SISSI
TOMANDO SOL:
(Como
este artículo se refiere a una dama, no sólo cambiaremos su apodo, sino también
el nombre del buque. El que conozca, reconocerá, y el que no, deberá
conformarse con el cuento)
Sissi era la enfermera del Río
Bastante.
Sissi era desesperantemente bonita,
con un rostro muy parecido al de Graciela Alfano, largos y rubios cabellos, un
cuerpo al que ningún cuello masculino se podía resistir (si te daba dos vueltas
alrededor, tu cabeza podía girar dos veces sobre sí misma y desnucarte) y una
simpatía fresca y constante que daba a luz infinitas malinterpretaciones cada
cosa de tres segundos y cuarto.
A Sissi le importaba un cuerno que
los chicos de a bordo se entusiasmasen demasiado con su figura, y en vez de
disimularla y buscar un perfil bajo como tantas, se vestía y andaba por allí
como se le cantaba la real gana (Por ejemplo: Parte de las obligaciones del
enfermero de a bordo era fumigar pasillos y rincones del buque contra cucarachas
y bichos varios. Lo ideal era hacerlo de noche, cuando andaba poca gente por
allí que se pudiese contaminar con el producto antes de que secase. Una noche,
por culpa de algo que falló de madrugada, el tipo volvía a su camarote desde
máquinas subiendo cabizbajo las escaleras. Unos metros antes de su cubierta se
detuvo en seco: delante de sus ojos, cansados por el sueño y el trabajo, en dos
peldaños sucesivos de la escalera, había un par piecitos calzados con sandalias de taco alto.
Levantando la mirada –esto lleva más tiempo contarlo que vivirlo- vio que se
continuaban en aquel famoso y largo par de piernas, y que Sissi había decidido
trabajar vestida con su bikini y un camisón que apenas llegaba a medio muslo,
-que aunque midiese más no habría hecho diferencia, porque era más transparente
que un vidrio empañado-. Fue difícil para el tipo, pero dejó sus manos donde
estaban, saludó y se fue a acostar. Dormir ya fue otra cosa…).
Sissi iba a los asados en cubierta con una
tolerita tan liviana que parecía hecha de telarañas, que no le llegaba al
ombligo y que el viento vivía prometiendo en vano alzar hasta sus hombros. Sissi
salía con unos pantalones blancos que producían ondas de caos en el tránsito
automotor de las calles por donde paseaba. Y Sissi tomaba sol con la bikini más
perversa que hubiera podido conseguir.
De más está decir que Sissi
conseguía producir efectos sísmicos entre los muchachos, en forma proporcional
a los días que estos llevaban lejos de casa y sin ver una mujer que no
estuviese en una revista. Sissi salía a pasear en puerto con algunos, y era
raro que le permitiesen pagar su parte del taxi. Les encantaba invitarla a
comer. Tenía siempre su camarote y sus cosas reparadas y pintadas, casi sin
tener que pedirle a nadie que lo hiciera por ella. Sissi no parecía tener jefe
ni superior a bordo (Sissi era una excelente muchacha, debe aclararse, y jamás
usó ni abusó de este privilegio), y parecía vivir cada viaje en una inocente
ignorancia de hasta qué punto arreaba a la tripulación sin usar más riendas que
las hormonas ajenas.
El tipo evitaba todo lo posible
quedar dentro de su campo magnético, no por virtuosismo ni por una calidad
moral superior, sino por liso y llano cagaso: Sissi no parecía ser del tipo
descartable, y su adherencia no era algo que dependiese de ella, sino de la
propia voluntad de uno. Y así íbamos muertos, pensaba el tipo.
Entiéndase bien: de ninguna manera
Sissi hilaba deliberadamente aquella telaraña que capturaba las fantasías y
deseos de todos los varones heterosexuales del buque. Simplemente generaba a su
alrededor (involuntariamente, sin duda) las condiciones necesarias y
suficientes para que cada uno construyese su propia correa para que lo sacaran
a pasear. Se puede luchar contra las intrigas de otro –otra- pero ¿cómo se
desinfecta uno de los propios berretines?
Como el tipo se había abierto de la
competencia por sus favores, podía contemplar el desarrollo del torneo desde
afuera, siguiendo las instancias con maravilla y, a veces, con estupefacta
incredulidad. El mecanismo, en sí, era fascinante. Todos deseaban poseer a
Sissi (digámoslo francamente), y el mismo hecho de que todos lo desearan lograba que ninguno pudiera hacerlo. Jamás se supo con certeza si alguno tuvo
suerte –conociendo la pasión del marino por contar sus cosas, esto es casi una
certeza absoluta de que nadie la tuvo- pero siempre se rumoreó que el capitán
“picaba” en el asunto. La especie nunca pudo ser comprobada ni desmentida, pero
su efecto se sumó al de la universalidad de las atenciones que Sissi recibía, y
terminó por cerrar el cerco mágico que parecía preservarla.
Todo el día estaba rodeada de gente.
Todo el que tenía un rato libre pasaba a charlar por la enfermería, o se la
encontraba en el comedor, o la acompañaba a la pileta. Entre tantos “amigos”
era muy difícil encontrar la manera de tirarse un lance, por más discreto que
fuese. Y si se fuese indiscreto, y aunque los demás adoradores de la Diosa le
perdonaran la falta de respeto “a una compañera de trabajo, che…”, estaba
siempre presente la certeza de que el atrevimiento llegaría a oídos del
capitán. Y andá a saber qué hacía aquel tano celoso cuando se enterase…
Sissi jamás dio a entender que fuese
una muchacha seria, formal, casta y fácil de ofender. Más bien al contrario.
Pero tampoco tuvo un elegido conocido que descartase a los demás. Esta media
promesa alentaba las ilusiones que su falta de pareja no podaba, así que, en
vez de un novio amante que la cubriese de atenciones y veintinueve descartados
que rumiasen su despecho, tenía treinta aspirantes esperanzados y dispuestos a
todo por tratar de conseguirla.
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El Río Bastante tenía una de esas
clásicas piletas de lona de buque mercante, de cuatro por cuatro por dos de
hondo, hechas con caños y lona impermeable. Se armaban apenas empezaba el
calorcito, y se llenaban con agua de mar limpia todos los días. De “bañeros”
oficiaban el Jefe de máquinas y el tipo, que estaba de primer maquinista: se
encargaban voluntariamente de vaciar, cepillar, y llenar la pileta, y de
cualquier arreglo menor que necesitase. Era algo normal: capitán, comisario y
enfermeros, que trabajaban dentro del casillaje, usaban y disfrutaban de la
pileta, pero eran los maquinistas, que no veían el sol jamás durante sus horas
de trabajo, y que sobrevivían en un lugar donde la zona fresca eran los 42ºC
quienes más necesitaban de ese esparcimiento exterior.
Los marineros, por el contrario,
estaban al sol desde primeras horas de la mañana hasta casi la hora de la cena,
sacando pintura vieja, pintando, y engrasando. Tenían el cuero del color de una
montura vieja, y los ojos achicharrados de ver pintura blanca, sol y reflejos
sobre el agua. La gran diferencia entre secciones se notaba, pues, al mediodía.
El trabajo se cortaba a las diez cuarenta y cinco: cubierta almorzaba rápido y
trataba de meterse en el lugar más oscurito y fresco posible hasta la una.
Máquinas almorzaba rápido (cuando almorzaba: el tipo, por ejemplo, pasaba de
largo) y subía a la pileta y al sol hasta que no tenía más remedio que volver a
bajar.
Esto era así en todos los barcos.
Todos menos en el que navegaba Sissi. Sissi tomaba sol, tendida en su reposera,
desde las once y media hasta… bueno, hasta que se le daba la gana. A su
alrededor, sentados derechitos en los bancos largos que se usaban para el
asado, los asados marineros le hacían compañía, charlando, escuchando música y
contando chistes. El tipo, que tomaba sol un par de cubiertas más arriba, se
reía solo mirando (y comprendiendo) el espectáculo: los muchachos no usaban
malla ni se metían al agua: vestidos con su ropa de trabajo, acalorados y
sudorosos, compartían el dilema que les planteaban un secreto deseo de volver
al aire acondicionado del camarote, y un miedo camorrero a perder su lugar y
que otro aprovechase para sacarle la novia. Sissi podía decidirse en cualquier
momento por uno de ellos, debían pensar, ¿Y si justo lo hacía cuando uno estaba
durmiéndose una siestita? Visto desde arriba, el espectáculo era cosa para
antropólogos: la diosa tendida boca arriba, de bikini negra y habano en la boca
(bueno, si, algún defectito tenía que tener…) y a su alrededor, sentaditos y
sin sacarle de vista, sus fieles y célibes adoradores.
La cosa se disolvía (al unísono,
como es de rigor entre desconfiados) un poco antes de la una. El tipo quedaba
allá arriba, sólo con su libro, y la Sissi (que no tenía equipo de música, pero
a la que el mas viejo de los marineros le había prestado uno nuevo, carísimo,
recién comprado) allá abajo, escuchando Julio Iglesias, friéndose en Hawaian
Tropic y bajándose habanos.
Hasta aquella tarde terrible.
La pileta estaba vacía. La habían
vaciado y cepillado aquella mañana, y el tipo, que había tenido otras cosas que
hacer, no había llegado a llenarla aún. Decidió esperar un poquito, leer algo y
después poner manos a la obra. No era ningún lanzamiento de la NASA, pero, como
todos sabían que era el chiche de los dos maquinistas, dejaban que estos
hiciesen toda la maniobra. El único peligro cierto del asunto era que la pileta
se llenaba con una manguera de incendio. Las líneas de incendio de un buque no
son chiste: cuando una manguera está descargando, se pone más dura que la
cubierta de una moto, y tira para todos lados como un gran danés en una
exposición de gatos. Si uno no está bien
parado, lo puede sentar de culo.
Como nadie iba a quedarse dentro de
la pileta parado y sosteniendo la manguera hasta llenar los dos metros de agua,
se le colocaba a esta un peso de hierro lo suficientemente importante como para
obligarla a mantener su cabeza contra el piso. Lo único que el tipo tenía que
hacer, aquella tarde, era meter la manguera en la pileta, atarle bien el peso a
la boca, y dar agua de incendio hasta que rebalsase.
Quiso el destino que Aquella Tarde
el mozo de maestranza no abandonara a la diosa cuando los demás tuvieron que ir
a trabajar. No tendría trabajo urgente que hacer, quizás, o tal vez hubiera
juntado coraje suficiente como para correr el riesgo de abandonar sus tareas y
conseguir así esos diez minutos a solas que necesitaba para seducir a Sissi. El
tipo, allá arriba y concentrado en lo que fuera que leía, apenas tenía el
conocimiento marginal de que había visto a alguien de pié junto a la pileta, en
una pose muy Gardeliana de codo en la barandilla y pucho bailando en la otra
mano.
Deseoso de complacer a la Sissi (que
parecía darle más bola a Julio Iglesias) el galán le preguntó si quería que le
llenara la pileta. A Sissi le pareció buena idea, y su expresión agradecida
hizo despegar a aquel misil humano tres cubiertas en dos saltos. El servicial
galán llegó agitado al puente, y pidió que pusieran en marcha la bomba de
incendio para llenar la pileta.
Desde el puente se gobierna el
buque, y tienen muchas cosas más importantes que hacer que andar interrogando
al Ultimo Orejón del Tarro sobre la verdadera necesidad de llenar la pileta, o
cuestionar su autoridad para solicitarlo. Además, estaban acostumbrados a que,
a aquella hora más o menos, se hacía
eso. Así que, sin más, apretaron el botón.
El tipo bajó el libro cuando escuchó
los gritos.
Se asomó, y vio allá abajo a la
furia desatada de una manguera de incendio descontrolada.
Sin el peso en el extremo que la
doblegase, aquella serpiente se fue desenrollando hacia arriba a medida que la
bomba ganaba presión, y descargó al final su chorro blanco hacia el cielo. Ese
fue el primer grito de Sissi: El agua fría que le cayó desde lo alto, sin
respeto al habano ni a la revista. Pero casi enseguida la cosa se puso peor: al
descargar presión, la manguera cayó y empezó a viborear por el suelo, pegando
contra las paredes, rebotando chorros contra todo, y sacando al carájo los
banquitos de asado. Cada vez que se doblaba lo suficiente como para estrangularse
acumulaba presión y parecía serenarse un par de segundos, y estallar luego en
nueva y mayor furia cuando el agua conseguía enderezarla y salir. Y cada vez que
hacía esto se levantaba y golpeaba todo con su pesada boca de bronce.
El tipo le gritó a Sissi que se
metiera debajo de la escalera. Por suerte Sissi no era de las que entran en
pánico y se guareció bajo los peldaños de acero: los chorros de agua que recibía
debían ser dolorosos, pero si la golpeaba la cabeza de bronce de la manguera le
podía romper algo importante.
Entre correr al puente o cerrar la
válvula, el tipo se decidió por la válvula, que estaba allí nomás, de la otra
banda. En el breve trayecto pudo ver, de reojo, cómo la manguera se desplegaba
y descargaba su topetazo de agua blanca contra el equipo de música,
desarmándolo en miles de peqeños componentes Sony y silenciando a la vez a Julio
Iglesias, todo en un breve y glorioso segundo. Apenas empezó a cerrar la
válvula del otro extremo de la manguera, la furia de esta subsidió. El tipo se
apuró a ver si Sissi estaba consciente (tenía los pelos como un galgo afghano
recién rescatado de la inundación, pero estaba entera), y no pudo menos que
detenerse a contemplar el desastre: los banquitos de asado volteados y
detenidos antes de caer al mar por las barandillas del buque, la reposera de
Sissi hecha un moño, las tripas del equipo de audio mezcladas con las hojas
sueltas de las revistas que venía leyendo, y algún habano a medio fumar
flotando en el agua que, lentamente, se perdía por los trancaniles.
No se consideró necesario (o útil)
reprender oficialmente al Ultimo Orejón, porque el haber puesto a la Diosa en
peligro fue suficiente como para que los demás acólitos le explicaran las
verdades de la vida a bordo. Sissi quiso pagar el Sony al marinero que se lo
había prestado, pero este, displicentemente, le dijo que no hacía falta: esas
cosas pasaban…
Y el tipo, al volver al camarote de
máquinas tarde a la noche, encontró una cartita que le habían pasado bajo la
puerta. Era de la Sissi, agradeciéndole emotivamente el haberle salvado de una
manera tan rápida y eficiente. El tipo hizo muchas cosas muy difíciles a bordo
en todos estos años de navegar, pero meter la cartita esa en un cajón y
olvidarla deliberadamente debió ser, supone, una de las más jodidas.