domingo, 27 de noviembre de 2011

Pobre internet: se tiene que bancar cada cosa...

Sigo colgando en el ciberespacio cosas que, en el mundo físico, tienen poca vida por delante.
Demás está aclarar que los dibujos no necesariamente tienen algo que ver con los cuentos. Es así, lo lamento: sería todo mucho más bonito si una cosa fuese ilustrada por la otra (más coherente, digamos) pero a esta altura ya deberíamos tener en claro que la coherencia nunca fué una prioridad en estos asuntos míos.
"El árbol de la ciencia". Versión naïve de un mito que -en su versión profunda, claro- siempre me fascinó.

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LA PERSECUCIÓN

          El Orden parece necesitar la existencia de ciertos actos, o juegos (o ritos, si se quiere) que hasta a sus propios actores les parecen absurdos. El Orden y sus Reglas, sin embargo, son demasiado complejos como para que nosotros, sus instrumentos, pretendamos comprenderlos. Tengo milenios de edad y, sin embargo, esta frase es lo único que he llegado a aceptar como cierto acerca de las causas y fines de esa extraordinaria situación que es mi vida.
          Demasiado tiempo ha pasado ya desde aquel día en que a mi Perseguidor y a mi nos fue concedida la inmortalidad. Aquel día que no puede olvidarse, el día en que se nos explicó la Persecución y su previsto final, fue la primera y única vez que vi el rostro de mi Perseguidor.
          He de verlo de nuevo, allá en la profundidad de los milenios por venir, y ese día la Persecución habrá terminado.

          De jóvenes corrimos, y mucho, por sobre toda la ancha Tierra. Yo solía perderlo durante meses, o años, pero él siempre se las arreglaba para encontrar mi pista, forzándome a abandonar mis trabajos, mis mujeres, y mis hogares para huir de él. Vimos muchos y extraños países, cruzamos infinitos arroyos y ríos, navegamos todos los mares, tratamos con innumerables gentes, engendramos miles de hijos –cuyos nietos son polvo desde hace siglos-, y nos empobrecimos miserablemente.
          Si la persecución no acabó cuando fuimos jóvenes, se debió exclusivamente al azar, ya que yo era muy inexperto y descuidado. A medida que pasaron los siglos, sin embargo, a él se le fue volviendo mucho más difícil el hallarme, ya que los años y años viviendo en constante fuga me enseñaron todos los trucos posibles para ocultarme. Cometí muchos crímenes para lograrlo, cambié de nombre, cambié de aspecto y afeites, de religión y de casta. Me volví un maestro en la falsificación de credenciales, el cruce de fronteras y el movimiento de fondos. Y, sobre todo, hice del viajar rápido, liviano y sin preparativos mi principal habilidad  y objetivo.
          A pesar de todo, siempre lograba dar conmigo, ya que los años también lo habían vuelto casi perfecto en el arte de perseguir: sólo las complejísimas redes que yo tejía al llegar a algún sitio (redes formadas por hombres y mujeres ignorantes de su participación en ellas) me permitían prever su llegada y escapar a tiempo.
          Al principio sufrí con este constante escapar. La  naturaleza del hombre lo lleva a aferrarse a cosas como un nombre propio, un rostro propio, un hogar, un jardín, una patria o una profesión, y si ocurre que debe abandonarlos para siempre, sufre un desgarro cruel en su alma. He perdido la cuenta de cuántas agonías de ese tipo padecí; sin embargo, con los años logré habituarme a ellas, y hoy me resulta tan automático y tan indiferente como respirar. Hay muchas y muy importantes cosas en juego en esta persecución (no mi vida, pues soy inmortal. Además, si no fuese por mi misión y si mi vida me perteneciese, la habría entregado hace tiempo): son cosas que han de suceder indefectiblemente y, aunque no puedo ni siquiera sospechar de qué se trata, se positivamente que son fundamentales, y que depende de mi habilidad retrasar el fin –o principio- de dichos sucesos. No puedo ganar la persecución, es cierto, y demorar todo lo posible el final es mi única gloria posible. Pero es una gloria a la que he dedicado mi eternidad.
         
          Una noche –llevaba yo diez años sin noticias de mi Perseguidor- me encontraba en un burdel de Jeypore cuando una mujer me alcanzó una nota suya.
          Me dirigí a la compañía inglesa donde trabajaba desde hacia tres años y allí, a la luz de una lámpara de kerosene y sofocado por el abrasador aire nocturno de la India, leí sus terribles palabras.
          -“Eterno Perseguido:”- comenzaba –“Siglos y siglos te he seguido a través de desiertos, montañas y océanos, y durante siglos y siglos has logrado eludirme. Te saludo, y sin rencor alguno te expreso mi profundo respeto por tu habilidad.
          A pesar de tu astucia, nuestra inmortalidad alimentaba mi fe en hallarte si te perseguía lo suficiente. Sabes, tan bien como yo, que llegará el día en que verás mi rostro de nuevo, y en el cual la Persecución habrá terminado, y lo que habrá de ser, será. Pero siempre pensé que el momento llegaría antes, que empeñándome furiosa y sistemáticamente adelantaría los tiempos.
          Sin embargo, he pensado en algo que cambió mis ideas.
          Escucha, y escucha bien: Sé, estoy seguro, que para entrar en esta ciudad debiste cruzar un arroyo por sobre un pequeño puente de piedra, quince kilómetros al norte. Pues bien: yo acampé junto a ese mismo puente hace ciento cincuenta años.
          ¿Entiendes? Si me hubiese quedado junto a él, habrías dado toda la vuelta al mundo para caer, por tu voluntad, en mis manos.
Tu arte es ver hacia atrás, no hacia delante.
          También recuerdo haber pasado ya por cierto paso en los Himalayas, y recuerdo haberte perseguido por sobre el Yukón helado antes. No hace mucho he calmado la sed en un oasis al cual tu pista me había llevado tiempo atrás, cuando viajabas con Alejandro el Grande.
          Escucha, y escucha bien: Eres un rival digno, ni más fuerte ni más hábil que yo. Si la persecución fuese una eterna línea recta, jamás lograría alcanzarte, pues mantendrías la ventaja inicial que te fue concedida.
          Pero no existe una eterna línea recta. La Tierra es una esfera: el principio y el fin de todo rumbo son la misma cosa. Así, cuando escapas, sólo comienzas a recorrer una gran curva para volver al mismo sitio. Cada paso que das, en cualquier dirección, te lleva tarde o temprano al mismo lugar.
          Escucha, y escucha bien: si fueses mortal, tu tiempo sería limitado y el número de tus pasos sería limitado. La Tierra sería, para ti, un infinito conjunto de caminos infinitos que jamás llegarías a recorrer por completo.
          Pero no lo eres, no lo somos. Eres eterno y, por lo tanto, el número de tus pasos será infinito, así como la distancia que recorrerás con ellos. Y como la superficie del mundo no lo es, estas condenado a pasar una y mil veces por el mismo sitio, y por todos los sitios.
          Se te concedió un día la ventaja de iniciar tu viaje primero, el mismo día en que se nos concedió la inmortalidad, y la aprovechaste, y yo te seguí, y no hemos hecho otra cosa desde entonces. Pero, según recuerdo, nunca se nos dijo que yo debiese seguirte: sólo tenía que encontrarte. Hoy comprendo que al ir tras tus pasos sólo he retrasado el fin de la persecución, porque si bien mi razonamiento demuestra que todos tus pasos, Perseguido, han de traerte a mi, también prueba que los míos me alejan de ti. Como dos niños persiguiéndose alrededor del tronco grueso de un árbol, dejamos de ser perseguidor y perseguido para transformarnos en una ronda eterna alrededor del mundo, sin saber quién iba delante y quién detrás.
          Pero eso, hoy, ha terminado. Subsanaré mi error, dejaré de retrasar el fin: me quedaré esperando en un sitio –uno cualquiera- y tu, Inmortal, tu pasarás por allí algún día, y ese día terminará la persecución.
          Me marcho hoy. No me gusta Jeypore, me alejo de ella y de ti, en busca de un sitio cómodo y confortable donde esperarte.
          No te muevas, no camines, no viajes si no quieres. Tarde o temprano deberás dar un paso, y ese paso te acercará a mí. No menosprecies la distancia de un paso, porque multiplicado por la eternidad que aún tenemos por delante, es toda la distancia que hace falta.
          Llegarás a mí.
          Es inevitable.
          Te espero”.


          Después de leer su carta busqué asilo en una montaña. No me muevo si no es por comida y agua, pero tampoco me hago ilusiones: con el tiempo las montañas desaparecen. Se que tarde o temprano algo (un terremoto, una guerra, una ciudad) me obligará a mudarme cien o doscientos metros, y eso me acercará a él. Un solo centímetro, multiplicado por la eternidad, es una distancia monstruosa, y mucho mayor que la que me separa de mi perseguidor.
          Estoy perdido.
          Irónicamente, la persecución continúa, aunque sus protagonistas estén inmóviles a los ojos de los mortales. Constantemente, el Perseguido se acerca, lentamente, a su Perseguidor.
          Y no es el haber sido derrotado lo que más me duele –desde un principio sabía que sería así-. No. Lo más curioso, lo que prueba que la inmortalidad no me despojó del todo de mi tonta humanidad, es que añoro el eterno escapar. Tan mió se hizo el huir, tanto se volvió un hogar el movimiento constante, que hoy esta quietud monótona me produce el mismo desgarro que, hace milenios, me producían las partidas y los desarraigos.
          Sólo me queda el pobre consuelo de saber que él, el Perseguidor, está pasando por lo mismo.


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