martes, 15 de octubre de 2019

Seguimos con sucedidos de a bordo: EL AJO DEL MISIONES


EL AJO DEL MISIONES

Desde que el primer cro magnon se abrazó a un tronco para flotar al otro lado del río se sabe que, moviéndose por el agua, lo que va a pasar no siempre va a ser lo que se planeó. En el negocio marítimo (en la vida marítima) “la rutina”, más que un fastidio, es un anhelo.
Pero cuando la dirección de la Empresa en la que se navega, muy suelta de cuerpo, decide que la solución a su incapacidad de obtener ganancias está en no invertir dinero en mantener sus buques (uno supone que lo declamarían en pose napoleónica, de pie sobre sus escritorios y con Carmina Burana sonando en el estéreo), “imprevisto” se transforma en el primer sinónimo de “rutina”.
Con las reglamentaciones actuales se podría dar prisión y trabajos forzados a los comandos de los buques y las autoridades de la ELMA de los noventa. Pero como eran los noventa, (y como pasa en algunos neuropsiquiátricos) la locura era tan universal y tan compartida que se terminaba por aceptarla como la forma racional de hacer las cosas.

El Tipo venía navegando como primer oficial de máquinas en el Misiones II, que era de lo mejorcito que la Empresa tenía. Eso no es decir mucho, en el contexto, pero sirve para rescatar la calidad de la gente que lo tripulaba, de Capitán para abajo, y que era el verdadero médico brujo detrás del deambular por los mares de aquel buque terminal. A falta de plata, la magia del sudor y la inteligencia lo mantenía operando. Este relato versa sobre una de esas veces en que no se debería haber sido tan dedicado.

Un empresario brasilero decide hacer la prueba de exportar a estados unidos una variedad especial, gourmet, de ajo. Cuando el Tipo empezó a navegar, al ajo se lo llevaba en bodega, en cajones ventilados, con todos los ventiladores funcionando al máximo y el olor impregnándose en la ropa, la piel, y el acero de la estructura del buque. El brasilero, para asegurarse de que su producto llegara bien decide, en cambio, mandarlo en un contenedor refrigerado. Tomada esta precaución, elige Elma para que se lo lleve, (posiblemente para ahorrarse unos dólares) y eso prueba lo inútil que es tomar todas las precauciones menos la última.
Un contenedor refrigerado es distinto a los de chapa que son tan conocidos hoy. Está muy bien aislado térmicamente, tiene unos agujeros redondos que se abren o cierran para renovar el aire, y, en el extremo opuesto a la puerta, un “cassette”, grande como todo el frente, donde tiene el compresor y todo el equipo de frío. También están en el cassette la electrónica de control y un sistema de registro que graba todas las variaciones de temperatura. Un alcahuete incorruptible, digamos. Elma no alquilaba estos contenedores, sinó que había adquirido los propios (lo cual era una buena decisión comercial), y no les ponía un dólar encima hasta que quedaban inútiles en algún puerto (lo cual era una descomunal estupidez comercial)
Sube el ajo en Santos, (invierno), se conecta eléctricamente el contenedor al buque, e inicia su viaje por las aguas azul prusia del atlántico, cagado por las gaviotas y oxidándose parsimoniosamente bajo el spray marino.
Como la carga refrigerada es una de las más caras que hay, todos los días los oficiales de máquinas leían y registraban los indicadores de todos los contenedores. El del ajo empezó bien, y en medio de los malabares que diariamente había que hacer con todos los equipos para que siguieran bailando y funcionando, parecía ser una de las pocas cosas que no iba a dar dolores de cabeza. Hasta que intervino esa cosita de la latitud.
Puede ser todo lo invierno que uno quiera, pero más al ecuador uno se acerca, más calor hace. Y como un equipo frigorífico no es otra cosa que una pícara forma que encontró la humanidad de sacar el calor de un lado y tirarlo en otro, cuando ese otro lugar está caliente el equipo se tiene que esforzar más. El del ajo hacía lo que podía, pero, poco a poco, hora a hora, se vio que venía perdiendo la pelea.
El registrador alcahuete se empezó a volver una amenaza.
El tipo miró, revisó, y aplicó toda su ciencia. Pero tuvo que llevarle malas noticias a su Jefe y al Capitán. Resultó que aquel Carrier llevaba más de quince años cruzando los mares, y el radiador, que debería entregar el calor de la carga al calor del trópico, tenía sus láminas quebradizas como el hojaldre, y remetidas en los lugares por donde debería circular el aire del ventilador.
Los Viejos Jefes te enseñan que hay un pacto entre Dios y los oficiales de máquinas: Él no embarca en nuestros puestos, y a cambio nosotros no hacemos milagros. El Tipo trató de resucitar a aquel Lázaro, de todas maneras. Rasquetearon el radiador, lo soplaron con aire comprimido, le hicieron una sombra para que no le diera el sol (el sol de los trópicos no es “solcito”: se parece más al horno de una panadería), pero el alivio fue mínimo. El impresor delator mejoraba a la noche, pero si uno quería podía ver la altura del sol en la gráfica que denunciaba cómo el ajo se calentaba durante el día.
La idea (muy argentina, por cierto) se le ocurrió al capitán en Tampico, cuando ya el aire que salía de contenedor al ventilarlo quemaba. A bordo había contenedores vacíos, que volvían a Buenos Aires. No se puede cambiar la carga porque las puertas tienen precintos que figuran en los datos de aduana, pero ¿Y si se cambia el cassette con el equipo?
Como todas las cosas que uno termina lamentando al final, aquello pareció buena idea. El Tipo y su equipo buscaron uno bueno, lo sacaron, sacaron el del Carrier geriátrico, trasplantaron los órganos y pusieron todo en marcha (esto se cuenta rápido, pero hay dos o tres baldes de bulones retirados y vueltos a atornillar en el proceso, y en pos de la concisión en el relato nos vamos a ahorrar la descripción de la acrobacia de las grúas colocando las cosas milimetricamente en su sitio para poder ser ensambladas).
Frankenstein arrancó bien. En cinco o seis horas había bajado la temperatura, el aire que descargaba, si bien tenía una fragancia que levantaba la pintura, no estaba caliente, y el registrador había vuelto a quedar satisfecho. Y como los mortales nunca llegan a saber con certeza lo que hubiera podido ser si las decisiones hubieran sido otras, quizás la opción razonable -blanquear la falla del equipo, dar intervención al seguro y sacarse el problema de encima en Mexico- no hubiera sido la mejor. Pero sin duda hubiera sido la más sencilla: como no había responsabilidad alguna de la tripulación en la falla de refrigeración (bastaba ver la momia Carrier), papel más, papel menos, nadie hubiera tenido problema alguno con el aborto de misión.
Pero no. El argentino quiere ganar.
Y, por lo general, a como de lugar.
Así que se zarpó de nuevo, con destino a uno de los países más fastidiosos del mundo y con el ajo refrescándose gracias a la cirugía de trasplantes.

Una vez en el golfo de Mexico (acá es verano) “algo” pasó dentro del contenedor. Algo en el estilo de las películas D de los cincuenta, o de los peores Godzilla japoneses. Algo en la química del ajo alcanzó una cierta masa crítica -algo que tenía que haber pasado en Tampico, en el muelle, al día siguiente de que zarpara el Misiones, pero que la operación frankenstein disimuló o postergó- y que lo puso a levantar temperatura, y aroma, en forma acelerada.
Primero se sospechó del equipo. Al fin y al cabo, si el primero era inútil, no había por qué esperar que el segundo compitiera por el campeonato. Pero todos los parámetros estaban bien, todo lo que tenía que pasar, pasaba. Circulaba el aire, circulaba el gas, las presiones eran las correctas...y el ajo se calentaba. La conclusión fue ineludible: el ajo se había transformado en un monstruo, olía como tal, y no había nada que se pudiera hacer para sedarlo.
Algo así como si en el buque que traía a King Kong se hubieran percatado de que el grandote se estaba despertando, y de que tenía flatulencia.
Hoy en día el Tipo no se acuerda de a qué puerto iba aquel ajo, pero sí de que el capitán decidió bajarlo en el primero posible que, a la sazón, era New Orleans.
Durante la subida por el Mississippi hubo bastante suspenso, grandes rodeos en cubierta por no pasar cerca del contenedor gourmet, y todas las variaciones posibles de desodorante de ambiente. No se pudo confirmar, pero se decía que, en los buques que cruzaban con el Misiones, la gente de cubierta se apretaba la nariz. Hasta que finalmente se amarró.
En la liturgia del transporte hay una ceremonia que se conoce como “consolidar”, o “desconsolidar” un contenedor. El tipo, por ser de máquinas, nunca entendió a qué venía tanta misa; en un mundo racional, comprobar lo que hay adentro, cerrarlo y precintarlo debería ser suficiente. Pero, aparentemente, como el contenedor en sí es un sistema que son tantas las ventajas que tiene como las posibilidades de hacer diabluras que ofrece, había que tomar precauciones extra cada vez que se abría uno. Precauciones formales, se entiende.
Se le pidió a la agencia marítima que arreglara el cambio de carga a otro contenedor. La cosa debía ser sencilla: un contenedor operativo, ya frio, en el muelle, una grúa que sacara del buque y pusiera al del ajo frente al otro (puerta contra puerta), un empleado de aduana que desconsolidara, estibadores que cambiaran el ajo de contenedor, y consolidar de nuevo. Y que algún otro se llevara el nuevo a otra parte en camión o tren, a ver si el seguro lo consideraba rescatable o no.
Pero...eran los Estados Unidos. 
Bueno, no, seamos justos:  ¿un buque, que viene de México, quiere abrir de apuro un contenedor que no era para New Orleans, y en el muelle? ¿Qué puede traer dentro? ¿Espaldas mojadas, drogas, armas? (recuérdese que se está hablando de un país normal: la idea de semejante falla mecánica no era inconcebible, no, pero parecía más una pobre excusa para cometer un ilícito). Así que antes de que la aduana pudiera hacer nada llegaron dos autos a toda velocidad, bajaron ocho tipos con el apuro del que necesita un baño después de muchas ciruelas, se desplegaron alrededor del contenedor y hablaron con los del puerto.
A bordo, apoyados en la brazola de la banda del muelle, estaba toda la tripulación, de Capitán para abajo, e incluso -y particularmente- aquellos que deberían haber estado haciendo algo importante en otra parte. Interesadísimos y perplejos, como en una lámina de Jan Sanders, contemplaban la operación con ojos y boca abiertas. Nadie se extraña si ve a un niño actuar como en las series de tv o las películas, pero ver a adultos gritándose “Go, go!” o “move, move!” y dando largos pasos agachados sosteniendo el arma en el brazo extendido, soportándose una mano con la otra… bueno, era un espectáculo, si señor.
Abre la puerta el gringo con más galones, o el más valiente, o el que vió más series de tv, (hubiera sido hollywodosamente perfecto que lo hubiera hecho con una patada pero, lástima, en un contenedor no se puede: abre para afuera. Se perdió mucho ambiente con eso…) y entra, sin dejar de apuntar. Atrás, enseguida, dos más, repitiendo el mismo procedimiento -o la misma película-. Cuando se va a zambullir el cuarto casi es atropellado por los primeros tres que salen corriendo, tropezando y apuntando para cualquier lado.
Se alejan unos treinta metros de aquellas puertas infernales y se quedan doblados con las manos en las rodillas, tosiendo, llorando, y gritando esas sutiles expresiones norteamericanas que uno se acostumbró a oír en la tele, o en las películas, en boca de gente a la que algo le salió para el carajo.
Pero bueno, pensaba el Tipo, eso les pasa por soberbios. Si se hubiesen detenido a preguntar antes, se les hubiera hecho oler el aire que salía del vientre de aquel dragón, y solitos se hubieran dado cuenta de que no había forma de que ningún inmigrante ilegal sobreviviera allí dentro, no importa cuán acostumbrado a la comida mejicana estuviese. Es más: lo más probable es que incluso armas o drogas terminaran quedando inútiles después de algunas horas en aquella atmósfera.
Deben haber llegado ellos mismos a esa conclusión, luego de recuperar el aliento (el aliento sólo. Los uniformes quizás no los recuperaran nunca), porque con unos gestos de “Mirá: hacé lo que quieras” se despidieron de los estibadores y dejaron vía libre para el traspaso de la mercadería. Hubo que esperar casi diez horas más, sin embargo, hasta que aquello se enfriara y ventilara lo suficiente como para que la estiba pudiera comenzar.

Se pueden decir muchas cosas feas sobre la vida a bordo, es cierto. Pero de un ámbito donde una humilde caja con ingredientes de cocina puede escalar a personaje de ciencia ficción, llamar al despliegue de gringos armados y terminar en paso de comedia no, nadie puede decir que sea una vida aburrida.

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