jueves, 22 de julio de 2021

HISTORIA DE BARQUITOS: Un nuevo Termópilas

 

Hubo una época en el Tipo se ganaba su sueldo como Jefe de Máquinas en una empresa de remolcadores. Como normalmente en ese tipo de buques sólo hay dos personas en la sección máquinas, no se era jefe de mucha gente, pero la paga era buena y la vida razonablemente tranquila.

Aconteció que sus vacaciones se terminaron cuando el puesto al que lo tenían asignado aún estaba cubierto, y como la cosa no estaba como para que se quedara en casa cobrando sin hacer nada hasta que se desocupara, lo embarcaron en un viejo remolcadorcito que la Empresa tenía haciendo servicios en la base naval de Puerto Belgrano. Los remolcadores de Armada no eran muy operativos en aquel entonces, por lo que aquel viejo resabio del Ministerio de Obras Públicas, modelo ´70, era la maravilla tecnológica que realizaba los más que escasos movimientos de la Base. Marina de Guerra no navega mucho en condiciones normales, y cuando el país anda escaso de presupuesto (que es otra forma de condición normal) lo hace lo menos posible. Meter y sacar buques de las dársenas, o del dique seco, era un trabajo espaciado y sin sobresaltos, y una vez hecho el tipo a la idea de que iba a operar algo que técnicamente estaba entre una Estanciera y un Siam di Tella, se dispuso a pasar un mes tranquilo.

Pero a los Dioses les rompen las pelotas los soberbios, y hallaron necesario castigar al Tipo por la despreocupación con que vivía aquellos días. La gente del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, un acuerdo entre la marina de Estados Unidos y las marinas latinoamericanas para defenderse mutuamente de cualquier cosa, menos de los ingleses –como todo argentino sabe, en letra chica TIAR significa “Tratándose de Inglaterra Arrugamos Respetuosamente”-) esta gente, decíamos, decide hacer ese año el Operativo Unitas en Argentina, con base precisamente en Puerto Belgrano.

Feroces y poderosas naves de guerra de la región llegan y amarran en las Dársenas de la Base (que son unos enormes lagos de mar, rectangulares, encerrados entre muros de piedra,  defendidos del mar por espigones de roca oscura, y rodeados de calles y calles de muelle empedrado). El remolcadorcito del Tipo los va ayudando a llegar y a arrimarse a sus respectivos muelles (los marineros argentinos y los yanquis observando mutuamente sus respectivas embarcaciones, con idéntico estupor) y terminan el día acomodados con la misma holgura de que gozan los automóviles estacionando en la calles de Belgrano o Caballito.

Al día siguiente empiezan las maniobras. Es decir: con ayuda del remolcadorcito van saliendo de a uno al canal que los lleva a mar abierto, sitio en donde a lo largo de un par de días van a tener enemigos imaginarios a los que combatirán en combates no menos imaginarios, ensayando esas coreografías de timón tan apreciadas por los soldados de agua. La ayuda del remolcadorcito es vital, porque, si bien esas naves pueden hacer en mar abierto cosas que los civiles no llegarían siquiera a poder imaginar (en el más que hipotético caso de que se les ocurriera que haya algo que imaginar, o que supieran qué está pasando), son torpes moviéndose en espacios pequeños. En caso de una emergencia (Dios no permita, un Pearl Harbor, digamos) pueden salir, pero no sin alguna rayita al de el muelle de al lado, o un bollito poco sentador en la proa. Y como, salvo los Venerables buques argentinos, las otras marinas habían buscado lucirse trayendo lo más nuevito que tenían, se hacía imprescindible la ayuda de un remolcador para evitar reclamos y resquemores.

 

El del Tipo se parecía a la Barca Corina, la de Langostino Mayonesi (el que recuerde, recordará, y el que no, buscará en la memoria de los Honorables Antepasados –internet-). Era una zapatilla negra derrengada, de proa baja y popa larga, con la cubierta principal casi al ras del agua, y un casillaje chico pero alto que había tenido origen en la necesidad de dar camarotes a la desproporcionada cantidad de gente que exigía el sindicalismo de los setenta. En el extremo más alto de aquella torre surrealista estaban el puente (parte chapa, parte madera) y una chimenea mocha, redondeada, y absurdamente aerodinámica. Las cosas modernas son eficientes, las antiguas elegantes: aquel patacho combinaba la ineficiencia de lo primitivo con la vulgaridad de lo utilitario moderno. Vamos a llamarlo el Perdedor, por aquella curiosa manía argentina de ponerle a los remolcadores nombres de verbos adjetivados (revisen, si no me creen. Se toma un verbo –emplumar, por ejemplo-, se lo transforma en adjetivo –emplumador- y con una toma de judo al idioma se lo convierte en un sustantivo –el Emplumador-. Perfecto nombre de remolcador. Un paseo por Vuelta de Rocha brinda múltiples ejemplos de esta norma no escrita, entre los cuales destaca, para la gente de humor procaz, un pobre buque nombrado “Vibrador”). El Perdedor, pues, vuelve a sus sitios de amarre a toda la flota Unitas un par de días después, en un receso entre guerra y guerra. Hay un par de días de impasse (durante los cuales, sin duda, los Almirantes evaluarán los resultados del conflicto antes de volver a la placita a jugar con los otros chicos) y luego se da inicio a la última fase de maniobras. De nuevo, todos afuera.

No se vaya a creer que sacar la flota TIAR de Puerto Belgrano era cosa de un par de horas. Llevaba toda la mañana y parte de la tarde. El Perdedor sacó aquel día un par de guerreros menores por la mañana y, al llegar al mediodía, todavía tenía por delante el trabajo de sacar a todo el resto de la flota. Como iba a haber una pausa de un par de horas antes del próximo trabajo, y como en los remolcadores argentinos la cosa más importante probablemente sea qué comemos y cuándo, el patrón del Perdedor instruye al cocinero para que prepare el almuerzo de modo que se lo puedan zampar durante esa pausa. (“Patrón” es quien “maneja” el remolcador. Hace de capitán, aunque no necesariamente haya estudiado para ello. En el caso del Perdedor, antes de ser patrón –y por esas cosas incomprensibles que gusta de hacer nuestra Prefectura-, el hombre había sido cocinero. Como si Fuerza Aérea le diera el título de piloto a un maletero si aprobaba un par de exámenes, digamos) Y como volver al propio muelle, amarrar, y luego volver a soltar amarras para volver a la dársena le quitaría mucho tiempo al esparcimiento gastronómico, el susodicho Patrón decide fondear apenas terminado el último trabajo de la mañana. En el medio de la dársena, para estar a mano del próximo movimiento.

Fondea su ancla el Perdedor, y llama el cocinero a degustar la pasta. Se detienen las máquinas, se abandona el puente, y a lavarse las manos que se enfría.

 

Luego de almorzar se vuelve al trabajo. Se pone en marcha el motor principal, se pasa el control del mismo desde máquinas al puente, y el contramaestre va a proa con un par de marineros a virar el ancla (el ancla no se “sube”, se vira. Y no se tira ni se baja: se “fondea”. Y si no le rezongan a Salgari, Verne, Melville ni Conrad, hagan el favor de no quejarse conmigo por usar el vocabulario marinero)

El ancla no vira.

Luego de intentar un par de veces que el control del cabrestante empiece a hacer girar el barbotín (dito) sin conseguir ningún resultado, el contramaestre decide, muy profesionalmente, que lo que hace falta es hacer un poco de fuerza, así que aplica su biceps al joystick de control y consigue doblarlo, sin que el ancla se eleve ni un milímetro del fondo limoso de la dársena.

Llaman urgente al Tipo. El Tipo va al gabinete eléctrico de control del cabrestante con la idea de reponer algún protector térmico, o cambiar un fusible, y se lleva una sorpresa. En vez de encontrar el clásico tablero de contactores, una extraña creación electrónica le devuelve la mirada.

Normalmente, los motores eléctricos de a bordo (corriente alterna) tienen varios bobinados para diferentes velocidades. Como si un motor contuviera dos o tres motores escondidos adentro, todos moviendo el mismo eje. Los contactores son llaves que se manejan con una orden eléctrica: así como las manos de un pianista logran acordes distintos seleccionando diferentes teclas, los contactores seleccionan diferentes puntas de esos bobinados para que la electricidad vaya a algunos sí y a otros no. Si el contactor de la primera velocidad no cierra (vaya a saber uno por qué) se lo puede hacer cerrar de prepo empujando su núcleo con una birome (volviendo a la analogía, si el pianista falleció, se fuerza su mano para que pulse las teclas) . Siempre hay una razón para que no cierre, y lo de la birome puede –y suele- tener resultados imprevistos, pero, ante una emergencia, uno vira el ancla primero y averigua después.

Acá no había nada de eso. Centro de la mirada de todos en el Perdedor (y de todos los marineros apoyados en las bordas de los buques que esperaban en la dársena) el tipo busca el plano eléctrico y se desayuna de que el cabrestante funciona con corriente continua, y que el control de velocidad se consigue eligiendo diferentes puentes de diodos.

Estos puentes de diodos producían diferentes corrientes contínuas. Muy preciso para controlar la velocidad a la que se movería el ancla, pero muy difícil de solucionar sobre la marcha. Nadie cambia un diodo en una emergencia si lo puede evitar –y eso suponiendo que encontrara cuál es el averiado, y hubiera quedado un repuesto de los años setenta a bordo, y que ése alguien, nuevo en el buque, supiera dónde han guardado durante estos años una pieza del tamaño de una tapita de gaseosa).

Minga de birome.

El patrón hace un esfuerzo sobrehumano y se aguanta casi cinco minutos de preguntar cuánto le falta al Jefe para salir del problema (ningún capitán resiste la compulsión de preguntar aquello que no tiene respuesta. Son como gatitos con un ovillo de hilo. Así que más respeto para con el ex cocinero: superó moralmente a muchos de sus colegas más profesionales). El Tipo le dice que no tiene idea, pero que más le vale ir avisando que la cosa va a demorarse.

Los equipos eléctricos de a bordo (todos, bah, pero el Tipo habla de lo que conoce) funcionan por condiciones y respuestas. No hay dados cuánticos en la cosa. Si pasa A, entonces puede ocurrir B. Si no, no. Si el gancho de una grúa no está tocando el fin de su recorrido puede moverse el motor que lo sube, si no, no. Si empezó a girar para un lado, puede pasar a la segunda velocidad para ese lado. Si no, no. Si no llegó a la posición de detenido, no puede cambiar de sentido de giro. Es como la filosofía determinista hecha cables; al Tipo siempre le gustó hacer la distinción de que en la escuela determinista, los filósofos usaban la cadena de causalidades para explicar Cómo Funciona la Cosa a nivel cósmico, mientras que en el diseño eléctrico se elegía una cadena de causalidades para que La Cosa funcionara como uno necesitaba que lo hiciera. Cuando alguna Cosa no aparece cuando debe, es porque algo necesario no se cumplió antes. El trabajo de quien quiera solucionarlo es ir bajando por las ramas del árbol de condiciones y pasos previos hasta encontrar cual es el que no dejó avanzar el proceso (cosa que ningún filósofo, que el Tipo supiera, consiguió hacer jamás. Punto para los electricistas). Plano en mano, puentecito de cable en la otra, el Tipo probó mentirle a todos los sensores del tablero que la cosa estaba bien, hasta ver cuál era el que venía jurando que no (Todos los sensores –de presión, de temperatura, de haber llegado a un lugar o haberlo abandonado- van a una regla donde se atornillan y desde donde se comunican con el circuito: sabiendo cuales son, y si están contentos cuando el circuito se cierra o se abre, un operador hábil puede interrogarlos y descubrir qué falla)

Resultó que el freno del ancla no se liberaba. En la punta que no hace nada del motor eléctrico del cabrestante suele ir el freno, que, al contrario del de un auto o una bicicleta, no trabaja cuando recibe energía, sino cuando se la quitan. Como el embrague de un coche, digamos, que aprieta cuando se le saca el pie. Quien diseñó el freno pensó que pasaría más tiempo frenado que libre (sosteniendo el ancla en su sitio durante viajes o en puerto) así que cableó la cosa para que, si faltaba energía, el freno mordía con la fuerza de sus resortes y no dejaba que el ancla cayera cuando no debía.

Le salió a la perfección. Lo cual era una pena, porque el Perdedor seguía obstaculizando el operativo Unitas y sus correspondientes maniobras Atlántico afuera. Sonaba el teléfono, sonaba la radio, bramaba la telepatía, planeaban en lentos círculos las gaviotas que esperaban a que la cocina tirase al agua los restos del almuerzo, y todos preguntaban lo mismo: “¿Cuánto falta?”, a lo cual el Tipo respondía con un encogerse de hombros, o un gesto de esperen un poco, o una mandada al carájo, según el plano eléctrico le fuera resultando más comprensible o no.

Eventualmente optó por lo más ejecutivo: buscó dos tornillos que roscaran en la liberación de emergencia del freno, atornilló hasta conseguir que se separaran los platos (cayeron unos eslabones más de cadena al agua), le mintió al sensor que estaba todo bien con un puente en la bornera, y accionó el motor. El ancla viró pero, claro, una vez detenido el motor, y a falta de freno, iba a caerse de nuevo, así que coordinó con el contramaestre para que, una vez que el fierro estuviera metido en su escobén, cerrara el estopor y la lingara con algo. Por si alguno nunca lo vió (pasa, ¿vieron?) la cadena del ancla entra al barco por un agujero en la amura muy reforzado –el escobén- y corre unos metros por la cubierta antes de entrar en el cabrestante. A medio camino se desliza por un canal que tiene un brazo abisagrado al costado. Bruto brazo. Cuando ya no se va a jugar más con ella, el brazo pasa por sobre el canal, muerde la cadena, y se cierra contra la cubierta con un perno que no admite discusiones. Si a eso se le suma una linga de acero “atando” la cadena, se pueden llevar el cabrestante y el freno sin que el ancla se dé por enterada.

Para alivio de todos (y algún aplauso burlón de alguno de los buques) el Perdedor pudo finalmente moverse, dejar vía libre a los guerreros, y retirarse a su muelle a lamerse las heridas. Otro remolcador vino a reemplazarlo muchas horas después en el esfuerzo bélico, ya que el pobre Perdedor había quedado inútil hasta conseguirse rebobinar la bobina de freno quemada y averiguar cómo fue que llegó a ese triste estado. El protagonismo de ese recienvenido hizo que para la historia pasara desapercibida la humillante conclusión a la que los Altos Mandos deben haber llegado: Cañones más, misiles menos, aquel patacho irremisiblemente fondeado en medio del camino había detenido con total eficacia a la unión de las más poderosas flotas americanas. Como ese peón turro que no se sabe de donde salió y le da jaque al rey, sin importar cuán poco agresivo fuera ni cuánto poder tuviera, o como los trescientos espartanos piojosos que frenaron el avance del todopoderoso ejército Persa en Termópilas: el lugar justo y en el momento oportuno lo habían convertido en el combatiente “No Pasarán” de aquella jornada.

Sin duda, esta inesperada revelación habría llevado a los Almirantes a elaborar un plan de contingencia para el caso de que esto volviera a repetirse, y al Tipo se le ponían los pelos de punta de sólo pensar cúal sería en el futuro la respuesta de la Flota en el caso de tener otro Perdedor atragantado en la dársena, con un combate real mar afuera, y un Jefe menos amigo de la filosofía determinista.

¿Correte o Pum y al fondo?