del operador, el primero le dice
que el tester que trajeron no funciona, que hay que traer el del electricista,
y que hace falta un destornillador perillero más fino y cable para hacer
puentes. El pilotín, entonces, hace el recorrido B ida y vuelta.
A su regreso, y tendiendo orgulloso las manos con el
producto de su expedición, cae en cuenta de que ya no es tan necesario, porque
probaron los fusibles con fusibles nuevos de repuesto, y el segundo se las
ingenió para testear las borneras de los límites con un cablecito que encontró
en el suelo mientras él no estaba. Hay planos por todos lados, y cuando se
inclina ávido sobre ellos para entender qué está pasando (él se considera muy
ducho en electrónica) le dicen que posiblemente la falla esté en la plaqueta de
control, y le indican en qué lugar de la oficina hay una de repuesto. Nuestro
pilotín, entonces, hace una vez más el recorrido A.
Más sudado, con las manos doloridas por tanta escalera
vertical ida y vuelta (para que no sean resbaladizas se hacen los peldaños con
barras de hierro cuadrado, de modo tal que una arista quede donde se afirman
los pies. Bueno para los pies. Demoledor para las manos) trae la placa y nota,
desolado, que, siguiendo una teoría del primero –que se desarrolló mientras él
iba y venía- la falla puede estar en el joystick del sillón. Aquellas grúas
tenían un sillón giratorio parecido al del capitán Kirk, pero más útil, porque
una palanca sobre el apoyabrazos derecho subía y bajaba el gancho, y su
homóloga del apoyabrazos izquierdo controlaba el movimiento del brazo y la
cabeza.
Necesitan limpiacontactos en aerosol. Y ahí va el
pilotín, en el recorrido B.
De vuelta a la cima de la torre, entrega el
limpiacontactos al primer oficial pero ve, boquiabierto, que durante su viaje
el segundo aprovechó el tiempo para reemplazar la placa electrónica de control
y comprobar que la vieja no fuera el gremlin de la grúa. El primero se rasca la
cabeza después de limpiar los joysticks (que sí, estaban llenos de salitre pero
no, no eran la causa del problema), mira el plano, y elabora la teoría de que,
quizás, la falla esté en ese confuso sector del mismo donde se explica (¡!) la
imbricación de ambas grúas al trabajar en géminis, y arriesga la hipótesis de
que lo que puede estar mal es la plaqueta de la otra grúa. O sus límites de carrera. Al segundo le parece
razonable, y le pide al pilotín que rehaga el recorrido A y traiga una nueva
plaqueta.
Y aquí parece haberse cruzado alguna línea en la
paciencia del pilotín. No: basta, dice, y suelta una larga y angustiosa tirada
sobre la cantidad de viajes inútiles que hizo, sobre la parte interesante de la
reparación que se perdió mientras no estaba, sobre el hecho de que él está a
bordo para aprender, no para hacer de pibe de los mandados, y que yendo y
viniendo no podía seguir ni los planos ni los razonamientos de los oficiales. Y
concluyó arriesgando la posibilidad de que no lo tomaran en serio, o de que se
divirtieran perversamente al encargarle todas esas cosas.
-¿Sabés por qué te hacemos esto?- le respondió un par
de segundos después el primero, con el tono triste de quién pronuncia sentencia
a un reo. –Porque sos un traidor-
El pibe no dio un paso atrás porque, después de tantos
viajes, no podía olvidarse del agujero en el piso por donde bajaba la escalera
de mano, pero acusó el golpe con una expresión en el rostro que, entre la
sorpresa y el llanto, conmovió al segundo oficial.
-¡¿Por qué me decís eso?!-
El primero sonrió, y le explicó: -Porque sos el
traidor. El que trai el tester, el que trai los planos, el que trai la
plaqueta, el que trai la llave y los destornilladores…-
Después de las risas y de una detallada explicación al
pilo de lo que habían encontrado (ahora sí, con la grúa funcionando), el
segundo le explicó, además, la Regla Fundamental por la que debían regirse los
pilotines:
-“En ninguna parte está explícitamente detallado qué
deben hacer los pilotines a bordo, razón por la cual ellos deben hacer todo eso
que en ninguna parte esté explícitamente detallado quién lo debe hacer”-
BLACK OUT EN EL RIO DE LA PLATA:
Pido disculpas por usar una expresión en inglés, pero
no hay en castellano una traducción concisa que describa el acontecimiento en
cuestión, y, además, ésta en particular
se ha vuelto tan común a bordo que ya es parte del idioma.
Un black out se produce cuando el buque se queda sin
energía eléctrica. Para la gente de cubierta es un susto, porque sin energía
eléctrica no hay propulsión y el buque queda al garete (hay buques cuyos
motores tienen las bombas de agua y aceite movidas por el mismo motor, como en
los vehículos de tierra, pero como durante el black out quedan sin energía las
bombas del timón, el buque puede seguir navegando, sí, pero sólo en el último
rumbo en que se puso el timón: es raro que eso coincida con el lugar a donde
uno quiere ir, y casi imposible que le cause gracia a otros buques que se
encuentren alrededor). Muchas veces en el puente se muere el radar, la
ecosonda, los reflectores y la cafetera. Quien esté de guardia se siente como
aquel que manejando un auto por la ruta, de golpe descubre que no tiene motor,
dirección, luces ni frenos.
En máquinas hay un componente extra, más psicológico
que náutico, porque, además de ser consciente de todas las fuentes de peligro
para el buque que se mencionaron previamente, el hombre de máquinas siente que
el mundo cambia bruscamente a una condición inquietante. No es sencillo de
explicar. Pido cinco minutos para explayarme.
Cuando alguien entra por primera vez a una sala de
máquinas, por lo general se siente aturdido y confuso. No es un lugar
hospitalario: hay luces por todos lados, un ruido (hecho de innumerables
ruidos) intenso y agresivo, calor, corrientes de aire poderosas e
impredecibles, señales en un idioma incomprensible, y, rodeando un laberinto de
pasarelas en tres dimensiones, una locura sin pies ni cabeza de tuberías,
cables, y aparatos que no se reconocen. Pero, a pesar de este monstruo que ruge
sin fin, nadie puede dudar de que todo tiene un sentido. El monstruo ruge por algo. Para algo. Aquel infierno
metálico salió de la cabeza del ser humano, y obedece las reglas de su creador.
Aquello, incómodo y alienante, está bien.
La gente de máquinas llega a entender todos los
detalles y señales, y con los años se va recostando cada vez más en la lógica
de toda aquel temporal dirigido, en la finalidad de todos los ruidos y señales,
y en lo necesario de cada parte. Como en una sinfónica, aprende que es la
coordinación de todos esos robotitos, a través de los intestinos de tuberías y
cables, la que se busca desde un principio, y que, por incómoda que parezca, la
mezcla de ruido, calor y cosas fluyendo a la vez en todos sentidos, es la
verdadera vida del buque. El Objetivo.
Y entonces, cada tanto, cae un black out. Por una
cualquiera de innumerables causas posibles, los motores generadores se
detienen, o los alternadores que son movidos por ellos son incapaces de
entregar electricidad.
Oscuridad, apenas cortada por pequeñas y espaciadas
luces de emergencia.
Luego de una tos de brontosaurio del turbosoplante del
motor principal, éste se detiene en seco. Alarmas que gritan que todo está mal
–alimentadas por baterías-, que todos desean que alguien silencie, y que cuando
alguien silencia dejan un agujero sonoro tan grande que hasta parece faltar el
aire. Y entonces sobreviene un silencio tan brusco que parece aullar. Apenas,
en las penumbras del laberinto de caminos de metal, allá arriba o allá abajo,
una bomba que sigue girando por inercia, zumbando su agonía hasta quedar en
silencio.
Luces rojas
haciendo señales desesperadas en todos los repetidores de alarma, prestando a
rostros y paisaje un tono infernal.
Y un calor súbito, al detenerse todos los ventiladores
que meten aire del exterior, que hace arder las sienes. Si el buque se
encuentra navegando mar afuera, además, deja de poder clavar las uñas de su
hélice en el agua, y queda juguete de las olas: se lo siente entregarse al
viento sin luchar y empezar a rolar acentuadamente de una banda a la otra como
un boxeador a punto de caer a la lona.
Este cambio, que no demanda más de un par de segundos,
cae sobre la gente de máquinas sin aviso, los transporta a un universo
diametralmente opuesto a aquel en que se encontraban recién, y los pone en
territorio salvaje. Acá ya no hay lógica. Acá ya no hay el fragor de una idea y
un objetivo logrado con tecnología. Acá triunfó el Caos, y trae en la mano
derecha el Peligro para el buque. La sala de máquinas en marcha, más o menos,
se puede entender. Esto es un bruto signo de interrogación, y enarbola un
látigo que exige que se lo resuelva YA.
En parte por estar acostumbrados a gritar en máquinas
y comprender que ya no tiene sentido, y en parte también por una especie de
respeto supersticioso, todos hablan en voz baja y preocupada. Pero urgente: es
necesario derrotar de nuevo a la entropía, los mundos deben volver a girar, las
cosas tienen que volver a cumplir con sus destinos, y no sólo porque el buque
corre peligro en esta condición, sino porque nuestras mentes no respiran bien
en estas aguas sin objetivo.
Al cabo de un breve black out, y repuestos motor
principal y todos los demás servicios, la gente de máquinas se queda charlando
un poco más en el cuarto de control (a pesar de que el aire acondicionado allí
tarda bastante en conseguir un ambiente agradable. Tolerable, luego de la
pelea, es más que suficiente). Los ojos del pilotín, para quién fue la primera
vez, no le caben en la cara, y el Tipo puede leer en ellos la angustia que nos
hemos tomado el trabajo de describir en párrafos anteriores.
Jarro de café en mano, el tercer oficial lo mira con
un ojo medio entrecerrado y la cabeza apenitas inclinada a un lado, y le
pregunta: Pilo, si estás de guardia en máquinas y tenés un black out, ¿qué es
lo primero que hacés?-
El pilotín, que sabe reconocer el tono de una
evaluación aunque no se lo haya prevenido de la misma, piensa, trata de
recordar (en vano, porque todo pasó simultáneamente y detrás del velo del
miedo) y arriesga:
-Hago saltar todos los servicios no esenciales para
liberar el motor generador-
-No: ya tenés el black out. Antes-
-Pongo en marcha el generador stand-by-
-Antes-
-Ehhh… aviso al Jefe-
-No, antes de eso-
-¿Llamo al puente?-
-No, ya saben. Antes-
Desesperándose, el Pilo propone ir hasta el generador
que se detuvo a ver si no hay riesgo de incendio al poner otro en marcha.
-Antes. Y un black out puede ser por algo en el
tablero principal, y no sólo por un motor-
-No sé… ¿Cancelo todas las alarmas?-
Con la misma impasibilidad, el tercero sentencia: No.
Antes.
El pilotín acaba por rendirse, y confiesa no saber que
es lo primero que hace cuando le toca estar sólo en máquinas y sufrir un black
out.
-Cuando tenés un black out- explica serio el tercero
–lo primero que hacés es desesperarte, bolúdo-
Y ahí interviene el Tipo: -Cinco segundos, nomás. Está
permitido desesperarse cinco segundos, cagarse en dios y pedir por la mamá.
Después sí, hacés todo eso que dijiste-
(Nota: buques más modernos, y leyes más modernas,
exigen un generador de emergencia que permita al buque seguir navegando con los
servicios mínimos. Esto era otra época, aunque, modernidad y todo, el Tipo
siguió viviendo siempre black outs a la vieja y terrorífica escuela)
TODO MAL EN PORT SAID:
Aquel viaje, el Stewart tenía un pilotín especial.
Ciudadano boliviano, aventurero, audaz (a pesar de su hablar bajito y
respetuoso) el chico había decidido, años atrás, recorrer el mundo. Se había
calzado su mochila, y a dedo dejó su Bolivia y empezó a andar por América. Y
fue cuando embarcó de polizón en un buque alemán surto en Perú que descubrió
que la forma más cómoda de recorrer el mundo, en aquellos años, era en barco.
Cuando lo descubrieron, y ante el hecho consumado de un polizón a bordo, los
alemanes de aquel Hapag Lloyd tramp lo pusieron a trabajar de aprendiz de
carpintero hasta volver a Perú. Y como un buque tramp volvía a un lugar sólo
cuando los planetas comerciales lo decidieran, el chico viajó dos años por el
mundo sin calzarse la mochila ni una vez (y ganando plata, encima).
De vuelta en Bolivia, decide que quiere ser marino
mercante. Y oficial, porque había visto los palos del gallinero del buque
alemán, y había aprendido. Pero, aunque la cabeza le daba, tenía la desgracia
de vivir en el peor país del mundo para ello: sin mar, Bolivia no tenía marina
mercante ni, en consecuencia, Escuela.
Quizo el destino que el gobierno boliviano viera la
posibilidad futura de armar sus propios buques mercantes (fundamentales para
una economía nacional, diga el peronismo lo que quiera), arregla con Argentina
usar parte del puerto de Rosario para ello, y descubre que los barcos se
compran o alquilan, pero las tripulaciones se forman. Una cosa se hace rápido,
pero la otra lleva años. Así que, en las mismas conversaciones, Argentina
acepta que alumnos bolivianos cursen su carrera en La Escuela (que es sólo para
nativos) hasta que Bolivia tenga su escuela en marcha.
El primero en anotarse fue el mochilero polizón.
Su primer viaje de pilotín fue en el Stewart que, para
alguien interesado en conocer el mundo en barco era la mejor opción posible
(como las razones fueron más que detalladamente enumeradas en “El célebre caso
de la Torta”, no serán consignadas aquí). Y cuando, ya entrados al
Mediterráneo, los agentes le informan al buque que deberá tomar carga en Port
Said, Egipto, el entusiasmo y la alegría anticipada no lo dejaron casi hablar
de otra cosa. Todo el buque estaba revuelto con eso (era la primera vez para
todos, en un barco donde no había muchas primeras veces), pero aquel explorador
parecía haber conseguido entrada al cielo y con asiento en platea.
Las cosas nunca son ni como se temen ni como se
planean. Sí, el buque entró en Port Said. No, no había paseos posibles. Por uno
de esos caprichos idiota que suelen tener las políticas de los países
bananeros, el gobierno de turno consideraba un riesgo la presencia de aquellos
argentinos en su territorio. Por lo menos, la consideraba arriesgada si no
contaba con la visa correspondiente. (En casi todo el mundo se considera a los
marinos exceptuados de esa burocracia, ya que implicaría la visita a treinta o
cuarenta embajadas antes de zarpar: con la documentación de embarco y la
responsabilidad de la agencia era más que suficiente). Y el Stewart, para estar más seguro, es
obligado a amarrar perpendicular al muelle, la proa afirmada por sus dos
anclas, y la popa unida a tierra por un montón de cabos desde los cabrestantes
a las bitas, a unos antisépticos siete
metros de tierra. El proceso de carga se iba a hacer desde barcazas acoderadas
al buque.
Todos protestan, la Agencia marítima se mueve, y
vuelve con la respuesta de que se pueden gestionar las visas, pero demoran
cinco días. El buque iba a permanecer cuatro, así que adiós Egipto.
Lo caprichoso de la ley bananera a veces resulta
sorprendente, incluso para los mismos bananeros. Aunque se consideraba un
riesgo que la gente del Stewart pisara África, no se creía necesario impedir
que África abordara al Stewart: con la barcazas, y en lanchas de todo pelo y
forma, infinidad de mercachifles abordaron el buque. No era raro que esto
pasara en puerto, pero, por lo general, pedían prestado medio comedor de
marineros y armaban allí un pequeño mercadito. Aquella vez no fue así: eran
tantos que el comedor no alcanzaba, así que ponían sus esterillas en cubierta o
en los pasillos, y desplegaban sobre ellas sus pirámides, sus Tutankamones y
sus Cleopatras de recuerdo (relojes, perfumes, lapiceras y cortaplumas también)
y no era raro salir del camarote y tener que levantar los pies para no pisar
una colección de auténticos papiros con la tinta aún fresca. Sabedores de que
el marino que se aburre compra –y muy probablemente también de que la Ley
Bananera iba a forzar a los marinos a quedarse a bordo y aburrirse- aquella
pintoresca invasión en chilabas parecía que iba a ser el único alivio al
fastidio de esos cuatro días.
Pero, por la tarde y como sacando un as de la manga,
el agente cuenta que existe una Agencia de Turismo Estatal (una YPF o ENTEL de
los tours, digamos), y que, si se contrataban los paseos mediante la misma, el
gobierno se queda tranquilo respecto a que los turistas serán vigilados como
corresponde y no habría riesgo para el país.
Se cierra el trato, se contratan tours para todos los
tripulantes, y se divide la tripulación en dos: Mitad pasea el primer día
mientras la otra mitad se encarga del buque, cambiándose los roles al segundo día. El pilotín, por
serlo, tiene el privilegio de pasear primero, y sale para ver pirámides, museo
del Cairo, esfinge, subirse a un camello, etc, etc, etc.
El Tipo hace el paseo al segundo día y regresa a
bordo, como todos, con los ojos llenos de maravillas y el cuerpo hecho un trapo
mojado. No presta mucha atención a las charlas durante la cena, pero no le pasa
inadvertido el que el pilotín está callado y enfurruñado. Pero habían pasado
muchas cosas ese viaje (dito lo de “la Torta”), el buque tenía sus demandas, el
Tipo sus propios proyectos y problemas, y la cama cantaba su canto de sirena desde
allá lejos, en el camarote, así que lo ignoró y se fue a dormir.
Durante los trabajos de la mañana (último día en Port
Said) sigue rezongando el mochilero/pilotín. El Tipo lo escucha. Dice estar
indignado por la estupidez egipcia (viniendo, como los argentinos, de un país
de la hermandad bananera, no se explica semejante falta de acostumbramiento al
Poder Irrestricto), que a él no le gustaba conocer los países mediante tours,
que eso era para los turistas bobos, que él quería hablar con la gente, conocer
los mercados de las plazas, perderse en los barrios, encontrar la belleza en
las gentes comunes y los objetos cotidianos que intercambiaban, probar sus
comidas y bebidas…
El Tipo no puede menos que hacer empatía. Serían sus
propias palabras, si pensara que a alguien le interesara escucharlas. Pero la
ley es la ley y, en países extranjeros, para el marino, la ley es mucho más
legal que para nativos o turistas. Y cuando se trata de países donde los
gobernantes se cargan un kilo de medallas en el pecho apenas se desayunan, el
mejor consejo es Joderse.
El pobre marino mercante, desde épocas inmemoriales,
está acostumbrado al concepto de Joderse. El pilotín, recuérdese, todavía
estaba verde. Todavía no era marino.
Existía entonces un ritual, que creo desapareció
cuando se podó salvajemente el número de tripulantes por buque, de que el
comisario (o primer oficial de cubierta, cuando los comisarios sufrieron su
extinción) preguntaba al primer oficial de máquinas, un par de horas antes de
zarpar, si tenía a bordo toda su gente. No era solo una formalidad tradicional:
muchas veces, en puertos especialmente divertidos o peligrosos, uno pensaba que
sí, pero al contar las ovejitas encontraba que le faltaba una. Como zarpar con
un tripulante menos no es una opción liviana, ese par de horas permitía hacer
algo mediante las autoridades y la Agencia (Nota para la gente más reciente en
nuestro bendito país: se podía esperar veinte años hasta que la empresa
telefónica estatal pusiera una línea en
un domicilio, o elegir sobornar a un instalador con el equivalente a tres meses
de sueldo: así de lejos estábamos entonces de soñar con un teléfono celular)
Revuelo. Voces altas en los pasillos. Llamadas.
Teléfonos internos sonando. El Tipo, que no estaba de guardia, sale de su camarote
a ver qué pasa con tanto taconear por el casillaje, y se entera que falta el
pilotín de máquinas. No es joda que falte alguien en puerto. El Tipo no tiene
datos concretos, pero en su experiencia directa le consta que morían más
tripulantes durante la carga o descarga que navegando. Ocurrían accidentes,
gente se caía al agua de noche tratando de acomodar algo en la borda, los
estibadores se enojaban con uno en un rincón oscuro de la bodega, ese cable que
seguro estaba desconectado antes de empezar a desarmar el tablero no estaba tan
desconectado como parecía…
A esto se le sumaba el ya mencionado Cuerpo Legal
Bananero, que no se iba a conformar con dejar zarpar el buque y asumir una
picardía en tierra del marino faltante, como en la mayoría de países adultos
del mundo. El Agente marítimo, en reunión con todos en el comedor, tenía la
cara de quien siente un súbito ataque de diarrea en el subte en hora pico, e
informaba al capitán de todas las cosas que iban a pasar con las Autoridades
Bananeras si el pibe no estaba a bordo a la hora de zarpar (todas ellas
desagradables, y hechas de resmas y resmas de papeles con sellos rebuscados.
Nadie ni nada es importante en Bananalandia si no puso y tiene sellos de goma
rebuscados)
Menos de cinco minutos antes de zarpar, se escuchan
gritos por la banda de estribor. El Tipo corre a ver.
Una lancha larga y flaca viene a todo motor hacia el
buque. En la proa, mochila en la espalda, y medio agachado para no caerse,
viene el pilotín. La lancha se pone paralela al buque y, sin esperar a que se
detenga, el pilo salta como monito y consigue colgarse de la escala de práctico
(una de esas escalas hechas de soga, con peldaños de madera, que usan los
prácticos de puerto para acceder o descender de los buques puerto afuera). No
saluda, no dice nada, y sube corriendo hacia su camarote.
El Tipo, mientras tanto, se queda con los otros
mirando por la borda, ya que la lancha egipcia no se retira, y el lanchero (una
cosa flaca y desdentada envuelta en sábanas) permanece en su sitio, motor en
marcha y aferrando el extremo de la escala de práctico con una mano.
Vuelve el pilotín con dos cartones de Marlboro (el
Símbolo Universal de la Voluntad de Negociar, SUVN) y los deja caer en la
lancha, que se suelta y empieza a retirarse.
Entonces sí, el audaz explorador empieza a explicar su
aventura. Harto de su día perdido en Egipto (harto del “joderse”) arregla con
uno de los mercachifles que pululaban a bordo que una lancha lo llevase a
tierra. Aquel hijo de una gran puna se había escapado del buque sin permiso –y
pedía humildemente perdón por ello- y había ingresado ilegalmente a un país –de
lo cual, evidentemente, no tenía consciencia- nada más que para darse el gusto
de pasear una tardecita. Y les iba a contar a los demás sus aventuras y cómo
apenas consiguió lancha a tiempo para regresar, cuando la lancha que se alejaba
con los Marlboro es detenida a los cincuenta metros por la de la Aduana
egipcia, suenan sirenas, y todos ven con horror que la hidrocana se dirige
hacia el Stewart con luces, sirenas y gente armada en cubierta.
Donde había estado parado el pilotín hay, súbitamente,
un espacio vacío.
Describir la agonía burocrática que padecieron luego
capitán, agente, y Empresa, es un trabajo que me excede. No sólo por su
envergadura, sino –y particularmente- por serme imposible recordar sus
pormenores. No creo incluso haberlos entendido en aquel momento. Baste decir
que la zarpada se demoró más de seis horas, que debe haber habido una multa muy
interesante por la infracción de contrabando, y que debe haber habido un
soborno muchísimo más interesante hacia las Autoridades para que la cosa
muriera allí y no se detuviera y procesara al mochilero/pilotín. Lo
interesante, y que sí vale la pena contar por novedoso, es que, apenas salido
de la oficina del Capitán (donde a puertas cerradas recibió una reprimenda
larga, estruendosa y puteada que escuchó todo el buque) y vuelto a su camarote,
el pilotín tuvo, junto a su puerta, una fila de personas haciendo cola. El Tipo
observó el fenómeno con curiosidad. Primero entró el Jefe de máquinas quien, a
puertas cerradas, le dio una reprimenda larga, estruendosa y puteada que
escuchó todo el buque, mientras que esperaban para entrar el primer oficial de
máquinas, el comisario, el primer oficial de cubierta, etc.
Todos con la sana y didáctica intención de darle a
puertas cerradas una reprimenda larga, estruendosa, y muy puteada, que
escuchara todo el buque.
Al Tipo le dio lástima. Lo dejó para el otro día.
CARTITA.
Una cosa que no les explican a los pilotines en la
Escuela son las oportunidades extra de aprender temas no náuticos a bordo. El
marino no tiene, como un trabajador normal, la vida familiar y cotidiana para
ocupar su mente luego del horario de trabajo. Y si bien el tiempo en que su
cabeza queda pedaleando en el aire es escaso, tiene la necesidad de llenarlo.
Cuando no contaba con medios audiovisuales para entretenerse, las opciones eran
básicamente dos: o borrarse en el estupor del alcohol (pocos, pero había) o
leer, aprender, hacer, investigar. Los pilotines, incluso hoy que la cosa no es
tan así, deberían ser alertados de que cada uno de aquellos que comparten viaje
con ellos tiene alguna especialidad propia, es particularmente bueno para algo,
y que los largos ratos vacíos de una guardia son una oportunidad excelente para
adquirir algo de esos temas. O de que pueden consultarlos como a Google, con la
diferencia de que Google ni te charla ni te ceba mate.
El Rio Negro II tenía, en aquel viaje del ´84, tres
pilotines. Cubierta, máquinas y comisaría. Toda una salita de jardín de
infantes. Y cómplices entre ellos, para colmo. Cada puerto, no importaba cuan
anodino fuera, era para ellos una posibilidad de aventura y conquistas
nocturnas, y en todos, todas las noches, salían de caza. Como buenos marinos,
volvían con las escopetas sin descargar, pero ni eso, ni los experimentados
comentarios de sus mayores, lograba desilusionarlos.
Hete aquí, sin embargo, que en Tampico (puerto
provinciano y aburrido, si los hay) se bañan, perfuman y empilchan, y consiguen
seducir sendas señoritas. Tampico es muy provinciano y, aunque eso no garantiza
la altura moral de ninguna mujer, si asegura la prudencia con que se acercan al
sexo fuerte. La cosa era larga y difícil, la chicas poco amigas de precipitarse
a las sábanas (o, mejor dicho, poco amigas se ser descubiertas precipitándose)
y, aunque ninguno de los tres pilotines entra en detalles, la impresión que
dejan a los más viejos es de que la cosa no pasó de abrazos y besos
apasionados. Al cabo de un par de noches de baile y romance, el Rio Negro zarpa
y, al hacerlo, mata la telenovela.
Siguen Veracruz, New Orleans, y Houston, y es en
Houston, en una intachable noche de cervezas en la Misión del Marino, donde el
pilotín de máquinas se sienta a la mesa del Tipo y le pide un favor.
El buque iba a hacer todos los puertos mexicanos de
vuelta antes de bajar a Brasil. El último iba a ser Tampico. Hombre prudente,
el pilotín quería asegurarse de que allí lo esperaran con los brazos abiertos
(si no se podían conseguir otras extremidades para el gesto, claro). Las
mujeres olvidan, razonaba, y, aunque recuerden, pueden conocer cosas nuevas que
opaquen ese recuerdo. Pero él tenía un plan para contrarrestar esto.
La idea era despachar una carta desde Houston. La
gente ya entonces no recibía muchas cartas (menos en Tampico, suponía), y el
hecho de recibirla desde un puerto norteamericano, escrita por un marino que la
añoraba, tenía necesariamente que tener un efecto positivo.
El problema era que no sabía escribir ese tipo de cartas.
Sí, tenía novia en Buenos Aires y le escribía, pero
con la flaca tenían una confianza de muchos años, y nunca había tenido que
esmerarse mucho. En este caso, por el contrario, y como en un juego de naipes,
todo se apostaba en una sola carta: tenía que ser la mejor.
Y para eso confiaba en el Tipo. Quería que se la
escribiese él.
Consultado sobre el porqué de la elección, explicó que
creía que el Tipo sabía expresarse, sabía escribir, y, en líneas generales, que
si lo dejaban hablar no lo metían preso.
El Tipo agarró viaje. No tenía nada que hacer esa
noche, siempre le gustaron las palabras, y siempre le gustó el desafío que ese
tipo de correspondencia proponía. Tenía que apelar a los más clásicos y
probados temas entre el hombre y la mujer, para agradar, pero tenía que ser
sorprendentemente original para conseguir atención y no aburrir. No se acostó
temprano, escribió casi de corrido (quizás pensando en Otra) y la entregó al
pilotín, que seguía despierto y hablando de bueyes perdidos en el comedor. Éste
tuvo la precaución de copiarla a otra hoja, de su puño y letra, y la despachó
desde la Misión al día siguiente.
Vueltos a Tampico, apenas se pone el sol salen los
tres pilotines, la ilusión intacta y una peste de perfumes caros envolviéndolos
y disipándose rápido y sin piedad en el calor mexicano.
El de máquinas no vuelve más que para rescatar dos
bocados del almuerzo, pedir franco por esa tarde, y dormir hasta que se ponga
el sol. Luego desaparece y se presenta a bordo para la zarpada. Ya navegando
hacia el sur, el Tipo, que siente un poco la responsabilidad que su papel de
Cyrano le otorgó, le pregunta cómo le
fue con la carta.
Y aquel sinvergüenza sonríe, como gato que se comió al
canario, y reconoce no haber salido del hotel mientras estuvo en Tampico.
INCONVENTIENTES DE LA
HOMOFOBIA:
(Esto ya se publicó en “Una
vez pasó a bordo que”, pero, como es poco probable que alguien lo sepa, y como
el tema calza mejor en esta serie de anécdotas que en aquella, lo refritamos.
Por supuesto, hechos y personajes son reales. Los nombres han sido cambiados
sólo para fastidiar a los chismosos)
El
tipo embarcó de pilotín en el Rio Neuquén, que a la sazón se encontraba a la
mitad de su carena en Tandanor (en aquella época incomprensible en que
Tandanor, por oscuras razones, significaba Talleres Navales Dársena Norte y no,
como hoy, Talleres Navales Dársena Sur) y pensaba tomárselo con calma. No se
iba a navegar en el corto plazo, y veía por delante unos cuantos días de
conocer tranquilamente el barco y de poder pasar las tardes mimosamente con la
novia.
Era
fines de marzo de 1982 y, aunque él no tenía forma de saberlo, dentro de muy
poco iba a estar navegando hacia el sur, cargado de armas, tanques, municiones
y explosivos, en un barco a medio armar y sacado del astillero apenas vestido
con una toalla y con el pelo sin enjuagar.
En
medio de todo el revuelo de la guerra imprevista, del desorden y el apuro de
las cosas siempre hechas a último momento, de la enloquecedora sensación de no
entender todo lo que pasa y de, quizás, no estar a la altura de lo que se
espera de uno (y vaya a saber uno qué carájo era eso…), le enseñaron y aprendió
importantísimas cosas sobre la vida a bordo y sobre cómo manejarse en el
ajedrez neurótico de las relaciones humanas en un barco.
Una
de ellas, que al día de hoy sigue siendo uno de sus mandamientos personales
cada vez que firma el rol, es nunca, jamás, en la puta vida, declarar con
énfasis a bordo cuáles cosas lo enfurecen y lo sacan de quicio. Quizás las
descubran alguna vez, y quizás no, pero por lo que a él concierne sólo las
obtendrán de su boca con pentotal sódico o refinadas torturas orientales. Lo
aprendió en cabeza ajena pero la lección fue tan impresionante que incluso su
joven e irresponsable mente la comprendió y la asumió como un peligro cierto e
infalible.
La
cosa fue así: su par de cubierta era un personaje un tanto difícil de digerir
de entrada. No era mal tipo, y cuando se lo llegaba a conocer hasta se lo podía
apreciar bastante, pero tenía algunas características que, como el telgopor
frotado contra la botella o la tiza dura rayando el pizarrón, hacían doler los
dientes.
Antes
de entrar a la Escuela de Náutica había probado suerte en la Escuela Naval.
Tenía todo el genoma del Liceo Naval encima, y si bien el escaso tiempo en la
Escuela de Guerra Naval no llegó a transformarlo en un soldado de agua, los
viejos marinos de a bordo no podían dejar de sentir una irresistible picazón
cada vez que aquel cabello negro e impecablemente peinado a la gomina opinaba
sobre temas generales. Barras de bronce dorado en la camisa, barbijo dorado
artesanal en el casco plástico de seguridad, zapatos lustrados hasta parecer de
charol…los viejos de overall sudado y manchado de fuel oil y óxido parpadeaban
perplejos y sentían que el orden natural de la creación estaba perdiendo la
alineación de sus cojinetes. Inevitablemente algunos de ellos sintieron que era
su deber devolver al cosmos su rumbo correcto, y esperaron hasta que el sosías
de Mandrake dijera aquella palabrita de más que lo llevaría al
caos, al sufrimiento, al fondo del dolor y, finalmente, a la iluminación y la
sabiduría.
Fue
escuchársela y, casi intuitivamente, confabular entre todos para educar y
enderezar al tierno pilotín de cubierta. Ocurrió que, en una de aquellas largas
y conversadas sobremesas de la época pre-video salió el tema de la
homosexualidad. Estaban todos menos el Capitán, que en dique usaba su
privilegio de permanecer a bordo sólo cuando lo considerase necesario, y la
charla era, por lo tanto, alegre y distendida. Con fervor e indignación dignos
de mejor causa, y sin que nada pareciese justificarlo, el compañero de cubierta
del tipo se mandó una larga tirada sobre el asco que le causaban los
homosexuales, sobre lo incapaz que se veía de contener su ira en su presencia,
y sobre las cosas justas y horribles que les haría si tuviese el Poder en sus
manos. Como una de las reglas no escritas de aquellas sobremesas era que no se
debían tomar nunca demasiado en serio las cosas de que se hablaban, la
vehemencia y verborragia de aquel pichón sonaron en los oídos de los demás como
sirenas de alarma, (“¡Todo el mundo a sus puestos!”) y bastaron unos
minutos luego de su marcha para armar el plan que lo colocaría un poco más en
su centro.
Su
primer oficial lo llamó a un aparte y le previno algo en voz baja. Mandrake se
quedó mudo, espantado y horrorizado hasta la médula. El Capitán, le había
confesado el Primero, era de orientación homosexual (las palabras que
probablemente haya usado deben haber sido “el viejo se la come”) y, si de veras
el pibe quería recibirse y seguir con su carrera, más le valía guardarse
aquellas opiniones para sí cuando se encontrase en su presencia. A lo largo del
par de días siguientes, y aparentemente al azar, todos y cada uno de los
oficiales con los que habló le confirmó (a veces jocosamente, a veces molestos)
el “vicio” del viejo. La cereza del postre la puso el primer oficial de
máquinas, un petizo viejo, malo y pelirrojo, que completó la desesperación del
pilotín al contarle que (cual perverso Don Giovanni) la verdadera pasión del
Capitán eran los jóvenes principiantes.
¿Comprenden
el dilema de aquel verde bocón? No podía recibirse ni seguir su carrera si el
primer capitán que lo evaluaba lo calificaba mal, y venía a descubrir que
precisamente ese hombre ineludible padecía el único defecto que él no era capaz
de soportar en un semejante. Debería poner buena cara, disimular, soportar y
resistirse sin ofender…amén de tener que tragarse sus palabras de la sobremesa cada
vez que bajase la cabeza delante de los demás oficiales que las escucharon.
Lo
maravilloso del fenómeno que siguió fue que, a diferencia de otras bromas que
es necesario alimentar y sostener en el tiempo, esta se retroalimentaba a sí misma
y crecía virulentamente día a día. No creo que haya sido genialidad de parte de
aquellos marinos, sino simplemente la sinergia que a veces se genera cuando se
encuentran la estupidez y la buena voluntad. Porque, por supuesto, el Capitán
no sabía absolutamente nada de esto. Como en una refinada composición clásica,
esta otra broma corría como un segundo tema musical debajo del bochorno
principal del pilotín, y prometía algún jugoso desenlace alguna vez cuando todo
se descubriese.
Así,
el joven que se reconcomía de nervios anticipando los avances y humillaciones
del viejo pervertido se encontraba, a cada rato, con el Capitán que se sentía
obligado a colaborar con la educación y el bienestar de su futuro colega. Cada
gesto bondadoso del capitán, cada oferta de ayuda, cada propuesta de juntarse a
conversar sobre la profesión en su camarote, era visto por el homófobo como un
intento de seducción. Cada excusa, cada evasiva, cada salida intempestiva del
pilotín a cumplir con tareas impostergables era interpretada por el Capitán
como timidez del chico, como señal de sobrecarga de responsabilidades o,
simplemente, como falta de adaptación a la vida a bordo. Los actos de uno
generaban respuestas equivocadas en el otro, y esta acumulación de errores no
hacía más que reforzar la convicción que ambos tenían de que algo andaba mal
con el otro.
Mar
afuera, conviviendo las 24hs en el reducido mundo del buque, los encuentros se
multiplicaron y la confusión se intensificó. El joven miraba el radar, por
ejemplo (en aquellas épocas las pantallas eran redondas y poco brillantes,
siendo necesario que el operador se inclinase sobre ellas y metiese la cara en
un cono de goma que no permitía que la luz externa lo deslumbrase), y cuando,
ensimismado, levantaba la cara del cono de goma y encontraba tras sus nalgas
inclinadas al capitán, lo último que le pasaba por la cabeza era que el viejo
quería ver qué estaba haciendo para explicarle y enseñarle a hacerlo bien. Se
enderezaba asustado y se escapaba lo más rápido posible al otro extremo del
puente. Cuando el viejo, sorprendido por la torpeza del futuro oficial, lo
invitaba a un whisky en su camarote luego de la cena (A ver qué carájo
le pasaba al pibe este…), se encerraba con llave en el camarote.
Nada
dura para siempre, claro, y hasta los mejores argumentos de comedia deben,
necesariamente, llegar a un punto de crisis que los culmina. En nuestro caso (y
el tipo estaba presente) el momento de blanquear la situación se hizo evidente
la noche en que el capitán juntó a todos para decirles que estaba harto del
pibe, que parecía loco, que no sabía qué carájo tenía contra él (contra el
capitán) pero que no estaba dispuesto a aguantarlo más y que iba a echarlo a la
mierda. Fue un momento tenso, por cierto, porque no había forma de saber cómo
iba a reaccionar aquel viejo marino cuando le confesasen que, delante del pibe,
toda la tripulación se había comportado como si su capitán fuese la flor y nata
de la comunidad gay. Pero valió la pena. Aquel rostro pasó, en breves segundos,
de la estupefacción de saber que se lo había sindicado como homosexual a la
alegría de comprender finalmente el misterio de la conducta de Mandrake, de
allí al enojo más tormentoso y de allí, cuando finalmente la humorada logró
flotar hasta su consciencia, a la carcajada. Su único comentario antes de
retirarse del comedor fue “¡Qué manga de hijos de puta!”
Se
le indicó entonces a la víctima que debía constituirse en el comedor de
oficiales y, en palabras un tanto menos humildes que las usadas con el Capitán,
se le explicó el asunto. Es una lección profunda sobre la esencial igualdad
entre los seres humanos el que no solo el rostro del pilo pasó por expresiones
similares a las del de su superior, sino que su comentario final fue, también,
exactamente el mismo.
Que
el tipo sepa, aquel ahora más civilizado oficial de cubierta escarmentó y jamás
volvió a manifestar ninguna otra fobia personal con tanto énfasis. El tipo no
tuvo en claro si también logró ver la otra y fundamental lección de la
experiencia, pero cree que no. El que haya aprendido a controlar su vehemencia
lo protegió de las bromas sobre nuevos temas, pero el marino, como el elefante,
nunca olvida, y aquel magnífico complot del bar travesti de Aharus en el ´83
terminó de una manera muy graciosa pero que, también, lo mostraba renqueando de
la misma pata.
Pero
esa ya es otra historia.