sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas barqueras: ambigüedad de un dios africano



Ambigüedad de un dios africano

                El tipo embarcó de segundo maquinista en el Río Olivia. Como de costumbre, salió a la calle con un tenedor en plena lluvia de sopa: el Olivia venía haciendo hasta entonces lo mejor del Mediterráneo pero, justo justo cuando lo llaman a él, van y lo cambian de línea al Mar del Norte. A Helsinki y a Leningrado. En diciembre y enero.
                Extraños males y compromisos repentinos parecieron plagar misteriosamente y de improviso a los bronceados tripulantes efectivos de aquel barco, de modo que, a la hora de emprender la aventura por los hielos y las crueles temperaturas del círculo polar ártico, todos se vieron impedidos de embarcar. Una tripulación casi completa de nuevos relevos se hizo presente a bordo pocos días antes de la zarpada (chupándose ansiosamente sus pulgares derechos) mientras los efectivos, libreta en mano, se alejaban del dique 2 desprendiendo adoquines con las aceleradas de sus autos.
                Al tipo le gustó el barco, le gustó el camarote y le gustó la máquina. En la consola se encontró con un engrasador amigo, conocido de varios viajes y buques anteriores quien, ante su consulta sobre qué tipo de buque era aquel, se lo explicó de acuerdo a su particular método de obtener primeras impresiones de nuevos buques. Aquel método (un sistema matemático al que podríamos llamar el “método Guerrero”) consistía simplemente en contar los asientos disponibles en la consola de máquinas. “Uno” delataba sin dudas un barco severo y reglamentarista (“buchón” fue en realidad la expresión coloquial elegida por el engrasador). Durante las guardias sólo el oficial de guardia tenía derecho a sentarse, mientras que, durante las maniobras, únicamente el Jefe podía tomar asiento, debiendo el oficial permanecer de pié y el auxiliar, por supuesto, afuera y entre los motores. “Dos” era aceptable (el equipo de dos de la guardia podía sentarse en navegación), pero el auxiliar debía salir de la consola o permanecer de pié para ceder el asiento al jefe durante las maniobras. “Tres” garantizaba un jefe democrático que no veía inconvenientes en compartir la consola con la guardia. Cuatro o cinco ya incluían a mecánico y electricista en ameno coloquio con oficiales y engrasador. En un mudo gesto de satisfacción, el engrasador le señaló al tipo que el Olivia tenía dos largos bancos en la consola, contando, por tanto, con capacidad para ocho pasajeros sentados. Y dos sillones más.
                Más tranquilo respecto al clima de a bordo, el tipo fue a instalarse en su camarote. De acuerdo a una rutina personal que había aprendido a respetar luego de algún que otro disgustillo con mercaderías indeseables escondidas, lo dio vuelta y lo revisó cajón por cajón y puerta por puerta, dando vuelta el colchón y buscando puertitas secretas o mamparos flojos.
                Sobre la taquilla, bien al fondo, se encontró una de esas caras alargadas que se tallan en los hombros de las ramas del banano, y que son tan populares tanto en Brasil como en África. Ésta en particular parecía haber sido hecha por un nativo particularmente torpe, o con un concepto bastante satánico sobre lo que debe contener un rostro humano (no importa cuán estilizado esté tratando de hacerlo), o simplemente demasiado borracho como para darse cuenta del horror que estaba haciendo para vender a los turistas. Informado el ocupante previo del camarote del hallazgo, e invitado a recuperar aquella obra de arte olvidada, despreocupadamente invitó al tipo a quedársela si así lo deseaba o a tirarla a la mierda si así le pluguiese. No recordaba porqué le había parecido buena idea comprarla en su momento pero hoy, a la luz del día y de la sobriedad, era evidente que el único lugar que se podía adornar con aquello era el limoso fondo del Plata. Aquella deidad quedó, entonces, tirada en el fondo de un cajón en espera de su destino. Camisetas, calzoncillos, pantalones y abrigos fueron sepultándola cada vez más, y no fue sino hasta ya bien pasado el Ecuador que el tipo se la volvió a encontrar.
                Ahora bien: aunque muchos hoy en día lo encuentren difícil de creer, ya en aquellos tiempos existían mitos y supersticiones que luego, con el advenimiento del ISM y los sistemas de gestión, adquirieron status de postulados irrefutables o de verdades dogmáticas. La fe ciega en el poder mágico de los textos adheridos en los mamparos (análoga a las máquinas de rezar budistas, a los rezos quemados en tiritas de papel para que se eleven a los dioses, o a las maldiciones pintadas en las entradas de las tumbas egipcias) ya incordiaba la vida de los marinos mucho antes de que el cuerpo místico del ISM nos metiera en la cabeza la peregrina idea de que la gente realmente va a hacer (incluso hasta a leer) lo que se pegue en los mamparos. Se usaban unos coquetos marquitos de madera, protegidos por vidrios delgados y, si vamos a eso, la única diferencia con los hechizos y encantamientos actuales era que aquellos se escribían con la Olivetti en vez de imprimirse con la Epson.
                Una semana o cosa así después de haber zarpado, el tipo encontró uno de estos gualichos institucionales, lo descolgó, lo vació de su texto inútil, y se puso a pensar de qué forma se podía hacer que toda aquella manufactura cumpliera alguna función útil. Miró la talla africana, miró el marquito, volvió a mirar la talla… y un nuevo ser sobrenatural apareció en la tierra.
                Aquella noche, pasada la medianoche (no por cuestiones supersticiosas, sino porque su guardia empezaba a esa hora) colgó la talla en el cuarto de control de máquinas, exactamente sobre el pupitre de comando del motor. Como era demasiado larga para caber verticalmente la tuvo que instalar inclinada sobre el espectador (el mentón contra el mamparo, la alta y cornuda frente encajada contra el techo pero a unos treinta centímetros del borde) de modo tal que aquel esperpento parecía cernirse amenazador sobre cualquiera que se pusiese de pié frente a los controles. Junto a ella, y sobre el armario de instrumentos de control, colgó el cuadrito con el siguiente texto:
“Este que veis aquí es el dios MINGAWAMPA.
Mingawampa protege el honor y la fidelidad de la negra que quedó sola en la choza, allá en la aldea.
Mingawampa te asegura muchas horas extras y mucha plata de tareas mecánicas.
Mingawampa sólo exige que, en el lugar que se ha consagrado como su templo (la consola) se cumpla con el sacrificio que desde siempre se le ha brindado en lo profundo de las selvas africanas. Mientras se esté en su templo, siempre, y durante todo el tiempo, se debe tener una sonrisa en la boca.
O si no…”

                El chiste suscitó muchas carcajadas al día siguiente (cuando los otros oficiales, engrasadores, mecánicos, electricistas y limpiadores fueron cayendo para realizar sus tareas), y también algo muy curioso cuyo origen no quedó nunca muy en claro. La cosa fue que aquello, que empezó como un sonreír para hacer la gracia de fingir que se cumplía con el sacrificio a Mingawampa, fue convirtiéndose poco a poco en una costumbre del barco. No se sabe bien si fue por seguir la rutina de un chiste, o si fue por encontrar que las relaciones entre compañeros eran mucho más sencillas si todos se comprometían a sostener sus sonrisas, o si quizás fue por simple y espontáneo contagio, o si (como algunos cínicos sostenían) por miedo a que Mingawampa dejase de cuidar que la negra de la aldea se portase bien para con uno…pero la cosa fue que durante varias semanas fue normal que el que entrase al cuarto de control se calzase una ancha y brillante sonrisa en el rostro. Como nadie podía resistir aquellas muecas tan grotescas (hay caras que, simplemente, no fueron hechas para sonreír) la cosa inevitablemente producía hilaridad, y aquella risa reivindicaba la falsía de aquella primera mueca al transformarla en una verdadera y franca señal de alegría.
                Para cuando ocurrió aquel fatídico encuentro entre el Jefe y Mingawampa, la tripulación ya había inventado nuevas y originales formas de divertirse con el feo dios africano. Se le paraban delante y le hacían reverencias, hacían referencias entre ellos a cómo andarían las cosas allá en las aldeas del fondo de la selva africana (Berazategui y Villa Domínico eran un par de las más mentadas), y hasta hablaban francamente de negocios con el dios, insistiendo sobre los dólares a cobrar de divisa, los mangos por cada pistón y motor que se hacía por tarea mecánica, y el promedio alto de horas extra que se esperaba cobrar a fin de mes.
                Hasta que una tarde, en la primera maniobra de entrada a puerto, bajó el Jefe (eran otros tiempos, chicos. El Jefe bajaba -perfumado Zeus tonante- solamente a contemplar y legitimar las maniobras o a mirar desde su imponencia cómo su gente resolvía aquellos problemas que, por su gravedad, habían justificado suficientemente la audacia de llamarlo y de solicitar su comparecencia. El resto del tiempo moraba en las alturas, poderoso, olímpico y limpito)
                Empieza a maniobrar los controles del principal este Jefe y, concentrado en las maniobras y ocupado en leer instrumentos y escuchar respuestas de los equipos, no reparó en la talla hasta que, distraído, levantó en un momento la vista y pegó un salto atrás de puro asustado (Mingawampa, no sé si lo dejé bien en claro, era feísimo). Exaltado, empezó a rezongar, a putear y a exigir a los gritos que sacasen “aquello” de allí. Por supuesto, se le obedeció inmediatamente pero, en cuanto se lo vio un poco más aplacado, se le explicó que era un chiste sin ninguna otra intención que la de bromear un poco. El Tipo, que era en el fondo el responsable del Culto, se hizo entonces cargo de la humorada y trató de que el Jefe viera el humor del asunto. No lo vio. El Jefe estaba convencido de que ese tipo de máscaras traían mala suerte (mucha, rápida y despiadada), y exigió preocupado que se tirase inmediatamente por la borda aquella diabólica muestra de artesanía indígena.
                Como con el Jefe no se discutía (repito, chicos: eran otros tiempos…) allá fue Mingawampa a asustar a los peces de aquella región. Supongo que aún debe estar por ahí: era demasiado horrible como para que algo se lo comiese o para que el coral le creciese por encima.
                Y a partir de ese momento, y por causas que solo aquellos versados en lo sobrenatural se atreverían a explicar, una inexplicable racha de contratiempos entorpeció los trabajos y guardias de aquella sala de máquinas. Una irresoluble discusión teológica se inició, incluso, entre el tipo y el Jefe. El Jefe sostenía que todos los males y desgracias que ocurrían tenían origen en haber colocado la talla fatídica en el cuarto de control, mientras que el tipo (con una casuística igualmente irreprochable) se defendía aduciendo que la maldición provenía de haber iniciado a Mingawampa en el deporte del buceo. Las opiniones estaban divididas y, estando la posibilidad de experimentar con un desagravio al engendro africano para siempre lejos de ambos abogados, nunca se llegó a una conclusión definitiva.
                De todas formas, y aunque el Jefe nunca dio el brazo a torcer, el “culto de la sonrisa constante” persistió hasta fin de viaje, y no fueron pocos los que reconocieron que ayudó muchísimo a sobrellevar la nostalgia, el calor, el frío y los malos momentos.
                Que es lo máximo que la gente puede esperar, en el fondo, de cualquier religión.

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