viernes, 25 de noviembre de 2011

Otro tipo de entradas

"Fantasmas de la máquina". Aparejos a cadena voladores, pelirrojas tetonas, perspectivas infinitas, óxido y pintura desconchada y grosera: demasiadas horas allá abajo necesariamente tienen que tener algún efecto sobre la sensibilidad del tipo. Dejando de lado lo peculiar de dicho efecto -lo original, digamos, como para ser incluso un poco más compasivo- la cosa es hasta qué punto esta perversión del gusto sea reversible o no. O si vale la pena preocuparse por revertirla.

     Pero volviendo a lo de otro tipo de entradas: no todo pueden ser dibujos en la vida. No tengo tantos. Y sí tengo cuentos y escritos como para hacer dulce, así que voy a ir poniendo a disposición del sufrido navegante de este blog todos aquellos que, por antiguos, por simples, o por imperfectos no llegaron a merecer el figurar en las compilaciones que subí a Bubok.
     (La verdad es que no me da la cara para subir los malos de veras, así que se puede tener una cierta tranquilidad de que nada de lo que ponga va a ser un absoluto plomazo. Por lo menos para mi)



EL RABO

          El lugar es el bajo Flores, apenas pasado el principio del siglo. Si, es verdad, eso es poco decir; aclaremos un poco. El lugar es una planicie chata y baja, inundada en algunas partes y despeinada de yuyos, cardos, y otras plantas sin nombre. Lo pueblan numerosas clases de pájaros y ranas, y lo surca y lo penetra y lo abarca su majestad La Rata, reina y señora del barro verdoso, de los charcos de agua crapulenta, del piso del mundo cuando el mundo es humano.
          El día de esta narración el cielo parecía no poder soportar más el esfuerzo de mantenerse arriba, apoyado en los horizontes, y se había puesto del color del plomo cerca, muy cerca de la tierra. Se combaba hacia abajo. Resoplaba un aire helado y sibilante y, de tanto en tanto, sus fríos goterones de sudor erizaban una nuca.
          Seis cachorros de hombre vagan por el bañado.
          Les gusta. Son cazadores; la educación no les ha cubierto todavía lo atávico, que les aflora gozosamente cada vez que escapan al ojo de los padres. No son “chicos”, ni “pibes”, ni “niños”: en ese momento son cazadores, cachorros, bestezuelas instintivas.
          En un determinado momento, un balazo de piel y pelos grises raya y cruza su sendero. En mis palabras habrá secuencia, en la realidad no la hubo: el primer cachorro vio-alzó la mano-la rata-tiró la piedra.
          Un solo acto (verdisparar), con un éxito sólo explicable por lo formidablemente instintivo de su origen. Porque le dio (es difícil de creer. No importa, tarde o temprano, antes de que mi historia termine, dejarán de creerme, ¿qué más da que sea ahora o más tarde?).
          La rata estaba viva, inconsciente y sangrante. Su cazador se le acercó con cautela.
          Observó con placer las patas hacia el cielo y los pulmones frenéticos.
          Admiró el tamaño.
          Gozó las exclamaciones de sorpresa de los demás cachorros.
          Reparó en la cabeza, en la herida invisible bajo la pelambre encharcada de sangre.
          La empujó con el pié.
          Y finalmente, con ayuda de palos y estorbo del propio recelo, la arrojó al fondo de una caja de zapatos (en donde, perdido el efecto de camouflage, parecía más grande y más animal), y emprendieron el regreso.
          Ahora bien: introducirla en casa era imposible desde el momento en que, quieras o no, el joven cazador debía compartir su morada con sus padres, quienes no simpatizaban con tales piezas de caza. Pero era imposible, también, deshacerse de ella: no sólo era un trofeo, la prueba tangible de su destreza, sino también un interesantísimo objeto de estudio –viva o muerta-.
          En el umbral del zaguán, en la duda, el cazador triunfó sobre el científico (el orgullo sobre la curiosidad), y tomó la decisión de guardarse un trofeo y tirar el resto.
          ¿La cabeza? No. Estaba rota y hecha un asco.
          ¿La piel? No. No sabría como conservarla, y, además, a medida que el cadáver se enfriaba, se hacía evidente la impresionante cantidad de bichos que pululaban en ella.
          Fue entonces cuando, fascinado, descubrió la desnuda y dinámica forma del rabo. Lo pensó poco. La rata (inconsciente) fue inmovilizada bajo un montón de trapos, y un cortaplumas la separó de la mitad de su largo total.
          Y aquí es donde comienza la magia, porque la rata murió al rato, pero el rabo siguió viboreando una hora más.
          Dos
          Tres
          Sin sangre, sin pausa, erizándose en ochos nerviosos como una culebra ciega, el rabo asustó, intrigó, maravilló, y divirtió al chico.
          El rabo pasó la noche en una caja más chica, golpeando constantemente los bordes de cartón. Hizo de su verdugo, o partero, el chico más popular de su cuadra durante los dos días que duró el auge de tocar el rabo, de asustar con él a la gente, de no acabar de creerlo. Cuando dejó de divertir a los otros chicos, el rabo siguió retorciéndose en su caja, junto con las demás pertenencias secretas del cazador.
          Porque para los adultos, claro, el rabo era secreto.

          Quienquiera que lea hará el favor de aceptar lo que le diga, y de no insistir en los detalles. Es por su bien. Pienso saltar sesenta años y nadie, no importa qué tan curioso sea, soportaría leer sesenta años de una historia sin particulares atractivos. Así que le pido que imagine que ha transcurrido ese tiempo, que el cazador vivió casi toda su peripecia de humano (no será difícil para un lector habituado a la literatura convencional), y que durante todo ese tiempo el pálido rabo no dejó de culebrear en una cajita que cambió muy seguido de lugar, pero que no cambió ni de dueño ni de fama: siguió siempre siendo un secreto.
          Un humor sutil, o cierto egoísmo, o quizá cierto respeto por la magia de su infancia, había impedido al cazador mostrar algo que lo hubiese vuelto famoso, y dudoso.
          Un día, el aparato biológico al que llamamos El Cazador se detuvo. Como consecuencia, los miembros de su familia pasaron por unas horas de tristeza, colmaron su casa durante un día, la llenaron de flores, y se retiraron a sus cosas, secretamente felices de seguir con vida. Lo que El Cazador había llamado suyo fue llamado nuestro por aquellos a quiénes él había llamado míos, y uno de sus hijos recibió, en su montoncito, una caja de cartón con un rabo vivo dentro. Que cosas guardaba papá. Dónde está el truco. Oia, cómo es.
          Si a la curiosidad se la derrota mucho y muy seguido abandona la lucha. Como no había truco ni fraude que hallar, ni pilas ni cuerda ni resorte, el heredero se aburrió del rabo al cabo de un mes. No lo tiró –no pareció posible deshacerse de algo que tan poca gente posee-, pero le preparó una apacible eternidad en un cajón del escritorio. De ese mausoleo salió la caja una noche, transformada en arma para combatir el aburrimiento de una divertida reunión de amigos. Las consecuencias notables fueron dos: una serie de interesantes teorías (una por invitado, dos por el huésped, y todas refutadas por el mismísimo rabo), y un profundo asco en el alma de la esposa del heredero.
          La verdad es que chicos y chicas nunca gustaron de los mismos juguetes. La esposa gozaba del poder sobre los juguetes del esposo que todas las esposas detentan, y exigió la disposición final de aquel rabo. Además, El Heredero ya estaba aburrido de ése movimiento constante y de su reiterado fracasar al intentar entenderlo. Así que caja y rabo fueron a parar a la basura.
          En las entrañas del tacho, el rabo se retorció toda la noche. Conoció el voleo por los basureros a la madrugada, el ronronear del camión, la presión del hidráulico, el fuego, las cenizas enfriándose, de nuevo un camión, y al fin la calma.
          A la madrugada siguiente, apenas había despuntado el sol, la caja del camión volcador se levantó, ciclópea, contra el cielo tormentoso, como un dragón desperezándose. Cataratas de ceniza cayeron, elemento de relleno para los bañados del bajo Flores.
          Y allí, hoy, ahora, sigue culebreando el rabo de rata.
         

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