miércoles, 9 de abril de 2014

Seguimos con sucedidos de los barcos... hasta que alguien se pudra y diga basta



EL FAMOSO Y TRISTE CASO DEL NABO DEL SAN LUIS:
El San Luis hacía la Línea Oriente, esto es, iba de Buenos Aires hasta Japón por el Índico, parando en todas, ida y vuelta. Viaje largo y entretenido, pautado por hitos que iban marcando el avance para los viejos de la línea. En cada puerto había determinadas cosas que ver, cosas que comprar, lugares donde comer o tomarse unas cervezas, tradiciones que cumplir, y trabajos que hacer. Eran como los días tachados en el almanaque: le iban diciendo a uno cuanto había avanzado en ese juego de la Oca que eran los viajes de línea fija, y cuánto faltaba para volver.
Cubierta tenía sus planes de mantenimiento de pintura –que le iban cambiando constantemente la piel al buque, como si fuese una serpiente, sin tenerlo jamás pintado del todo, pero sin aflojarle un metro al óxido tampoco- y máquinas una lista de trabajos mayores que había que acomodar a las paradas en puerto del buque. Se hacían uno o dos pistones del motor principal, algún generador, innumerables bombas y tuberías, y el colector de barrido. Otro día nos demoraremos en la envergadura de cada una de esas empresas; el que nos ocupa hoy es ese bendito colector. Se me permitirá una pequeña digresión para que el profano entienda lo que pasó después.
Aquellos motores marinos eran de dos tiempos y sin válvulas, como los de las motos viejas. El lector no debe pensar en algo que se parezca ni remotamente a lo que se oculta misterioso bajo el capot de su auto, sino en una cosa más parecida a lo que se ve en Parque Jurásico. Eran (son) motores que tenían tres cubiertas (pisos de buque) de alto, sin contar con los periféricos repartidos por toda la sala de máquinas. Uno cortito, como el del San Luis, podía medir a lo largo lo que un vagón de pasajeros de tren.
Estas criaturas, lentas y de voz profunda, respiraban a través de un órgano conocido como el colector de barrido. Nada que ver con el múltiple de admisión de un auto, que es apenas un caño glorificado: este colector era un cajón, largo como el motor, que tenía un funcionamiento propio. Estaba dividido a lo largo en dos cámaras, una que recibía el aire del turbo y lo metía bajo el pistón cuando éste subía, y otra individual que tomaba ese aire cuando el pistón bajaba y lo introducía en su parte de arriba. (Aclaro a quienes tengan una idea de cómo es un motor por dentro que el cárter no estaba debajo de los pistones. Ambas partes estaban separadas y eran estancas entre sí) Cada cámara estaba comunicada con la otra por unas válvulas que estaban construidas casi igual que las armónicas (caja y chapitas), pero que medían más que un pan lactal de los grandes. Pesadas, filosas, y monótonas de desarmar y limpiar.
Montones de ellas.
Sin meterse a explicar qué hacía y porqué, baste decir que, si se tapaba, el motor no rendía como debía y se podía prender fuego. Y que se tapaba (¡Y cómo!). El aire de máquinas, de por sí, siempre estuvo sucio con pérdidas de los escapes, vapores oleosos, pelusa de las aislaciones, y otras cosas que los maquinistas jamás tuvieron estómago suficiente como para querer identificar. Y los pistones,  que necesitaban unas inyecciones de aceite a cada embolada para no engranarse por afuera (creo haber aclarado ya que eran grandotes) chorreaban aceite espeso y quemado por sus faldas, y lo descargaban en gran parte al colector, mezclado con algo de hollín que se escapaba por entre aros y camisa. Esta crema negra y sulfurosa se juntaba con la mugre del aire y producía algo parecido al betún para zapatos, a veces sólido, a veces líquido, y siempre roñoso.
Una vez por viaje se abrían todas las puertas a la parte correspondiente a cada pistón, se entraba al primer colector, se sacaban las válvulas, se pasaba al colector de cada cilindro, y se le sacaban las otras válvulas.
Y después se lavaba todo por adentro.
Es, verdaderamente, un lugar de mierda para trabajar. Hay poco aire, cada hombre tiene apenas el espacio suficiente para permanecer adentro, encorvado, y la mugre se pega a la piel, no importa cuánto se vista y cubra el que hace el trabajo. Todo es resbaloso, todo es pesado, y por más que se limpie y se limpie y se cambien los trapos, aquella pasta negra parece no irse nunca. Si Yahvé tenía esto en mente cuando maldijo a Adán, me parece que se le fue la mano.
Pero se pagaba aparte, por sobre el sueldo, y era una plata que servía.
Aquel viaje, el Jefe del San Luis decidió que, como había tiempo, el colector se haría en Singapur.
Para el que no conozca Singapur (me han contado que hay gente así) va ser difícil imaginar cuánto complicaba esta elección de puerto el trabajo. Para medir la humedad ambiente de Singapur habría que inventar un nuevo sistema de unidades –quizás fuera más sencillo medir la escasa cantidad de aire que queda para respirar en esa sopa tibia que tienen por atmósfera-. Y el calor no sólo es elevado, sino que es constante e ineludible, aflojando un poco apenas con la lluvia de cada tarde.
A ese ambiente, parecido al de un vestuario donde un equipo entero de fútbol se está dando una ducha caliente, hay que sumarle el calor en máquinas de los motores que generan electricidad, las bombas, los tableros eléctricos (cada uno de ellos una estufita), la caldera y todas las tuberías de vapor, para luego por fin disfrutar del placer de imaginarse sumido en él y metido en un cajón pequeño, con una lámpara portátil quemándole la mollera, cerrado, y pringado de barro del piso al techo. Eso era “hacer” el colector de barrido en Singapur.
El Nabo de que hablamos estaba haciendo su primer viaje como aprendiz de engrasador. No se espera mucho de alguien que no tiene ninguna experiencia a bordo (para eso es aprendiz) pero sí que, por lo menos, pueda caminar y masticar chicle a la vez. Este no. Este barría una zona y llevaba la palita con tierra hasta la otra punta de la máquina, pasando por debajo de todos los ventiladores posibles y sin darse cuenta de que llegaba al tacho con la pala vacía. Este era un “hombre de la noche”, amigo de tomar cerveza y tocar la guitarra hasta la madrugada e imposible de despertar a la hora en que todo el mundo empezaba a trabajar. Un tipo con mucha onda, y con un secreto.
Como buen “hombre de la noche”, piola, canchero, el nabo fumaba hasta cuando se duchaba. Porque claro, ¿Quién vio jamás a un auténtico “hombre de la noche” sin un pucho en la boca y una expresión de estar de vuelta en sus ojos irritados por el humo?
Guardando celosamente su secreto, el Nabo se anotó en lo del colector para hacer (recuperar) algunos pesos. Arrancó sorprendentemente a la misma hora que los demás, con entusiasmo y decisión, y se pasó todas las horas que hizo falta dentro del colector con calor, con humedad, con suciedad, y con un cartón de Marlboro que fue filtrando con sus bronquios a lo largo del trabajo.

Terminaron el trabajo, la descarga y la carga, y el San Luis zarpó rumbo a Sudáfrica. El nabo no se sentía del todo bien, pero se aguantó a lo hombre. Aguantó todo el estrecho de Malacca, aguantó la entrada al Indico,  y aguantó lo suficiente como para que el barco llegase a un lugar donde no había forma de darle atención médica, para ser precisos, y allí nos enteramos de que se ahogaba.
Resulta que el nabo tenía asma. O alguna otra peste parecida: era delicadito de los pulmones, el tipo. Ese era su secreto. No era ningún pecado, y si lo blanqueaba podía haber seguido viaje sin problemas, pero no. El tipo no quería correr el riesgo de que lo dejaran afuera de los trabajos extra (cosa bien de nabo, porque eso no se hacía: se le daba otra parte del trabajo, nomás) y se metió en la cripta sucia y húmeda del colector sin decir nada.
Fumando como Humprey Bogart.
Para cuando avisaron al médico de a bordo (era en la era pre-Menem, cuando todavía se consideraba que los marinos merecíamos alguna asistencia en viajes largos. Hoy cualquier mascota va al veterinario, pero el barquero se cura solo)… perdón, sigo: para cuando el médico se enteró, el tipo tenía un edema pulmonar de campeonato. Yo no sabía mucho de medicina, pero, según lo que explicó el que sí sabía, los pulmones se defendieron de la agresión produciendo agua, y se les fue la mano. El nabo tenía apenas un tercio de cada pulmón (el cuernito de arriba de cada uno) para respirar, y se le iban a acabar pronto.
Hay un punto del Índico que está equidistante de la nada: bueno, precisamente allí empezó a hacer agua The Marlboro Man. El capitán puso rumbo inmediato a Ceilán, que era lo más cercano (aunque me cago en la diferencia, parece que dijo), máquinas puso el motor a toda potencia, y el médico empezó a inyectarle no me acuerdo qué cosa que, al activarle el sistema circulatorio, le permitía vivir con el poco aire que raspaba con esos pulmones de pollo que le habían quedado. Era una solución provisoria, claro: si le daba más, lo mataba del ataque cardíaco. Si le daba menos, o si los pulmones se llenaban un poco más de agua, se ahogaba.
Por supuesto, vivía enchufado al oxígeno de la enfermería. Y por supuesto, también, se lo respiró todo en día y medio (los barcos no están preparados para mucho más). Le contamos al médico que teníamos un montón de oxígeno, pero para soldar, lástima. –Es lo mismo- nos dijo. Nosotros pensábamos que no, pero, según él, la diferencia era una de pureza y limpieza del gas, no química. –Y no hay mucho de dónde elegir: o respira oxígeno de soldadura, o se muere-
Para que los latinos creativos no hagan esto, los fabricantes de gases hacen incompatibles las roscas de los cilindros de gas de enfermería y las de los de soldadura. No conocían a los mecánicos de a bordo: una hora de torno después, el nabo respiraba tranquilo de un tubo despintado y roñoso de soldadura autógena.
Cuando el buque llegó a Ceilán (recalentado y sentido en varios aspectos técnicos que no vale la pena aclarar) lo esperaba en la rada una lancha ambulancia. Bajaron al nabo con toda urgencia y se lo llevaron a un hospital de tierra. Nosotros quedamos allí unas horas, espantados, preocupados, en un lugar del planeta donde no teníamos la menor intención de ir a parar y que nos había alejado de nuestra ruta un buen pedazo de planeta. La cosa debe haberle salido bastante cara a la Empresa (sólo los cuatro o cinco días de demora ya eran de por sí una buena cantidad de dólares), y nunca quise saber la parva de papeles que tuvo que hacer el capitán para emprolijar la cosa.

Mes y pico después llegábamos a Baires. No era como ahora, no había tantas comunicaciones ni tantas noticias, y lo único que sabíamos era que el nabo había sobrevivido y había sido repatriado por avión. Nada más.
Un día, sin preaviso, vino a bordo a buscar los documentos y equipaje que tuvo que abandonar cuando le tocó la excursión a Ceilán. Varios lo vimos acercarse al buque y nos dispusimos a saludarlo y felicitarlo cuando, en medio de su subida por la planchada, y como quién no puede esperar un segundo más, se detuvo, sacó un cigarrillo, lo encendió y se lo metió en la boca.
Mi breve saludo no fue más allá de una despectiva puteada.

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