En segundo año, en la época en que el tipo
todavía estaba en la Escuela (nota: cuando se trata de marina mercante, no se
aclara de cuál escuela se habla. Es La Escuela, y todo el mundo sabe de qué se
está hablando) los cadetes realizaban un embarco de alrededor de tres meses en
un carguero para que supieran qué eran realmente los barcos, cómo se vivía y
trabajaba en ellos, y cuáles eran todas esas normas no escritas que la Escuela
no enseñaba, pero sin las cuales no se podía ser realmente un marino. La Escuela
enseñaba el arte marítimo por medio de oficiales mercantes y profesores; las
normas no escritas te las enseñaban (a veces dolorosamente) los marineros,
mecánicos y contramaestres de a bordo.
Principalmente servía para que uno se conociese
a sí mismo, y se diera cuenta de si la cosa le gustaba verdaderamente, o si el
movimiento del buque, la lejanía de los afectos, la exigencia despiadada del
trabajo, la falta de sueño y la incertidumbre eran cosas que no iban a poder
ser soportadas. Mejor enterarse ahí y abandonar entonces que descubrirlo más
tarde, con años y esfuerzos invertidos en vano para conseguir el título.
Una de las cosas que se aprendían (y creo haber
hablado de esto varias veces) era a conversar. En una época sin VHS, sin
películas, sin tele, sin imaginar siquiera la internet móvil (o de cualquier
otro tipo), la única cosa que servía para amenizar un almuerzo o una cena eran
compañeros de mesa hábiles para encontrar temas originales, y capaces de
navegar entre malhumores o sensibilidades ajenas sin romper el delicado
ambiente de la camareta.
Los cadetes pronto descubrían esto, junto con
el placer, y el riesgo, que implicaba.
Una tarde, entre los trópicos y a mitad de
camino entre Brasil y Francia, el Tipo y un compañero apoyaron los codos en la
regala cuando terminó el trabajo en cubierta y se dispusieron a disfrutar de la
brisa y el paisaje, antes de bañarse para la cena. Repentinamente, Alejandro
enfrenta al Tipo y le dice, con aire triunfal: “Sé para quién es el ataúd”
El tipo no pregunta a cuál ataúd se refiere.
Aquella tarde, trabajando con el contramaestre, habían descubierto en un
estante alto del pañol de proa un ataúd, lustroso y ominoso en bronces, medio
tapado por una lona impermeable. El Contra les explicó que era una exigencia de
la ley en previsión de una muerte a bordo, para que hubiese un lugar digno en
el cual ubicar al finado hasta el próximo puerto. (El hecho de que el ataúd
debiera ser luego estibado en la cámara frigorífica de carnes para que
estuviera apto para la autopsia inevitable al recalar, rodeado de lechones,
medias reses y chorizos, no parecía restarle dignidad alguna al muerto). Junto
con la desilusión de enterarse de que ya no había más entierros en el mar como
se veía en las películas, diferentes aspectos de la cosa entretuvieron la
charla durante las tareas de rascado de pintura (Qué se sentiría comer un
churrasco que venía de junto al costado del sarcófago, cuán supersticiosos eran
los marineros que se negaban a entrar al pañol del cajón solos –ni hablar de noche-,
qué pasaría si hubiera más de una muerte, etc) hasta que todos se cansaron del
tema menos Alejandro.
Esperando una tontería profética, el Tipo lo
animó a seguir.
Alejandro, muy pagado de sí mismo, razonó: “Si
muriera el capitán, o un marinero, o un cocinero, el carpintero de a bordo
podría hacerle un cajón a medida.” (En aquella época bendita, los buques
incluían en su rol un carpintero, que tenía muchas más funciones de las que
desde tierra se podrían suponer al conocer su oficio. Los eliminó el gobierno
peronista de Carlos Menem). “Por eso hay uno sólo: el carpintero puede hacer
todos los que hagan falta. En cambio, si el que se muere es el carpintero,
¿Quién le hace el cajón?” Dejó que la simpleza y precisión de su razonamiento
impresionara al Tipo, y luego lo concluyó “Evidentemente, el ataúd debe estar
pensado para el carpintero”
Quiso el destino que a sotavento, apoyados en
la misma regala y al alcance de la voz de Alejandro, miraban el horizonte el
contramaestre, dos marineros, y el mismísimo carpintero. Aquel descendiente de
suecos se puso al lado del cadete en dos pasos rápidos y empezó a sacudirlo
verbalmente con la ferocidad con que un fox terrier termina con una rata.
Además de aprender a evaluar siempre si lo que uno va a decir a bordo puede, de
alguna remota manera, incomodar a alguien, Alejandro y el Tipo conocieron
aquella vez la profundidad y amplitud que tiene el vocabulario náutico a la
hora de putear al tarado.
El Chubut ostentaba el dudoso honor de contar
en su tripulación con los peores cocineros de la Empresa. Quienes conozcan el
nivel mediocre de aquellos sádicos se compadecerá del Tipo cuando le cuente que
hizo un viaje en dicha nave. Quienes no, difícilmente puedan imaginarlo.
Aunque a ese tipo de cocinero a bordo se lo
apoda generalmente El Borgia, el del Chubut era conocido como Alien, ya que se
daba por descontado que tarde o temprano iba a matar a todos los de la nave.
Había avanzado bastante el Chubut en su viaje
hacia el Mar del Norte, y ni indirectas ni quejas más que directas al Capitán
habían conseguido que Alien mejorara un poco sus platos, (que era la primera
petición), ni que se lo sacrificara a Poseidón ipso facto, (que era la segunda,
y quizás la más popular). El Capitán descargaba el problema en el Comisario de
a bordo, y este se limitaba a sonreír y encogerse de hombros. Lo único que se
pudo sacar de él, una tarde tormentosa en la que nadie pudo casi probar bocado
(tormentosa socialmente hablando, claro. El clima era espléndido) fue que, si
lo desembarcaba, era él –el comisario- quien debería cocinar hasta conseguir un
relevo. Como reconoció desvergonzadamente no tener la menor idea de cómo se
hacía eso, se encogió de hombros y sugirió seguir soportando la dieta. El
Capitán comía lo mismo que todos, pero consideraba las quejas exageradas y poco
viriles. Las razones para esa actitud estoica deberán ser conjeturadas por el
lector.
Una noche el tipo despierta retorcido de dolor
en el vientre. Ningún lugar en particular: entre las costillas y la cadera, su
parte delantera parecía haber servido de bolsa de arena para la práctica de un
boxeador peso pesado. Dudó que fuera la comida: no había ingerido cantidad
suficiente como para justificar el padecimiento. Tampoco pudo pensar mucho en
las posibles causas: casi inmediatamente recibió un mensaje de su interior, de
esos que no admiten demora alguna, y se encerró en su baño. Una hora. Dos. Cada
vez que trataba de salir y volver al sueño que tan desesperadamente ansiaba, un
entrepiso parecía desfondarse en sus tripas y debía volver corriendo al inodoro
para que el desmoronamiento no ocurriese en sitio inoportuno. Tomaba agua, e
instantes después unos sonidos como a jungla hindú provenientes de su interior
lo advertían de la urgente necesidad de despedirse de otra parte (líquida) de
su persona.
El alba lo encontró vacío y débil, pero apto
para alejarse más de dos metros de su baño.
Lo que encontró en el desayuno le resultó
extrañísimo. Un par de oficiales habían compartido su dolencia, y no habían
podido tomar guardia en el puente. Otros, indemnes, perdieron horas de sueño
cubriendo las horas de sus colegas, pero, salvo por eso, aparecían frescos como
rosas. Navegar aquella noche había sido muy difícil, porque las bajas habían
sido muchas, y por esas compasiones sorprendentes que a veces muestra el
destino, no había pasado nada que requiriera del pleno rendimiento de toda la
tripulación. Cuando la cosa se pone interesante, un par de manos menos puede
hacer la diferencia entre una anécdota interesante y una desgracia.
A todos los afectados les seguía doliendo el
vientre –y el resto del equipo interno que intervino en el proceso de vaciarlo
de manera explosiva-, y, a pesar del sueño y la debilidad, una sorda furia se
iba acumulando en ellos, e iba creciendo a medida que todos notaban lo serio de
los casos.
Obviamente, el primer imputado fue Alien. Pero
el razonamiento con que el Capitán desestimó las acusaciones fue irrefutable:
todos, absolutamente todos, habían comido la misma comida (a la sazón, guiso,
la piece de resistance de Alien). Si el guiso hubiera sido venenoso además de
horrible, todos se hubieran enfermado.
No había evidencia suficiente para inculparlo.
Pasaron un par de días en los cuales todos se
preguntaban lo mismo: ¿Cómo era posible, comiendo el mismo guiso salido de la
misma infernal olla, que algunos no sintieran nada, mientra que otros habían temido perder
por el inodoro hasta los recuerdos de la infancia? ¿Qué tenían en común las
víctimas, además de sentarse a la misma mesa, que las había hecho presa del
criminal extraterrestre?
A la tarde del tercer día, después de la cena,
el segundo oficial de cubierta lo llama al Tipo (su único aliado en el ansia de
deshacerse de Alien, o de sacrificarlo a Poseidón) y lo lleva, disimuladamente,
a popa. Desde la primera cubierta se podía ver la maniobra de popa de cubierta
principal (cabrestantes, bitas, cabos, roletes, portaespías) y lo que vendría a
ser el patio trasero de la cocina, que en aquel buque, como en tantos otros,
era la cosa que estaba más abajo y más atrás en todo el casillaje. Intimándolo
a guardar silencio con un gesto, se puso a esperar y mirar hacia abajo.
No tuvieron que esperar mucho. Finalizada la
tarea de aquel día, Alien y sus dos secuaces habían terminado de limpiar la
cocina y salieron a cubierta. Llevaban todas las ollas y sartenes que habían
usado para los estragos de aquella noche, sucios, y procedieron a atarlos con
alambre y dejarlos caer dentro de un tambor de doscientos litros lleno de un
líquido cuyo negro nefasto anunciaba una química perversa. Los utensillos burbujearon un poco, pero enseguida quedaron secretos
y sumergidos en aquel Stix culinario.
El Segundo explicó:
“Todos comimos el mismo guiso, pero de
diferentes tarrinas.” (no sé cómo será en tierra: a bordo, una tarrina es una
palangana de terracota donde se sirven los platos de olla que se quiere
mantener calientes). “Nos enfermamos los de una mesa, y los de las otras mesas
no. El guiso era de todos, la tarrina, nuestra”
No estaba claro del todo dónde entraba el
tambor en lo del dolor de panza, y el Tipo pidió explicaciones. “No lavan las
cosas en la pileta. Es mucho trabajo” le contestó el otro, cada vez más
caliente “Estos (y aquí los describió con una vehemente expresión que hacía
referencia al oficio de las madres de los cocineros) las atan con un alambre y
las sumergen en un tambor con agua y soda cáustica. Hacen que la soda disuelva
los restos de comida, después las enjuagan y nos dan de comer en eso. Y es la
misma soda cáustica de hace dos meses, porque ni siquiera la cambian.
Donde enjuagues mal una tarrina…”
Enterado el Capitán, por supuesto, hubo truenos
y relámpagos, llanto lágrima moco y baba, se tiraron (al mar, por supuesto) los
doscientos litros de químicos y comida podrida del tambor, y se hicieron
solemnes promesas de controlar más la higiene y la calidad de la comida.
El Universo de Alien, por su parte, no se
alteró en lo más mínimo.
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Durante el cruce
del Atlántico de bajada del Río de la Plata (cuando todo el mundo está más o
menos harto de todo el mundo) se conjugaron dos circunstancias desgraciadas.
Por un lado, un
jueves, cumplió años el Tipo. Al tipo no le gustan los cumpleaños a bordo (por
razones que serían largas de explicar, y un tanto lamentables), así que pidió
que no se hiciera ninguno de los copetines, brindis, etc, que eran de rigor en
aquellos tiempos. Torta no, porque esto fue después del Célebre y Penoso caso
de la Torta, así que esa tradición había sido prudentemente eliminada. A muchos
les pareció de mala onda, y le colgaron en la puerta del camarote un cartel que
decía “Amargo Serrano”. Tuvo tan poco efecto este afiche que el Tipo ni
siquiera se molestó en sacarlo, y quedó allí hasta que el calor del trópico
aflojó las cintas scotch y lo hizo caer al piso.
Por otro lado
habían coincidido en ese viaje tres o cuatro oficiales enamorados de la
tradición –no por todos compartida- de hacerle una maldad al tipo que cumple
años. Lo llamaban broma, o joda, y por lo general resultaban muy divertidas
para ellos y no tanto para la víctima, que por no perder “onda” sonreía
forzadamente y perdonaba las sevicias.
Así las cosas, el
Tipo cenó, durmió tres horas, y se levantó para hacer su guardia de medianoche
a cuatro de la mañana. La comida no le había asentado bien, y tuvo que cumplir
su horario con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Al llegar al
camarote, ansiando bañarse y tirarse a dormir, descubrió que había sido víctima
de la menos original de las “bromas” de cumpleaños: habían vaciado su camarote.
Ropa del placard,
artículos del botiquín del baño, toallas, colchón, sábanas, almohadas,
radiograbador, libros: todo había desaparecido.
Parte de la
diversión de esta joda era ver cómo el damnificado buscaba sus cosas por todo
el buque, sucio y cansado (los autores se cuidaban muy bien de esconder todo en
lugares insospechados). El Tipo estaba descompuesto y un poco harto de los tres
humoristas, así que, consciente de que desde alguna rendija lo estarían
mirando, simplemente se dirigió a un camarote que sabía desocupado –el camarote
que se reservaba para el Armador, en el hipotético caso de que decidiera hacer
un viaje en un carguero en vez de en primera clase de un Boeing- y, de overall
y medias sucias, se tiró a dormir sobre el colchón pelado.
Al día siguiente
despertó sintiéndose mejor. Volvió a su camarote y encontró sus cosas,
desparramadas por todas partes, con el desdén de jugadores que han encontrado
un rival poco deportivo. Se bañó, almorzó, volvió a tomar guardia hasta las
1600, y desde que volvió a su camarote hasta la hora de cenar estuvo acomodando
todo de nuevo. En la mesa del comedor encontró varias caras con la sonrisa
contenida, o mal disimulada, y un exceso de cordialidad hacia su persona que invitaba
al perdón. Se contagió, por supuesto, sonrió él a su vez abiertamente, y meneó
la cabeza como diciendo “¡Ay, estos muchachos! ¡Qué diablitos que son!”
Pero a mitad de la
cena, en lo mejor de la pizza, se vió obligado a decir eso que le venía rondando
la cabeza
-Ché, está bien un
poco de joda, pero no se pasen. Ya está, ya terminó. Devuélvanme todo-
Los payasos se
sonrieron nerviosos entre sí, y preguntaron de qué hablaba. Si ya le habían
devuelto todo.
El Tipo se puso
serio.
-No, todo no. Me
falta la divisa-
(Una aclaración al margen
para aquellas personas poco familiarizadas con la marina mercante. El marino
que viaja fuera del país cobra unos viáticos para moverse en países
extranjeros. Empieza a cobrar X dólares por día cuarenta y ocho horas antes de
salir de Buenos Aires –el X depende de su rol a bordo-, y deja de cobrarlos en
el último puerto antes de pegar la vuelta hacia Buenos Aires. Es un valor interesante, que pocos
gastaban por completo. De hecho, si uno era cuidadoso en sus gastos, era un
pequeño sueldo más. En el último puerto se liquidaba el total, y a partir de
ahí quedaba en manos de la creatividad de cada uno dónde guardarlos para que
nadie se los quitara. No era común, pero ocurría)
El Tipo les explicó
a los payasos que había guardado alrededor de quinientos dólares en el doble
forro de un bolsillo de una campera, y que no estaban.
Por supuesto, los
tres dijeron que no era posible, que habían devuelto todo, pero el Tipo cortó
las negativas amable pero firmemente. El dinero estaba antes del chiste, y no
está después del chiste. El dinero tenía que volver a aparecer.
Uno de los tres
humoristas amagó proponer que el Tipo debía estar equivocado. Quizás había
guardado la plata en otro lugar, o no había revisado bien.
-Miren, no quiero
joder a nadie por algo que a lo mejor es una tontería. Hoy es viernes- empezó
el Tipo. –Si para el lunes no aparece mi plata, voy a tener que ir con el
Capitán y denunciar el robo. Todo es muy lindo y muy divertido, pero sin mi
plata no me voy a quedar-
¿Había sido un robo
o simplemente una torpeza al trasladar apurados las ropas del camarote del Tipo
a donde las habían ocultado? Lo del robo era inconcebible, así que se abocaron
a revisar pasillos, rendijas, y lugares oscuros del camarote del tipo y del
pañol que habían usado de escondite. La campera en cuestión recibió más visitas
en sus bolsillos de las que su fabricante hubiera soñado jamás, y sólo una
firme negativa del Tipo impidió que la descosieran para ver si se había tragado
aquellos ahorros.
El sábado el Tipo
se levantó a las nueve. El tiempo estaba hermoso, y decidió sacrificar un poco
de sueño para disfrutar del agua de mar de la pileta y el sol de los trópicos.
No almorzó, y esperó hasta último momento para ir a su guardia. El equipo del buen
humor seguía revisando lo revisado, transpirando, y notando descorazonados que
la hipótesis del fajo de billetes caído cada vez era menos alentadora. Cada vez
era más evidente que, de haber ocurrido así, otro lo había encontrado y
decidido no avisar. Todavía no se decantaban por la idea de que bien podía
haberse tentado uno de ellos, pero, lamentaba el Tipo, era cuestión de tiempo.
La matemática era simple: si el dinero no aparecía, iban a tener que reponerlo
ellos (ni hablar de que la cosa llegara al Capitán). El que se quedó con los
quinientos debería pagar sus ciento sesenta y pico, pero se quedaría con una
ganancia neta importante.
Hacía calor dentro
del buque, y los pañoles no tienen aire acondicionado. A las seis del sábado
abandonaron la búsqueda, y esa noche la cena fue lúgubre. El tema no se tocó,
pero el Tipo lo sentía presente como un hipopótamo escondido bajo un mantel.
¿Quién tenía los
quinientos dólares? ¿Cómo descubrirlo, qué razonamiento usar?
El domingo por la
mañana, mientras el Tipo pasaba otra luminosa mañana de pileta y sol, los
animadores de cumpleaños (sospechosos, ya, los tres) hicieron un último intento
de revisar todo a fondo, pero se desanimaron en seguida. Sabían que no iban a
encontrar otra cosa que sudor y manos sucias, como sabían también que el futuro
les deparaba un gasto inesperado y el deshonor de ser sospechosos de haberse
quedado con dinero de un colega.
A la merienda, el
cabecilla se acercó al Tipo, que estaba terminando su café, y se reconoció
vencido. Ponía las manos en el fuego por sus compañeros de juerga, y proponía
la hipótesis de que el dinero se había caído en algún pasillo, y alguien poco
honesto lo encontró y se lo quedó. Le pidió que no pidiera un sumario al
Capitán, y le preguntó si aceptaría que entre todos ellos le devolvieran el
dinero perdido.
Serio, el Tipo
reconoció que el dinero lo tenía él. Nadie es tan estúpido, aseguraba, como
para guardar plata en el bolsillo de una campera. Solo quería pasar un fin de
semana descansando mientras los veía transpirar asustados.
El cabecilla se
golpeó la frente con la mano, y con los ojos cerrados repetía que él lo sabía,
él lo sabía, pero que no podía decir nada. Y reconoció ante el Tipo el haber
sido objeto de una buena joda de venganza.
-No es venganza,
pelotudo. Les estuve diciendo algo. Entraron en mi camarote sin permiso, y me
faltaron cosas: si yo hubiera sido vengativo, si yo hubiera sido de veras
jodido, no tenía ninguna necesidad de admitir que tenía la guita. Si iba al
Capitán con esto la habrían pasado para la mierda, y si hubiera querido plata,
me quedaba con la de ustedes.
Jodé con el que le
gusta joder, porque, así como yo los tuve agarrados por las pelotas un fin de
semana porque no respeto las normas de las bromas, otro más retorcido los puede
hundir con todo gusto-
El alivio de que
todo se hubiera resuelto no bastó para borrar del rostro del cabecilla el
disgusto ante una conducta poco deportiva. Pero ese viaje, por lo menos, no
hubo más “joditas”