miércoles, 9 de abril de 2014

ANÉCDOTAS DE BARCOS: EL CUADRO DEL ALMIRANTE





EL CUADRO DEL ALMIRANTE:
-El tipo y un capitán muy simpático con el que le tocó navegar en el La Pampa descubrieron, en una de esas charlas de sobremesa, que ambos habían pasado en diferentes momentos de su carrera por el Almirante Stewart (No por el almirante en sí, claro, sino por el buque que llevaba su nombre) Y si bien lo hicieron en momentos diferentes, ambos compartían la experiencia de haber viajado con el capitán que más lo tuvo a su cargo –que es casi como decir el capitán al que el uso y costumbre, y su propia convicción, entendían como dueño del barco-
            Ambos conservaban una memoria indignada de dicho capitán, y la charla se convirtió en una letanía de amargas críticas al comportamiento de aquel sujeto. Al tipo le tocó, entre otras cosas, contar sus pésimas experiencias durante el Famoso Caso de La Torta (que quizá otro día aparezca en este blog), y el capitán correspondió con su propia expulsión del Stewart por motivos de conducta.
            Lo echaron por jugar a los dardos usando de blanco el retrato del Almirante. Para muchos puede ser un motivo más o menos fundado, pero necesariamente tienen que ser personas que jamás contemplaron aquella obra. El tipo, que la conocía, simpatizó inmediatamente con el capitán exiliado.
            Para aquellos que piensen que no era para tanto, baste decir que, cuando el tipo conoció el buque, el retrato estaba en la comisaría del buque, en una pared del fondo y a la sombra. Se lo entreveía por entre los barrotes del mostrador (aquella oficina conservaba aún la vieja tradición de proteger con acero al comisario de las manifestaciones de disconformidad de los tripulantes), y causaba una impresión bastante fulera. El pobre almirante, de creer en el artista –que, en vista del resto del retrato, parecía bastante bueno y fidedigno- no era de por sí algo que alegrara la vista contemplar. Calvo, de mandíbulas fuertes, poco cuello y ojos pequeños, de haberse presentado como actor hubiese conseguido en seguida algún papel como el malo sádico de la película. El cuadro lo presentaba de uniforme blanco, de las rodillas para arriba y en escala casi 1:1.  En una mansión, en un edificio gubernamental, quizás la cosa hubiese pasado desapercibida: en un buque, cuyos techos están apenas por arriba de los dos metros diez, aquel paño presentaba un problema decorativo. La única forma de que pareciese un cuadro y no una puerta era colgarlo cerca del techo, y esto tenía el desgraciado efecto de hacer que el almirante quedase mirándolo a uno desde arriba. Como no se sabía bien dónde miraban esos ojos chiquititos, y como su expresión tenía un algo de censura, era inevitable sentir que el tipo lo vigilaba a uno, y que no estaba para nada satisfecho con lo que veía.
            A bordo contaban que, de astillero, el óleo había sido ubicado en el camarote del capitán (en aquella época los buques salían decorados con óleos originales), pero que pronto fue “donado” al comedor de oficiales. Ningún capitán podía vivir cómodo con Mussolinni mirándolo en la intimidad. Del comedor fue retirado casi de inmediato por arruinar las comidas de quienes comían allí, y, para cuando el capitán del La Pampa hizo su malhadado viaje en el Stewart como primer oficial, el retrato ya había pasado a un sereno exilio en el salón de oficiales, donde ya nadie le daba mucha pelota.
            En el salón se leía (allí estaba la biblioteca) se escuchaba o se tocaba música, se conversaba de sobremesa, y –sobre todo- se hacían copetines y picadas. Los copetines, a veces, (justo es reconocerlo) dejaban a la gente sumamente alegre y, en ese estado de caída de las inhibiciones, no es raro que el nuevo primer oficial de cubierta manifestase su profunda inquina ante la mirada de soberbio desprecio del Almirante. Y como una cosa lleva a la otra, y como el marino no es hombre de andarse con vueltas cuando tiene una inquina con algo y cuenta  con las herramientas con qué descargar su ira, organizó ipso facto el campeonato de dardos que le terminó por acarrearle a él la pérdida del puesto, y al almirante un serio caso de puntos negros en la tez y en la inmaculada blancura de su pechera.
            Pero la realidad es que no fue por eso por lo que lo cambiaron de barco, no señor. En Nápoles, un mes antes, había descubierto algo que haría imposible su pertenencia a bordo. Se lo contaba al tipo, años después, con los ojos aún desorbitados por la incredulidad.
            El Buque había empezado a descargar a la mañana siguiente a su llegada. La descarga y carga de un buque de "carga general" era, por aquel entonces, un caos estentóreo en el cual sólo aquellos que eran del oficio podían discernir algún tipo de orden. Todas las tapas de bodega estaban abiertas, todas las plumas estaban trabajando, sacando bultos y transportándolos por el aire hasta el muelle, en todas las bodegas había una multitud de estibadores y algún que otro fork lift moviendo pallets, fardos, cajas y bultos diversos, por cubierta iban y venían estibadores, capataces, marineros, gentes del buque, alguna autoridad de puerto, y en el muelle había más fork lifts, camiones acelerando y tocando bocina, muchos estibadores más, apuntadores, y tipos que nadie sabía bien qué eran pero que también pululaban sobre los adoquines. Había cajas que se caían y se rompían, pedazos de madera que se retiraban del trincado, y granos, aserrín, aceite, flejes… y todo el mundo gritaba. Algunos hablaban por walkie talkie, es cierto, pero la tradición, lo clásico, lo que relajaba el espíritu era el alarido, y la mayoría se decantaba por él.
            A este panorama caótico súmesele el que el puerto era Nápoles, y se tendrá una idea lejana de lo que contempló desde el alerón del puente el primer oficial de cubierta. Eso quizás explique el que tardara un poco en darse cuenta del camino de hormiga que iba de la bodega que traía café de Brasil hacia el casillaje del buque. Cuando la vio, abrió los ojos estupefacto, y se quedó unos instantes sin saber qué hacer.
            De la bodega salían tripulantes del buque con bolsas de café al hombro. En vez de enviarlas a tierra, donde debían, las llevaban a las entrañas del propio buque. Una hilera de bolsas iba hacia la puerta de cubierta, y otra salía de ella hacia la bodega. Los oficiales a los cuales pensaba recurrir el primer oficial para detener aquel ilícito, su contramaestre, sus marineros de confianza, eran quizás los más atareados con el transporte. Todos los de la cocina  iban por la fila, vestidos de blanco y con el delantal de laburo aún anudado al cuerpo, y todos los mozos con sus pantalones negros y camisas blancas. Algunos de máquinas también hombreaban con ahínco las pardas bolsas de arpillera.
            Siempre se aceptaba que algo de la carga podía quedar a bordo, en concepto de cajas rotas o de “barrido de bodega”. Los cargadores lo sabían, y aceptaban aquellas pérdidas como parte del costo del flete, sin hacer jamás un tema de ello. Pero aquella fila de hormigas cortadoras se estaba robando la carga, lisa y llanamente.
            Sin saber cómo proceder, el primero fue al camarote del capitán. Vale la pena aclarar que estamos hablando de un capitán de los de la vieja escuela: culto, aristocrático, digno y alejado siempre de cualquier familiaridad con los tripulantes. Estricto e inflexible. Concurrir a su camarote siempre era una experiencia intimidante: el viejo lo atendía a uno con cara de archiduque de Austria, sentado en un sillón repujado y con tachas, y detrás de un escritorio que podría llegar a usarse como bote salvavidas por su tamaño. El juego de escritorio de bronce, los oleos en las paredes de madera oscura, la lámpara de cristal verde, la enorme biblioteca a su espalda… el ambiente hablaba de una majestuosidad y de una importancia ajena por completo a las debilidades de los simples mortales.
            Cuando el primero entró, el capitán estaba estudiando las carpetas que el pilotín de cubierta le estaba presentando (algo así como la tesis para recibirse de oficial). Levantó los ojos de los papeles, intrigado por la interrupción, y escuchó la denuncia urgente de su primer oficial. Cuando éste terminó de pintar el inadmisible cuadro de toda la tripulación (oficiales incluidos) acarreando carga ilícitamente por cubierta, el viejo lo miró serio e indignado pero sin perder en absoluto la elegancia de su indudable sangre azul.
            -Hacéte el bolúdo- le ordenó.
            El primer oficial (no hay que olvidarse de que era su primer viaje en el Stewart: no conocía bien al viejo, y siempre quedaba la posibilidad de no haber escuchado bien, o no haber captado algún matiz de humor o ironía en su voz) preguntó de nuevo qué quería el capitán que se hiciese. En serio. De veras.
            -Hacéte el bolúdo, te dije-
            Y allí, en una epifanía digna de mejor causa, el primer oficial, que podía hacerse pero no era, comprendió cuánto de barniz tenía la aristocrática rectitud de aquel sinvergüenza.
            Sin embargo, de vez en cuando suena un tiro para el lado de la justicia: en medio de la confusión del muelle aparecieron algunos guardie di finanze (Aduanas, para nosotros) que no se había previsto anduvieran por allí (o que habían quedado fuera del soborno) y se armó la de dios es cristo. Gritos, patrulleros, gente de uniforme, y todo parado hasta que terminaran las actuaciones.
            El camarote del capitán pronto se vio lleno de autoridades y de gente del consulado. Volaban órdenes, papeles, inspecciones. Gritos, sellos, máquinas de escribir y papel carbónico. Cuando la cosa más o menos se calmó (tarde a la noche, y sólo una vez que se hubo consensuado la multa y el soborno correspondiente para que la cosa no pasara de allí), se reunieron el capitán, el primer oficial y el representante de la Empresa en la zona. El capitán estaba furioso, indignadísimo con la burda ralea de truhanes que le había tocado por tripulación, y por el terrible problema que le habían causado con su deshonestidad.
            -Quiero que los echen a todos. De la Empresa, no del barco. Los quiero a todos despedidos- le descerrajó al de la Empresa.
            -¿A todos?- preguntó éste, sufriendo ya de un agudo dolor en la entrepierna al pensar en el costo de los pasajes de los reos y de sus relevos, y mirando sugestivamente para el lado del primer oficial
            -A todos. Estaban todos metidos. Que los echen a todos-
            El primer oficial tosió discretamente, y le dijo –A mi no, capitán. Yo fui el que le avisé, ¿se acuerda?-
            -¿Vos me avisaste? ¿Seguro che?- (esto debe leerse imaginándose que suena con el clásico impedimento de dicción que padecen nuestras clases acomodadas. Algo así como una papa en la boca, para los que nunca tuvieron el disgusto de escucharlo…)
            -Seguro- Y sacó entonces el as que tenía en la manga –Estaba el pilo delante cuando yo le avisé- Miró fijo al capitán, medio por las cejas y con ganas de guiñarle un ojo pero sin atreverse -¿No se acuerda de que estaba delante, entregándole las carpetas?-
            Sin que se le moviera un pequeño músculo del rostro, el viejo dijo que ah, sí, se acordaba. Que a éste no, pero que a los otros los echaran a todos.
            Y los echaron, nomás. Y vino una tripulación de cubierta nueva.
            Y unas semanas después, por un juego de dardos justiciero, el capitán decidió que tampoco quería más en su buque al irrespetuoso del primer oficial de cubierta.

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