Hubo una época en el Tipo se ganaba su sueldo
como Jefe de Máquinas en una empresa de remolcadores. Como normalmente en ese
tipo de buques sólo hay dos personas en la sección máquinas, no se era jefe de
mucha gente, pero la paga era buena y la vida razonablemente tranquila.
Aconteció que sus vacaciones se terminaron
cuando el puesto al que lo tenían asignado aún estaba cubierto, y como la cosa
no estaba como para que se quedara en casa cobrando sin hacer nada hasta que se
desocupara, lo embarcaron en un viejo remolcadorcito que la Empresa tenía
haciendo servicios en la base naval de Puerto Belgrano. Los remolcadores de
Armada no eran muy operativos en aquel entonces, por lo que aquel viejo resabio
del Ministerio de Obras Públicas, modelo ´70, era la maravilla tecnológica que
realizaba los más que escasos movimientos de la Base. Marina de Guerra no
navega mucho en condiciones normales, y cuando el país anda escaso de
presupuesto (que es otra forma de condición normal) lo hace lo menos posible.
Meter y sacar buques de las dársenas, o del dique seco, era un trabajo
espaciado y sin sobresaltos, y una vez hecho el tipo a la idea de que iba a
operar algo que técnicamente estaba entre una Estanciera y un Siam di Tella, se
dispuso a pasar un mes tranquilo.
Pero a los Dioses les rompen las pelotas los
soberbios, y hallaron necesario castigar al Tipo por la despreocupación con que
vivía aquellos días. La gente del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca,
un acuerdo entre la marina de Estados Unidos y las marinas latinoamericanas
para defenderse mutuamente de cualquier cosa, menos de los ingleses –como todo
argentino sabe, en letra chica TIAR significa “Tratándose de Inglaterra Arrugamos
Respetuosamente”-) esta gente, decíamos, decide hacer ese año el Operativo
Unitas en Argentina, con base precisamente en Puerto Belgrano.
Feroces y poderosas naves de guerra de la
región llegan y amarran en las Dársenas de la Base (que son unos enormes lagos
de mar, rectangulares, encerrados entre muros de piedra, defendidos del mar por espigones de roca
oscura, y rodeados de calles y calles de muelle empedrado). El remolcadorcito
del Tipo los va ayudando a llegar y a arrimarse a sus respectivos muelles (los
marineros argentinos y los yanquis observando mutuamente sus respectivas
embarcaciones, con idéntico estupor) y terminan el día acomodados con la misma
holgura de que gozan los automóviles estacionando en la calles de Belgrano o
Caballito.
Al día siguiente empiezan las maniobras. Es
decir: con ayuda del remolcadorcito van saliendo de a uno al canal que los
lleva a mar abierto, sitio en donde a lo largo de un par de días van a tener
enemigos imaginarios a los que combatirán en combates no menos imaginarios,
ensayando esas coreografías de timón tan apreciadas por los soldados de agua.
La ayuda del remolcadorcito es vital, porque, si bien esas naves pueden hacer
en mar abierto cosas que los civiles no llegarían siquiera a poder imaginar (en
el más que hipotético caso de que se les ocurriera que haya algo que imaginar,
o que supieran qué está pasando), son torpes moviéndose en espacios pequeños.
En caso de una emergencia (Dios no permita, un Pearl Harbor, digamos) pueden
salir, pero no sin alguna rayita al de el muelle de al lado, o un bollito poco
sentador en la proa. Y como, salvo los Venerables buques argentinos, las otras
marinas habían buscado lucirse trayendo lo más nuevito que tenían, se hacía
imprescindible la ayuda de un remolcador para evitar reclamos y resquemores.
El del Tipo se parecía a la Barca Corina, la
de Langostino Mayonesi (el que recuerde, recordará, y el que no, buscará en la
memoria de los Honorables Antepasados –internet-). Era una zapatilla negra
derrengada, de proa baja y popa larga, con la cubierta principal casi al ras
del agua, y un casillaje chico pero alto que había tenido origen en la
necesidad de dar camarotes a la desproporcionada cantidad de gente que exigía
el sindicalismo de los setenta. En el extremo más alto de aquella torre surrealista estaban el puente (parte chapa, parte madera) y una chimenea
mocha, redondeada, y absurdamente aerodinámica. Las cosas modernas son
eficientes, las antiguas elegantes: aquel patacho combinaba la ineficiencia de
lo primitivo con la vulgaridad de lo utilitario moderno. Vamos a llamarlo el
Perdedor, por aquella curiosa manía argentina de ponerle a los remolcadores
nombres de verbos adjetivados (revisen, si no me creen. Se toma un verbo
–emplumar, por ejemplo-, se lo transforma en adjetivo –emplumador- y con una
toma de judo al idioma se lo convierte en un sustantivo –el Emplumador-. Perfecto
nombre de remolcador. Un paseo por Vuelta de Rocha brinda múltiples ejemplos de
esta norma no escrita, entre los cuales destaca, para la gente de humor procaz,
un pobre buque nombrado “Vibrador”). El Perdedor, pues, vuelve a sus sitios de
amarre a toda la flota Unitas un par de días después, en un receso entre guerra
y guerra. Hay un par de días de impasse (durante los cuales, sin duda, los
Almirantes evaluarán los resultados del conflicto antes de volver a la placita
a jugar con los otros chicos) y luego se da inicio a la última fase de
maniobras. De nuevo, todos afuera.
No se vaya a creer que sacar la flota TIAR de
Puerto Belgrano era cosa de un par de horas. Llevaba toda la mañana y parte de
la tarde. El Perdedor sacó aquel día un par de guerreros menores por la mañana
y, al llegar al mediodía, todavía tenía por delante el trabajo de sacar a todo
el resto de la flota. Como iba a haber una pausa de un par de horas antes del
próximo trabajo, y como en los remolcadores argentinos la cosa más importante
probablemente sea qué comemos y cuándo, el patrón del Perdedor instruye al
cocinero para que prepare el almuerzo de modo que se lo puedan zampar durante
esa pausa. (“Patrón” es quien “maneja” el remolcador. Hace de capitán, aunque
no necesariamente haya estudiado para ello. En el caso del Perdedor, antes de
ser patrón –y por esas cosas incomprensibles que gusta de hacer nuestra
Prefectura-, el hombre había sido cocinero. Como si Fuerza Aérea le diera el
título de piloto a un maletero si aprobaba un par de exámenes, digamos) Y como
volver al propio muelle, amarrar, y luego volver a soltar amarras para volver a
la dársena le quitaría mucho tiempo al esparcimiento gastronómico, el susodicho
Patrón decide fondear apenas terminado el último trabajo de la mañana. En el
medio de la dársena, para estar a mano del próximo movimiento.
Fondea su ancla el Perdedor, y llama el
cocinero a degustar la pasta. Se detienen las máquinas, se abandona el puente,
y a lavarse las manos que se enfría.
Luego de almorzar se vuelve al trabajo. Se pone
en marcha el motor principal, se pasa el control del mismo desde máquinas al
puente, y el contramaestre va a proa con un par de marineros a virar el ancla
(el ancla no se “sube”, se vira. Y no se tira ni se baja: se “fondea”. Y si no
le rezongan a Salgari, Verne, Melville ni Conrad, hagan el favor de no quejarse
conmigo por usar el vocabulario marinero)
El ancla no vira.
Luego de intentar un par de veces que el
control del cabrestante empiece a hacer girar el barbotín (dito) sin conseguir
ningún resultado, el contramaestre decide, muy profesionalmente, que lo que hace
falta es hacer un poco de fuerza, así que aplica su biceps al joystick de
control y consigue doblarlo, sin que el ancla se eleve ni un milímetro del
fondo limoso de la dársena.
Llaman urgente al Tipo. El Tipo va al gabinete
eléctrico de control del cabrestante con la idea de reponer algún protector
térmico, o cambiar un fusible, y se lleva una sorpresa. En vez de encontrar el
clásico tablero de contactores, una extraña creación electrónica le devuelve la
mirada.
Normalmente, los motores eléctricos de a bordo (corriente
alterna) tienen varios bobinados para diferentes velocidades. Como si un motor
contuviera dos o tres motores escondidos adentro, todos moviendo el mismo eje. Los
contactores son llaves que se manejan con una orden eléctrica: así como las
manos de un pianista logran acordes distintos seleccionando diferentes teclas,
los contactores seleccionan diferentes puntas de esos bobinados para que la
electricidad vaya a algunos sí y a otros no. Si el contactor de la primera
velocidad no cierra (vaya a saber uno por qué) se lo puede hacer cerrar de
prepo empujando su núcleo con una birome (volviendo a la analogía, si el
pianista falleció, se fuerza su mano para que pulse las teclas) . Siempre hay
una razón para que no cierre, y lo de la birome puede –y suele- tener
resultados imprevistos, pero, ante una emergencia, uno vira el ancla primero y
averigua después.
Acá no había nada de eso. Centro de la mirada
de todos en el Perdedor (y de todos los marineros apoyados en las bordas de los
buques que esperaban en la dársena) el tipo busca el plano eléctrico y se
desayuna de que el cabrestante funciona con corriente continua, y que el
control de velocidad se consigue eligiendo diferentes puentes de diodos.
Estos puentes de diodos producían diferentes
corrientes contínuas. Muy preciso para controlar la velocidad a la que se
movería el ancla, pero muy difícil de solucionar sobre la marcha. Nadie cambia
un diodo en una emergencia si lo puede evitar –y eso suponiendo que encontrara
cuál es el averiado, y hubiera quedado un repuesto de los años setenta a bordo,
y que ése alguien, nuevo en el buque, supiera dónde han guardado durante estos años
una pieza del tamaño de una tapita de gaseosa).
Minga de birome.
El patrón hace un esfuerzo sobrehumano y se
aguanta casi cinco minutos de preguntar cuánto le falta al Jefe para salir del
problema (ningún capitán resiste la compulsión de preguntar aquello que no
tiene respuesta. Son como gatitos con un ovillo de hilo. Así que más respeto
para con el ex cocinero: superó moralmente a muchos de sus colegas más
profesionales). El Tipo le dice que no tiene idea, pero que más le vale ir
avisando que la cosa va a demorarse.
Los equipos eléctricos de a bordo (todos, bah,
pero el Tipo habla de lo que conoce) funcionan por condiciones y respuestas. No
hay dados cuánticos en la cosa. Si pasa A, entonces puede ocurrir B. Si no, no.
Si el gancho de una grúa no está tocando el fin de su recorrido puede moverse
el motor que lo sube, si no, no. Si empezó a girar para un lado, puede pasar a
la segunda velocidad para ese lado. Si no, no. Si no llegó a la posición de
detenido, no puede cambiar de sentido de giro. Es como la filosofía
determinista hecha cables; al Tipo siempre le gustó hacer la distinción de que
en la escuela determinista, los filósofos usaban la cadena de causalidades para
explicar Cómo Funciona la Cosa a nivel cósmico, mientras que en el diseño
eléctrico se elegía una cadena de causalidades para que La Cosa funcionara como
uno necesitaba que lo hiciera. Cuando alguna Cosa no aparece cuando debe, es
porque algo necesario no se cumplió antes. El trabajo de quien quiera
solucionarlo es ir bajando por las ramas del árbol de condiciones y pasos
previos hasta encontrar cual es el que no dejó avanzar el proceso (cosa que
ningún filósofo, que el Tipo supiera, consiguió hacer jamás. Punto para los
electricistas). Plano en mano, puentecito de cable en la otra, el Tipo probó
mentirle a todos los sensores del tablero que la cosa estaba bien, hasta ver cuál
era el que venía jurando que no (Todos los sensores –de presión, de
temperatura, de haber llegado a un lugar o haberlo abandonado- van a una regla
donde se atornillan y desde donde se comunican con el circuito: sabiendo cuales
son, y si están contentos cuando el circuito se cierra o se abre, un operador
hábil puede interrogarlos y descubrir qué falla)
Resultó que el freno del ancla no se liberaba.
En la punta que no hace nada del motor eléctrico del cabrestante suele ir el
freno, que, al contrario del de un auto o una bicicleta, no trabaja cuando
recibe energía, sino cuando se la quitan. Como el embrague de un coche,
digamos, que aprieta cuando se le saca el pie. Quien diseñó el freno pensó que
pasaría más tiempo frenado que libre (sosteniendo el ancla en su sitio durante
viajes o en puerto) así que cableó la cosa para que, si faltaba energía, el
freno mordía con la fuerza de sus resortes y no dejaba que el ancla cayera
cuando no debía.
Le salió a la perfección. Lo cual era una pena,
porque el Perdedor seguía obstaculizando el operativo Unitas y sus
correspondientes maniobras Atlántico afuera. Sonaba el teléfono, sonaba la
radio, bramaba la telepatía, planeaban en lentos círculos las gaviotas que esperaban a que la cocina tirase al agua los restos del almuerzo, y todos preguntaban lo mismo: “¿Cuánto falta?”, a
lo cual el Tipo respondía con un encogerse de hombros, o un gesto de esperen un
poco, o una mandada al carájo, según el plano eléctrico le fuera resultando más
comprensible o no.
Eventualmente optó por lo más ejecutivo: buscó dos
tornillos que roscaran en la liberación de emergencia del freno, atornilló
hasta conseguir que se separaran los platos (cayeron unos eslabones más de
cadena al agua), le mintió al sensor que estaba todo bien con un puente en la
bornera, y accionó el motor. El ancla viró pero, claro, una vez detenido el
motor, y a falta de freno, iba a caerse de nuevo, así que coordinó con el
contramaestre para que, una vez que el fierro estuviera metido en su escobén,
cerrara el estopor y la lingara con algo. Por si alguno nunca lo vió (pasa,
¿vieron?) la cadena del ancla entra al barco por un agujero en la amura muy
reforzado –el escobén- y corre unos metros por la cubierta antes de entrar en
el cabrestante. A medio camino se desliza por un canal que tiene un brazo
abisagrado al costado. Bruto brazo. Cuando ya no se va a jugar más con ella, el
brazo pasa por sobre el canal, muerde la cadena, y se cierra contra la cubierta
con un perno que no admite discusiones. Si a eso se le suma una linga de acero
“atando” la cadena, se pueden llevar el cabrestante y el freno sin que el ancla
se dé por enterada.
Para alivio de todos (y algún aplauso burlón de
alguno de los buques) el Perdedor pudo finalmente moverse, dejar vía libre a
los guerreros, y retirarse a su muelle a lamerse las heridas. Otro remolcador
vino a reemplazarlo muchas horas después en el esfuerzo bélico, ya que el pobre Perdedor había quedado inútil hasta conseguirse
rebobinar la bobina de freno quemada y averiguar cómo fue que llegó a ese
triste estado. El protagonismo de ese recienvenido hizo que para la historia
pasara desapercibida la humillante conclusión a la que los Altos Mandos deben
haber llegado: Cañones más, misiles menos, aquel patacho irremisiblemente
fondeado en medio del camino había detenido con total eficacia a la unión de
las más poderosas flotas americanas. Como ese peón turro que no se sabe de donde salió y le da
jaque al rey, sin importar cuán poco agresivo fuera ni cuánto poder tuviera, o como los trescientos espartanos piojosos que frenaron el avance del
todopoderoso ejército Persa en Termópilas: el lugar justo y en el momento
oportuno lo habían convertido en el combatiente “No Pasarán” de aquella jornada.
Sin duda, esta inesperada revelación habría
llevado a los Almirantes a elaborar un plan de contingencia para el caso de que
esto volviera a repetirse, y al Tipo se le ponían los pelos de punta de sólo
pensar cúal sería en el futuro la respuesta de la Flota en el caso de tener otro
Perdedor atragantado en la dársena, con un combate real mar afuera, y un Jefe
menos amigo de la filosofía determinista.
¿Correte o Pum y al fondo?