En los libros de Terry Pratchett sobre el Mundodisco hay dioses. (Y Muerte, por supuesto, que es un personaje al
que no hay que confundir con un dios, porque maneja sus negocios en otro
plano). Hay dioses poderosos y dioses pequeños, dioses tontos y dioses astutos,
dioses caprichosos y diosas cuyo poder es simplemente complicar la vida de la
gente de todas las formas posibles. Hacen alianzas entre ellos, se pelean por
equipos y, como los dioses clásicos, juegan con los mortales y hacen apuestas
sobre ellos.
Pero hay una Diosa (a la cual Pratchett, muy sabiamente, jamás nombra)
que nunca es aliada de nadie, o por lo menos no por mucho tiempo. Nadie confía
en ella, todos, hasta los más poderosos, la temen, y no hay dios que no trate
de congeniar con ella y tenerla de su lado siempre que sea posible. Simpática,
sugestiva, jamás se enoja y jamás se indigna, porque sabe que basta una simple
indirecta suya para que los demás cumplan sus deseos.
El Tipo, por supuesto, no cree en ella, y no va tampoco a nombrarla. Y
no por superstición ni por genialidad literaria, como el autor inglés, sino porque
quiere dejarle al lector la tarea de, al final de estos dos casos donde la vio
intervenir a bordo, deducir quien es y cómo se llama.
El Tipo embarca en el Chubut en medio de unas reparaciones de dique
seco. Como pasaba cada vez que embarcaba en un buque nuevo, conocer las maquinarias
era un desafío intenso, para el cual el tiempo siempre era poco. Conocer a la
gente con la que iba a navegar era otro desafío similar, para el cual sí había
tiempo, pero que no contaba con la posibilidad de recurrir a planos ni a manuales.
Comete un grave error quien crea que uno de estos dos aprendizajes es más
importante que el otro.
Entre la gente de máquinas destaca un auxiliar de máquinas (Engrasador,
para la terminología de a bordo, o marinero de máquinas, para explicarlo
sencillo al lector de tierra). Hoy el Tipo no recuerda de él más que el
apellido, y no quisiera usarlo públicamente por discreción, así que le va a
inventar en este artículo un nombre propio ad hoc, y va a llamarlo Juan.
Además de ser muy inteligente, conocer a la perfección su oficio, ser
respetuoso con todo el mundo, tener buen humor, ganas de trabajar, y ser una
persona serena, que hablaba lo menos posible (y siempre con criterio), Juan
tenía una historia interesantísima. Y como el Tipo se pierde por las buenas
historias, Juan le parecía más interesante que los demás. Brillaba a su manera.
Se destacaba.
Juan había conocido a una chica en Brasil, en Santos, en una de las casi
inevitables entradas de un buque argentino a ese puerto. O de cualquier buque:
en aquellos años, y desde hacía muchísimos más, Santos era una enorme boca
portuaria que recibía diariamente toneladas y toneladas de carga en una
confusión muy particular de barcos de todos los colores, que navegaban bajo
todas las banderas, y que eran tripulados por representantes de todas las naciones,
colores e idiomas del mundo.
Quizás por ello el puerto estaba rodeado por una calle dedicada
exclusivamente (o por los menos en las seis u ocho cuadras principales) a
cabarets y bares que no cerraban jamás, y de calles menores, más allá, donde vivían y
trabajaban las señoritas que les daban vida. Quizás también fuera por ese
muro de contención de eterna fiesta que raramente un marino llegara a conocer
mujeres de otros barrios: la oferta en el abrazo de cabarets era tan grande que
pocos encontraban necesario buscar más allá.
Juan fue una de las excepciones. Como su temperamento no lo hacía
sentirse cómodo mucho tiempo en el ambiente del cabaret (y el autor lo lamenta,
pero describir el ambiente del Love Story, el ABC, o O Fugitivo es algo que no
cabe en este artículo, así que el lector curioso deberá esperar a uno lo
suficientemente amplio como para abarcarlo, o preguntarle a algún marino que
hubiera pisado Santos antes del SIDA), Juan atravesaba esa franja cada vez que
tenía franco y paseaba por el centro de Santos. En uno de esos paseos conoció a
la chica, salieron, se enamoraron, y empezaron un romance por pulsos, que latía
cuando él volvía al puerto y dormía cada vez que zarpaba. Cosa rara en
historias de marino, les llegó a parecer poco y Juan empezó a pasar primero sus
vacaciones, y luego también sus francos, en Santos.
Eventualmente, decidieron casarse.
Para cuando el Tipo lo conoció, Juan y su novia tenían resuelto dónde
vivir, y habían armado un interesante
paquete de ahorros para amueblar la que fuera a ser su nueva casa y hacer un
viaje de luna de miel. Faltaba sólo la parte burocrática. Como extranjero en
Brasil debía realizar primero un trámite sencillo (el Tipo nunca se preocupó
por entender bien cual), firmado el cual estaría en condiciones de casarse y
vivir tranquilamente allí.
Ahora bien, como todo aquel que haya estado en estas condiciones lo sabe
muy bien, fiesta, boda, casa, muebles, luna de miel, más los pasajes para
parientes cercanos hasta Brasil, todo junto abarca un número abrumador en
dinero. Un auxiliar de máquinas gana un buen sueldo (para la Argentina) pero
está lejos de la opulencia, y la chica podía aportar ahorros más que modestos,
así que todo ahorro no sólo era bienvenido, sino que resultaba casi
indispensable.
Juan tenía que estar en Santos entre dos fechas determinadas para
firmar, pero el costo de los pasajes le pegaría una dolorosa mordida al dinero
que venía reservando para otra cosa. Y el Chubut iba a estar en Santos entre
esas fechas, así que la solución obvia era hacer este último próximo viaje
antes de casarse. El problema era que ya había hecho los dos viajes usuales en
la Empresa antes de que el buque entrase a dique seco, y no se había
desembarcado durante esas reparaciones, así que llevaba embarcado mucho más
tiempo del que Empresa (y sindicato) permitían. La Empresa no quería que nadie
acumulara demasiado tiempo de vacaciones, y tenía además una coreografía
complicada y estricta, según la cual los marinos subían y bajaban de los barcos
con regularidad, sin que ninguno se pasara de embarco ni disfrutara de tiempo
pagado de espera en tierra. El sindicato, por su lado, no quería que ningún
afiliado se sintiera dueño de un lugar a bordo, ni diera con su desprecio por
los francos un ejemplo de que los mismos quizás fueran demasiados: los
Armadores siempre estuvieron dispuestos a usar a la gente codiciosa como
ejemplo de que los beneficios de licencia no eran necesarios, y de que los
reglamentos que los disponían debían (ahora viene la maldita palabra)
“aggiornarse”. -En Argentina, donde nadie sabe o se preocupa por aumentar el
número de ventajas, aggiornarse significa aumentar las mías a costa de achicar
las tuyas, echándole la culpa al progreso.-
Pero Juan insistió. Explicó, pidió, insistió de nuevo. Solicitó audiencias con el
Gerente de Personal de la Empresa. Solicitó audiencia con el Capo Mafia de
turno del Sindicato. Llevó copias de las reglamentaciones brasileras. Llevó
cartas de recomendación que obtuvo del Capitán y del Jefe de Máquinas (a la
Empresa, claro. En el sindicato le hubieran hecho el efecto de un ancla atada a
los tobillos). Y se comprometió con todos a no volver a pedir embarco hasta no
haber agotado hasta el último día de licencia, francos, y licencia por
matrimonio.
Como Empresas y Sindicatos son mastodontes lentos, ninguno le respondió
de inmediato. Se tomaron todo el tiempo del mundo para sopesar el caso
(conscientes de que lo largo de una reparación en seco le quitaba todo apuro a
la cosa), y mantuvieron en vilo a Juan, y a todos los que trabajaban con él y
simpatizaban con su caso, durante más de un mes. El caso se charlaba, se
especulaba, y a medida que se acercaba la zarpada se volvía un tema de
conversación casi obligatorio. No conseguir el embarco no sólo significaría
para Juan el gasto ingrato del viaje, sino el apuro por conseguir pasajes a
último momento. Y si bien él nunca dejó traslucir sus nervios, era evidente que
el tema lo venía carcomiendo en silencio.
Finalmente, todas las entrevistas, papeles, trámites, promesas y
plantones dieron fruto, y la Empresa (y el Sindicato) lo autorizaron a hacer
este tercer viaje que nadie jamás hacía.
Zarpa el Chubut y, estadía previa en Montevideo (nervios, por supuesto,
en Juan y los seguidores de su historia ante los proverbiales retrasos de ese
puerto en aquel entonces), llega a Santos cinco días después, a tiempo más que
cómodo para firmar los papeles. Juan cubre su guardia a la noche y, por la
mañana (limpio, afeitado, y vestido con especial cuidado, ya que no sólo iba a
hacer el bendito trámite, sino que iba también a reencontrarse con la mujer a
la que había decidido hacer su esposa), a eso de las nueve, sale del barco.
Algunos lo felicitan y le palmean el hombro. Hasta el día, recuerda el Tipo,
parecía elegido por un Libretista Cursi: soleado, fresco, y con apenas el
viento leve necesario para que no se percibiera el sempiterno olor a cereal
podrido del puerto de Santos.
A nadie le preocupó que no apareciera para la hora del almuerzo, pero
cuando un patrullero se detiene junto a la planchada y pide que Capitán y Jefe
concurran a la Delegacia, todos sienten un pequeño derrumbe en el pecho. De
momento, sin embargo, nadie lo relaciona con Juan. Juan está con su novia en
alguna dependencia burocrática, firmando papeles ante un aburrido oficial
brasilero.
Cuando el comando del buque regresa a bordo, horas después, la desgracia
efectivamente toma rostro y nombre. Juan nunca llegó a ninguna parte. Todos sus
planes, sus gestiones, sus trámites y compromisos fueron simplemente el inicio
de un viaje hasta la esquina del puerto, a una calle de distancia de la salida,
donde, al cruzar la avenida, un conductor borracho lo embistió y lo rompió
contra la pared de una casa.
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El Albatros era un remolcador de salvamento. Para quienes no hayan leído
“Voraz como el mar” (número de personas que sin duda aumenta año a año), un
remolcador de salvamento es esencialmente un ave carroñera, que pasa sus días
en espera de que a otro buque le ocurra alguna desgracia para concurrir a
auxiliarlo y cobrarle por sus servicios casi tanto como lo que el pobre
desgraciado valga. El Albatros era grande, musculoso, y hasta ominoso en sus
líneas. Ocultaba en sus entrañas no solo motores de casi la misma potencia que un
buque de cargas mucho mayor, sino también los equipos y trucos necesarios para
su misión, sobredimensionados y versátiles.
Y siempre estaba listo para zarpar, cosa que, lógicamente, implicaba
estar cargado de comida, combustibles, aceites y repuestos. Reparado,
funcionando y con las antenas paradas en búsqueda de un barco malherido o
varado. Honestamente, nunca estuvo al cien por ciento en estos requerimientos
(particularmente en la de “reparado”), pero se hacía criollamente lo que se
podía.
El Tipo estaba de Jefe de Máquinas, y pasaba los días de espera en
puerto San Pedro tratando de corregir lo que se pudiera corregir, y de pasar el
tiempo de la manera más amena posible. Como el trabajo de salvamento es, como
mínimo, tenso, y una vez que empieza uno nunca puede estar seguro de qué va a
ocurrir en la media hora siguiente, una forma amena de pasar el tiempo es
solucionando todos aquellos pequeños problemitas que, en el momento menos
oportuno, se pueden transformar en un dolor de cabeza infernal.
Uno bastante molesto era una válvula de salida de un tanque de gas oil
que no cerraba. La sala de máquinas del Albatros estaba ubicada entre dos
murallas de casi cuatro metros de espesor. La muralla de estribor eran los tres
tanques de diesel oil para los motores principales (el que recibía la carga, y
los dos de servicio que se llenaban desde el de carga a través de una
purificadora y alimentaban a los motores), y la de babor era simétrica, pero
para gas oil de los motores generadores. Nada de combustible barato para los
motores del Albatros, sin embargo: para asegurarse de que hubiera la menor
cantidad de fallas posibles, todos, hasta los de los glotones motores
propulsores, se llenaban de gas oil. Sé que esto de la máquina y los tanques es
difícil de imaginar. Uno ve el casco de un buque por fuera, recuerda el
interior de un bote de remos o una lancha, y pasa a asumir que el buque mayor debe ser por dentro algo parecido. Las paredes
perpendiculares y paralelas de las caras internas de los tanques chocaban
contra la idea previa de la concavidad, y más de uno, allí abajo, perdió noción
de donde era proa y donde popa.
La cosa es que los astutos marinos, desde siempre (desde siempre que hay
motores, se entiende) dan de beber a los motores desde uno de los servicios, mientras
conservan cerrado, purificándose y decantándose el otro. Cualquier cosa que
salga mal con el combustible del primer tanque se soluciona cerrando su salida
y abriendo la del otro tanque de servicio. Como tener dos cuentas bancarias, y
conservar una siempre llena. O la reserva del tanque de la moto.
La cosa es que una de esas válvulas, no importa cuánto se la manoseara,
no cerraba bien. Para colmo era una válvula un poco más complicada que las
demás, ya que todas las válvulas de tanques de combustible de máquinas son
válvulas y a la vez algo parecido a una trampa para ratones: mientras todo anda
bien se abren y cierran como una canilla, pero, en caso de incendio, un cable
de acero, tironeado desde un puesto que reúne a todos los cables de válvulas, descalza
el puente de la válvula y esta cae, por resorte, como el cortacogotes de una
ratonera, cerrando el tanque a distancia.
Si se sacaba de servicio al tanque que tenía su válvula sana, el de la
válvula rota cumplía su función. Pero si uno quería cerrar el defectuoso y usar
el sano, el combustible se mantenía al mismo nivel en ambos tanques por aquel
viejo chiste de los vasos comunicantes. Lo peor, además, era que si se pinchaba
un caño, no habría manera de impedir que el gas oil saliera completo del tanque
problema. Ni se lo podía vaciar para reparar la válvula, porque o se vaciaban
todos los demás tanques enganchados a esa línea a los motores (y, como todo
estaba lleno, no había lugar a donde trasvasarlo), o se quedaban sin
combustible los motores.
Si, si, ya sé: está el viejo truco de la clapeta. La brida ciega de
chapa. Un tubo se une a otro tubo abulonando los discos que tienen soldados en
sus extremos. Cuatro agujeros y cuatro bulones, por lo general, y una junta en
medio como el jamón de un sándwich (solo que con agujero en medio). Cuando se
quiere cortar la circulación de líquido por un tubo y no se puede cerrar
ninguna válvula se hace una cosa parecida a una lengua de chapa, que mida lo
suficiente como para caber entre dos bulones opuestos de esa unión. Se aflojan
los cuatro bulones, y se retira uno. Se separan apenitas los discos de unión
(las bridas), y se mete el extremo redondo de la lengua de chapa entre ellos
por donde falta el bulón, cuidando de que la junta quede del lado del cual
viene el líquido: en casi el 100% de los casos, al apretar los tres tornillos
que quedan, el líquido ya no puede pasar y uno puede desarmar cualquier cosa de
ahí en adelante. Se moja, pero puede.
La cosa era que en el Albatros había casi tres metros de altura de gas
oil en el tanque. Lo de “se aflojan los bulones, se retira uno, se separan las
bridas, etc” significaba tres o cuatro minutos bajo una ducha de gas oil a
presión, y otro tanto para volver todo a la normalidad cuando se reparara la
válvula. Así y todo iban a intentarlo, hasta que vieron que lo de “separar las
uniones” no era posible. De un lado, la válvula estaba unida a una tubería fija
demasiado larga y compleja como para poderla desplazar. Del otro estaba el
tanque.
Lo bueno de esto fue que les avisó lo grave que podía ser la cosa si se
ponía peor en navegación, y que ahora estaban en puerto, con tiempo y avisados.
Lo malo era que la única forma de sacar el mecanismo de la válvula iba a ser,
simplemente, sacarla.
El tipo y sus secuaces prepararon una tapa que se pudiera poner cuando
sacaran el mecanismo de la válvula (cuatro tornillos), se preparó, aflojó todo
lo que pudo, y en cuanto empezó a salir gas oil sacó las tuercas a toda
velocidad, levantó de un tirón el mecanismo y puso la tapa, sosteniéndola con
su peso mientras el primer oficial volvía a poner las benditas tuercas. Todo
eso bajo la erupción de un chorro de gas oil de cinco centímetros de ancho y un
par de metros de alto. Habrán sido cuatro segundos, pero bastó para dejar todo
–ropa, zapatos y pelos incluidos- empapados de combustible.
Y fue durante esos cuatro segundos que vieron salir del interior de la
válvula una pequeña tirita de plástico azul. Como el mecanismo de la válvula
estaba en perfecto estado, se dieron cuenta de que había sido la tirita, al
calzarse entre el plato de la válvula y su asiento, la que había impedido que
la válvula cortara el flujo de combustible. Como si en una canilla doméstica
alguien dejara un escarbadientes debajo del cuerito.
Se vuelve a armar todo (nuevo geiser de gas oil, misma ropa y zapatos)
y, tras verificar que ahora sí la válvula cerraba bien, y antes de ir a bañarse
y cambiarse, se ponen a estudiar a la tirita azul.
Las seis cifras blancas que llevaba grabada, y el cierre roto en un
extremo, la denuncian enseguida como uno de los precintos que llevan las tapas
de los tanques en los camiones cisterna.
Cuando se llena un camión en la destilería se le precintan todas las
aberturas, porque los camioneros son buenos, pero si se los aparta de la
tentación son mejores. Antes de descargar el camión al barco, un oficial de
máquinas sube al remolque y abre las tapas de arriba para verificar que estén
llenos según los papeles (y para que entre aire, ya que si no entra aire, el
combustible no sale). Para ello debe romper un precinto por tapa, que
normalmente deja al costado.
El precinto que terminó bañando en gas oil a la gente de máquinas del
Albatros se las había rebuscado para volver a saltar a la boca del remolque
tanque, entrar al tanque, recorrer el fondo del tanque hasta el acople con la
manguera, recorrer la manguera hasta la bomba, atravesar indemne la susodicha
bomba, recorrer toda la manguera desde el muelle hasta el buque, entrar por las
tuberías de carga, caer en el tanque de servicio, arrastrarse hasta la salida,
embocar el pequeño tubo de salida, y sentarse luego (agotado, se supone) a
dormir dentro de la válvula.
La primera reacción del Tipo fue –comprenderán- tirar al número
saboteador lo más lejos posible, pero su primer oficial y el auxiliar de
máquinas se lo impidieron respetuosamente. Sólo más tarde, cuando se enteró de
que, apenas bañados, iban a ir corriendo a jugar las últimas tres cifras a la
quiniela (fuerte), comprendió que el respeto no era hacia el Jefe de Máquinas,
sino ante el Número. Le ofrecieron intervenir pero, enemigo de toda
superstición, rehusó, por supuesto.
Al día siguiente, no ayudó en nada al malhumor del Jefe, mientras lavaba
y relavaba su overall para sacarle el olor a gas oil, el enterarse de que ambos
habían acertado la quiniela.
El Tipo supo que fue mucho dinero, pero jamás permitió que le dijeran la
cifra.
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A esta altura, el lector ya debe barruntar el nombre de la Diosa. Es su
vida y puede hacer lo que quiera, pero, aunque sea por seguir el chiste, se le
aconseja no nombrarla en voz alta. Viene cuando quiere, se va cuando le place,
y da o quita según su capricho.
Y cuando pisa una planchada, agarrate Catalina….