jueves, 17 de octubre de 2019

De barcos: MAL NEGOCIO

MAL NEGOCIO:

Si algo enseñan estos tiempos que corren es que no hay Bien ni Mal. La gente sesuda, la que piensa, siempre lo supo (al cabo de algunas horas de exprimirse la cabeza, por supuesto), pero hoy cualquiera, con sólo hacer algo de memoria, se da cuenta de que “bueno” es lo que hoy nos han llevado a llamar bueno, y “malo” lo contrario. Relativo. Voluble, incluso.
Cosas que en la vida de uno, no hace mucho, eran crímenes (“malas”) como la homosexualidad, el divorcio, la apostasía o la blasfemia, hoy se aceptan como simpáticas opciones del humano en busca de su felicidad. Cosas que eran buenas cuando uno era chico (educar a hijos y mujer a los golpes, matar a los indios enemigos de Rintintin o a los negros que no querían a Tarzán, la homofobia, eliminar a los enemigos de la patria, el lugar del hombre inaccesible a la mujer, y el de la mujer ineludible para ella) todas esas cosas que eran lo bueno para los nosotros los chicos hacen hoy que hasta los ateos se persignen. Se objetará que no es por lo relativo de los valores, sino por la evolución de los mismos: Estos valores modernos son ciertos, se dirá, son los verdaderos y definitivos, porque reemplazaron a los brutales valores previos.
Cosa que también juraban los que defendían, no hace mucho, aquellos valores previos.
Hemos honrado la homosexualidad en épocas anteriores (la Grecia clásica, nada menos), la hemos denostado desde que cayó Roma hasta no hace poco, y la estamos honrando de nuevo. Hemos quemado brujas de buena fé, creyendo hacer lo correcto y, aunque hoy nos parece un horror, no hace falta gran cosa para que nos vuelva a parecer buena idea.
Todo esto viene a cuenta de que no es justo juzgar con valores del siglo XXI las cosas que se hacían a bordo a fines del XX, porque, aunque en vueltas al sol puede parecer que no ha pasado mucho, de un paradigma al otro hay un abismo. No es justo pensar que la gente era insensible a la ecología, o al medio ambiente, si no se tiene en cuenta que, en aquella época, aquellas prácticas eran lo usual, lo correcto.
Por ejemplo:

El Tipo entró al pañol de popa del Rio Negro II. Un pañol es un lugar de a bordo donde se guardan materiales. Consecuentemente es un lugar que no serviría para otra cosa: Nadie vive ahí, nadie come ni trabaja ahí, no hay equipos ni circuitos haciendo nada, y, si no fuera pañol, hubiera sido un dolor de cabeza para el ingeniero naval a la hora de explicar para qué lo hizo. Como es de esperar, nadie le presta mucha atención durante el poco tiempo en que se busca algo ahí dentro, y es un sitio relativamente mugriento, mal iluminado, y lóbrego. Decir “inquietante” sería exagerar, pero el del Rio Negro, al estar un tanto aislado del ruido de máquinas (estaba junto al cuarto de la máquina del timón) poseía una quietud amortiguada, poco natural para los maquinistas.
El Tipo encuentra lo que fue a buscar subiéndose al primer estante y viéndolo en el segundo, a la altura de su cabeza. Lo saca con esfuerzo, y oye, detrás del bulto, unos gritos furiosos, agudos, e inarticulados. Por supuesto suelta todo y se aleja hacia atrás; como atrás no había piso, cae, parado pero desgarbado, y golpea la espalda contra el mamparo opuesto. Respira, se calma, y vuelve a subir.
Detrás de los fardos de estopa hay cuatro jaulitas con sagüis, o macacos da bolsa. Monos de bolsillo, en castellano: titíes del tamaño de un hornero que venden a los turistas en la plaza del Artezanato de Bahía.
Psicóticos, enfurecidos, y con los ojos desorbitados por el miedo y el odio.

Para el tipo no eran novedad. Los vendían en la plaza frente al Artezanato de Bahía, y era cosa sabida que los comerciantes los embriagaban a la fuerza: eso los volvía cariñosos y dóciles a las caricias de los turistas,y fáciles de vender (Turistas y marinos descubrían esa noche, cuando se les pasaba el estupor y les atacaba la resaca -a los monitos, se entiende-, que los dulces peluches eran animales salvajes, con tantas ganas de ser acariciados como de ser comidos vivos. Aquella primera noche era algo que ninguna de las partes podía olvidar jamás).
Años atrás (en el ‘83), y sabiendo eso, el tipo había elegido el más vivaracho, el más salvaje, (el menos borracho, digamos) y se lo compró. Le llevó todo un viaje, ida y vuelta al mar del norte, el conseguir, si no una amistad, por lo menos una cierta tolerancia mutua con el animalito, amén de muchísimo amor, trabajo, y paciencia en el camarote. Pero nunca fué fácil (la historia de ese monito sigue en tierra, así que no tiene cabida en esta colección de recuerdos. Otra vez será)
Cuando tuvo a toda la gente de máquinas en la consola (menos el Jefe, por supuesto) preguntó de quién eran los animalitos. Un mecánico y un limpiador reconocieron la autoría. Explicaron que ese tipo de mascotas alcanza precios siderales en Estados Unidos, y, a diferencia de bestias más difíciles de disimular (como leones, elefantes, jirafas, o loros, bueno, los loros no son tan grandes pero gritan en el momento menos oportuno) estos monitos callaban cuando estaban a oscuras. En un bolsillo, o una mochilita, pasaban desapercibidos para todos. Eran buen negocio.
Al tipo nunca le gustó arruinarle el negocio a nadie, pero si te hacés de miel te comen las moscas: no iba a denunciarlos, les dijo, pero tampoco iba a permitir que usaran la sala de máquinas como lugar para esconder mercadería. Si querían el dinero tenían que estar dispuestos a correr solos los riesgos, y no involucrar a todos los demás compañeros en el asunto.
Desaparecieron los monitos del pañol, y nadie volvió a saber de ellos durante unos días hasta que, como suele pasar, algo salió mal.
Para amansarlos, y para que hicieran algo de ejercicio, aquellos dos comerciantes soltaban a sus pasajeros dentro de sus camarotes cuando iban a trabajar o a comer. Hasta allí todo bien: el Tipo había usado el mismo sistema en el 83, con el único inconveniente de tener que limpiar bosta de mono de prácticamente cualquier lugar. Pero estos dos tenían, además, la muy marinera superstición de que el aire acondicionado mejora si uno le saca la boquilla por la cual entra al camarote (no importa cuanto demuestren los maquinistas la falsedad de esto con termómetros y teoría de la refrigeración: al barquero le parece que ruidito es frío, y saca la boquilla). Una tarde se combinó que se olvidaron, o les dió pereza de guardar a los monitos en las jaulitas al salir del camarote (total, ¿dónde iban a ir?), los monos aburridos encontraron abiertos los ductos de aire acondicionado, y se largaron a recorrer el buque.
Daktari y Doolitlle hicieron lo que pudieron para conservar la fuga en secreto, pero los bichos corrían de un lado al otro, gritaban en los ductos, se asomaban (no entraban) a otros camarotes, y en fin, en media hora lo sabían todos los marineros, y en treinta y un minutos un capitán furioso llamaba a todos a la camareta.
Inútil negar la verdad: por los ductos que daban a la camareta se oían, lejanos y cada tanto, los chillidos y las carreras. Luego de hacer gala de una notable capacidad para darle énfasis a las puteadas, el capitán dejó claro el problema: en Estados Unidos, el delito de introducir animales exóticos está a la altura del de introducir drogas o armas. Si las autoridades encontraban uno solo de aquellos personajes, el buque entero quedaría detenido, multado, investigado, y en cuarentena. Los gastos para la Empresa serían astronómicos, e igual de astronómico sería el viaje que todos realizarían al recibir la patada en el culo que la Empresa les daría.
No le importaba quién, no le importaba cómo, ni le importaba cuando, pero no tenía que haber ningún mono a bordo al llegar a puerto.

Siguieron dos o tres dias de angustioso desarmar techos, revisar ductos, y probar atraerlos a los polizones con comida. Téngase en cuenta que los ductos llegaban apenas a tener 15 centímetros de diámetro, y entretejían una compleja red por todos los techos del buque...y todas las cubiertas: lo que un hombre podía lograr sólo con el largo de su brazo no era mucho, mientras que para los macacos, aquello era una linea de metro.
El buque llegó a New Orleans, y nadie supo qué pasó con aquellos bichos. Es decir: alguien debió saber, pero no lo divulgó. Esta historia pudo haber tenido un final triste, o feliz: el tipo no se preocupó por averiguar cuál de los dos tuvo lugar, ya que la incertidumbre, el final abierto, le permiten creer que, quizás, bajaron en alguna caja de carga, algún pallett, algúna bolsa, y que empezarían una nueva vida como inmigrantes ilegales en Estados Unidos. O que se ocultaron entre las grúas, o en los botes, y siguieron el viaje de bajada hasta algún lugar más amigable del trópico. Muchos pájaros lo hacen. Es más fácil, por supuesto, pensar mal e imaginar lo peor...pero, habiendo visto la habilidad para escapar de los monitos, y la torpeza de sus dueños para recapturarlos, no es imposible que salieran de los ductos y se alejaran del casillaje… o por lo menos del capitán.
No se sabe, y cada uno es dueño de creer lo que quiera.
Lo único cierto es que, para todos, fué un (otro) mal negocio.

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