LA MANCHA VORAZ (The
blob)
El Tipo embarcó
varias veces en el Siesta Teresa, a veces de Jefe, a veces de Primer
Oficial, siempre sin ganas. El Siesta era un buque que habían
comprado para hacer bunker (en el poco probable caso de que alguien
no sepa lo que es eso –me contaron que pasa- comento que es una
cruza entre estación de servicio y delivery. El buque de bunker
carga combustible en las terminales y se lo lleva a los buques que lo
necesitan, ahorrándoles la engorrosa y cara entrada a puerto. A
veces lo entrega mientras los buques están fondeados en espera de su
turno para operar en puerto, y otras mientras estos están amarrados
a muelle y haciendo lo suyo, en cuyo caso les ahorra otros miles de
dólares en la pérdida de tiempo que implicaría ir a cargar
combustible a la terminal petrolera) El Siesta había sido diseñado
para tener el casillaje muy bajo y los palos de luces de señales
rebatibles hidráulicamente, de modo tal de poder pasar por debajo de
los puentes de los ríos de Europa. Esto, por supuesto, era
ridículamente innecesario en el Rio de la Plata o Bahía Blanca
(donde la única cosa que hay por encima del buque es el espacio sideral), y
sólo servía para sacar lugar en los camarotes y hacer que el equipo
de aire acondicionado aspirara los gases de escape de las chimeneas mochas.
Tampoco servía
mucho para bunker, porque para eso se necesitan buques diseñados
para poder maniobrarse fácil en todas direcciones (tipo OVNI),
mientras que el pobre Siesta era tan fácil de acoderar como un Ford
Falcon de estacionar… y eso con buen tiempo. Fue hecho en Turquía
por el dueño de un astillero al que le sobraron piezas de otros
buques (toda una recomendación), operado y vendido barato por
griegos (¿Lo del “presente griego” les suena familiar?), y
elegido por un gerente de la Empresa que no tenía conocimientos de
ingeniería naval ni de operativa de bunker, pero que nunca había
viajado a Europa y quería igualdad de trato con los otros que sí.
Cada vez que sé de
un griego vendiendo algo que flota a un argentino me cruza la imagen
de Caperucita conversando con el Lobo.
Uno de los
“regalitos” que los argivos dejaron fue un tanque de combustible
contaminado. Por supuesto los tripulantes que traían al Siesta de
Europa avisaron, pero se los consideró unos exagerados que querían
estropear la fiesta del buque nuevo. Los de la Empresa lavaron apenas otro tanque, medio como
para darle gusto a un caprichoso, y pusieron al Siesta a operar.
Después de todo, el contaminado era un solo tanque, y el Siesta
tenía varios: con no usarlo, ya estaba.
Nunca preguntaron
con qué estaba contaminado, y asumieron que con agua o fuel oil.
Asumieron mal.
La contaminación
era bacteriana. No es un dato que maneje mucha gente, pero existen
bacterias cuya perversión consiste en alimentarse con hidrocarburos.
No sólo eso: crecen y se reproducen. Durante los primeros embarcos
del Tipo en aquella maravilla tecnológica (y hay que sacarse el
sombrero con el turco, porque se puso un límite de espacio y
consiguió meter todo en él. No lo hizo bien, eso sí, y el pato lo
pagaban los tripulantes, que trabajaban como debajo del capot de un
camión, y vivían en un espacio que hacía envidiar el de las
casitas rodantes), durante aquellos primeros viajes, digo, lo de las
bacterias no pasaba de producir sedimentos y entintado en el gas oil de los otros tanques,
pero se solucionaba cambiando los filtros de los motores más
seguido, y evitando como a la peste usar el tanque sucio. Nadie se preguntaba mucho cómo era que, si no se usaba el tanque contaminado, los otros se ensuciaban, pero, como era apenitas, el tema tenía que dejar lugar para problemas más importantes.
El tipo se fue a
otros buques durante un par de años, y cuando vuelve al Siesta lo
encuentra en crisis. No había filtro que durara más de tres horas,
y cuando se tapaban no lo hacían como se supone que debe hacerlo un
filtro responsable y de buena familia. El motor no empezaba a perder
potencia de a poco, el generador no pedía que lo relevara otro ante
la sobrecarga mecánica, el motor principal no empezaba a quedarse.
No. Se morían como de un tiro.
En el puerto donde
embarcó el Tipo abren el tanque que venía en servicio, supuestamente limpio. Desde el fondo, y hasta más
o menos un metro de alto, las paredes están cubiertas de una
gelatina negra de casi dos dedos de espesor. El Tipo mete la mano,
escarba y saca…¿Cómo explicarlo?
Saca algo asqueroso.
Unas cosas que parecían ravioles demasiado pasados, medio digeridos,
de un color gris negruzco. Que olían como un pañal que aguantó
toda la noche.
Abren los
recipientes donde van los filtros del motor que se había detenido
recién, y los encuentran llenos de esa gelatina fecal. Y si esto
parecía mala señal, cuando desconectan la tubería que mete gas oil
en esos recipientes (la del tanque al motor), y abren la válvula del tanque para que la
columna de combustible del tanque “limpio” arrastre todo… no,
no viene combustible. Los tubos de los tanques “limpios” a los
motores, que son algo así como las arterias mayores de un buque,
estaban tapados con aquel moco hediondo.
No es parte
fundamental de la historia, pero es didáctico explicar qué se cree
que pasó, y este es tan buen lugar como más adelante. Todos los
tanques se sondan regularmente (se mete por un tubo una pesita unida
a una larga cinta métrica para ver hasta dónde la moja el
combustible. Esa medida en metros se compara con una tabla que la pasa a metros cúbicos, y es la única forma segura de saber
cuánto se tiene) Los vacíos también, porque nadie puede estar
seguro, a bordo, de que un tanque que ayer estaba vacío hoy no tenga
combustible que vino de otro, o que tenga agua: las válvulas fallan, la
gente se equivoca, el casco se agujerea…). Con el tiempo, la pesa
fue llevando bacterias de un tubo a otro, infectando todos los
tanques. Como en la –para mi generación- famosa película de Steve
McQueen, aquella pequeña y contenida mancha que vino oculta en el
principio estaba creciendo y alimentándose de todo lo que encontrara
en los tanques. Era cuestión de tiempo el que llegara al cárter del
motor principal (parece que para las pseudomonas el lubricante es un
plato gourmet) y, aunque los compradores de combustible jamás
llegaran a darse cuenta de lo que venía oculto en el que entregaba
el Siesta, si se contaminaban los tanques de carga y se obstruían
sus tuberías, iba a ser todo un problema descargarlo.
Bueno, el Tipo, que
no estudió en Hogwarts, manda destapar con aire comprimido todas las tuberías, cambiar los filtros… y a zarpar, que había que cumplir
compromisos y ganar plata.
La energía
eléctrica del buque va y se muere cuando se están arrimando al buque
cliente. Son apenas unos segundos, pero lo mismo te dice el dentista
cuando se afirma con el torno: El buque queda sin control, y de
milagro no pasa nada. Al volver a entrar a Dock Sud le pasa lo mismo
al motor principal, y el capitán tiene la habilidad de dejarlo
seguir por propio envión (“arrancada” me corregirán los del
asunto) hasta un lugar donde es normal tirar el ancla para esperar
lugar. Nadie de afuera nota nada –si la Prefectura toma
conocimiento e interviene se inicia un proceso kafkiano, que merece
nota aparte, y que, cuando se asienta la polvareda, sólo deja dos
conclusiones: la culpa es del capitán, la culpa es del Jefe.
Paguen-. Se vuelve a cargar, se vuelve a morir el motor en el
canal, en un sitio donde hay un muelle hundido pero aún erizado de
vigas y cosas que pinchan, vuelve el capitán a salvar la cosa, se
entrega el combustible al buque cliente, y el Siesta, libre ya de
compromisos, tira el ancla en un rinconcito discreto del Plata.
El capitán lo llama
al Tipo.
Con una serenidad
que merece respeto en una persona que se acaba de pegar una vuelta en
el tren fantasma, el capitán plantea que hace varios meses que
vienen pidiendo al gerente técnico una solución para estos
accidentes cerebrovasculares del Siesta, que la gerencia comercial
viene pidiendo siempre un viaje más, por estar en una racha de
buenos contratos, y que el buque vino colaborando más de lo que
debía, pero que todo tiene un límite.
El capitán no
volvería a mover el buque del fondeadero hasta tanto se limpiaran
todos los tanques. Podían cambiar de capitán, claro, pero la ley
exige que se haga una exposición ante prefectura cuando esto ocurre
en navegación (o no, pero él pensaba hacerla de todas maneras), y si la Autoridad se
llega a enterar de cómo estaba la cosa, al Siesta le iban a pasar
muchas cosas feas, traducibles básicamente en no poder ganar más
plata durante mucho tiempo.
Nadie podía estar
más de acuerdo que el Tipo, que, como Jefe de Máquinas, tenía
asignada una guillotina a la derecha de la del Capitán, así que,
aliviado, habla con el gerente técnico después de que el capitán
lo hace (presumiblemente el gerente debió cambiar de oreja, porque
la que usó con el capitán no iba a servir para nada durante la
media hora que tardara en desarrugársele el tímpano ) y le pregunta
cómo se iba a proceder.
Y el gerente está
perplejo.
Hay que sacar
primero el combustible contaminado. Todo. Luego tienen que cargar los tanques con un solvente que despegue al alienígena de sus paredes. Vuelta a descargar todo. Abrir los tanques, ventilarlos hasta
que se evapore la última gotita de solvente, y meter gente que
raspe, barra y saque los sólidos, porque son tanques con las
“costillas” por dentro, y tan retorcidos que no hay máquina que
los deje bien. (El Siesta había nacido como buque para transporte de químicos, y esos buques tienen las costillas de abajo y los costados forradas por tanques de lastre, y las del techo del lado de afuera. Pero eso es para la carga: los de máquinas eran parecidos por dentro a un pollo al spiedo). Para todo eso hace falta fuerza eléctrica, y el buque no
puede producir la suya sin combustible. Vuélvase a la primer frase
de este párrafo y se verá claro el dilema.
Hacer eso fondeado
no es posible, como no es posible tampoco, reglamentariamente, dejar
a un buque “muerto”, sin fuerza motriz, si no se contratan
remolcadores que lo contengan en el caso de que una tormenta suelte
el ancla del fondo (como las tormentas en el Plata son cosa de
rutina, y el fondo del río es tan firme como cobertura de chocolate fuera de la heladera,
la cosa no es tan caprichosa como parece). Había que entrar el buque
a puerto. Y como puerto Buenos Aires, por razones de seguridad,
ecológicas, comerciales, y de ignorancia, o indiferencia, por las
necesidades de los buques, no permite ese tipo de trabajos, hay que
llevar el buque a otro muelle.
El primer muelle
viable y disponible estaba en Rosario.
Rosario no,
dijo el capi. Yo, así, de acá, no me muevo. (el Tipo
aplaudió por dentro: remontar el Plata y el Paraná, cruzando todo
el tráfico de buques que suben y bajan en uno que sufre de
lipotimias sorpresivas, iba a ser algo para poner canas en la cabeza
de los que no las tuvieran –como el capi-, amén de tener todas las
posibilidades de sufrir un accidente)
Fondeado
imposible, dijo el gerente.
Tablas.
Tablas.
Y el día terminó
así. Los que no tuvieran guardia fueron a dormir, el gerente a ver
qué inventaba, y capitán y jefe a sentir, por primera vez en varios
días, el alivio de no tener la garganta oprimida por los propios
testículos.
Las bacterias, por
supuesto, siguieron comiendo y creciendo.
Las soluciones, como
hemos contado en alguno de estos artículos, a veces vienen de pensar
el problema desde afuera, siguiendo una inspiración que parece no
tener relación con la cosa. El inconsciente hace maravillas para
tratar de explicarle la solución al torpe y obsesionado consciente.
Cuentan que Kekulé no conseguía que los carbonos e hidrógenos de
un compuesto calzaran en la forma lineal de una fórmula química
clásica. Le sobraban o le faltaban. Hasta que se quedó dormido
durante un viaje, soñó con una serpiente que se mordía la cola, y
se dio cuenta de que la fórmula debía ser un anillo, no una línea.
Newton vio una manzana que caía, vio que la luna no, y entendió
la cosita esa de la gravedad. Arquímedes entendió porqué las cosas flotaban jugando en la bañadera.
Cuando el tipo se
despertó a la mañana, lo hizo recordando una visita a un taller de
motos. Charlando con el mecánico, este le contaba que el problema de
los ciclomotores chicos era que el tanque de combustible formaba
parte del cuadro del vehículo. Muy económico y vistoso, hasta que
el tanque se pinchaba: no se podía cambiar el cuadro (un ciclomotor
es cuadro, motor y ruedas; es más negocio comprar uno nuevo) y no se
podía soldar, porque, si llegó a pincharse, el metal estaba tan
corroído que no había en qué soldar el parche. ¿Qué hacían los
chicos, entonces? Básicamente, viajar en Molotov: colgaban un bidón
con nafta del volante, y lo conectaban al carburador con una
manguerita.
Adormilado,
cepillándose los dientes, el Tipo dejaba que su cabeza pasara todas
las tandas publicitarias que quisiera, sin prestarles atención:
bastante habría que pensar después, a lo largo del día.
Pero durante el mate
volvió a lo de la motito, y con ello a una idea poco ortodoxa.
No, ni en pedo.
Pero…
Bajó a máquinas y
estuvo estudiando todo el trayecto desde cubierta hasta los motores,
cinta métrica en mano, birome en la boca y papelito doblado con
anotaciones en el bolsillo del overall.
Lo verdaderamente
terrible de tenerle paciencia a una idea loca y analizarla para poder
decir con datos que es imposible, es cuando los datos no dicen eso. A
partir de ahí, la responsabilidad de proponerla ya es individual, y
si eso no lo asusta a uno, uno no tiene la humildad suficiente como
para cruzar una calle sin ser atropellado. El tipo dudó, volvió a
medir, y finalmente lo consultó con su primer oficial.
En la cara del pibe
leyó, en rápida sucesión: Es joda – Está loco – Pero puede
funcionar…-
La idea era mandar
construir el tanque más grande que se pudiera meter en sala de
máquinas, con todos los acoples para mandar combustible a los
motores generadores y motor principal, con conexiones para ser
cargado desde los tanques más limpios que quedaran a través de la
centrifugadora del buque, y otra para que la susodicha centrifugadora
estuviera las 24hs tomando combustible del tanquecito, limpiándolo,
y volviéndolo dentro. Así, y si bien las bacterias seguirían
nadando en el gas oil, los sólidos de sus ciudades y edificios
quedarían en los tanques del buque. Todo iría unido por mangueras,
para evitar el problema de los viejos tubos esclerosados, y tendría
su propio nivel de vidrio, para controlar el equilibrio entre consumo
y llenado. Todo perfectamente lógico y operativo.
Todo
escandalosamente ilegal.
Fue con el capitán.
Este, por supuesto, le preguntó si con eso garantizaba llegar a
Rosario sin problemas; el Tipo, que llevaba años entendiendo
capitanes, no le dijo que no (porque mataba el proyecto) ni le dijo
que sí (porque no quería liberar del todo al hombre de su parte de
responsabilidad en la cosa). Le dio un porcentaje de éxito (70%) y
lo dejó pensando.
No había mucho que
pensar: o corrían el riesgo, o se volvían la boya más grande y más
cara del río.
El gerente se abrazó
inmediatamente a este salvavidas, y en una semana estaba llegando al
buque un tanque de aluminio brillante y nuevito. Entró a sala de
máquinas con un margen de maniobra de cinco milímetros (recuérdese
que la máquina del Siesta está organizada como mamá organizaba el
baúl del coche de papá al irnos de vacaciones) y se lo conectó con
negras mangueras a todos los puntos previstos. Un horror. No sólo
parecía un pulpo mecánico de otro mundo metiendo sus tentáculos por todas
partes, sino que –y esto era lo grave- en caso de ocurrir algo que
hiciera necesaria la presencia de la Autoridad en máquinas, aquello
iba a ser tan difícil de ocultar como un elefante envuelto en papel
de aluminio. Y, a partir de ahí, todos presos.
Pero los dados ya
estaban lanzados, y como del único lugar que se sale dando un paso
atrás es el mingitorio, empezaron las pruebas (siempre al ancla,
claro).
Y todo –salvo ajustes menores- funcionó perfecto. El tipo no tuvo
oportunidad de experimentar eso de viajar en ciclomotor con el
bidoncito porque su período de embarco ya había prescripto, y
porque el jefe titular del buque quiso ser quien corriera el riesgo:
cambiaron en el fondeadero y, al rato, el Siesta zarpó hacia
Rosario. Cuando el Tipo volvió al Siesta, meses después, le contaron que el viaje no
tuvo incidentes, y que llegó a Rosario sin problemas. Le contaron,
también, que después de la limpieza y de un –caro- tratamiento
con antibióticos específicos, el problema de la mancha voraz
desapareció del buque.
Nadie le supo decir
a dónde fueron las bacterias que se fueron con el combustible sucio.
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