domingo, 27 de noviembre de 2011

Homero da para todo

"Monumento al Diablo de Giovanni Pappini", libro que tendría que leer de nuevo. Algo en él me sacudió y me llevó a usar toda esta pintura nada más que para poder darme el gusto de esconder la sonrisa disimulada del demonio de la estatua, pero no puedo recordar qué. Puede que yo tenga Alhzeimer, es cierto, pero por lo menos no tengo Alhzeimer...


Ahora el cuento. Si no toman la sopa no hay postre, qué joder!
-----------------------------------------------------------------
FIDELIDAD:

            En oportunidad de un banquete en Palacio se discutía sobre la fidelidad femenina.
            Polos inevitables del tema eran Odiseo, por la ya proverbial lealtad de Penélope, y Panurgo, un su invitado, por sus no menos proverbiales cuernos.
            Odiseo, orondo, se abstenía de intervenir, pero Panurgo alzó su voz para dar su opinión. Las burlas llovieron sobre él, cuestionando su autoridad en el tema, pese a lo cual Panurgo, más frío y sonriente de lo esperado, insistió así:
            -“¡Fidelidad, fidelidad, fidelidad…! ¿Quién más capacitado que yo? ¿Quién se ha preocupado más por el tema, quién ha pasado más noches sin dormir o más días sin comer, pensando en ello, buscando sus causas y sus remedios?”-
            -“¡Nadie!”- gritó alguien, y Palacio retumbó con la carcajada que siguió (aunque, de haber tenido presente la aventura del cíclope, se debería haber tenido más cuidado antes de hacer la broma usando el alias del dueño de casa). Cuando el ruido disminuyó pidieron sabio y viejo Panurgo, filósofo de los cuernos, danos por favor el fruto de tu ciencia, tan clara y tan  eficiente.
            -“Poco tengo para decirles. Poco se sabe.- apuró un copón de vino- Quizá una de las cosas que más me interesó, siempre, es el orgullo que los hombres sentimos por la fidelidad de nuestras mujeres, (-¡No hables por ti!- se escuchó entre risas) o la vergüenza que nos provoca su falta. Parecería que la lealtad de ellas fuese mérito nuestro, como si la calidad del hombre se hiciera visible en el accionar de la mujer. Como si no tuviese nada que ver con la hembra”.
            “Por supuesto, todo el mundo habla de mujeres fieles e infieles, y la ley les prescribe castigos y sanciones a las adúlteras, pero la realidad es que, cuando la esposa es fiel, el marido se envanece como si hubiese tenido mucho que ver con ello, mientras que, si no lo es, el deshonor y la vergüenza lo abruman”.
            “¿Por qué? ¿Tan falta de alma está la mujer que se envilece o se honra involuntariamente, según la virtud de su esposo? ¿La nobleza del varón se aprecia en su mujer, su mediocridad se delata en la indecencia de ella?”
            “Y sin embargo, todos conocemos santos varones engañados, y también  miserables canallas cuyas hembras les fueron fieles a pesar del hambre y de las palizas. Sabemos de hombres valientes y viriles a quienes sus mujeres los engañaron regularmente, y de miserables canijos cuyas esposas fueron amantes y leales hasta la muerte. ¿Es por Amor, quizá? ¿Existe tal cosa? Y si la hay, ¿hay que admirar al hombre que sabe causarla y encadenar con sus lazos a su mujer? ¿Es más recto, más valiente, más honorable, más digno por eso, o es apenas más astuto en los caminos del corazón femenino?”
            “Y si todo no fuese, después de todo, más que una cuestión de amor ¿puede alguno de los presentes jurar por las rodillas de su padre que no conoce ningún caso de amantes traidores, o que no traicionó amando?”-
            Otro breve silencio. Algún murmullo, algún tarascón a una pata de carnero, algún tragar vino sin cuidado, pero ninguna opinión. Panurgo no miraba a Odiseo, pero éste  mantenía fija su vista en el viejo. Y callaba.
            -“Yo creo que hacemos mal en enorgullecernos o en avergonzarnos por la exclusividad del coito con nuestras mujeres. Hay algo en cada mujer, no sé si llamarlo virtud o falta de audacia, que la lleva a ser fiel. Y, hombres, ya seáis cornudos o no, haríais bien en despreocuparos de ello porque, si bien hay muchísimas cosas que pueden hacerse para empujar a una dama a la traición, no hay ninguna, ninguna en absoluto, que pueda impedirlo si está destinada y decidida a ello.”-
            Dos o tres voces se alzaron en apoyo a Panurgo, otras dos o tres se pronunciaron en su contra, y el griterío se generalizó.
            Odiseo, repantigado en su asiento, callaba entre regüeldos vinosos.

            Héroe vivo, mito real, Odiseo era uno de los hombres más confiados en sí mismo que hayan existido jamás. Había alcanzado la edad madura con fama de sabio y valiente, amado y temido, rey y vencedor de su destino.
            El sol de la mañana se clavó en el centro de su calva cabeza, precisamente allí donde el vino negro le había instalado un demonio de dolor. Su vientre caído y fofo pendía sobre sus piernas varicosas y arrugadas. Al pararse y bajar del lecho sintió como si tuviese una medusa viva en el vientre. Fue a orinar y, mientras sostenía su miembro fláccido en la mano, dudó entre forzar un vómito o no. Decidió esperar; quizá el transcurrir del día lo mejorase sin necesidad de ello.
            Ya vestido, fue a sentarse a la sombra de un árbol. Se sentía desasosegado, y no era sólo el efecto del banquete.
            Las palabras de Panurgo lo rondaban; lo que Panurgo había callado lo atormentaba.
            Admitió ante sí mismo que, aunque hasta ese momento la había considerado apenas una más de sus hazañas menores, la fidelidad, el ya mito de la lealtad de Penélope, lo había ayudado a estar mucho más satisfecho de sí. Era una anécdota secundaria, es cierto, en el imponente poema de sus aventuras, pero comprendía -con ese innato sentido estético griego- que redondeaba, completaba, le daba marco a su historia y la de su viaje, amén de agregar el éxito conyugal y viril a sus atributos de astucia y coraje. Cayó en cuenta, además, de que si su esposa lo hubiese abandonado mientras él luchaba contra cíclopes y hechiceras, todo su valor no habría bastado para rescatarlo del fracaso y la tragedia. La Odisea no hubiese tenido final feliz. Odiseo hubiese pasado a la posteridad como un pobre loco que perdió su hogar y su amor en la búsqueda de irresponsables tonterías.
            La diferencia entre épica y drama pasó, supo entonces,  por entre las piernas de su esposa.
            Esa mañana, en cambio, el tema lo perturbaba.
            Penélope, en eso, pasó ante él, madura ya pero aún bella, dueña de un elástico y elegante andar de hembra felina. Odiseo, -el lado zorro de Odiseo, siempre listo a crear artimañas- urdió automáticamente varios planes tendientes a aclarar el misterio que había creado Panurgo. Los descartó casi de inmediato. A pesar de la imponente feminidad de Penélope, era difícil que una mujer cayese a su edad en tentaciones o pecados que supo resistir, o temer, cuando era mucho más joven y estaba mucho más sola. Por otra parte, cualquiera de los planes para probar cual era la naturaleza de la fidelidad de su esposa requería ponerla en riesgo, tentarla, y ello podría resultar peligroso para la honra y fama de Odiseo.   Todo eso sin contar, además, con que sus celos le impedirían tolerar el experimento sin delatarse.
            Pero, aún así, ¿fiel o cobarde? ¿Exceso de virtud o falta de audacia? ¿Amor y respeto por el hombre que fue a combatir a los teucros, o simplemente miedo a ser descubierta? Era importante, porque el miedo podía perderse en cualquier momento, y no tenía nada que ver con la calidad del varón. Si Penélope había sido fiel sólo por precaución y temor, su fidelidad no valía nada, y nada aportaba a la gloria del rey.

            Andando el día, aburrido y fastidiado con la duda, el rey de Itaca decidió consultar con alguien más versado en el tema, a la sazón, Panurgo. Al cabo de una tarde de charla junto al mar, comiendo uvas e higos, Odiseo comentó a su amigo cuál era la pregunta que lo roía por dentro. Encogiéndose de hombros, la vista en el sol poniente, Panurgo le dijo que mal podía solucionarle el problema cuando él mismo no sabía si su propia mujer era un temperamento demasiado libre para las ataduras de la moral común, o simplemente una prostituta que no cobraba. Pero, ¿por qué no preguntarle directamente? Siendo fiel, no tendría razones para ocultar nada, ya que, incluso reconociendo que lo era por timidez, estaría admitiendo una debilidad menor, no una falta.
            A Odiseo no le gustó. La falta de audacia implicaba una infidelidad en potencia si se daban las condiciones de seguridad necesarias, y sabía que ninguna mujer admitiría esto abiertamente, ni siquiera ante sí misma.
            -“¿Y ante otra mujer?”- sugirió Panurgo. Odiseo alzó las cejas, entusiasmándose a medida que entendía la astucia de la idea. Una mujer cuenta a otra lo que ni sus propios oídos llegarían a oír. Y la de Panurgo era la ideal.
            En pocos minutos armaron el plan. La esposa de Panurgo –buena amiga de él, en el fondo- se avino de inmediato, curiosa y divertida. Una lejana amistad que compartía con la reina y un poco de falso llanto ante ella fueron lo único que necesitó para que su pregunta sonase sensata y oportuna.
            Se mostró arrepentida de la cornamenta con que había adornado a su marido, pero impotente ante su propia naturaleza pícara. Quería cambiar, enmendarse, y rogó a Penélope que le revelara las verdaderas fuentes de su fidelidad. Sus lágrimas rogaron por sinceridad, ya que la reina era la única y última esperanza de redención que le quedaba.
            Penélope la guió hasta un aposento reservado, y hablaron a solas largo rato.

            No tardó la mujer, al día siguiente, en hablar con los complotados.
            -“Noble Odiseo: tu mujer te es fiel simple y sencillamente porque es fiel a ti. En su naturaleza no cabe siquiera la idea de pertenecer a otro hombre que no seas tú, y ello se debe a que es tanta su admiración por tu persona, que todos los demás hombres palidecen a tu lado. Gustar de otro hombre, para ella, sería degradarse. Es una reina, es bella, es valiente y es orgullosa: jamás buscaría menos que lo mejor, y lo mejor, para ella, es Odiseo. Si una mujer puede creer en las confidencias de otra, entonces esto que te digo es la verdad.”-
            Y mientras Odiseo, conteniendo por lástima ante Panurgo sus sonrisas, se alejaba por la costa (caminando más derecho), la mujer pensaba para si –“Noble Odiseo, zorro Odiseo, ingenuo Odiseo: puedes creer que una mujer sea sincera con otra, pero, ¿cómo y por qué iba esta otra mujer a ser sincera contigo? En fin: ¿qué otra cosa puede esperarse de quién se cree literalmente su propia leyenda?
            “Pero incluso así, incluso creyendo en los cantos de los poetas, ¿qué dice el mito de Penélope, sabio Odiseo? Dice que gran cantidad de de pretendientes pidieron desposarse con ella, y que ella se negó a considerar muerto a su esposo, y a entregar el reino a ningún nuevo esposo. Eso le dio, es cierto, fama de mujer fiel pero, siendo lógicos, su negativa a casarse y a enajenar su libertad y sus bienes no prueba en absoluto su fidelidad….como no sea su fidelidad a su calidad de vida. De las noches en su alcoba, del trato con sus esclavos, de sus paseos a solas por el jardín del palacio, sabio Odiseo, la leyenda no sabe ni cuenta nada.
Tu mujer, oh noble Odiseo, es un arquetipo de la fidelidad simplemente porque fue mucho más hábil y  discreta que yo con sus amantes.  Mucho he aprendido de ella, y es a ello que debes agradecer, astuto Odiseo, tu tonta alegría de hoy, y mi eterno silencio”.-
            Y sonrió, con la más antigua y maternal de las sonrisas, a la pequeña imagen de Odiseo, caminando por la playa.
           




No hay comentarios:

Publicar un comentario