miércoles, 9 de abril de 2014

ANÉCDOTAS DE BARCOS: EL "PAQUETE" DEL RIO NEGRO



EL “PAQUETE” DEL RIO NEGRO:

            Los barcos ya habían entrado en esa época oscura en que las drogas a bordo, en vez de una rareza, se volvieron una peligrosa posibilidad. El mercado se había extendido, las generaciones nuevas de marinos, en uno u otro momento, habían “probado” y no sentían por los estupefacientes ese horror casi religioso de los viejos (cosa que no los volvía automáticamente traficantes, pero si les sacaba un prejuicio y los acercaba un poquito más a la tentación), y la plata en juego era mucha, y parecía fácil.
            Ciertos puertos eran un dolor de cabeza, en parte por la oferta, y en parte, también, porque el caos era tan grande durante la operación que no había forma de controlar qué subía a bordo y dónde quedaba. Ya no se podía confiar en todos los tripulantes, y el tamaño de lo que se contrabandeaba era tal que, salvo por accidente o delación, no se podía nunca estar seguro de no haber embarcado sin querer algo de aquella porquería.
            El Río Negro estuvo unos días en Santa Marta, Colombia (Sí, sí: la que tiene tren pero no tiene tranvía…aunque hay quienes dicen que la versión original enfatizaba el hecho de que lo que faltaban eran las vías) Una noche hubo a bordo una de esas fiestas con chicas de tierra –de las que se alquilan, ¿se entiende?- y fue tan salvaje que el tipo, junto con otros muchos otros tripulantes, optó por encerrarse en su camarote y tratar de dormir tapándose la cabeza con la almohada.
            A la tarde siguiente lo llaman para ver qué se podía hacer con las duchas y baños de cubierta principal, que no drenaban bien. Se habían probado los inútiles exorcismos de siempre (sopapas, aire comprimido, matafuegos, líneas de incendio) y terminaron, como de costumbre, recurriendo a máquinas. El tipo miró los planos, siguió las tuberías, y dispuso desarmar un tramo de tubo donde probablemente estuviese la obstrucción. No era raro que las tripas del buque se taparan cuando había mujeres a bordo, y esperaban encontrar la consabida obstrucción de esas cosas que siempre avergüenzan a las chicas (aunque porqué las avergüenza tirarlas a un tacho y no a un inodoro es un misterio que mi cerebro masculino jamás pudo aclarar). Se llevaron la desagradable sorpresa de encontrar un codo de cuatro pulgadas cerrado con un manojo de jeringas.
            Como a bordo todo se sabe, luego de la zarpada se comentó que las niñas traían con ellas su propio suministro de alegría en polvo, de varios tipos, y que la compartían generosamente con quienquiera que se la pidiese. Al tipo le extrañó que aquellas humildes prostitutas pudiesen pagarse esos lujos y convidar encima pero, como se encontraban en el país de origen, supuso que las cosas serían más baratas para los nativos. En otros países se maravillan de que todo el mundo coma carne de vaca en la Argentina, así que, salvando las diferencias, ambos fenómenos se podían explicar por las particularidades productivas de cada país.
            Los hechos probaron, más tarde, que la explicación era otra. Quienes buscaban una mula que transportase su producto debían saber primero a quién proponérselo. No podían hablarlo con todos y cada uno del buque, porque corrían el riesgo de encontrarse con un viejo estúpido que empezase a los gritos, ofendido, o con otro que no aceptase, discretamente, pero que después anduviese comentando por allí que lo habían “tocado” para hacer el viaje: todo el mundo sospecharía de inmediato de todo el mundo, y la cosa sería mucho más difícil. El método de selección, entonces, pasaba por el convite de las chicas. Aquel marino que aceptaba y consumía no podía hacerse mucho el ofendido, y lo más probable era que agarrase viaje. No había riesgo de meter la pata con gente derecha, y hasta capaz que se le podía vender algo a la misma mula.


            Tres días después de zarpar, un domingo a las dos de la tarde, al tipo lo llaman de máquinas (el buque, en navegación franca, no tenía guardia de oficial maquinista porque su electrónica lo calificaba como apto para “guardia desatendida”. Y la Empresa le tenía tanta confianza a esa electrónica que había dispuesto una guardia de veinticuatro horas con los tres engrasadores del buque). El engrasador le dice que no es una emergencia, pero que tiene un problema eléctrico.
            Cuando el tipo baja, y después de dar muchas vueltas, avergonzado, el engrasador le dice que no hay ningún problema. Que encontró un “paquete” escondido sobre unos tanques de fuel oil. Que ya tuvo problemas por drogas hace un tiempo (en una redada andaba con un amigo que tenía una bolsita de marihuana encima, y que la policía le había dejado una colección de moretones bastante completa, con la promesa de proceso –y muchos moretones más- si lo volvían a pescar) y que no quería más lola.
            El tipo evaluó las posibilidades. De blanquear el asunto, en principio, lo que se conseguiría sería marcarlos a él y al engrasador como entregadores: bueno desde el punto de vista procesal, malo para la salud. Luego, y como nadie deja en esos paquetes una tarjeta de “favor devolver a fulanito de tal, teléfono tal, dirección tal”, ni había forma en que una huella digital –de haberla habido- hubiera sobrevivido a la mugre, aceite y calor del lugar donde estaba escondido el regalito, todo el buque quedaría marcado como principal sospechoso. No hay que engañarse: aquello de “todo el mundo es inocente hasta que se demuestra lo contrario”, todo aquel andamiaje argumental de la televisión policial, donde sesudos detectives se desviven para encontrar entre los sospechosos al verdadero culpable y reunir pruebas para condenarlo, eso, no corre para los marinos. Para la mayoría de las legislaciones mundiales, el culpable es el buque, así, in toto. Separar la paja del trigo es mucho trabajo, y el barquero no cuenta con prensa que lo defienda, así que todos los que estaban a bordo son considerados como más o menos culpables. Quizá no vayan todos presos (aunque ha pasado), pero sin duda todos los legajos quedan manchados. Y aunque uno sea inocente, si vuelve a estar en un caso similar,  el legajo le juega en contra y se puede encontrar de repente en una cárcel turca sin otra esperanza que la de que no duela mucho.
            Este engrasador hacía guardia de mediodía a cuatro de la tarde, y de medianoche a cuatro de la mañana. El tipo apareció a las dos de la mañana, le dijo al otro que se perdiera por ahí, trepó al tanque, sacó el paquete, fue a cubierta y contribuyó un poco más a la contaminación de los mares.
            Hasta allí, fácil
            Pero el tipo se cree astuto, y no pudo evitar que su cabecita loca se pusiera a estudiar la cosa.
            Lo ponía mal el lugar que habían elegido para esconder el “paquetito” porque era un lugar en absoluto práctico. Para quien no era de máquinas parecía ideal: un espacio donde no había nada que hacer, de no más de cuarenta centímetros de alto, al que se entraba por un agujero pasahombre no mucho más grande que la tapa de un inodoro, a cuatro metros sobre el piso y en un lugar mal iluminado de máquinas. Este espacio era profundo, y no había forma de ver qué había en el fondo sin trepar deliberadamente y espiar el fondo con una linterna.
            El problema era que era tan perfecto para esconder cosas que, a vuelta de cada viaje, uno de los primeros sitios que revisaba Aduana era ese. Nadie de máquinas sería tan tonto de esconder algo allí. El tipo llegó a la conclusión, entonces, de que el bandido era alguien de cubierta o de cámara, y que unía a su deshonestidad una peligrosa ignorancia de las costumbres de Aduana en máquinas: Si no escondía bien (y NO escondía bien), si las autoridades encontraban su contrabando, no sólo el buque iba a ser sospechoso, sino que los primeros sindicados como culpables iban a ser los de máquinas (“Si está en tu sección es tuyo” suponen los Sherlock Holmes de Aduana)
            ¿Qué hacer, qué hacer?
            El tipo concluyó que la cosa ya lo superaba, y pensó que lo mejor sería llevarle el problema al Jefe. El Jefe ya era mayorcito, cercano a su retiro y poco amigo de meterse mucho en las cosas de máquinas (eran otros tiempos…) pero sin duda, cuando el tipo le explicase el peligro que corría la sección, le demostrase que hacía falta revisar concienzudamente toda la sala de máquinas, y que era fundamental el mayor secreto, el Jefe le agradecería el dato y colaboraría con él en lo que hiciera falta.
            Curiosamente, no fue así. El Jefe se enojó, sin que quedara en claro cual cosa en particular originaba su enojo. Aparentemente, el primer causante de su molestia fue que el tipo le hubiese contado. (“-¡Uuuuh…No me traigás problemas, no me traigás problemas…!-“fue su sesuda evaluación de la crisis) El segundo causante fué que en el mundo pasasen esas cosas. Y el tercero, que se esperaba de él algún tipo de medida. Aceptó guardar el secreto y pensar qué se podía hacer, ofendido aún por la incomodidad que el tipo había metido en su vida.
            Dos horas después el tipo fue llamado al camarote del capitán, el que le preguntó si era verdad todo lo que el Jefe (el que iba a guardar el secreto, ¿se acuerdan?) le había contado. El tipo reconoció que si, y se tuvo que aguantar el reto del capitán. No sólo eso: tuvo que soportar que le mostrara la cajita con reactivos químicos que le habían provisto, junto con un manual sobre cómo usarlos para identificar estupefacientes, y todo el protocolo para proceder en caso de encontrar mierda a bordo. Fue inútil que el tipo le explicara que nada de eso servía para indicar un culpable, sino apenas para pintar una cruz negra sobre el barco: el viejo venía jugando con la idea de hacer de detective y, tal vez, ganar algo de gloria como defensor de la ley. Sin riesgo, claro, porque, siendo él el denunciante, las posibilidades de quedar manchado eran mínimas.
            Y el tipo venía a decirle que no tenía caso, porque toda la evidencia estaba en el fondo del mar (alterando seriamente la conducta de muchas especies de la zona, suponía). Como con lástima le mostró al tipo que también tenía un equipo para huellas digitales, y tuvo que aguantar la evidente aclaración del tipo de que, para subir a un tanque que se mantiene por arriba de los sesenta grados hay que tener los guantes puestos o las manos de amianto.
            Finalmente, luego de un par de frustrados rezongos más, lo dejó ir, pero bajo la solemne promesa de que, si volvía a ocurrir algo así, el tipo no iba a volver a actuar por sí mismo sino que iba a dejarlo en manos de quienes estaban preparados para manejar situaciones como esa. El tipo le dio todas las garantías posibles, murmuró un “Tomá de acá…” apenas salió al pasillo y volvió a máquinas, a ver qué hacía.
            En el cuarto de control se encontró con todos los muchachos, que le pedían que cuente cómo había sido la cosa. El tipo había desoído aquel principio fundamental de la vida a bordo, que advierte que el único secreto que el marino guarda es el propio, y ahora lo pagaba con la incómoda celebridad de ser “el que tiró el paquete al agua”.
            Como la cosa ya no tenía arreglo, siguió para adelante y organizó una requisa rápida pero inteligente de todos los lugares obvios para esconder cosas en máquinas –los que todos conocían y nadie usaría jamás- y concientizó a todos a tener los ojos abiertos por si aparecía algo en un sitio no esperado. Por su parte se sentó a esperar la represalia de el o los correos que transportaban el paquete, (sólo, porque en ningún momento se mencionó al engrasador y éste se cuidó muy bien de no reclamar su porción de gloria), pero esta nunca llegó. Quizás proceder contra él en navegación hubiese sido lo mismo que firmar una confesión escrita, y quizás, también, como estaba tan claro que un idiota a bordo había tirado la cosa al agua, ninguno de sus “empleadores” podía acusarlos de haberse quedado con la carga para uso o lucro personal. La cosa quizás se pusiera fea en tierra, pero tampoco pasó nada. El tipo se desembarcó pronto y se fue a Entre Ríos de licencia, y nunca tuvo problemas por el asunto.
            Nunca más, tampoco, pudo volver a encontrar un rincón oscuro y perdido sin desconfiar de él y alumbrarle el fondo con una linterna.

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