martes, 15 de octubre de 2019

LA MANCHA VORAZ


LA MANCHA VORAZ (The blob)
El Tipo embarcó varias veces en el Siesta Teresa, a veces de Jefe, a veces de Primer Oficial, siempre sin ganas. El Siesta era un buque que habían comprado para hacer bunker (en el poco probable caso de que alguien no sepa lo que es eso –me contaron que pasa- comento que es una cruza entre estación de servicio y delivery. El buque de bunker carga combustible en las terminales y se lo lleva a los buques que lo necesitan, ahorrándoles la engorrosa y cara entrada a puerto. A veces lo entrega mientras los buques están fondeados en espera de su turno para operar en puerto, y otras mientras estos están amarrados a muelle y haciendo lo suyo, en cuyo caso les ahorra otros miles de dólares en la pérdida de tiempo que implicaría ir a cargar combustible a la terminal petrolera) El Siesta había sido diseñado para tener el casillaje muy bajo y los palos de luces de señales rebatibles hidráulicamente, de modo tal de poder pasar por debajo de los puentes de los ríos de Europa. Esto, por supuesto, era ridículamente innecesario en el Rio de la Plata o Bahía Blanca (donde la única cosa que hay por encima del buque es el espacio sideral), y sólo servía para sacar lugar en los camarotes y hacer que el equipo de aire acondicionado aspirara los gases de escape de las chimeneas mochas.
Tampoco servía mucho para bunker, porque para eso se necesitan buques diseñados para poder maniobrarse fácil en todas direcciones (tipo OVNI), mientras que el pobre Siesta era tan fácil de acoderar como un Ford Falcon de estacionar… y eso con buen tiempo. Fue hecho en Turquía por el dueño de un astillero al que le sobraron piezas de otros buques (toda una recomendación), operado y vendido barato por griegos (¿Lo del “presente griego” les suena familiar?), y elegido por un gerente de la Empresa que no tenía conocimientos de ingeniería naval ni de operativa de bunker, pero que nunca había viajado a Europa y quería igualdad de trato con los otros que sí.
Cada vez que sé de un griego vendiendo algo que flota a un argentino me cruza la imagen de Caperucita conversando con el Lobo.


Uno de los “regalitos” que los argivos dejaron fue un tanque de combustible contaminado. Por supuesto los tripulantes que traían al Siesta de Europa avisaron, pero se los consideró unos exagerados que querían estropear la fiesta del buque nuevo. Los de la Empresa lavaron apenas otro tanque, medio como para darle gusto a un caprichoso, y pusieron al Siesta a operar. Después de todo, el contaminado era un solo tanque, y el Siesta tenía varios: con no usarlo, ya estaba.
Nunca preguntaron con qué estaba contaminado, y asumieron que con agua o fuel oil.
Asumieron mal.
La contaminación era bacteriana. No es un dato que maneje mucha gente, pero existen bacterias cuya perversión consiste en alimentarse con hidrocarburos. No sólo eso: crecen y se reproducen. Durante los primeros embarcos del Tipo en aquella maravilla tecnológica (y hay que sacarse el sombrero con el turco, porque se puso un límite de espacio y consiguió meter todo en él. No lo hizo bien, eso sí, y el pato lo pagaban los tripulantes, que trabajaban como debajo del capot de un camión, y vivían en un espacio que hacía envidiar el de las casitas rodantes), durante aquellos primeros viajes, digo, lo de las bacterias no pasaba de producir sedimentos y entintado en el gas oil de los otros tanques, pero se solucionaba cambiando los filtros de los motores más seguido, y evitando como a la peste usar el tanque sucio. Nadie se preguntaba mucho cómo era que, si no se usaba el tanque contaminado, los otros se ensuciaban, pero, como era apenitas, el tema tenía que dejar lugar para problemas más importantes.
El tipo se fue a otros buques durante un par de años, y cuando vuelve al Siesta lo encuentra en crisis. No había filtro que durara más de tres horas, y cuando se tapaban no lo hacían como se supone que debe hacerlo un filtro responsable y de buena familia. El motor no empezaba a perder potencia de a poco, el generador no pedía que lo relevara otro ante la sobrecarga mecánica, el motor principal no empezaba a quedarse. No. Se morían como de un tiro.
En el puerto donde embarcó el Tipo abren el tanque que venía en servicio, supuestamente limpio. Desde el fondo, y hasta más o menos un metro de alto, las paredes están cubiertas de una gelatina negra de casi dos dedos de espesor. El Tipo mete la mano, escarba y saca…¿Cómo explicarlo?
Saca algo asqueroso. Unas cosas que parecían ravioles demasiado pasados, medio digeridos, de un color gris negruzco. Que olían como un pañal que aguantó toda la noche.
Abren los recipientes donde van los filtros del motor que se había detenido recién, y los encuentran llenos de esa gelatina fecal. Y si esto parecía mala señal, cuando desconectan la tubería que mete gas oil en esos recipientes (la del tanque al motor), y abren la válvula del tanque para que la columna de combustible del tanque “limpio” arrastre todo… no, no viene combustible. Los tubos de los tanques “limpios” a los motores, que son algo así como las arterias mayores de un buque, estaban tapados con aquel moco hediondo.
No es parte fundamental de la historia, pero es didáctico explicar qué se cree que pasó, y este es tan buen lugar como más adelante. Todos los tanques se sondan regularmente (se mete por un tubo una pesita unida a una larga cinta métrica para ver hasta dónde la moja el combustible. Esa medida en metros se compara con una tabla que la pasa a metros cúbicos, y es la única forma segura de saber cuánto se tiene) Los vacíos también, porque nadie puede estar seguro, a bordo, de que un tanque que ayer estaba vacío hoy no tenga combustible que vino de otro, o que tenga agua: las válvulas fallan, la gente se equivoca, el casco se agujerea…). Con el tiempo, la pesa fue llevando bacterias de un tubo a otro, infectando todos los tanques. Como en la –para mi generación- famosa película de Steve McQueen, aquella pequeña y contenida mancha que vino oculta en el principio estaba creciendo y alimentándose de todo lo que encontrara en los tanques. Era cuestión de tiempo el que llegara al cárter del motor principal (parece que para las pseudomonas el lubricante es un plato gourmet) y, aunque los compradores de combustible jamás llegaran a darse cuenta de lo que venía oculto en el que entregaba el Siesta, si se contaminaban los tanques de carga y se obstruían sus tuberías, iba a ser todo un problema descargarlo.
Bueno, el Tipo, que no estudió en Hogwarts, manda destapar con aire comprimido todas las tuberías, cambiar los filtros… y a zarpar, que había que cumplir compromisos y ganar plata.
La energía eléctrica del buque va y se muere cuando se están arrimando al buque cliente. Son apenas unos segundos, pero lo mismo te dice el dentista cuando se afirma con el torno: El buque queda sin control, y de milagro no pasa nada. Al volver a entrar a Dock Sud le pasa lo mismo al motor principal, y el capitán tiene la habilidad de dejarlo seguir por propio envión (“arrancada” me corregirán los del asunto) hasta un lugar donde es normal tirar el ancla para esperar lugar. Nadie de afuera nota nada –si la Prefectura toma conocimiento e interviene se inicia un proceso kafkiano, que merece nota aparte, y que, cuando se asienta la polvareda, sólo deja dos conclusiones: la culpa es del capitán, la culpa es del Jefe. Paguen-. Se vuelve a cargar, se vuelve a morir el motor en el canal, en un sitio donde hay un muelle hundido pero aún erizado de vigas y cosas que pinchan, vuelve el capitán a salvar la cosa, se entrega el combustible al buque cliente, y el Siesta, libre ya de compromisos, tira el ancla en un rinconcito discreto del Plata.
El capitán lo llama al Tipo.
Con una serenidad que merece respeto en una persona que se acaba de pegar una vuelta en el tren fantasma, el capitán plantea que hace varios meses que vienen pidiendo al gerente técnico una solución para estos accidentes cerebrovasculares del Siesta, que la gerencia comercial viene pidiendo siempre un viaje más, por estar en una racha de buenos contratos, y que el buque vino colaborando más de lo que debía, pero que todo tiene un límite.
El capitán no volvería a mover el buque del fondeadero hasta tanto se limpiaran todos los tanques. Podían cambiar de capitán, claro, pero la ley exige que se haga una exposición ante prefectura cuando esto ocurre en navegación (o no, pero él pensaba hacerla de todas maneras), y si la Autoridad se llega a enterar de cómo estaba la cosa, al Siesta le iban a pasar muchas cosas feas, traducibles básicamente en no poder ganar más plata durante mucho tiempo.
Nadie podía estar más de acuerdo que el Tipo, que, como Jefe de Máquinas, tenía asignada una guillotina a la derecha de la del Capitán, así que, aliviado, habla con el gerente técnico después de que el capitán lo hace (presumiblemente el gerente debió cambiar de oreja, porque la que usó con el capitán no iba a servir para nada durante la media hora que tardara en desarrugársele el tímpano ) y le pregunta cómo se iba a proceder.
Y el gerente está perplejo.
Hay que sacar primero el combustible contaminado. Todo. Luego tienen que cargar los tanques con un solvente que despegue al alienígena de sus paredes. Vuelta a descargar todo. Abrir los tanques, ventilarlos hasta que se evapore la última gotita de solvente, y meter gente que raspe, barra y saque los sólidos, porque son tanques con las “costillas” por dentro, y tan retorcidos que no hay máquina que los deje bien. (El Siesta había nacido como buque para transporte de químicos, y esos buques tienen las costillas de abajo y los costados forradas por tanques de lastre, y las del techo del lado de afuera. Pero eso es para la carga: los de máquinas eran parecidos por dentro a un pollo al spiedo). Para todo eso hace falta fuerza eléctrica, y el buque no puede producir la suya sin combustible. Vuélvase a la primer frase de este párrafo y se verá claro el dilema.
Hacer eso fondeado no es posible, como no es posible tampoco, reglamentariamente, dejar a un buque “muerto”, sin fuerza motriz, si no se contratan remolcadores que lo contengan en el caso de que una tormenta suelte el ancla del fondo (como las tormentas en el Plata son cosa de rutina, y el fondo del río es tan firme como cobertura de chocolate fuera de la heladera, la cosa no es tan caprichosa como parece). Había que entrar el buque a puerto. Y como puerto Buenos Aires, por razones de seguridad, ecológicas, comerciales, y de ignorancia, o indiferencia, por las necesidades de los buques, no permite ese tipo de trabajos, hay que llevar el buque a otro muelle.
El primer muelle viable y disponible estaba en Rosario.
Rosario no, dijo el capi. Yo, así, de acá, no me muevo. (el Tipo aplaudió por dentro: remontar el Plata y el Paraná, cruzando todo el tráfico de buques que suben y bajan en uno que sufre de lipotimias sorpresivas, iba a ser algo para poner canas en la cabeza de los que no las tuvieran –como el capi-, amén de tener todas las posibilidades de sufrir un accidente)
Fondeado imposible, dijo el gerente.
Tablas.
Y el día terminó así. Los que no tuvieran guardia fueron a dormir, el gerente a ver qué inventaba, y capitán y jefe a sentir, por primera vez en varios días, el alivio de no tener la garganta oprimida por los propios testículos.
Las bacterias, por supuesto, siguieron comiendo y creciendo.




Las soluciones, como hemos contado en alguno de estos artículos, a veces vienen de pensar el problema desde afuera, siguiendo una inspiración que parece no tener relación con la cosa. El inconsciente hace maravillas para tratar de explicarle la solución al torpe y obsesionado consciente. Cuentan que Kekulé no conseguía que los carbonos e hidrógenos de un compuesto calzaran en la forma lineal de una fórmula química clásica. Le sobraban o le faltaban. Hasta que se quedó dormido durante un viaje, soñó con una serpiente que se mordía la cola, y se dio cuenta de que la fórmula debía ser un anillo, no una línea. Newton vio una manzana que caía, vio que la luna no, y entendió la cosita esa de la gravedad. Arquímedes entendió porqué las cosas flotaban jugando en la bañadera.
Cuando el tipo se despertó a la mañana, lo hizo recordando una visita a un taller de motos. Charlando con el mecánico, este le contaba que el problema de los ciclomotores chicos era que el tanque de combustible formaba parte del cuadro del vehículo. Muy económico y vistoso, hasta que el tanque se pinchaba: no se podía cambiar el cuadro (un ciclomotor es cuadro, motor y ruedas; es más negocio comprar uno nuevo) y no se podía soldar, porque, si llegó a pincharse, el metal estaba tan corroído que no había en qué soldar el parche. ¿Qué hacían los chicos, entonces? Básicamente, viajar en Molotov: colgaban un bidón con nafta del volante, y lo conectaban al carburador con una manguerita.
Adormilado, cepillándose los dientes, el Tipo dejaba que su cabeza pasara todas las tandas publicitarias que quisiera, sin prestarles atención: bastante habría que pensar después, a lo largo del día.
Pero durante el mate volvió a lo de la motito, y con ello a una idea poco ortodoxa.
No, ni en pedo.
Pero…
Bajó a máquinas y estuvo estudiando todo el trayecto desde cubierta hasta los motores, cinta métrica en mano, birome en la boca y papelito doblado con anotaciones en el bolsillo del overall.
Lo verdaderamente terrible de tenerle paciencia a una idea loca y analizarla para poder decir con datos que es imposible, es cuando los datos no dicen eso. A partir de ahí, la responsabilidad de proponerla ya es individual, y si eso no lo asusta a uno, uno no tiene la humildad suficiente como para cruzar una calle sin ser atropellado. El tipo dudó, volvió a medir, y finalmente lo consultó con su primer oficial.
En la cara del pibe leyó, en rápida sucesión: Es joda – Está loco – Pero puede funcionar…-
La idea era mandar construir el tanque más grande que se pudiera meter en sala de máquinas, con todos los acoples para mandar combustible a los motores generadores y motor principal, con conexiones para ser cargado desde los tanques más limpios que quedaran a través de la centrifugadora del buque, y otra para que la susodicha centrifugadora estuviera las 24hs tomando combustible del tanquecito, limpiándolo, y volviéndolo dentro. Así, y si bien las bacterias seguirían nadando en el gas oil, los sólidos de sus ciudades y edificios quedarían en los tanques del buque. Todo iría unido por mangueras, para evitar el problema de los viejos tubos esclerosados, y tendría su propio nivel de vidrio, para controlar el equilibrio entre consumo y llenado. Todo perfectamente lógico y operativo.
Todo escandalosamente ilegal.
Fue con el capitán. Este, por supuesto, le preguntó si con eso garantizaba llegar a Rosario sin problemas; el Tipo, que llevaba años entendiendo capitanes, no le dijo que no (porque mataba el proyecto) ni le dijo que sí (porque no quería liberar del todo al hombre de su parte de responsabilidad en la cosa). Le dio un porcentaje de éxito (70%) y lo dejó pensando.
No había mucho que pensar: o corrían el riesgo, o se volvían la boya más grande y más cara del río.
El gerente se abrazó inmediatamente a este salvavidas, y en una semana estaba llegando al buque un tanque de aluminio brillante y nuevito. Entró a sala de máquinas con un margen de maniobra de cinco milímetros (recuérdese que la máquina del Siesta está organizada como mamá organizaba el baúl del coche de papá al irnos de vacaciones) y se lo conectó con negras mangueras a todos los puntos previstos. Un horror. No sólo parecía un pulpo mecánico de otro mundo metiendo sus tentáculos por todas partes, sino que –y esto era lo grave- en caso de ocurrir algo que hiciera necesaria la presencia de la Autoridad en máquinas, aquello iba a ser tan difícil de ocultar como un elefante envuelto en papel de aluminio. Y, a partir de ahí, todos presos.
Pero los dados ya estaban lanzados, y como del único lugar que se sale dando un paso atrás es el mingitorio, empezaron las pruebas (siempre al ancla, claro).
Y todo –salvo ajustes menores- funcionó perfecto. El tipo no tuvo oportunidad de experimentar eso de viajar en ciclomotor con el bidoncito porque su período de embarco ya había prescripto, y porque el jefe titular del buque quiso ser quien corriera el riesgo: cambiaron en el fondeadero y, al rato, el Siesta zarpó hacia Rosario. Cuando el Tipo volvió al Siesta, meses después, le contaron que el viaje no tuvo incidentes, y que llegó a Rosario sin problemas. Le contaron, también, que después de la limpieza y de un –caro- tratamiento con antibióticos específicos, el problema de la mancha voraz desapareció del buque.
Nadie le supo decir a dónde fueron las bacterias que se fueron con el combustible sucio.












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