EL
AJO DEL MISIONES
Desde
que el primer cro magnon se abrazó a un tronco para flotar al otro lado del río se sabe
que, moviéndose por el agua, lo que va a pasar no siempre va a ser
lo que se planeó. En el negocio marítimo (en la vida marítima) “la
rutina”, más que un fastidio, es un anhelo.
Pero
cuando la dirección de la Empresa en la que se navega, muy suelta de
cuerpo, decide que la solución a su incapacidad de obtener ganancias
está en no invertir dinero en mantener sus buques (uno supone que lo
declamarían en pose napoleónica, de pie sobre sus escritorios y con
Carmina Burana sonando en el estéreo), “imprevisto” se
transforma en el primer sinónimo de “rutina”.
Con
las reglamentaciones actuales se podría dar prisión y trabajos
forzados a los comandos de los buques y las autoridades de la ELMA de
los noventa. Pero como eran los noventa, (y como pasa en algunos
neuropsiquiátricos) la locura era tan universal y tan compartida que
se terminaba por aceptarla como la forma racional de hacer las cosas.
El
Tipo venía navegando como primer oficial de máquinas en el Misiones
II, que era de lo mejorcito que la Empresa tenía. Eso no es decir
mucho, en el contexto, pero sirve para rescatar la calidad de la
gente que lo tripulaba, de Capitán para abajo, y que era el
verdadero médico brujo detrás del deambular por los mares de aquel
buque terminal. A falta de plata, la magia del sudor y la
inteligencia lo mantenía operando. Este relato versa sobre una de
esas veces en que no se debería haber sido tan dedicado.
Un
empresario brasilero decide hacer la prueba de exportar a estados
unidos una variedad especial, gourmet, de ajo. Cuando el Tipo empezó
a navegar, al ajo se lo llevaba en bodega, en cajones ventilados, con
todos los ventiladores funcionando al máximo y el olor impregnándose
en la ropa, la piel, y el acero de la estructura del buque. El
brasilero, para asegurarse de que su producto llegara bien decide, en
cambio, mandarlo en un contenedor refrigerado. Tomada esta
precaución, elige Elma para que se lo lleve, (posiblemente para
ahorrarse unos dólares) y eso prueba lo inútil que es tomar todas las
precauciones menos la última.
Un
contenedor refrigerado es distinto a los de chapa que son tan
conocidos hoy. Está muy bien aislado térmicamente, tiene unos
agujeros redondos que se abren o cierran para renovar el aire, y, en
el extremo opuesto a la puerta, un “cassette”, grande como todo
el frente, donde tiene el compresor y todo el equipo de frío.
También están en el cassette la electrónica de control y un
sistema de registro que graba todas las variaciones de temperatura.
Un alcahuete incorruptible, digamos. Elma no alquilaba estos
contenedores, sinó que había adquirido los propios (lo cual era una
buena decisión comercial), y no les ponía un dólar encima hasta
que quedaban inútiles en algún puerto (lo cual era una descomunal
estupidez comercial)
Sube
el ajo en Santos, (invierno), se conecta eléctricamente el
contenedor al buque, e inicia su viaje por las aguas azul prusia del
atlántico, cagado por las gaviotas y oxidándose parsimoniosamente bajo el
spray marino.
Como
la carga refrigerada es una de las más caras que hay, todos los días
los oficiales de máquinas leían y registraban los indicadores de
todos los contenedores. El del ajo empezó bien, y en medio de los
malabares que diariamente había que hacer con todos los equipos para
que siguieran bailando y funcionando, parecía ser una de las pocas cosas
que no iba a dar dolores de cabeza. Hasta que intervino esa cosita de
la latitud.
Puede
ser todo lo invierno que uno quiera, pero más al ecuador uno se
acerca, más calor hace. Y como un equipo frigorífico no es otra
cosa que una pícara forma que encontró la humanidad de sacar el
calor de un lado y tirarlo en otro, cuando ese otro lugar está
caliente el equipo se tiene que esforzar más. El del ajo hacía lo
que podía, pero, poco a poco, hora a hora, se vio que venía
perdiendo la pelea.
El
registrador alcahuete se empezó a volver una amenaza.
El
tipo miró, revisó, y aplicó toda su ciencia. Pero tuvo que
llevarle malas noticias a su Jefe y al Capitán. Resultó que aquel
Carrier llevaba más de quince años cruzando los mares, y el
radiador, que debería entregar el calor de la carga al calor del
trópico, tenía sus láminas quebradizas como el hojaldre, y
remetidas en los lugares por donde debería circular el aire del
ventilador.
Los
Viejos Jefes te enseñan que hay un pacto entre Dios y los oficiales
de máquinas: Él no embarca en nuestros puestos, y a cambio nosotros
no hacemos milagros. El Tipo trató de resucitar a aquel Lázaro, de
todas maneras. Rasquetearon el radiador, lo soplaron con aire
comprimido, le hicieron una sombra para que no le diera el sol (el
sol de los trópicos no es “solcito”: se parece más al horno de
una panadería), pero el alivio fue mínimo. El impresor delator
mejoraba a la noche, pero si uno quería podía ver la altura del sol
en la gráfica que denunciaba cómo el ajo se calentaba durante el
día.
La
idea (muy argentina, por cierto) se le ocurrió al capitán en
Tampico, cuando ya el aire que salía de contenedor al ventilarlo
quemaba. A bordo había contenedores vacíos, que volvían a Buenos
Aires. No se puede cambiar la carga porque las puertas tienen
precintos que figuran en los datos de aduana, pero ¿Y si se cambia
el cassette con el equipo?
Como
todas las cosas que uno termina lamentando al final, aquello pareció buena idea. El
Tipo y su equipo buscaron uno bueno, lo sacaron, sacaron el del
Carrier geriátrico, trasplantaron los órganos y pusieron todo en
marcha (esto se cuenta rápido, pero hay dos o tres baldes de bulones
retirados y vueltos a atornillar en el proceso, y en pos de la
concisión en el relato nos vamos a ahorrar la descripción de la
acrobacia de las grúas colocando las cosas milimetricamente en su
sitio para poder ser ensambladas).
Frankenstein
arrancó bien. En cinco o seis horas había bajado la temperatura, el
aire que descargaba, si bien tenía una fragancia que levantaba la
pintura, no estaba caliente, y el registrador había vuelto a quedar
satisfecho. Y como los mortales nunca llegan a saber con certeza lo que hubiera podido ser si las decisiones hubieran sido otras,
quizás la opción razonable -blanquear la falla del equipo, dar
intervención al seguro y sacarse el problema de encima en Mexico- no
hubiera sido la mejor. Pero sin duda hubiera sido la más sencilla:
como no había responsabilidad alguna de la tripulación en la falla
de refrigeración (bastaba ver la momia Carrier), papel más, papel
menos, nadie hubiera tenido problema alguno con el aborto de misión.
Pero
no. El argentino quiere ganar.
Y,
por lo general, a como de lugar.
Así
que se zarpó de nuevo, con destino a uno de los países más
fastidiosos del mundo y con el ajo refrescándose gracias a la
cirugía de trasplantes.
Una
vez en el golfo de Mexico (acá sí
es verano) “algo” pasó dentro del contenedor. Algo en
el estilo de las películas D de los cincuenta, o de los peores
Godzilla japoneses. Algo en la química del ajo alcanzó una cierta
masa crítica -algo que tenía que haber pasado en Tampico, en el muelle, al día
siguiente de que zarpara el Misiones, pero que la operación
frankenstein disimuló o postergó- y que lo puso a levantar
temperatura, y aroma, en forma acelerada.
Primero
se sospechó del equipo. Al fin y al cabo, si el primero era inútil,
no había por qué esperar que el segundo compitiera por el
campeonato. Pero todos los parámetros estaban bien, todo lo que
tenía que pasar, pasaba. Circulaba el aire, circulaba el gas, las
presiones eran las correctas...y el ajo se calentaba. La conclusión
fue ineludible: el ajo se había transformado en un monstruo, olía
como tal, y no había nada que se pudiera hacer para sedarlo.
Algo
así como si en el buque que traía a King Kong se hubieran percatado
de que el grandote se estaba despertando, y de que tenía
flatulencia.
Hoy
en día el Tipo no se acuerda de a qué puerto iba aquel ajo, pero sí
de que el capitán decidió bajarlo en el primero posible que, a la
sazón, era New Orleans.
Durante
la subida por el Mississippi hubo bastante suspenso, grandes rodeos
en cubierta por no pasar cerca del contenedor gourmet, y todas las
variaciones posibles de desodorante de ambiente. No se pudo
confirmar, pero se decía que, en los buques que cruzaban con el
Misiones, la gente de cubierta se apretaba la nariz. Hasta que
finalmente se amarró.
En
la liturgia del transporte hay una ceremonia que se conoce como
“consolidar”, o “desconsolidar” un contenedor. El tipo, por
ser de máquinas, nunca entendió a qué venía tanta misa; en un
mundo racional, comprobar lo que hay adentro, cerrarlo y precintarlo
debería ser suficiente. Pero, aparentemente, como el contenedor en
sí es un sistema que son tantas las ventajas que tiene como las
posibilidades de hacer diabluras que ofrece, había que tomar
precauciones extra cada vez que se abría uno. Precauciones formales,
se entiende.
Se
le pidió a la agencia marítima que arreglara el cambio de carga a
otro contenedor. La cosa debía ser sencilla: un contenedor
operativo, ya frio, en el muelle, una grúa que sacara del buque y pusiera al del ajo
frente al otro (puerta contra puerta), un empleado de aduana que
desconsolidara, estibadores que cambiaran el ajo de contenedor, y
consolidar de nuevo. Y que algún otro se llevara el nuevo a otra
parte en camión o tren, a ver si el seguro lo consideraba rescatable
o no.
Pero...eran
los Estados Unidos.
Bueno, no, seamos justos: ¿un buque, que viene de México, quiere abrir de apuro un contenedor que no era para New Orleans, y en el muelle? ¿Qué puede traer dentro? ¿Espaldas mojadas, drogas, armas? (recuérdese que se está hablando de un país normal: la idea de semejante falla mecánica no era inconcebible, no, pero parecía más una pobre excusa para cometer un ilícito). Así que antes de que la aduana pudiera hacer nada llegaron dos autos a toda velocidad, bajaron ocho tipos con el apuro del que necesita un baño después de muchas ciruelas, se desplegaron alrededor del contenedor y hablaron con los del puerto.
Bueno, no, seamos justos: ¿un buque, que viene de México, quiere abrir de apuro un contenedor que no era para New Orleans, y en el muelle? ¿Qué puede traer dentro? ¿Espaldas mojadas, drogas, armas? (recuérdese que se está hablando de un país normal: la idea de semejante falla mecánica no era inconcebible, no, pero parecía más una pobre excusa para cometer un ilícito). Así que antes de que la aduana pudiera hacer nada llegaron dos autos a toda velocidad, bajaron ocho tipos con el apuro del que necesita un baño después de muchas ciruelas, se desplegaron alrededor del contenedor y hablaron con los del puerto.
A
bordo, apoyados en la brazola de la banda del muelle, estaba toda la
tripulación, de Capitán para abajo, e incluso -y particularmente-
aquellos que deberían haber estado haciendo algo importante en otra
parte. Interesadísimos y perplejos, como en una lámina de Jan
Sanders, contemplaban la operación con ojos y boca abiertas. Nadie
se extraña si ve a un niño actuar como en las series de tv o las
películas, pero ver a adultos gritándose “Go, go!” o “move,
move!” y dando largos pasos agachados sosteniendo el arma en el
brazo extendido, soportándose una mano con la otra… bueno, era un
espectáculo, si señor.
Abre
la puerta el gringo con más galones, o el más valiente, o el que
vió más series de tv, (hubiera sido hollywodosamente perfecto que
lo hubiera hecho con una patada pero, lástima, en un contenedor no
se puede: abre para afuera. Se perdió mucho ambiente con eso…) y
entra, sin dejar de apuntar. Atrás, enseguida, dos más, repitiendo
el mismo procedimiento -o la misma película-. Cuando se va a
zambullir el cuarto casi es atropellado por los primeros tres que
salen corriendo, tropezando y apuntando para cualquier lado.
Se
alejan unos treinta metros de aquellas puertas infernales y se quedan
doblados con las manos en las rodillas, tosiendo, llorando, y
gritando esas sutiles expresiones norteamericanas que uno se
acostumbró a oír en la tele, o en las películas, en boca de gente a
la que algo le salió para el carajo.
Pero
bueno, pensaba el Tipo, eso les pasa por soberbios. Si se hubiesen
detenido a preguntar antes, se les hubiera hecho oler el aire que
salía del vientre de aquel dragón, y solitos se hubieran dado
cuenta de que no había forma de que ningún inmigrante ilegal
sobreviviera allí dentro, no importa cuán acostumbrado a la comida
mejicana estuviese. Es más: lo más probable es que incluso armas o
drogas terminaran quedando inútiles después de algunas horas en
aquella atmósfera.
Deben
haber llegado ellos mismos a esa conclusión, luego de recuperar el
aliento (el aliento sólo. Los uniformes quizás no los recuperaran
nunca), porque con unos gestos de “Mirá: hacé lo que quieras”
se despidieron de los estibadores y dejaron vía libre para el
traspaso de la mercadería. Hubo que esperar casi diez horas más,
sin embargo, hasta que aquello se enfriara y ventilara lo suficiente
como para que la estiba pudiera comenzar.
Se
pueden decir muchas cosas feas sobre la vida a bordo, es cierto. Pero
de un ámbito donde una humilde caja con ingredientes de cocina puede
escalar a personaje de ciencia ficción, llamar al despliegue de
gringos armados y terminar en paso de comedia no, nadie puede decir
que sea una vida aburrida.
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