miércoles, 9 de abril de 2014

ANÉCDOTAS DE BARCOS: ZERDOOOS, ME QUIEREN MATAAAAR!



¡ZERDOS, ME QUIEREN MATAR!:

            Cada tanto, en los buques, una frase “pega”. En tierra también, y puede que por las mismas razones. Uno siente que es una rudeza guardar silencio cuando está reunido o se cruza con otros, pero es muy consciente de que no tiene nada que decir (o no tiene ganas de pensar en algo que decir). Las frases que se han aceptado como graciosas llenan esos silencios con una cierta garantía de provocar en los demás, por lo menos, una sonrisa cómplice. No es nada nuevo: Carlitos Balá rellenaba un buen 50% de sus libretos con el “sumbudrule”, “seriola con techito” y “fresco pa chomba”, y en tierra nunca falta un “tiempo loco…”, "lo que mata es la humedad", "la plata va y viene" etc. A bordo, si se quiere, la cosa es un poco más irritante porque los temas de charla escasean, y los encuentros con terceros son inevitables, lo que hace que una persona poco paciente empiece a querer mandar al carajo al tipo que le hace el mismo chiste tonto por quinta vez en el día.
            Estas frases no son graciosas en sí mismas; quizás lo fueron alguna vez, pero lo humorístico que conservan no procede de aquella primera vez que se usaron, sino de encontrarlas a cada rato, usadas a cuenta de cualquier cosa. De hecho, muchas veces su origen se perdió en la noche de los tiempos (como la insoportable “por las pérdidas...” del Stewart, que todos usaban a cada rato y nadie sabía decir de dónde había aparecido ni qué quería decir)
            Otras, como el “!Zerdoooos! ¡Me quieren mataaaaar!” que el tipo escuchaba a cada rato cuando embarcó en el Rio Olivia, aún se podían rastrear hasta un suceso reciente.
            Cuando el tipo (que nunca fue una persona muy paciente) le preguntó a un engrasador amigo qué carájo era esa gansada, el otro se limitó a llevarlo a popa del pasillo de babor de cubierta principal, y mostrarle una colección de marcas de suelas de zapatos en el mamparo del fondo.
            Huelas de zapatos engrasados, de zapatos con mugre de cubierta, y de zapatillas. La mayoría de costado, cerca del zócalo, y un par bien marcadas de plano un poco más alto. A la altura de los hombros se podían ver también las marcas de varias manos sucias.
            Después vino la historia:

            El buque llevaba más de treinta tripulantes (como era usual en aquella época, excepto aquellos que navegaban en el lago de Palermo) y contaba, por tanto, con el enfermero que marcaba la ley. Igual que casi todos los buques de aquella época en que se tenía la extraña idea de que los tripulantes podían enfermarse o lastimarse, y de que era humanitario embarcar a alguien que supiera del asunto para poder cuidarlos (error que las autoridades pertinentes han logrado corregir en estos tiempos). Las enfermeras y enfermeros de a bordo eran personajes muy especiales, pero, como no es este el lugar para ponerse a conversar sobre ello, baste decir que, por su incumbencia en asuntos muy delicados de la tripulación, y según como empleaban sus largos ratos de ocio, se los podía dividir en dos grandes grupos: aquellos queridos por los tripulantes, y aquellos detestados por éstos. No se sabe que haya habido una categoría intermedia.
            El que había hecho el viaje previo, pobre tipo, caía en la categoría de los no queridos. No por nada en particular: parecía ser una cuestión de piel, o de trato nada más, pero había conseguido que se formase un vacío humano a su alrededor. Como no tenía socios en su trabajo, ese vacío debía ser algo muy pesado de sobrellevar, especialmente si su misma personalidad era, como parecía, “delicada”.
            Un par de errores de diagnóstico (que terminaron en consultas médicas caras en el exterior, sin fundamento alguno), y algunos desacuerdos sobre la forma de llevar la enfermería lo indispusieron con el capitán, y llevaron a que, por sobre todo el mal ambiente que tenía que soportar, le cayera encima una de esas pequeñas y mezquinas guerras de nervios de a bordo, que pueden llevar a cualquiera al límite de su civilidad.
            La cosa no era nada fuera de lo normal, y no hubiese pasado de allí (un par de meses de bronca, pedir el cambio de barco al llegar a puerto y listo) de no haber sido porque este enfermero, en medio del Atlántico, se enfermó.
            Cuando uno se enferma, lo cura el médico pero, cuando el médico cae en cama ¿quién se hace cargo?
            Bueno, según el reglamento, el primer oficial de cubierta es el jefe de la sección sanidad del buque (sección que contaba con un solo miembro, a la sazón, el enfermero), así que, aunque no tenía la menor preparación para el asunto, fue al camarote del doliente a ver con qué se encontraba (Por aquel entonces había un vago cursillo de primeros auxilios, que se aprobaba aún antes de enterarse de que lo había cursado uno, y que consistía principalmente en enfatizar la necesidad de derivar a los pacientes de inmediato con alguien que tuviese idea del asunto, y sacarse de la cabeza cualquier berretìn de Dr.Kildare que uno pudiera arrastrar de la infancia. Hoy en día el curso dura tres días. Estoy esperando todavía que alguien comente que las cosas han mejorado sensiblemente)
            Además del primero, que iba por obligación, se hizo presente la comisario de a bordo, por solidaridad, en parte, y por la amplia disponibilidad de tiempo libre que tenía si no había un puerto en vista los próximos días.
            Encontraron al enfermero en cama, sudado, confuso, e irradiando calor como una estufa de cuarzo. Por lo que se dedujo después, parecía ser que se había pescado una especie de gripe, aunque llamar a eso gripe era como explicar que un elefante africano macho era un mamífero herbívoro. El tipo no podía entender lo que le decían ni hacerse entender, y alternaba entre sofocos y escalofríos.
            El primero  y la comisaria se miraron, sin saber qué hacer. Aquello ya no era cosa de aspirinas, qué tanto. Y entonces, uno de ellos (no se supo quién: pueden haber sido ambos) recordó aquella vieja estupidez de las abuelas acerca de que, cuando alguien tenía fiebre, había que abrigarlo para que “sudara la peste”: Asustados por el estado del enfermero, y movidos por esa picardía del pánico que nos lleva a creer que es preferible hacer cualquier cosa antes que no hacer nada, lo cubrieron con mantas y le cerraron el aire acondicionado.
            Apenas lo dejaron solo, y en su media lucidez, el hombre se destapó. Y, en cada visita para ver cómo evolucionaba, sus cuidadores lo volvían a tapar y remetían las mantas bajo el colchón.
            El pobre engripado, sin fuerzas y sin poder pensar con claridad, hacía lo que podía para luchar contra aquel envoltorio de lana pero, apenas lo conseguía, la puerta de su camarote se abría y por ella entraba otro torturador que lo abrigaba.
            Finalmente, y como no podía ser de otra manera, la cosa llegó a su punto crítico. A pesar de la nube de confusión en que la enfermedad y la fiebre lo mantenían, su lado profesional le avisó que, de seguir así, podía llegar a una temperatura que lo mandase al lugar donde ya nadie necesita enfermeros. Lamentablemente, no ocurrió en un momento de lucidez, sino cuando entró en delirio.
            En su delirio entendió que estaban haciendo algo que podía matarlo y, por supuesto, ni se le ocurrió pensar que lo hacían por ignorancia y con buena voluntad: Combinó las mantas con los malos ratos, el vacío, la inquina del capitán, y concluyó que era víctima de un intento de homicidio.
            Y empezó a gritar.
            En el pasillo, tras su puerta, se hicieron presentes el primero de cubierta y la comisaria. Los gritos eran terribles, y ambos vacilaban entre entrar solos o buscar algo más de ayuda, por las dudas.
            La verdad era que no era en absoluto necesario ir a buscar ayuda: casi todo el buque (todos los que no estaban de guardia, y algunos que sí pero que se habían escapado para curiosear) se había reunido en aquel angosto pasillo, esperando averiguar qué era tanto alarido y en qué terminaba.
            Los gritos no eran del todo inteligibles (en parte por un defecto de dicción del enfermero, que lo hacía cecear), pero pronto todos tuvieron en claro que el pobre tipo gritaba  “ ¡Zeeeerdooooosss! ¡Me quieren mataaaar!!".
            Se rieron, y la cosa degeneró en carcajada general. Alentado por la risa (todo parece menos serio si hay veinte simios detrás de uno que lo consideran así y se ríen del asunto) el primero de cubierta abrió un poco la puerta y entró en el camarote.
            Se escuchó el grito de nuevo. La puerta se abrió de golpe, y por ella salió corriendo el primero, desorbitado y atropellando gente en el pasillo.
            Detrás de él, desnudo, sudado y desencajado, salió el enfermero, puñal en mano.
            (¿Quién no tenía algo así en el camarote en aquellos tiempos? ¿Quién no fue nunca lo suficientemente infantil para comprarlo en algún puerto porque resultaba impresionante de ver, y para jugar a solas con él en el camarote, fantaseando lo terrible que sería uno con eso en la mano si la situación lo ameritase?) El que blandía el enfermero, tratando de faenar a todos los del pasillo, era largo, afilado, brillante y lleno de sierras, agujeros y características que lo hacían aparecer como sumamente doloroso.
            La espantada fue inmediata. Como hacia proa estaba el loco tirando puñaladas y gritando “ ¡Zeeeerdooooosss! ¡Me quieren mataaaar!!. la tripulación, encimándose y estorbándose mutuamente corrió hacia popa por el largo pasillo. Tomaron velocidad (no hay mejor aliciente para el velocista que el cagaso), y cuando escucharon detrás los pies desnudos del delirante y su grito de muerte, aceleraron aún más.
            Ninguno pareció calcular que el pasillo tenía que terminarse en algún momento, y, como además los de las últimas filas corrían mirando hacia atrás (a la furia de ojos saltones y espuma en la boca que quería eviscerarlos), al llegar al final se estrellaron contra el mamparo. Los que venían primero pusieron un pié  y las manos hacia adelante, en un intento de aminorar el impacto, y los que venían detrás les tiraron encima unos cuantos cientos de kilos de carne que decían que era en vano. Todos terminaron en el suelo, y todos se pusieron de pié en un desordenado pero casi instantáneo revolear de piernas (no hay que olvidar en ningún momento al loco asesino desnudo que venía corriendo como podía hacia ellos). Unos escaparon a cubierta por babor, otros por estribor, otros chocaron un poco entre sí antes de caer para una u otra banda, pero todos terminaron por dejarle el camino expedito a aquel personaje de Psicosis en un par de segundos.
            Al enfermero pareció no interesarle. Empezó a subir escaleras, paso a paso, puñal en alto, y sin encontrar la menor resistencia a su paso (entre otras cosas porque prácticamente todo el barco lo seguía unos diez pasos detrás, listos a darse vuelta y salir corriendo ante la menor indicación de cambio de rumbo de aquel cuchillo) Y siempre, en su delirio, aullando el terrible “ ¡Zeeeerdooooosss! ¡Me quieren mataaaar!!. A veces ponía un largo acento en la "e", a veces otro aullado en la "o", pero siempre a todo pulmón.
            Pronto se hizo evidente que el objetivo de sus pasos no podía ser otro que el mismísimo capitán, su enemigo declarado y el cerebro maligno detrás del plan de asesinarlo.
            El final fue bastante anticlimático. El segundo de máquinas (un flaco más bueno que Lassie) se apostó en el extremo del pasillo del capitán y, con encomiable coraje y sangre fría, empezó a hablarle amistosamente. Aparentemente, el sonido de una voz amistosa fue algo tan sorprendente que consiguió atravesar los lanzallamas de la fiebre y encendió una luz en la oscuridad de su delirio. Charlándolo, acompañándolo, tratando de mostrarle amablemente la situación en que se encontraba, el segundo de máquinas consiguió que el pobre enfermo bajase el cuchillo y, finalmente, se lo entregase.
            El fin de la anécdota no estuvo nunca muy claro. El enfermero volvió a su camarote, la terapia de abuela se suspendió por aquello del método de ensayo y error, y, eventualmente, salió de su fiebre y sobrevivió. Cambió de buque. Pero su frase (gritada cada vez que algo salía mal, o se estaba aburrido, o no se encontraba lo que se buscaba) quedó en el Olivia por bastante tiempo.

            El humor también es una forma de conjurar al miedo. Dicen incluso que uno es hijo del otro. Puede que yo recuerde esta anécdota hoy, riéndome como un sonso, porque en el fondo sirve para manejar el miedo que le viene a uno cuando recapacita y se da cuenta de que, de estar en el lugar de aquel enfermero, hoy, ninguno de los que estarían en la obligación de curarlo está mucho más preparado que el pobre primero de cubierta y de aquella voluntariosa comisaria.
            .A reírse, pues.

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