viernes, 3 de septiembre de 2021

Detectives a bordo

 

En segundo año, en la época en que el tipo todavía estaba en la Escuela (nota: cuando se trata de marina mercante, no se aclara de cuál escuela se habla. Es La Escuela, y todo el mundo sabe de qué se está hablando) los cadetes realizaban un embarco de alrededor de tres meses en un carguero para que supieran qué eran realmente los barcos, cómo se vivía y trabajaba en ellos, y cuáles eran todas esas normas no escritas que la Escuela no enseñaba, pero sin las cuales no se podía ser realmente un marino. La Escuela enseñaba el arte marítimo por medio de oficiales mercantes y profesores; las normas no escritas te las enseñaban (a veces dolorosamente) los marineros, mecánicos y contramaestres de a bordo.

Principalmente servía para que uno se conociese a sí mismo, y se diera cuenta de si la cosa le gustaba verdaderamente, o si el movimiento del buque, la lejanía de los afectos, la exigencia despiadada del trabajo, la falta de sueño y la incertidumbre eran cosas que no iban a poder ser soportadas. Mejor enterarse ahí y abandonar entonces que descubrirlo más tarde, con años y esfuerzos invertidos en vano para conseguir el título.

Una de las cosas que se aprendían (y creo haber hablado de esto varias veces) era a conversar. En una época sin VHS, sin películas, sin tele, sin imaginar siquiera la internet móvil (o de cualquier otro tipo), la única cosa que servía para amenizar un almuerzo o una cena eran compañeros de mesa hábiles para encontrar temas originales, y capaces de navegar entre malhumores o sensibilidades ajenas sin romper el delicado ambiente de la camareta.

Los cadetes pronto descubrían esto, junto con el placer, y el riesgo, que implicaba.

Una tarde, entre los trópicos y a mitad de camino entre Brasil y Francia, el Tipo y un compañero apoyaron los codos en la regala cuando terminó el trabajo en cubierta y se dispusieron a disfrutar de la brisa y el paisaje, antes de bañarse para la cena. Repentinamente, Alejandro enfrenta al Tipo y le dice, con aire triunfal: “Sé para quién es el ataúd”

El tipo no pregunta a cuál ataúd se refiere. Aquella tarde, trabajando con el contramaestre, habían descubierto en un estante alto del pañol de proa un ataúd, lustroso y ominoso en bronces, medio tapado por una lona impermeable. El Contra les explicó que era una exigencia de la ley en previsión de una muerte a bordo, para que hubiese un lugar digno en el cual ubicar al finado hasta el próximo puerto. (El hecho de que el ataúd debiera ser luego estibado en la cámara frigorífica de carnes para que estuviera apto para la autopsia inevitable al recalar, rodeado de lechones, medias reses y chorizos, no parecía restarle dignidad alguna al muerto). Junto con la desilusión de enterarse de que ya no había más entierros en el mar como se veía en las películas, diferentes aspectos de la cosa entretuvieron la charla durante las tareas de rascado de pintura (Qué se sentiría comer un churrasco que venía de junto al costado del sarcófago, cuán supersticiosos eran los marineros que se negaban a entrar al pañol del cajón solos –ni hablar de noche-, qué pasaría si hubiera más de una muerte, etc) hasta que todos se cansaron del tema menos Alejandro.

Esperando una tontería profética, el Tipo lo animó a seguir.

Alejandro, muy pagado de sí mismo, razonó: “Si muriera el capitán, o un marinero, o un cocinero, el carpintero de a bordo podría hacerle un cajón a medida.” (En aquella época bendita, los buques incluían en su rol un carpintero, que tenía muchas más funciones de las que desde tierra se podrían suponer al conocer su oficio. Los eliminó el gobierno peronista de Carlos Menem). “Por eso hay uno sólo: el carpintero puede hacer todos los que hagan falta. En cambio, si el que se muere es el carpintero, ¿Quién le hace el cajón?” Dejó que la simpleza y precisión de su razonamiento impresionara al Tipo, y luego lo concluyó “Evidentemente, el ataúd debe estar pensado para el carpintero”

Quiso el destino que a sotavento, apoyados en la misma regala y al alcance de la voz de Alejandro, miraban el horizonte el contramaestre, dos marineros, y el mismísimo carpintero. Aquel descendiente de suecos se puso al lado del cadete en dos pasos rápidos y empezó a sacudirlo verbalmente con la ferocidad con que un fox terrier termina con una rata. Además de aprender a evaluar siempre si lo que uno va a decir a bordo puede, de alguna remota manera, incomodar a alguien, Alejandro y el Tipo conocieron aquella vez la profundidad y amplitud que tiene el vocabulario náutico a la hora de putear al tarado.

 

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El Chubut ostentaba el dudoso honor de contar en su tripulación con los peores cocineros de la Empresa. Quienes conozcan el nivel mediocre de aquellos sádicos se compadecerá del Tipo cuando le cuente que hizo un viaje en dicha nave. Quienes no, difícilmente puedan imaginarlo.

Aunque a ese tipo de cocinero a bordo se lo apoda generalmente El Borgia, el del Chubut era conocido como Alien, ya que se daba por descontado que tarde o temprano iba a matar a todos los de la nave.

Había avanzado bastante el Chubut en su viaje hacia el Mar del Norte, y ni indirectas ni quejas más que directas al Capitán habían conseguido que Alien mejorara un poco sus platos, (que era la primera petición), ni que se lo sacrificara a Poseidón ipso facto, (que era la segunda, y quizás la más popular). El Capitán descargaba el problema en el Comisario de a bordo, y este se limitaba a sonreír y encogerse de hombros. Lo único que se pudo sacar de él, una tarde tormentosa en la que nadie pudo casi probar bocado (tormentosa socialmente hablando, claro. El clima era espléndido) fue que, si lo desembarcaba, era él –el comisario- quien debería cocinar hasta conseguir un relevo. Como reconoció desvergonzadamente no tener la menor idea de cómo se hacía eso, se encogió de hombros y sugirió seguir soportando la dieta. El Capitán comía lo mismo que todos, pero consideraba las quejas exageradas y poco viriles. Las razones para esa actitud estoica deberán ser conjeturadas por el lector.

Una noche el tipo despierta retorcido de dolor en el vientre. Ningún lugar en particular: entre las costillas y la cadera, su parte delantera parecía haber servido de bolsa de arena para la práctica de un boxeador peso pesado. Dudó que fuera la comida: no había ingerido cantidad suficiente como para justificar el padecimiento. Tampoco pudo pensar mucho en las posibles causas: casi inmediatamente recibió un mensaje de su interior, de esos que no admiten demora alguna, y se encerró en su baño. Una hora. Dos. Cada vez que trataba de salir y volver al sueño que tan desesperadamente ansiaba, un entrepiso parecía desfondarse en sus tripas y debía volver corriendo al inodoro para que el desmoronamiento no ocurriese en sitio inoportuno. Tomaba agua, e instantes después unos sonidos como a jungla hindú provenientes de su interior lo advertían de la urgente necesidad de despedirse de otra parte (líquida) de su persona.

El alba lo encontró vacío y débil, pero apto para alejarse más de dos metros de su baño.

Lo que encontró en el desayuno le resultó extrañísimo. Un par de oficiales habían compartido su dolencia, y no habían podido tomar guardia en el puente. Otros, indemnes, perdieron horas de sueño cubriendo las horas de sus colegas, pero, salvo por eso, aparecían frescos como rosas. Navegar aquella noche había sido muy difícil, porque las bajas habían sido muchas, y por esas compasiones sorprendentes que a veces muestra el destino, no había pasado nada que requiriera del pleno rendimiento de toda la tripulación. Cuando la cosa se pone interesante, un par de manos menos puede hacer la diferencia entre una anécdota interesante y una desgracia.

A todos los afectados les seguía doliendo el vientre –y el resto del equipo interno que intervino en el proceso de vaciarlo de manera explosiva-, y, a pesar del sueño y la debilidad, una sorda furia se iba acumulando en ellos, e iba creciendo a medida que todos notaban lo serio de los casos.

Obviamente, el primer imputado fue Alien. Pero el razonamiento con que el Capitán desestimó las acusaciones fue irrefutable: todos, absolutamente todos, habían comido la misma comida (a la sazón, guiso, la piece de resistance de Alien). Si el guiso hubiera sido venenoso además de horrible, todos se hubieran enfermado.

No había evidencia suficiente para inculparlo.

Pasaron un par de días en los cuales todos se preguntaban lo mismo: ¿Cómo era posible, comiendo el mismo guiso salido de la misma infernal olla, que algunos no sintieran nada, mientra que otros habían temido perder por el inodoro hasta los recuerdos de la infancia? ¿Qué tenían en común las víctimas, además de sentarse a la misma mesa, que las había hecho presa del criminal extraterrestre?

A la tarde del tercer día, después de la cena, el segundo oficial de cubierta lo llama al Tipo (su único aliado en el ansia de deshacerse de Alien, o de sacrificarlo a Poseidón) y lo lleva, disimuladamente, a popa. Desde la primera cubierta se podía ver la maniobra de popa de cubierta principal (cabrestantes, bitas, cabos, roletes, portaespías) y lo que vendría a ser el patio trasero de la cocina, que en aquel buque, como en tantos otros, era la cosa que estaba más abajo y más atrás en todo el casillaje. Intimándolo a guardar silencio con un gesto, se puso a esperar y mirar hacia abajo.

No tuvieron que esperar mucho. Finalizada la tarea de aquel día, Alien y sus dos secuaces habían terminado de limpiar la cocina y salieron a cubierta. Llevaban todas las ollas y sartenes que habían usado para los estragos de aquella noche, sucios, y procedieron a atarlos con alambre y dejarlos caer dentro de un tambor de doscientos litros lleno de un líquido cuyo negro nefasto anunciaba una química perversa. Los utensillos burbujearon un poco, pero enseguida quedaron secretos y sumergidos en aquel Stix culinario.

El Segundo explicó:

“Todos comimos el mismo guiso, pero de diferentes tarrinas.” (no sé cómo será en tierra: a bordo, una tarrina es una palangana de terracota donde se sirven los platos de olla que se quiere mantener calientes). “Nos enfermamos los de una mesa, y los de las otras mesas no. El guiso era de todos, la tarrina, nuestra”

No estaba claro del todo dónde entraba el tambor en lo del dolor de panza, y el Tipo pidió explicaciones. “No lavan las cosas en la pileta. Es mucho trabajo” le contestó el otro, cada vez más caliente “Estos (y aquí los describió con una vehemente expresión que hacía referencia al oficio de las madres de los cocineros) las atan con un alambre y las sumergen en un tambor con agua y soda cáustica. Hacen que la soda disuelva los restos de comida, después las enjuagan y nos dan de comer en eso. Y es la misma soda cáustica de hace dos meses, porque ni siquiera la cambian.

Donde enjuagues mal una tarrina…”

Enterado el Capitán, por supuesto, hubo truenos y relámpagos, llanto lágrima moco y baba, se tiraron (al mar, por supuesto) los doscientos litros de químicos y comida podrida del tambor, y se hicieron solemnes promesas de controlar más la higiene y la calidad de la comida.

El Universo de Alien, por su parte, no se alteró en lo más mínimo.

 

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                Durante el cruce del Atlántico de bajada del Río de la Plata (cuando todo el mundo está más o menos harto de todo el mundo) se conjugaron dos circunstancias desgraciadas.

                Por un lado, un jueves, cumplió años el Tipo. Al tipo no le gustan los cumpleaños a bordo (por razones que serían largas de explicar, y un tanto lamentables), así que pidió que no se hiciera ninguno de los copetines, brindis, etc, que eran de rigor en aquellos tiempos. Torta no, porque esto fue después del Célebre y Penoso caso de la Torta, así que esa tradición había sido prudentemente eliminada. A muchos les pareció de mala onda, y le colgaron en la puerta del camarote un cartel que decía “Amargo Serrano”. Tuvo tan poco efecto este afiche que el Tipo ni siquiera se molestó en sacarlo, y quedó allí hasta que el calor del trópico aflojó las cintas scotch y lo hizo caer al piso.

                Por otro lado habían coincidido en ese viaje tres o cuatro oficiales enamorados de la tradición –no por todos compartida- de hacerle una maldad al tipo que cumple años. Lo llamaban broma, o joda, y por lo general resultaban muy divertidas para ellos y no tanto para la víctima, que por no perder “onda” sonreía forzadamente y perdonaba las sevicias.

                Así las cosas, el Tipo cenó, durmió tres horas, y se levantó para hacer su guardia de medianoche a cuatro de la mañana. La comida no le había asentado bien, y tuvo que cumplir su horario con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Al llegar al camarote, ansiando bañarse y tirarse a dormir, descubrió que había sido víctima de la menos original de las “bromas” de cumpleaños: habían vaciado su camarote.

                Ropa del placard, artículos del botiquín del baño, toallas, colchón, sábanas, almohadas, radiograbador, libros: todo había desaparecido.

                Parte de la diversión de esta joda era ver cómo el damnificado buscaba sus cosas por todo el buque, sucio y cansado (los autores se cuidaban muy bien de esconder todo en lugares insospechados). El Tipo estaba descompuesto y un poco harto de los tres humoristas, así que, consciente de que desde alguna rendija lo estarían mirando, simplemente se dirigió a un camarote que sabía desocupado –el camarote que se reservaba para el Armador, en el hipotético caso de que decidiera hacer un viaje en un carguero en vez de en primera clase de un Boeing- y, de overall y medias sucias, se tiró a dormir sobre el colchón pelado.

                Al día siguiente despertó sintiéndose mejor. Volvió a su camarote y encontró sus cosas, desparramadas por todas partes, con el desdén de jugadores que han encontrado un rival poco deportivo. Se bañó, almorzó, volvió a tomar guardia hasta las 1600, y desde que volvió a su camarote hasta la hora de cenar estuvo acomodando todo de nuevo. En la mesa del comedor encontró varias caras con la sonrisa contenida, o mal disimulada, y un exceso de cordialidad hacia su persona que invitaba al perdón. Se contagió, por supuesto, sonrió él a su vez abiertamente, y meneó la cabeza como diciendo “¡Ay, estos muchachos! ¡Qué diablitos que son!”

                Pero a mitad de la cena, en lo mejor de la pizza, se vió obligado a decir eso que le venía rondando la cabeza

                -Ché, está bien un poco de joda, pero no se pasen. Ya está, ya terminó. Devuélvanme todo-

                Los payasos se sonrieron nerviosos entre sí, y preguntaron de qué hablaba. Si ya le habían devuelto todo.

                El Tipo se puso serio.

                -No, todo no. Me falta la divisa-

                (Una aclaración al margen para aquellas personas poco familiarizadas con la marina mercante. El marino que viaja fuera del país cobra unos viáticos para moverse en países extranjeros. Empieza a cobrar X dólares por día cuarenta y ocho horas antes de salir de Buenos Aires –el X depende de su rol a bordo-, y deja de cobrarlos en el último puerto antes de pegar la vuelta hacia Buenos Aires. Es un valor interesante, que pocos gastaban por completo. De hecho, si uno era cuidadoso en sus gastos, era un pequeño sueldo más. En el último puerto se liquidaba el total, y a partir de ahí quedaba en manos de la creatividad de cada uno dónde guardarlos para que nadie se los quitara. No era común, pero ocurría)

                El Tipo les explicó a los payasos que había guardado alrededor de quinientos dólares en el doble forro de un bolsillo de una campera, y que no estaban.

                Por supuesto, los tres dijeron que no era posible, que habían devuelto todo, pero el Tipo cortó las negativas amable pero firmemente. El dinero estaba antes del chiste, y no está después del chiste. El dinero tenía que volver a aparecer.

                Uno de los tres humoristas amagó proponer que el Tipo debía estar equivocado. Quizás había guardado la plata en otro lugar, o no había revisado bien.

                -Miren, no quiero joder a nadie por algo que a lo mejor es una tontería. Hoy es viernes- empezó el Tipo. –Si para el lunes no aparece mi plata, voy a tener que ir con el Capitán y denunciar el robo. Todo es muy lindo y muy divertido, pero sin mi plata no me voy a quedar-

                ¿Había sido un robo o simplemente una torpeza al trasladar apurados las ropas del camarote del Tipo a donde las habían ocultado? Lo del robo era inconcebible, así que se abocaron a revisar pasillos, rendijas, y lugares oscuros del camarote del tipo y del pañol que habían usado de escondite. La campera en cuestión recibió más visitas en sus bolsillos de las que su fabricante hubiera soñado jamás, y sólo una firme negativa del Tipo impidió que la descosieran para ver si se había tragado aquellos ahorros.

                El sábado el Tipo se levantó a las nueve. El tiempo estaba hermoso, y decidió sacrificar un poco de sueño para disfrutar del agua de mar de la pileta y el sol de los trópicos. No almorzó, y esperó hasta último momento para ir a su guardia. El equipo del buen humor seguía revisando lo revisado, transpirando, y notando descorazonados que la hipótesis del fajo de billetes caído cada vez era menos alentadora. Cada vez era más evidente que, de haber ocurrido así, otro lo había encontrado y decidido no avisar. Todavía no se decantaban por la idea de que bien podía haberse tentado uno de ellos, pero, lamentaba el Tipo, era cuestión de tiempo. La matemática era simple: si el dinero no aparecía, iban a tener que reponerlo ellos (ni hablar de que la cosa llegara al Capitán). El que se quedó con los quinientos debería pagar sus ciento sesenta y pico, pero se quedaría con una ganancia neta importante.

                Hacía calor dentro del buque, y los pañoles no tienen aire acondicionado. A las seis del sábado abandonaron la búsqueda, y esa noche la cena fue lúgubre. El tema no se tocó, pero el Tipo lo sentía presente como un hipopótamo escondido bajo un mantel.

                ¿Quién tenía los quinientos dólares? ¿Cómo descubrirlo, qué razonamiento usar?

                El domingo por la mañana, mientras el Tipo pasaba otra luminosa mañana de pileta y sol, los animadores de cumpleaños (sospechosos, ya, los tres) hicieron un último intento de revisar todo a fondo, pero se desanimaron en seguida. Sabían que no iban a encontrar otra cosa que sudor y manos sucias, como sabían también que el futuro les deparaba un gasto inesperado y el deshonor de ser sospechosos de haberse quedado con dinero de un colega.

                A la merienda, el cabecilla se acercó al Tipo, que estaba terminando su café, y se reconoció vencido. Ponía las manos en el fuego por sus compañeros de juerga, y proponía la hipótesis de que el dinero se había caído en algún pasillo, y alguien poco honesto lo encontró y se lo quedó. Le pidió que no pidiera un sumario al Capitán, y le preguntó si aceptaría que entre todos ellos le devolvieran el dinero perdido.

                Serio, el Tipo reconoció que el dinero lo tenía él. Nadie es tan estúpido, aseguraba, como para guardar plata en el bolsillo de una campera. Solo quería pasar un fin de semana descansando mientras los veía transpirar asustados.

                El cabecilla se golpeó la frente con la mano, y con los ojos cerrados repetía que él lo sabía, él lo sabía, pero que no podía decir nada. Y reconoció ante el Tipo el haber sido objeto de una buena joda de venganza.

                -No es venganza, pelotudo. Les estuve diciendo algo. Entraron en mi camarote sin permiso, y me faltaron cosas: si yo hubiera sido vengativo, si yo hubiera sido de veras jodido, no tenía ninguna necesidad de admitir que tenía la guita. Si iba al Capitán con esto la habrían pasado para la mierda, y si hubiera querido plata, me quedaba con la de ustedes.

                Jodé con el que le gusta joder, porque, así como yo los tuve agarrados por las pelotas un fin de semana porque no respeto las normas de las bromas, otro más retorcido los puede hundir con todo gusto-

                El alivio de que todo se hubiera resuelto no bastó para borrar del rostro del cabecilla el disgusto ante una conducta poco deportiva. Pero ese viaje, por lo menos, no hubo más “joditas”