EFECTOS SECUNDARIOS DE LA EPIDEMIA DE CÓLERA:
El 91. El La Pampa iba a hacer un viaje por el
Pacífico, y ello incluía Perú que, en aquellos tiempos del cólera,
era la Capital del Cólera.
Además de tener que darse una vacuna que dejaba
el brazo como si se hubieran olvidado un bulón adentro, y de tener
que oír por enésima vez el mantra de las tres gotitas de lavandina,
los marinos tenían que manejar el consumo de agua del buque para que
alcanzara hasta más allá de Perú. Todo lo más allá posible, de
hecho, porque ninguno de los puertos de Callao a Los Angeles era
tampoco garantía de higiene. El cólera no es un problema de gotitas
de lavandina sinó de pobreza, y aquella franja de continente
americano podía perfectamente aparecer en los diccionarios ilustrando la palabra
“miseria”.
Todos estaban un poco paranoicos. Todos sentían
que tenían que aportar algo, alguna idea, para cuidar a los demás
de aquel espectro (Al llegar al Callao, el capitán creyó su
obligación dar algunos consejos. Reunió a todos y empezó
diciéndoles que cuando fueran a tomar algunas cervezas no tomaran
del vaso, ya que éste se contaminaría con el agua de allí cuando
lo lavaran. Había que tomar de la botella. “Capi” le dijo el
tercero de cubierta, “¿y con qué lavan las botellas?”. El viejo
lo miró, los miró a todos, dijo “váyanse al carájo...”, dió
media vuelta y se fué)
Como el gobierno peruano no entregaba agua a los
buques -ni siquiera para motores o calderas- para no tener
responsabilidad en caso de producirse nuevos casos a bordo, había
que cargar todo lo posible en el último puerto chileno… y después
cuidarla como oro.
Al Tipo, que estaba terminando de revisar unas
reparaciones de un taller, se le acercaron en San Antonio, Chile, los
dos auxiliares de máquinas. En comité, cosa que siempre tiene ese
olor a cable quemado de los problemas futuros. Aquellos dos sujetos,
extraordinarios tripulantes, viejos marinos, confiables, y
sinvergüenzas de siete suelas, venían a pedirle permiso para
ausentarse durante todo el día (la costumbre es turnarse según el
horario de guardia) para ir con un proveedor marítimo y comprar
bebidas para el resto del viaje. El cólera y todo eso, ¿vió?: hay
que cuidar el agua…
El día venía tranquilo, ya se habían
conseguido alguien que les cubriera las guardias, y el tipo no vió
ninguna razón para no dejarlos.
Cuando mediaba la tarde y, faltando tres horas para
zarpar, estaciona junto a la planchada una camioneta. Bajan ambos (un
tanto tiesos, rosaditos, y muy divertidos) y lo saludan con la mano
al Tipo que, desde cubierta, ve con desmayo que lo único que hay en
la caja del vehículo, llenándola por completo, son tetra bricks de
Concha y Toro, tinto y blanco. Más tinto que blanco, de hecho.
Empieza un pasamanos por la planchada para subir
rápida y discretamentte la mercadería (formalmente no se puede
subir nada a bordo sin autorización previa del capitán, y
aunque no había porqué pensar que el Viejo se las iba a negar,
tampoco había necesidad de ponerlo en el compromiso de tener que
decir que sí a algo que quizás no estuviera del todo de acuerdo con
las reglas de la Empresa. Probablemente el Viejo estuviera en esos
momentos mirando fijo a los pelícanos del lado del agua para evitar dicho compromiso: Un capitán que sabe verlo todo es inútil si no
sabe que, a veces, no hay que verlo todo)
Al dia siguiente, ya en navegación, el Tipo lo
llama a Quique -uno de aquellos dos mayoristas de bebidas- y le
pregunta
-Che, flor de compra hicieron. ¿Para cuántos
compraron?- (medio amoscado, en el fondo, porque no le hubieran
preguntado si él quería algo de vino también)
-Para Julio y para mi, nomás- (Julio, demás
está decirlo, era el otro pirata)
-¡¿Todo ese vino para ustedes dos?!-
Quique se rie y le explica, como a un nene
chiquito y medio tarado, que el vino argentino y chileno duplica su
precio en Ecuador, centro América y Mexico. Con ese dinero se compra
electrónica en Estados Unidos que se vuelve a vender en sudamérica
-duplicando de nuevo el precio, claro-, y que así se llega con
dinero y sin problemas de aduana a casa.
-¿Pero dónde vas a guardar eso? Porque en
máquinas ya te digo que no, y...-
-Vení- dice Quique, y lo lleva por las
cubiertas, escaleras arriba, pasillo al fondo, sin dejar de contarle
que cuando no navega se hace unos mangos de albañil, y que es de los
buenos, y que es muy buscado por lo prolijo, y que hay un arquitecto
que no hace nada sin él..
-¿Qué tiene que ver con el vino?- se fastidia
el Tipo mientras Quique abre la puerta de su camarote y le muestra el mamparo del fondo.
Subía desde el piso una prolija construcción en
tetra bricks, dos hileras, trabados y con los colores de tinto y
blanco artísticamente combinados. Se dividía en dos al llegar al
ojo de buey, lo bordeaba, y luego estos dos muretes sostenían una
tabla sobre el mismo, desde la cual continuaba la pared entera hasta
llegar al techo.
Orgulloso, Quique señala con el brazo y la mano
extendida:
-¡Ladrillo a la vista!-
(NOTA PARA AQUELLOS INTERESADOS EN LOS RESULTADOS
DE AQUELLA IMPORTACIÓN AMATEUR, JOINT VENTURE E INTERCAMBIO
COMERCIAL INTERNACIONAL: En serio, ¿semejante cantidad de vino
bueno, y no darle ni una probadita?
Y como el barquero es generoso, y le gusta
mostrar las cosas buenas que compró, ¿tomar sólo, sin convidar a
los muchachos?
Por lo que el Tipo pudo averiguar, para cuando el
La Pampa llegó a Guayaquil quedaba tan poco que no valía la pena
buscar un comprador. Además, deshacerse de los tetra implicaba
romper ese amable y divertido clima que se había creado en la
camareta de marinería por las noches, y eso hubiera sido una
lástima.
El Muro nunca llegó a correr el riesgo de ser
objetado por la Aduana de Estados Unidos: como el de Berlín, fué
derribado en medio del regocijo general)
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