viernes, 27 de abril de 2012

La novia de la ciudad

Este es otro de aquellos cuentos viejos que no consideré necesario subir como libro, pero que tampoco me resigné a destruir. No es uno de mis favoritos, pero tiene un cierto encanto que siempre le salvó la vida.
Y, más abajo, subo otro de esos dibujos que vinieron del túnel del tiempo. No le he encontrado el título (y me extraña que no lo tenga), pero quedará así: ya es tarde para andar toqueteando el pasado.



A NOIVA DA CIDADE (Por Chico Buarque):

Como la misma historia demostrará, los nombres y orígenes de los personajes, el lugar y época de los hechos, y toda otra cifra, fecha y coordenada carecen por completo de importancia. He consignado apenas los hechos y sus matices; lo demás, la humana burocracia de los acontecimientos, la ignoré y desestimé desde un principio.
          Créanme: si quizá no todo lo escrito sea importante, sin duda lo omitido no lo es.


          Pasa en un callejón, nunca se debe dejar de tener esto presente. Menos calle que patio, su existencia estática contraviene su esencia de calle: una calle es dinámica, lleva, trae, tiene algo de río, de conducto, de historia y de devenir en el tiempo. Un callejón está quieto. Un callejón es una calle que no funciona.
          Algo de eso se siente al contemplarlo de noche. Si una calle a veces hace pensar en una máquina de trasladar, nuestro callejón cerrado produce la sensación de un aparato detenido, arrumbado y oxidado.
          Donde le da la luna, su empedrado es el lomo de una cobra negra, con húmedos reflejos azulados en cada escama. En las sombras se agruma la oscuridad, encarnada en lo que quizá sean basuras, cajas, latas o gatos. Otras sombras, rectas, geométricas, caen desde las paredes y salientes, pintando paralelogramos negros e irregulares sobre los frentes de los edificios.
          Una pared, vieja y descascarada como la luna, es nuestro lado derecho. Avara en ventanas, tanto las dos altas como las bajas y las del sótano están profundamente incrustadas en el muro, de tal modo que apenas algún reflejo  inesperado nos permite adivinar los cristales. La puerta está adornada con un moho diferente al de la pared –un poco más moribundo en la madera cenicienta-, pero con las mismas meadas de perro, y la misma mugre histórica.
          La valla que cierra el fondo del callejón es una cabeza más alta que un hombre.  Una ola de enredaderas asoma dispuesta a derramarse sobre la basura, pero permanece quieta. No hay viento. Se adivina, por la fragancia, un sensual y bien regado jardín detrás. De la enredadera hacia arriba, sólo se extiende un cielo negro y luminoso.
          A mano izquierda está la casa que nos interesa. En sí, es intrascendente, vieja, recatada y pulcra. La noche en cuestión tenía cerrada la puerta cancel y las dos ventanas del piso inferior (casi se diría que apretadas, como si hiciese fuerza por dormirse) pero –y esto es lo importante, y la razón de que yo me tome el trabajo de escribir todo esto- una ventana, en un balconcito del primer piso, estaba abierta.
          Los hierros del balcón, un encaje negro, podrían compararse el plomo de un vitraux, si hubiese cristales del color del cielo de noche de verano. Había tanta luna que costaba ver las estrellas. Y a la luz de la luna, cada tanto, uno de esos suspiros del verano –que no llegan a viento- sacaba a las cortinas blancas al balcón, las llenaba como fantasmas gordos, saltaba con ellas al vacío, las vaciaba en una veloz reverencia de minué, y las dejaba caer lentas, como telarañas, hasta el interior de la habitación.
          La habitación estaba oscura.


          Temprano esa noche, un hombre joven, delgado y decidido, entró al callejón. Al alcanzar la altura de la casa cerrada su decisión lo abandonó, y permaneció un rato mirando el hueco negro de la ventana abierta. Se miró la punta de las botas otro rato, con los brazos en jarras. Volvió a mirar el balcón, como cerciorándose de una conclusión a la que había llegado y, cabizbajo, dio media vuelta y se dirigió hacia la salida. Pero muy despacio. No llegó a salir. Volteó otra vez –caminando cada vez más lento- y, frente a la casa del balcón, tomó asiento en el cordón de la vereda de en frente. Apoyaba los antebrazos en las rodillas, y en ellos su cabeza pensativa.
          Cada tanto echaba una larga mirada a las cortinas, y luego volvía a apoyar el hocico en las mangas.
          Como una hora después, el ruido de unos pasos lo hizo sobresaltarse y atender a las sombras de la entrada al callejón. Iluminado por la luna, entró en escena algo así como el prototipo del hombre de edad madura, ni rico ni pobre, ni santo ni canalla, ni hermoso ni seco, ni joven ni viejo, ni obeso ni en forma.
          Sus ojos desencajados no percibieron al joven en un primer momento, atraídos casi dolorosamente por el balcón. Se detuvo casi en el mismo lugar en que lo hizo éste una hora antes, suspiró como al fin de una larga escalera y entonces, abatido, miró a su alrededor hasta cruzar su mirada con la del joven sentado en la vereda.
          Algo les inspiró repugnancia ante el esfuerzo de hablar de más, de presentarse, de explicarse, o de disimularse. Entendieron que lo suyo era tan evidente que cualquier rodeo sería vano, y fatigoso.
          Se comprendieron
          -¿Está?- preguntó el mayor
          -No sé. Pero si, por supuesto. ¿Cómo podría no estar?-
          -Pero…bueno, digo: ¿Usted la vio?-
          -No. Pero se que está.
Usted tampoco la vio, y seguro que también sabe que está.-
          Se miraron en silencio, temerosos de admitir lo que entendían ante un extraño.
          Lentamente, el hombre maduro se colocó junto al joven. Se inclinó hacia delante, se tomó las rodillas y, cuidando atentamente el equilibrio, fue agachándose hasta quedar sentado junto al otro. Al soltar la respiración contenida, se le inflaron los carrillos. Suspiró. Chasqueó la lengua, y evitó mirar a su vecino.
          Estuvieron así un buen rato hasta que, de improviso, el joven empezó a hablar.
          -Es todo tan raro...me siento tan raro...Nunca tuve nada así, jamás. Gustarme una mujer, si, por supuesto, claro, muchas...enamorarme...bueno, no puedo recordar un momento en que no estuviese enamorado de alguna. También he estado apasionado, en celo, enloquecido; conozco la fiebre y el insomnio del deseo, y la locura por poseer un cuerpo sea como sea...pero esto, así, no, no lo conozco ni lo entiendo.-
          -¿Cómo es?- preguntó, comprensivo y desde las sombras el mayor.
          -Es...es una idea que no se define...o el agujero que deja una idea cuando se pierde...una sensación como de que se me requiriese pero sin llamarme…algo así, y sobre todo cuando se pone el sol. Y cuando llega la noche,  en lo único que puedo pensar es en que ella está dormida, y sola. Hay cientos de muchachas dormidas en la ciudad, lo sé, y algunas son tan hermosas como ella, pero…no se cómo explicarlo.-
          -Como si lo único real en el mundo fuese su cama, su cuerpo y su sueño. Como si nosotros viviésemos en ese sueño, y sólo pudiésemos encontrar sustancia real en ese balcón, entre sus brazos. Somos como náufragos, flotando en el mar, y para nosotros, de noche, la única isla es ella.-
          El joven, sorprendido, asiente emocionado.
          -¡Si, eso! Y, además, es como si la tierra me chupara las tripas hacia aquí, como si me naciesen pelos y zarpas de lobo al acercarme, como su fuese capaz de…capaz de…-
          -¿De?-
          -¿Quién sabe? Camino distinto: siento mi paso distinto. Siento una expresión más decidida, como una máscara, impuesta sobre mi rostro. Siento ráfagas de audacia sin sentido. Siento que tengo que revisar todo lo que valoraba o despreciaba, borrar todo y empezar de nuevo…no hay nada que no me atreviese a hacer si pudiera…-
          -… ¿entrar por ese balcón?-
          El joven lo miró desafiante
          -Si, para qué negarlo. Lo haría. No se para qué he venido acá si no es para eso.
          Y Usted, ¿a qué vino?-
          El viejo se encogió de hombros.
          -No podía dormir-
          -¿Y nada más?-
          -A mi edad no es raro dormir poco. Nos quedamos en la cama boca arriba, acompañados de recuerdos y de planes. Edad difícil para dormir, vea: uno tiene ya mucha historia encima, pero no tanta que se haya resignado a no seguir haciendo planes. Es triste, pero esos compañeros de cama ya no nos avergüenzan, ni nos entusiasman, ni nos asustan. Aburren apenas-
          -¿Y por eso vino al callejón esta noche? ¿A juntar sueño?-
          -No, no. Vine porque por primera vez en muchos años mi sudor de verano volvió a tener olor a hombre nuevo, y mis miembros cosquilleaban de ganas de trepar, de pelear y de amar. Y el olor de la noche decía demasiado como para amortajarse en las sábanas…en fin… como todo ello apuntaba como una brújula, lo seguí y aquí estoy.-
          -Pero, ¿a qué vino?-
          -No se. A nada, quizá. Lo único que sé con certeza es que no podía no venir y que… ¡mire, mire esas cortinas flameando a la luz de la luna!: sólo con verlas ya estoy mejor que en mi cama.-
          El joven piensa. Sigue con dudas, pero teme ser impertinente y calla. Aún así murmura, como meditando
          -tiene dieciséis años…-
          -La tierra tiene millones. La luna, puede que más. Y mi sangre, según los médicos, tiene menos de tres días, porque eso es lo que viven las células que la componen. Hasta el más viejo de los hombres lleva un bebé de sangre en su corazón, y la vieja tierra lo hace jugar y removerse a veces.-
          El otro calla avergonzado. No lo convence el argumento del mayor, sino el conocimiento de lo poderosa que es la fuerza que los trajo: junto a esa razón sin argumentos, todo lo demás no importa. “Un imán” piensa “si: un imán atraería igual a un hierro nuevo que a uno viejo… ¿y qué puede hacer el pobre hierro, más que dejarse atraer?”.
          -¿Sabe? Yo tendría que estar celoso, molesto de que usted anduviese por acá, pero, sin embargo, no puedo. No siento nada por usted. No, “nada” no: no siento nada en contra. Tampoco mucho a favor, como no sea algo así como solidaridad…para ser sincero, lo único que puedo sentir son ganas de estar allí, de echarme sobre ella, de abrazarla, de que me abrace, de besarla, y…-
          Guarda silencio, mirando dolorosamente al balcón.
          -Puede que más adelante, si llega a tener algo que le puedan quitar, llegue a tener celos de todos. Por ahora, compartimos toda la nada que tenemos.- dice el mayor, pero el otro, concentrado en el balcón, parece no escuchar.
          Los sobresalta el ruido de cuatro zapatones pateando latas y basuras, acompañados de risas veladas y culpables. Las voces, disimuladas con poco éxito, llegan hasta el joven y el mayor desde la entrada al callejón. Voces y risas que rompen a hachazos la paz y la belleza del lugar.
          Cuando los recién llegados notan que hay dos hombres en el lugar, sentados en el piso y observándolos, se quedan callados y quietos en el sitio. Los primeros tampoco reaccionan de ninguna manera: apenas miran. Pero las miradas de los cuatro son algo especial, muy difícil de describir, parecida –salvando las distancias- a las de los perros, no importa qué tan mansos, cuando se encuentran con otros perros desconocidos.
          -Buenas noches… ¡Cuánta gente en las calles, y a esta hora!- dice uno de los nuevos, pelirrojo, de cara redonda y dientes puestos como con apuro. Ante el silencio de los primeros, los dos sujetos se encojen de hombros y, dándoles la espalda, van al centro de la calle. Doblan sus cuellos al máximo, y miran el balcón.
          -¿Está ahí, no?-pregunta el segundo recienllegado, no muy alto, y flaco, como reseco. Parece fibroso y tenso.
          -Si. Esa es la ventana. ¡Y está abierta! ¿No te lo decía yo? ¡Abierta!-
          El flaco, sin dejar de mirar hacia arriba, se muerde el labio inferior. Es difícil saber si quedó pensando en lo que el otro le dijo, o si calcula un salto imposible hasta la ventana.
          -Es a propósito. Seguro- sentencia el pelirrojo. La indiferencia de su compañero lo decide a darse vuelta y dirigirse al joven.
          -¿Vio Ud. qué descaro? ¡Descaro!. Es a propósito, seguro-
          -¿Pero de qué habla, se puede saber?-
          -De la desvergüenza de esa hembra, claro- sonríe, confianzudo, y se acerca al joven -¿No ve lo que está haciendo, no ve hasta qué punto le gusta andar enloqueciendo a los hombres del pueblo?-
          -¡¿Qué?!-
          -¡Vamos, hombre! ¡No me va a decir que es casualidad!-
          -¿Qué cosa?-
          -¡La ventana!-
          -Es verano. La noche es calurosa-
          -Si. Claro. Por supuesto. ¡Pero no, hijo, no! Otra mujer puede ser, otra mujer abriría su ventana si hace calor y la cerraría cuando hiciera frío, pero esta no. ¿La has visto en la calle, has visto como camina, como mira?-
          -Como todas. Más bonita, tal vez…-
          -¡Exacto! ¡Es más bonita, pero se porta como todas para que creamos que es tan accesible como las demás! ¿Entiendes?: cada cosa que hace es una invitación, una sugerencia-
          -Usted está loco- concluye, despectivo, el joven. Pero algo en su tono, una cierta vacilación, invita al otro a proseguir.
          -Locos estamos todos, ¿no? por eso estamos acá, a esta hora de la noche, mirando como idiotas los hierros de un balcón…oiga: no me diga que vino para esperar un eclipse…-
          -Lo que yo haga, y por qué, no es asunto suyo-
          -No, es cierto, no lo es, pero…puede que sea parecido a mi asunto, o al del Flaco. Esa hembra nos volvió locos, día a día, con su pelo de miel y sus caderas redonditas…y ahora, para colmo, estas provocaciones…-
          -¿Provocaciones? ¿Qué provocaciones: abrir una vent…?-
          -¡Pero si no es sólo la ventana! Es…bueno, es difícil de explicar para un bruto como yo, pero hay muchas cosas…su caminar, su mirar, el color, el olor…-
          -¡Iguales a los de las demás!-
          -Iguales, y diferentes. Esa diferencia es la que lo trajo a usted, y al viejo aquel, y a nosotros dos. Pero, si eso no lo convence, piense en esto: abrió la ventana, ¿no?-
          -Si-
          -Bueno: su padre, hoy, no está en casa-
          -El padre no está…-
          -¡No! Y se atreve a dejar flotando en el aire esas cortinas que parecen enaguas, cuando todo el mundo sabe que su madre salió de viaje-
          -¿Su madre salió?-
          El pelirrojo está radiante de triunfo al ver que el joven está cediendo, si no a sus acusaciones, por lo menos ante los hechos que presenta. A juzgar por el rostro del muchacho, el mismo balcón va adquiriendo cada vez más y más significado. Ya lo está contemplando boquiabierto, y, con sus manos inquietas, retuerce tanto  su gorra de terciopelo verde que le ha roto la pluma.
          -Y, además, duerme desnuda.-
          Todos voltean a mirarlo, atónitos. El flaco le ladra un “Eso es mentira”, y él reacciona con una sonrisa sarcástica.
          -¡Que es falso, te digo!-
          -Será falso…o no, ¿quién sabe?-
          -Yo. Y digo que eres un mentiroso- Se escucha la punta de la cólera en la voz del flaco, y el pelirrojo contemporiza
          -Bueno hombre, bueno: no es para tanto…-
          -¿Usted cómo lo sabe?-pregunta el joven. Su tono es extraño, ansioso, como si estuviese más atento a sus propias conclusiones que a la respuesta en sí.
          -Yo se, señor, yo se, y si Ud. me cree, con eso le tiene que bastar, y si no me cree, llámeme mentiroso como me llamó aquel...-
          El joven, indeciso, se pone de pié, va al centro del callejón y pregunta al flaco –Y usted, ¿por qué dice que su amigo miente?-
          El Flaco lo ignora unos instantes. Sin mirarlo, luego, contesta
          -Porque él la ha visto una sola vez, y a una calle de distancia. Todo lo que él le ha dicho es lo que yo le conté. Yo he vigilado la calle de ella, su casa, y su iglesia durante meses, y, sólo por lo que le he narrado de esa vigilia, este pobre idiota se volvió loco y cree haberlo visto también. Mi locura es tan grave que su reflejo contagia. Sólo con tocar mi sombra, un hombre podría llegar a enamorarse de aquella mujer.-
          -¿Usted le contó lo de dormir desnuda?-
          -No, eso no. El es un cerdo, y le gusta creerlo-
          -¿Y usted qué cree?-
          -Me importa tanto ella, que su ropa no me interesa. Para mí, siempre estará desnuda. Su ropa no existe, su casa no existe, sus padres no existen: sólo ella tiene importancia.
          Y no fastidie más, ¿quiere?-
          Volviendo a su sitio, al pasar junto al Pelirrojo, lo escucha susurrarle
          -Está loco, no haga caso. Yo sí se de qué hablo: duerme desnuda en un nido blanco de almohadones y sábanas. Y si me equivoco en algo, puede ser en lo de que duerma, porque quizá ahora, sin que la veamos, se deleita oyéndonos sufrir y dudar…-
          Finalmente, el Joven encara al Mayor
          -¿Quién cree que mienta: el colorado o el flaco?-
          -Hace calor, el aire embriaga, la casa está sola…no hay razón para dormir vestida. Pero, la verdad, no creo que ninguno de los dos sepa de lo que habla.
          Lo que importa es lo que uno sienta, porque son las fuerzas que uno saque de eso las que decidirán cómo va a actuar-
          -¿Cómo?-
          -Usted, por ejemplo, quiere creer que está desnuda. Tiene que ser así: otra cosa le robaría magia, puesta en escena a la noche. Pues bien, créalo, créaselo con ganas, y saque fuerzas de ahí para hacer lo que ha venido a hacer, si es que las necesita-
          -Usted lo complica todo. ¿No puede responder a algo directamente, sí o no y nada más?-
          -No, esta noche no. Me he vuelto primitivo. Algo me ha vuelto primitivo, y eso me ha dejado tan sabio que se me sale sin querer.
          Desnuda o vestida me ha atraído y regalado una noche extraña y dulce. Yo no he de verla, (creo que eso es obvio para todos; por lo menos lo es para mi) y siendo así, ¿qué importa si lanzó sus perfumes desde la piel, o si los recibimos filtrados por el encaje de su corpiño? Si se vistiera, no conseguiría alejarme ni un milímetro, y, si se desnudara, aún así yo no podría trepar por ese muro-
          -Yo creo...yo creo que si, que está desnuda. Desnuda y blanca, acurrucada entre puntillas, y respirando la mezcla de sus perfumes y su sudor…y si pudiera, si pudiera estar ahí…-
          -Ah, si. Si pudiera, si fuera, si me atreviera…-mastica el Colorado- Claro. Estoy seguro de que lo está esperando, ¿por qué, sino, haría todas las perrerías que hace, por qué habría de ser tan coqueta, de dejar la ventana abierta cuando está sola en la casa, si no esperase que alguien trepara el muro y la tomase? ¡Claro que lo desea!.
          Pero con estas perras nunca se sabe. Quién sabe: puede ser todo una trampa, una excusa para armar escándalo y perder al imbécil que le siga el juego…. ¿Todo para qué?: Para enardecer más a los demás. Está clarísimo: nada excita más a los hombres (Y ella lo sabe, ¡oh, si, cómo lo sabe!) que una hembra con reputación de fácil. Sabe que si me acusa de intentar violarla, se va a hablar de intentar violarla, se va a pensar en eso…y de pensar a desear hay apenas un pequeño paso.-
          -No se disculpe ante nosotros. A todos aquí nos falta audacia, y ninguno sabe como decirlo de una manera honorable.-
          -A mi no- dijo el Flaco canijo. Sin apartar la vista del balcón, se dirigió a los demás  -Puedo ir, puedo subir, puedo tomarla. Pero no puedo detenerme. Temo tomarla toda. La deseo tanto, la quiero tanto, que sé que la destruiría, la rompería. ¡La devoraría con tal de tenerla más!- Ahora si, miró a los otros. Su voz estaba astillada, y se adivinaban las insignias rojas del llanto en sus parpados –No me dejen. Átenme a morir aquí, si hace falta, pero no me dejen trepar al balcón-
          De los cuatro silencios, el del hombre mayor era el que más se notaba. Parecía incluso hasta más silencioso, por contraste, que los demás. Notó su falta, y carraspeó un poco a modo de disculpa. Su compañero menor hizo un chistido fastidiado con la lengua, se paró decidido, y fue a largos pasos hasta la pared de la casa vigilada. Pareció estudiarla, cada vez más lentamente. Al poco tiempo volvió donde los demás, caminando despacio y cabizbajo, con las manos en los bolsillos.
          -Los padres no están- dijo, no se sabe si a los demás o a si mismo.
          -Y duerme desnuda- le sugirió el pelirrojo.
          -Y duerme desnuda-
          -Allí arriba…-soñó el mayor.
          -Y allí arriba seguirá - decidió, terminante, el Flaco.
          Miraron el balcón como si fuese la salida de un foso en el cual estuviesen prisioneros.
          Pues bien: en ese momento, sorpresivamente, las enredaderas que crecían sobre el muro se sacudieron. En el silencio y la reflexión de aquel momento, el crepitar de las hojas fue todo un escándalo.
          Un golpe aplastó parte de las enredaderas. Era un brazo correoso y desnudo que, lanzado como garfio, se había afirmado en la tapia. El otro no tardó en aparecer, y luego, con esfuerzo, se asomó una cabeza peluda y despeinada. Siguió una pierna, un rodar de todo el cuerpo sobre el borde del muro, y un discreto caer entre las basuras de abajo.
          El hombre que se levantó sacudiéndose del montón de basura era moreno de sol, casi verdoso a la luz de la luna. Usaba apenas lo que quedaba de unos pantalones de lona blanca, muy anchos, y calzaba sandalias. Era flaco, y como incrustado de bolitas musculosas. Apestaba un poco.
          Ignorando a los otros cuatro, fue hasta la casa del balcón y trepó por la reja de una ventana de la planta baja.
          -¡Oiga!- dijo el más joven. Sin bajarse, el otro lo miró. No hizo ningún gesto ni respondió de ninguna manera. Esperó.
          -¿Qué hace ahí? ¡Bájese ya mismo!-
          El desarrapado, entonces, bajó y se acercó cortésmente al joven de la pluma y el terciopelo verde.
          -¿Qué piensa que está haciendo?-     
          -Trepo.-
          -¡No puede!-
          -¿Por?-
          -Eso: ¿por qué no?- intervino el mayor.
          El más joven permaneció un rato con la boca abierta, sin lograr decidir siquiera con qué consonante empezar. Como viese que el desarrapado interpretó esto como un permiso para seguir con lo suyo, el hombre mayor preguntó a su vez   -Disculpe nuestra curiosidad, pero ¿quién es Usted, y como se atreve a entrar así en casa ajena, sin dudar, y ante la vista de cuatro desconocidos?-
          -Me llaman Tutú Marambá, por darme un nombre. Entro así porque la puerta está cerrada. Me atrevo a entrar porque tengo que entrar. Yo vivo muy lejos, pero algo me despertó de noche y me hizo venir recto hasta acá. Tenía que venir: el alma y los cojones venían para acá, y yo no podía quedarme allá sin ellos.- sonríe, con los dientes grandes llenos de sol –Y la gente desconocida…bueno, no es más que eso: gente desconocida-
          Y dando media vuelta, volvió a la pared. Mientras trepaba apoyando apenas los dedos de los pies en las molduras, aferrándose casi con las uñas de las manos, los hombres de abajo lo contemplaban de muy diversas maneras.
          El más maduro sonreía, pero como lo hacía para adentro parecía estar muy serio. Pensaba en su mujer, pensaba en cómo sería su hijo de adulto, y sonreía porque concluyó que, a pesar de todo, fue una buena noche. Sólo rogaba por que su escapada permaneciese secreta.
          El menor agradecía a la noche por ocultar su rubor. La vergüenza le ardía las orejas, y algo medio gastado en su interior se rompió un poco más. Nunca supo porqué, pero pensó en su padre y en su madre, y tuvo ganas de no ser.
          El pelirrojo, muy excitado, planeaba una visita a un burdel esa misma noche. Ya.
          El flaco sentía un feo frío desde los pies hacia arriba. Supo que la muerte debe empezar por sentirse como algo parecido, pero aún así se sintió aliviado y en paz.
          El hombre melenudo llegó finalmente a una posición muy riesgosa bajo el balcón. Sin dudarlo, saltó, se aferró con sus manos y quedó colgando del borde de mampostería. Su silueta se recortó nítida contra el negro cielo luminoso; el viento inflaba sus grandes pantalones, y, como colgaba de sus manos, echando su peluda cabeza hacia atrás, parecía un gran niño implorando. Pero sólo por un instante, ya que enseguida se balanceó, calzó un pié entre los barrotes, y se izó hasta tomarse de la baranda de hierro con ambas manos. Un leve salto de gato pasó sus piernas por sobre los hierros, y lo dejó en el balcón.
          Desde abajo vieron que, con inesperada delicadeza, entraba en la habitación.
          Luego, sólo tuvieron la danza de las cortinas, y el silencio.

          -Yo creo que esto que nos reunió esta noche debe haber tironeado del vientre de muchos hombres en esta ciudad- dijo, sorpresivamente, el hombre mayor –y que, si no fuimos más, fue porque los otros no pudieron o no se atrevieron a creer en su impulso. Pero bueno: si todo queda así, todos pudimos haber sido Tutú Marambá, y ninguno es responsable de haber dejado de serlo.
          Callemos, guardémonos cada uno lo bueno y lo malo de esta noche, y regalémosles a los hombres de este pueblo una ilusión secreta o, si quieren, ahorrémosles una vergüenza…-
          -¿Qué vergüenza?-dijo, molesto, el pelirrojo.
          -¿Cuál? La suya, la mía, la de todos, claro. ¿Cómo: no se dio cuenta? ¡Hombre, nos robaron la novia a todos!
¡Tutú Marambá le robó la novia a la ciudad!-
          Caminaron sin hablarse hasta la salida del callejón. Pensativos, cada uno tomó por su lado.
          No se despidieron.

                                                                                                         30/6/85





 No se rompan el coco: el dibujo no tiene nada que ver con el cuento. Nunca tienen nada que ver: nunca ilustré dibujos, ni dibujé cuentos. Parecería que el tipo que escribe, en mi cabeza, no se dirige la palabra con el que dibuja...o que ambas actividades son como destornilladores y martillos en una caja de herramientas, y uno elige con qué va a trabajar según qué pretenda conseguir.
Pero SIEMPRE  conseguí estar de este lado del neuropsiquiátrico...          

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