jueves, 8 de septiembre de 2011

Hurgando en el marote


Quizás, llevado por ese principio médico -pan de los bioquímicos- que sostiene que analizando las sustancias que desecha nuestro cuerpo se puede conocer algo de los procesos que ocurren en su interior, uno intente ver en esas cosas inexplicables que dibujó o escribió las respuestas a las secretas mareas que sufrió su persona.
O quizás, como perversamente sugería el viejito vienés, no son más que la forma aceptada socialmente en que uno se conforma por no haber podido revolver mierda con el dedo cuando era muy chiquitito.
Y puede ser, también, que todo no haya pasado de ser una fanfarronada, una forma de lucirse por sobre los demás aprovechando habilidades que el azar depositó en uno.  Mera estética decorativa, sin razón ni motivos profundos.
Cualquiera fuera la causa, las preguntas siguen abiertas. Por qué no le pasa a todo el mundo. Por qué estas formas, y no otras. Por qué tienen ciclos, durante los cuales aparecen y desaparecen como la pasión por los barriletes, las bicicletas y las bolitas. Si significaron algo, qué?. Y si no significaron nada, entonces otra vez, qué?
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Nada escapa a la conjetura. Cuando era chico (16, 17) escribí que en cada dibujo que yo hacía había una historia (o parte de una historia, o por lo menos un argumento), y que en cada cuento que escribía me preocupaba mucho por describir lo que se vería si de veras estuviese ocurriendo. O sea que, cuando dibujaba, relataba, y cuando relataba, pintaba un cuadro. Se podrá comentar que como dibujante fui un buen escritor, y como escritor descollé dibujando, pero lo cierto es que quizás para aquella época ya sintiese que cualquiera de las dos formas de expresión quedaba lisiada para mí si no la complementaba con la otra. El cine podría haber sido una opción más satisfactoria, pero quedaba fuera de mis medios (físicos y económicos)
Hoy, me gusta más la teoría del viejo junto al fuego.
La teoría del viejo junto al fuego (de mi autoría, por supuesto) sostiene que la literatura, y el placer por la literatura, nacieron en cuanto la humanidad tuvo su habla. El placer por una buena historia bien narrada se experimentaría al final de las duras partidas de caza, o en los largos y aburridos meses dentro de la caverna durante las glaciaciones, y provendría de los viejos narradores (de su experiencia, y de sus habilidades para describir los hechos y atrapar a su audiencia con sus suspensos y tiempos), que encontrarían su público junto al magnético atractivo del fuego.
Durante miles de años, esta forma de arte compartió con la música el incómodo carácter de “efímero”.  Un muro de caverna se pinta y dura cien mil años, una Venus tetona se talla y dura noventa mil, pero un cántico, o un cuento, muere en la última nota cantada o la última palabra que se narró.
Eventualmente, apareció la escritura. La música siguió siendo efímera (una partitura no es música, sino indicaciones sobre cómo tocar la música), pero el papiro, el pergamino y el papel le dieron a los contadores de cuentos la posibilidad de que sus historias se anclaran en el mundo real para siempre, en vez de ser disueltas por el viento del tiempo. Dentro de la casta de los narradores, apareció una sub especie nueva: los escritores. Ambas conviven hoy en día (todos conocemos ejemplos de ambas clases) y la diferencia más radical entre ellas no es el medio “libro”, sino la importancia que le dan a la permanencia inalterada en el tiempo de aquello que narran.
Si mi arte perdura, algo mío perdura.
Mis fantasías, mis sueños locos (mi materia fecal mental, si se quiere) debía durar lo que permaneciera en mis neuronas, y desvanecerse luego en el olvido. Como le pasa a todo el mundo. Escribiéndolas, dibujándolas, ya las sacaba de lo efímero, las volvía constantes. No importaba si otros las conocían o no, o si me sobrevivían, ni si me daban gloria o plata alguna. Cambiaban de estado. Saltaban del no-tiempo a la materia. Magia.
En cierta forma, me permitían el frankesteiniano placer de crear criaturas de la nada, y verlas crecer, evolucionar, y luego estacionarse en formas atemporales. Puede que en esas criaturas hubiese ADN mío (no voy a negarlo), y puede que parte del alivio existencial de crear sea esa pequeña victoria contra nuestro propio y disimulado carácter de efímeros, pero lo principal, el bonus que conseguía al final del trabajo y del esfuerzo, era esa sensación de paternidad, de ser creador, de haberle metido mis fórceps en el vientre de lo que no existe y de haber extraído con ellos esas obritas que, valga lo que valgan, no hubiesen existido jamás sin mi.
Sea como sea, el lado simpático del asunto es que el tipo, con cincuenta y un años encima, sigue perplejo consigo mismo y sin conseguir entenderse del todo.

Bueno: como premio (es una forma de decir...) por haber aguantado tanta sanata, acá van dos dibujitos
 "El Capitán Beto" (por supuesto. No podía ser de otra manera...)
"Estación en el trópico". No es inventado por mí, sino pintado desde una fotografía. Aún asi (aún así) lo pinté porque parecía sugerir alguna desolada historia, algún misterio...Todo está, claro, en los ojos del que mire.

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