martes, 15 de octubre de 2019

Otro de barcos: EFECTOS SECUNDARIOS DE LA EPIDEMIA DEL CÓLERA


EFECTOS SECUNDARIOS DE LA EPIDEMIA DE CÓLERA:
El 91. El La Pampa iba a hacer un viaje por el Pacífico, y ello incluía Perú que, en aquellos tiempos del cólera, era la Capital del Cólera.
Además de tener que darse una vacuna que dejaba el brazo como si se hubieran olvidado un bulón adentro, y de tener que oír por enésima vez el mantra de las tres gotitas de lavandina, los marinos tenían que manejar el consumo de agua del buque para que alcanzara hasta más allá de Perú. Todo lo más allá posible, de hecho, porque ninguno de los puertos de Callao a Los Angeles era tampoco garantía de higiene. El cólera no es un problema de gotitas de lavandina sinó de pobreza, y aquella franja de continente americano podía perfectamente aparecer en los diccionarios ilustrando la palabra “miseria”.
Todos estaban un poco paranoicos. Todos sentían que tenían que aportar algo, alguna idea, para cuidar a los demás de aquel espectro (Al llegar al Callao, el capitán creyó su obligación dar algunos consejos. Reunió a todos y empezó diciéndoles que cuando fueran a tomar algunas cervezas no tomaran del vaso, ya que éste se contaminaría con el agua de allí cuando lo lavaran. Había que tomar de la botella. “Capi” le dijo el tercero de cubierta, “¿y con qué lavan las botellas?”. El viejo lo miró, los miró a todos, dijo “váyanse al carájo...”, dió media vuelta y se fué)
Como el gobierno peruano no entregaba agua a los buques -ni siquiera para motores o calderas- para no tener responsabilidad en caso de producirse nuevos casos a bordo, había que cargar todo lo posible en el último puerto chileno… y después cuidarla como oro.
Al Tipo, que estaba terminando de revisar unas reparaciones de un taller, se le acercaron en San Antonio, Chile, los dos auxiliares de máquinas. En comité, cosa que siempre tiene ese olor a cable quemado de los problemas futuros. Aquellos dos sujetos, extraordinarios tripulantes, viejos marinos, confiables, y sinvergüenzas de siete suelas, venían a pedirle permiso para ausentarse durante todo el día (la costumbre es turnarse según el horario de guardia) para ir con un proveedor marítimo y comprar bebidas para el resto del viaje. El cólera y todo eso, ¿vió?: hay que cuidar el agua…
El día venía tranquilo, ya se habían conseguido alguien que les cubriera las guardias, y el tipo no vió ninguna razón para no dejarlos.
Cuando mediaba la tarde y, faltando tres horas para zarpar, estaciona junto a la planchada una camioneta. Bajan ambos (un tanto tiesos, rosaditos, y muy divertidos) y lo saludan con la mano al Tipo que, desde cubierta, ve con desmayo que lo único que hay en la caja del vehículo, llenándola por completo, son tetra bricks de Concha y Toro, tinto y blanco. Más tinto que blanco, de hecho.
Empieza un pasamanos por la planchada para subir rápida y discretamentte la mercadería (formalmente no se puede subir nada a bordo sin autorización previa del capitán, y aunque no había porqué pensar que el Viejo se las iba a negar, tampoco había necesidad de ponerlo en el compromiso de tener que decir que sí a algo que quizás no estuviera del todo de acuerdo con las reglas de la Empresa. Probablemente el Viejo estuviera en esos momentos mirando fijo a los pelícanos del lado del agua para evitar dicho compromiso: Un capitán que sabe verlo todo es inútil si no sabe que, a veces, no hay que verlo todo)
Al dia siguiente, ya en navegación, el Tipo lo llama a Quique -uno de aquellos dos mayoristas de bebidas- y le pregunta
-Che, flor de compra hicieron. ¿Para cuántos compraron?- (medio amoscado, en el fondo, porque no le hubieran preguntado si él quería algo de vino también)
-Para Julio y para mi, nomás- (Julio, demás está decirlo, era el otro pirata)
-¡¿Todo ese vino para ustedes dos?!-
Quique se rie y le explica, como a un nene chiquito y medio tarado, que el vino argentino y chileno duplica su precio en Ecuador, centro América y Mexico. Con ese dinero se compra electrónica en Estados Unidos que se vuelve a vender en sudamérica -duplicando de nuevo el precio, claro-, y que así se llega con dinero y sin problemas de aduana a casa.
-¿Pero dónde vas a guardar eso? Porque en máquinas ya te digo que no, y...-
-Vení- dice Quique, y lo lleva por las cubiertas, escaleras arriba, pasillo al fondo, sin dejar de contarle que cuando no navega se hace unos mangos de albañil, y que es de los buenos, y que es muy buscado por lo prolijo, y que hay un arquitecto que no hace nada sin él..
-¿Qué tiene que ver con el vino?- se fastidia el Tipo mientras Quique abre la puerta de su camarote y le muestra el mamparo del fondo.
Subía desde el piso una prolija construcción en tetra bricks, dos hileras, trabados y con los colores de tinto y blanco artísticamente combinados. Se dividía en dos al llegar al ojo de buey, lo bordeaba, y luego estos dos muretes sostenían una tabla sobre el mismo, desde la cual continuaba la pared entera hasta llegar al techo.
Orgulloso, Quique señala con el brazo y la mano extendida:
-¡Ladrillo a la vista!-


(NOTA PARA AQUELLOS INTERESADOS EN LOS RESULTADOS DE AQUELLA IMPORTACIÓN AMATEUR, JOINT VENTURE E INTERCAMBIO COMERCIAL INTERNACIONAL: En serio, ¿semejante cantidad de vino bueno, y no darle ni una probadita?
Y como el barquero es generoso, y le gusta mostrar las cosas buenas que compró, ¿tomar sólo, sin convidar a los muchachos?
Por lo que el Tipo pudo averiguar, para cuando el La Pampa llegó a Guayaquil quedaba tan poco que no valía la pena buscar un comprador. Además, deshacerse de los tetra implicaba romper ese amable y divertido clima que se había creado en la camareta de marinería por las noches, y eso hubiera sido una lástima.
El Muro nunca llegó a correr el riesgo de ser objetado por la Aduana de Estados Unidos: como el de Berlín, fué derribado en medio del regocijo general)

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