Ambigüedad de un dios africano
El tipo embarcó de segundo
maquinista en el Río Olivia. Como de costumbre, salió a la calle con un tenedor
en plena lluvia de sopa: el Olivia venía haciendo hasta entonces lo mejor del Mediterráneo
pero, justo justo cuando lo llaman a él, van y lo cambian de línea al Mar del Norte.
A Helsinki y a Leningrado. En diciembre y enero.
Extraños males y compromisos repentinos
parecieron plagar misteriosamente y de improviso a los bronceados tripulantes efectivos
de aquel barco, de modo que, a la hora de emprender la aventura por los hielos
y las crueles temperaturas del círculo polar ártico, todos se vieron impedidos
de embarcar. Una tripulación casi completa de nuevos relevos se hizo presente a
bordo pocos días antes de la zarpada (chupándose ansiosamente sus pulgares
derechos) mientras los efectivos, libreta en mano, se alejaban del dique 2
desprendiendo adoquines con las aceleradas de sus autos.
Al tipo le gustó el barco, le
gustó el camarote y le gustó la máquina. En la consola se encontró con un
engrasador amigo, conocido de varios viajes y buques anteriores quien, ante su
consulta sobre qué tipo de buque era aquel, se lo explicó de acuerdo a su
particular método de obtener primeras impresiones de nuevos buques. Aquel método
(un sistema matemático al que podríamos llamar el “método Guerrero”) consistía simplemente
en contar los asientos disponibles en la consola de máquinas. “Uno” delataba
sin dudas un barco severo y reglamentarista (“buchón” fue en realidad la
expresión coloquial elegida por el engrasador). Durante las guardias sólo el
oficial de guardia tenía derecho a sentarse, mientras que, durante las
maniobras, únicamente el Jefe podía tomar asiento, debiendo el oficial
permanecer de pié y el auxiliar, por supuesto, afuera y entre los motores.
“Dos” era aceptable (el equipo de dos de la guardia podía sentarse en
navegación), pero el auxiliar debía salir de la consola o permanecer de pié para
ceder el asiento al jefe durante las maniobras. “Tres” garantizaba un jefe democrático
que no veía inconvenientes en compartir la consola con la guardia. Cuatro o
cinco ya incluían a mecánico y electricista en ameno coloquio con oficiales y
engrasador. En un mudo gesto de satisfacción, el engrasador le señaló al tipo
que el Olivia tenía dos largos bancos en la consola, contando, por tanto, con
capacidad para ocho pasajeros sentados. Y dos sillones más.
Más tranquilo respecto al clima
de a bordo, el tipo fue a instalarse en su camarote. De acuerdo a una rutina
personal que había aprendido a respetar luego de algún que otro disgustillo con
mercaderías indeseables escondidas, lo dio vuelta y lo revisó cajón por cajón y
puerta por puerta, dando vuelta el colchón y buscando puertitas secretas o
mamparos flojos.
Sobre la taquilla, bien al
fondo, se encontró una de esas caras alargadas que se tallan en los hombros de
las ramas del banano, y que son tan populares tanto en Brasil como en África. Ésta
en particular parecía haber sido hecha por un nativo particularmente torpe, o
con un concepto bastante satánico sobre lo que debe contener un rostro humano
(no importa cuán estilizado esté tratando de hacerlo), o simplemente demasiado
borracho como para darse cuenta del horror que estaba haciendo para vender a
los turistas. Informado el ocupante previo del camarote del hallazgo, e
invitado a recuperar aquella obra de arte olvidada, despreocupadamente invitó
al tipo a quedársela si así lo deseaba o a tirarla a la mierda si así le
pluguiese. No recordaba porqué le había parecido buena idea comprarla en su
momento pero hoy, a la luz del día y de la sobriedad, era evidente que el único
lugar que se podía adornar con aquello era el limoso fondo del Plata. Aquella
deidad quedó, entonces, tirada en el fondo de un cajón en espera de su destino.
Camisetas, calzoncillos, pantalones y abrigos fueron sepultándola cada vez más,
y no fue sino hasta ya bien pasado el Ecuador que el tipo se la volvió a
encontrar.
Ahora bien: aunque muchos hoy en
día lo encuentren difícil de creer, ya en aquellos tiempos existían mitos y
supersticiones que luego, con el advenimiento del ISM y los sistemas de
gestión, adquirieron status de postulados irrefutables o de verdades dogmáticas.
La fe ciega en el poder mágico de los textos adheridos en los mamparos (análoga
a las máquinas de rezar budistas, a los rezos quemados en tiritas de papel para
que se eleven a los dioses, o a las maldiciones pintadas en las entradas de las
tumbas egipcias) ya incordiaba la vida de los marinos mucho antes de que el
cuerpo místico del ISM nos metiera en la cabeza la peregrina idea de que la
gente realmente va a hacer (incluso hasta a leer) lo que se pegue en
los mamparos. Se usaban unos coquetos marquitos de madera, protegidos por
vidrios delgados y, si vamos a eso, la única diferencia con los hechizos y
encantamientos actuales era que aquellos se escribían con la Olivetti en vez de
imprimirse con la Epson.
Una semana o cosa así después de
haber zarpado, el tipo encontró uno de estos gualichos institucionales, lo
descolgó, lo vació de su texto inútil, y se puso a pensar de qué forma se podía
hacer que toda aquella manufactura cumpliera alguna función útil. Miró la talla
africana, miró el marquito, volvió a mirar la talla… y un nuevo ser
sobrenatural apareció en la tierra.
Aquella noche, pasada la medianoche
(no por cuestiones supersticiosas, sino porque su guardia empezaba a esa hora)
colgó la talla en el cuarto de control de máquinas, exactamente sobre el
pupitre de comando del motor. Como era demasiado larga para caber verticalmente
la tuvo que instalar inclinada sobre el espectador (el mentón contra el
mamparo, la alta y cornuda frente encajada contra el techo pero a unos treinta
centímetros del borde) de modo tal que aquel esperpento parecía cernirse
amenazador sobre cualquiera que se pusiese de pié frente a los controles. Junto
a ella, y sobre el armario de instrumentos de control, colgó el cuadrito con el
siguiente texto:
“Este
que veis aquí es el dios MINGAWAMPA.
Mingawampa
protege el honor y la fidelidad de la negra que quedó sola en la choza, allá en
la aldea.
Mingawampa
te asegura muchas horas extras y mucha plata de tareas mecánicas.
Mingawampa
sólo exige que, en el lugar que se ha consagrado como su templo (la consola) se
cumpla con el sacrificio que desde siempre se le ha brindado en lo profundo de
las selvas africanas. Mientras se esté en su templo, siempre, y durante todo el
tiempo, se debe tener una sonrisa en la boca.
O si
no…”
El chiste suscitó muchas
carcajadas al día siguiente (cuando los otros oficiales, engrasadores,
mecánicos, electricistas y limpiadores fueron cayendo para realizar sus
tareas), y también algo muy curioso cuyo origen no quedó nunca muy en claro. La
cosa fue que aquello, que empezó como un sonreír para hacer la gracia de fingir
que se cumplía con el sacrificio a Mingawampa, fue convirtiéndose poco a poco
en una costumbre del barco. No se sabe bien si fue por seguir la rutina de un
chiste, o si fue por encontrar que las relaciones entre compañeros eran mucho más
sencillas si todos se comprometían a sostener sus sonrisas, o si quizás fue por
simple y espontáneo contagio, o si (como algunos cínicos sostenían) por miedo a
que Mingawampa dejase de cuidar que la negra de la aldea se portase bien para
con uno…pero la cosa fue que durante varias semanas fue normal que el que
entrase al cuarto de control se calzase una ancha y brillante sonrisa en el
rostro. Como nadie podía resistir aquellas muecas tan grotescas (hay caras que,
simplemente, no fueron hechas para sonreír) la cosa inevitablemente producía
hilaridad, y aquella risa reivindicaba la falsía de aquella primera mueca al
transformarla en una verdadera y franca señal de alegría.
Para cuando ocurrió aquel
fatídico encuentro entre el Jefe y Mingawampa, la tripulación ya había
inventado nuevas y originales formas de divertirse con el feo dios africano. Se
le paraban delante y le hacían reverencias, hacían referencias entre ellos a
cómo andarían las cosas allá en las aldeas del fondo de la selva africana
(Berazategui y Villa Domínico eran un par de las más mentadas), y hasta
hablaban francamente de negocios con el dios, insistiendo sobre los dólares a
cobrar de divisa, los mangos por cada pistón y motor que se hacía por tarea
mecánica, y el promedio alto de horas extra que se esperaba cobrar a fin de
mes.
Hasta que una tarde, en la
primera maniobra de entrada a puerto, bajó el Jefe (eran otros tiempos, chicos.
El Jefe bajaba -perfumado Zeus tonante- solamente a contemplar y legitimar las
maniobras o a mirar desde su imponencia cómo su gente resolvía aquellos
problemas que, por su gravedad, habían justificado suficientemente la audacia
de llamarlo y de solicitar su comparecencia. El resto del tiempo moraba en las
alturas, poderoso, olímpico y limpito)
Empieza a maniobrar los
controles del principal este Jefe y, concentrado en las maniobras y ocupado en
leer instrumentos y escuchar respuestas de los equipos, no reparó en la talla
hasta que, distraído, levantó en un momento la vista y pegó un salto atrás de
puro asustado (Mingawampa, no sé si lo dejé bien en claro, era feísimo).
Exaltado, empezó a rezongar, a putear y a exigir a los gritos que sacasen
“aquello” de allí. Por supuesto, se le obedeció inmediatamente pero, en cuanto
se lo vio un poco más aplacado, se le explicó que era un chiste sin ninguna
otra intención que la de bromear un poco. El Tipo, que era en el fondo el
responsable del Culto, se hizo entonces cargo de la humorada y trató de que el
Jefe viera el humor del asunto. No lo vio. El Jefe estaba convencido de que ese
tipo de máscaras traían mala suerte (mucha, rápida y despiadada), y exigió
preocupado que se tirase inmediatamente por la borda aquella diabólica muestra
de artesanía indígena.
Como con el Jefe no se discutía
(repito, chicos: eran otros tiempos…) allá fue Mingawampa a asustar a los peces
de aquella región. Supongo que aún debe estar por ahí: era demasiado horrible
como para que algo se lo comiese o para que el coral le creciese por encima.
Y a partir de ese momento, y por
causas que solo aquellos versados en lo sobrenatural se atreverían a explicar, una
inexplicable racha de contratiempos entorpeció los trabajos y guardias de
aquella sala de máquinas. Una irresoluble discusión teológica se inició,
incluso, entre el tipo y el Jefe. El Jefe sostenía que todos los males y
desgracias que ocurrían tenían origen en haber colocado la talla fatídica en el
cuarto de control, mientras que el tipo (con una casuística igualmente
irreprochable) se defendía aduciendo que la maldición provenía de haber
iniciado a Mingawampa en el deporte del buceo. Las opiniones estaban divididas
y, estando la posibilidad de experimentar con un desagravio al engendro
africano para siempre lejos de ambos abogados, nunca se llegó a una conclusión
definitiva.
De todas formas, y aunque el
Jefe nunca dio el brazo a torcer, el “culto de la sonrisa constante” persistió
hasta fin de viaje, y no fueron pocos los que reconocieron que ayudó muchísimo
a sobrellevar la nostalgia, el calor, el frío y los malos momentos.
Que es lo máximo que la gente
puede esperar, en el fondo, de cualquier religión.
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