EL NABO MUTILADO DEL STEWART:
Hay cosas de las que avergüenza acordarse.
Cuando el tipo empezó a navegar era práctica corriente, mar afuera, achicar
completa la sentina de máquinas cada cuatro horas (agua, aceite, combustible,
hollín, detergentes… hasta pis, a veces) y tirar la basura todas las tardes.
Nadie sentía que se cometiese un delito (de hecho no lo era. Es más: se
consideraba uno de los requisitos básicos de un buen engrasador el mantener
todo seco y limpio, tirando al mar todo lo que ofendiera el ojo en el orden de
sala de máquinas), y a nadie se le ocurría tampoco que las cosas se pudiesen
hacer de otra manera.
El trabajo de sacar la basura le tocaba a los
limpiadores (ya extintos. Eran algo así como engrasadores, pero sin guardia ni
obligación de prestar atención al funcionamiento de nada) y a los aprendices
(otros dinosaurios, desaparecidos cuando colisionó con la marina mercante el
meteorito menemista). A eso de las cuatro, por lo general, se vaciaba al mar un
tambor lleno de estopa sucia, trapos, limaduras de metal, yerba, café, cáscaras
de naranja, juntas rotas, filtros sucios y fierros inútiles. Hoy se mira con
horror esta chanchada, pero hay que tomar las cosas en perspectiva: no era que
la gente era maligna y contaminante, sino que la ética del mundo hacía todo
aquello aceptable en aquella época. Quizás mañana, cuando las chicas que se
escandalizan con estos trapos tirados al agua se den cuenta de los químicos que
vierten cada vez que se tiñen sus cabellos, o cuando se los alisan, o de los detergentes
que van al río al cabo de esas interminables alternancias entre shampoos y
cremas de enjuagues, cuando sepan de qué están hechas las cremas depilatorias y
exfoliantes que se quitan al drenaje, y sumen los litros de aceite de fritura
descargados por la pileta de la cocina a los litros de aceite misteriosamente
desaparecidos luego de cada cambio al auto, quizás, entonces, sean un poco más
humildes a la hora de condenar a los viejos barqueros.
Volviendo al tema: aquella tarde, navegando
rumbo a Israel, el primer cabo le había encargado a dos limpiadores (dos,
nótese) vaciar un tambor de doscientos litros de basura al agua. Les dio para
ello dos horas y media, como para terminar el día con eso. Como el Stewart
tenía un portalón en máquinas (algo así como la puerta de entrada a un
submarino, pero metro y medio por sobre el agua), se solía dejar allí el tambor vacío para
juntar la basura a lo largo del día y hacer más fácil su descarga al agua. El
portalón no se cerraba nunca (salvo en casos de temporal), y eso hacía que
aquel fuese el lugar más fresco de toda la sala de máquinas.
¿Se entiende, no? Te dieron un trabajo fácil,
en un lugar fresquito, y te dijeron que tenías hasta el final de la jornada
laboral para terminarlo. Cualquier barquero normal se hubiese ajustado al
programa, descargando a mano y con toda parsimonia trapito tras trapito,
tratando de no terminar antes para que no le asignaran otro laburo más pesado
en otro sitio más caluroso. El paisaje era hermoso, la brisa salada y fresca,
¡y eran dos! ¡hasta podían charlar tranquilos toda la tarde!
Pero el nabo no. El nabo tuvo que ponerse
creativo. El nabo dispuso una soga alrededor de unos tubos que pasaban sobre el
portalón, ató un borde de la soga al tambor y el otro, que pasaba por varios sitios,
a una brida unos cuatro o cinco metros a crujía. El plan era inclinar el tambor
por el portalón en un solo y elegante movimiento, vaciándolo por completo en
apenas un par de segundos, para después… bueno, creo que nunca pensaron en qué
iban a hacer después. Se apasionaron por el progreso, y no evaluaron los
riesgos. La eterna maldición de la ciencia humana…
La soga, claro, estaba por si al que inclinaba
el tambor se le resbalaba: la idea era que no cayera al agua (el tambor. Para
el tipo que lo inclinaba no habían pensado nada)
Los hechos fueron rapidísimos, pero la
reconstrucción dice que ocurrieron como sigue: mientras el nabo miraba apoyado
en un tubo cómo su socio operaba su sofisticada invención, el socio asomó como
pudo el tambor. Doscientos litros de basura, más la chapa del tambor, son
muchos kilos de basura como para poder sostenerlos o manejarlos aferrándose a
un cilindro de chapa engrasada que no tiene manijas ni nada que se le parezca.
Al operador (el segundo nabo, podríamos decir) se le escapó y, como Newton
manda, el tambor enfiló para el centro
de la tierra.
En el camino, aquel tambor se encontró con el
Mediterráneo que, gracias al diseño del Stewart, pasaba hacia atrás a dieciocho
nudos (cosa de treinta y cinco kilómetros por hora, fracción más o menos). Algo
falló en el cálculo del largo de la soga y ésta, en vez de impedir que el tacho
cayera al agua, lo dejó llegar hasta la piel del mar y se limitó a aguantarlo
cuando engulló aquel cañonazo de doscientos litros de agua que lo llenó a más
de treinta kilómetros por hora. El tambor tiró hacia atrás, el barco tiró hacia
adelante, y la soga, en medio, se tensó y pasó, en un instante, de un fláccido
colgar de los techos a la dureza de un caño de acero.
Al tensarse se aplastó contra todo que la
rodeaba. Sobre el caño donde apoyaba la mano el nabo también, y lo hizo con
tanta velocidad y tanta ferocidad, que le cortó limpio un dedo.
Había a bordo, por aquel entonces, un leve
barrunto de que los dedos podían volver a ser implantados. En previsión de que
semejante bolazo tuviese algún viso de veracidad, se dispuso gente al recuperar
el dedo.
Varios vómitos y náuseas después se llevó a la
enfermería el miembro amputado, y trataron de conservarlo como mejor se
pudiese. Pero eso es otra historia. Llegados a puerto llevaron al nabo a un
hospital militar israelí (no recuerdo su nombre: me suena algo así como Rambol,
pero como ese también es un queso francés que comprábamos en Marsella para las
picadas, no puedo estar seguro). El nabo volvió a bordo en un estado de ánimo
ambiguo: por un lado, en el hospital le dijeron que el dedo hubiera podido ser
reimplantado de haberse conservado de otra manera, pero que así como se los
dieron no servía ni para hacer pickles (cosa que lo deprimió bastante), y por
el otro, una charla con el capitán le había inspirado ilusión y alegría.
Reconozco que no estuvo bien haberlo cargado
diciéndole que el dedo sí hubiera podido ser reimplantado, pero que los
israelíes ya lo habían tenido que usar en un soldado. Insistir en que, tal vez,
en aquellos mismos momentos, su dedo podía estar tiroteando gente en las
alturas del Golán no era lo más adecuado para levantarle el ánimo, pero el nabo
no se inmutaba. Él estaba contento, y todos pensamos que era porque
(obviamente) el viaje para él se había terminado, y en cosa de tres días a lo
sumo podría estar en casa.
Pero no. No. El nabo estaba contento porque
había hecho un trato con el capitán.
Para ahorrarle gastos de pasaje y hotelería a la Empresa (el de él y el de un
tipo que tenía que relevarlo), y trámites consulares, y papeles, el capitán
–otra joyita- le propuso hacer como que no había pasado nada. Lo sacaba de
servicio extraoficialmente, viajaba de turista, y seguía cobrando como si
laburara: sueldo, trabajos extras, divisa (que son los viáticos del marino),
horas extras. Todo, con la simple condición de callarse la boca.
Me lo contó con una sonrisa de as de espadas en
el rostro, y no supe por dónde empezar a hacerle sentir su irremediable
nabidez. Empecé por explicarle que, al no sacarlo de servicio, los que iban a
hacer el trabajo que él se salvaba de hacer no podrían cobrar un peso más, ya
que, oficialmente, no hacían nada de más. Que había establecido un precedente
(que sería llamado de allí en más por su nombre, para su eterno oprobio y
deshonor) apoyándose en el cual los futuros capitanes iban a regatear siempre
el pasaje con los pobres tipos lastimados que necesitaran volver a casa. Que
había vendido un derecho que no era suyo, sino de todos. Y que, aunque poco, no dejaba de estar mutilado. Si había
que bajar al bote por la soga guardavida, si tenía que salir de raje por alguna
escalerilla por un incendio, si tenía que anudarse de apuro el chaleco
salvavidas, si había que agarrarse fuerte del borde de algo para no caerse ¿Qué
hacía con una mano menos? ¿Y de qué se disfrazaba si se le infectaba, o si, en
medio del cruce, le empezaba a doler?
Se me unieron varios en estos mismos argumentos
(y no todos fueron tan pacientes como yo, ni tan elegantes en la elección de
las palabras), y no hizo falta mucho para que, serio, murmurase “qué bolúdo…”
El barco ya había zarpado, pero así y todo juntó coraje y fue a decirle al
capitán que se había arrepentido y que quería volver a su casa en avión.
El capitán lo mandó al carájo. Le dijo que un
trato era un trato, y que, por venirle con esas cosas, ahora encima lo iba a
sacar de servicio.
Quedaban muy pocos puertos por delante, el
puesto del nabo no era indispensable y, sin el beneplácito del capitán, la
posibilidad del avión y del relevo se había esfumado, así que el nabo volvió a
casa aburrido de no hacer nada a bordo, dolorido, y por el sueldo básico.
Yo,
honestamente, no me sentí ni un poquito así de culpable.
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