Tesoro oculto
El tipo embarcó en el Almirante
Stewart (el Estíguar, para los amigos) allá por el `85, cuando todavía era un
barco elegante y orgulloso. Probablemente el mejor que le haya tocado, reconoce
hoy en día, a pesar de no haber tenido cuarto de control con aire acondicionado
y de haber contado con menos alarmas que un avión kamikaze (y el automatismo de
una bicicleta, si vamos a buscarle defectos). Lo que al Stewart le faltaba de
tecnología lo suplía con una calidad de materiales aristocrática, de modo que
fallas, averías, black-outs y paradas imprevistas eran monstruos imaginarios
que se rumoreaba moraban en otros
buques de la Empresa. El Stewart simplemente no fallaba, no se detenía, no daba
sorpresas ni disgustos. Navegaba a 18 nudos contra los 14 de sus rivales (o sea
que navegaba menos días entre puerto y puerto), y tardaba tres veces más en
cargar y descargar que ellos debido a lo afilado de sus líneas de construcción
(o sea que, si, adivinaron, permanecía casi el triple de tiempo en los puertos
de Brasil y el Mediterráneo que tocaba por aquella época). Sólido, rápido,
puntiagudo y confiable, sobreviviente de una época diferente del comercio
marítimo, era el lugar ideal para quedarse hasta jubilarse.
Muchos pensaban así, y lo cierto
era que gran parte de la confiabilidad de aquel fierro estribaba tanto en la
antigüedad de su tripulación como en la calidad de sus materiales. No es que sus
marinos fuesen viejos viejos, ni
ancianos (bueno, algunos si…) sino que habían llegado a aquella nave con su
primer embarco y no la habían dejado jamás.
La monumental experiencia acumulada por un grupo de gente que armaba y
desarmaba regularmente los mismos equipos desde hacía años hacía que la noción
de sorpresa solo tuviese cabida en lo que refería a las cosas que la cocina
enviaba al comedor en sus fuentes y tarrinas.
Uno de sus jefes,
particularmente (un señor amable y paternal, que rara vez levantaba la voz y
que era apreciado unánimemente por toda la gente de máquinas) fue quién recibió
al tipo a bordo cuando cayó como tercer oficial. Había hecho toda su carrera
desde segundo oficial en el Stewart, y conocía al dedillo cada cable, cada
tubo, cada motor y, sobre todo, cada anécdota y personaje de aquellos veinte
años de recorrer el mundo. El Stewart tenía un frondoso anecdotario barquero, y
muchos y muy jugosos capítulos sobre la importación amateur de artículos
suntuarios, que algunos groseros insistían en llamar “contrabando”. En épocas
pretéritas, cuando un buen desodorante, un jean, un perfume o un buen whisky
eran considerados pecado mortal por los dictatoriales gobiernos argentinos,
estos defensores del derecho al libre consumo y a la libre elección de aquello
que uno compra con dinero bien habido traían a Buenos Aires cargas completas,
hábilmente ocultas, de artículos divertidos y placenteros.
Uno de los cuentos que más
cautivó al tipo fue el de un viejo primer cabo de máquinas que tenía un cliente
en Buenos Aires para los Rolex de oro. A lo largo de una interminable maniobra
de entrada a Venecia por el Gran Canal, el jefe le fue contando los detalles de
aquella ironía del destino.
El cabo compraba cada viaje una
caja del tamaño de una caja de zapatos (pero la mitad de alta, indicaba el jefe
con sus manos) llena de Rolex de oro. Mucha plata. Y mientras otros sudaban y
pasaban angustias tratando de hacer una diferencia descargando cajas y cajas de
whisky, o paquetes y paquetes de perfumes franceses, o televisores engorrosos y
voluminosos equipos de sonido, aquel viejo ganaba mucha más plata saliendo del
puerto tranquilamente con aquella cajita bajo el asiento de su auto vacío.
Por aquella prudencia barquera
contra la delación ajena a la aduana (y también por un poquitito de
desconfianza hacia sus compañeros) el viejo, como tantos otros, tenía un
escondite secreto y en él dejaba, todo el viaje, sus relojes de oro. Se sabía
que estaba en la sentina (debajo del piso más bajo de la sala de máquinas,
donde sólo hay una maraña de tubos, tanques y la panza verdadera del barco).
Era el conocedor más avezado de todos aquellos circuitos y recovecos, y nadie
como él había explorado los rincones entre cuadernas y casco, entre carters y
cofferdams, bajo cisternas y entre basamentos de bombas y compresores. Como un
topo o una vizcacha, podía levantar una plancha de metal de un extremo de la
máquina, bajar a la sentina y salir por el otro extremo, no sólo limpio sino también
rápido.
Bueno, el caso fue que a este
mercader solitario lo alcanzó el destino en medio del Atlántico, bajando de
vuelta a Buenos Aires. Un accidente cerebro vascular lo dejó inconsciente
instantáneamente y lo mató antes de llegar a puerto…o de poder revelar el lugar
donde escondía su mercadería. Luego del luto y la pena, luego de la triste
estadía, y durante el viaje siguiente, todos los que sabían de los relojes
empezaron a explorar el oscuro mundo del cabo en busca de la famosa cajita,
pero sin resultado.
Nunca, jamás, se pudo dar ni con
un sólo reloj.
El tipo, por supuesto, objetó
que aquello no era seguro. Alguien podía haber encontrado la caja y, con buen
criterio, no revelarlo jamás. El jefe aceptó que era posible, pero sumamente
improbable. Nadie estaba nunca del todo sólo en máquinas (siempre había por lo
menos dos), y a cualquier compañero de guardia le llamaría la atención que su
socio, luego de un rato vagando sólo por los pantoques, saliese con algo en la
mano. Bueno, insistió el tipo, podían haber compartido los relojes y el
secreto. El jefe se encogió de hombros: en su experiencia, dijo, el secreto en un barco se guarda sólo cuando
a uno, en lo personal, le interesa que
no se conozca. Nadie guarda el secreto que le conviene a otro. Y una vez
vendidos los relojes, decía, a los de esa guardia no les habría alcanzado el
tiempo para contar lo que habían hecho y lo astutos que habían sido.
No, meneaba la cabeza convencido
el Jefe: los relojes seguían ahí, y
ahí iban a seguir hasta que aparecieran en el desguace del barco.
Como no podía ser de otra
manera, el tipo, en su próxima guardia, se vistió de ropas viejas, se ató un
trapo en la cabeza, y, linterna en mano, se zambulló en la sentina.
A lo largo de su avance iba
encontrando todas aquellas cosas que se caían y que daba pereza bajar para
buscar. Trapos, bolas de estopa, destornilladores, llaves combinadas, alguna
que otra lata de duraznos o de tomates, pedazos de juntas y de empaquetaduras,
linternas rotas y todo tipo de tapas y tapitas. Cada tanto empujaba una plancha
de chapa, afloraba y depositaba el montón de cosas que había encontrado (son
peligrosas porque, en una emergencia, pueden tapar la bomba de achique e impedir
que el barco descargue al exterior el agua que, de otra manera, lo hundiría).
Cuando no podía levantar la chapa simplemente sacaba su mano sucia por algún
agujero de esos hechos para abrir válvulas desde arriba, dejaba todo como el
Dedos de los Locos Addams, y seguía su exploración.
Un par de horas después, al
asomarse a respirar un poco de aire y ver un poco de luz, se encontró con el
actual primer cabo. Aquel correntino joven y pacífico lo contemplaba con una
sonrisa intrigada desde arriba, y el tipo, comprendiendo su desesperada
necesidad de ayuda, se alzó hasta el piso y le explicó toda aquella historia de
los Rolex y el accidente cerebro vascular.
El correntino conocía la
historia, si. Y no creía que los relojes siguiesen allí. El tipo, si quería,
podía seguir buscando todo el día, pero eso sí, más le valía saber que el Jefe
le contaba el mismo cuento a todos los que embarcaban por primera vez.
Le apasionaba tener la sentina
limpita y el tablero de herramientas completo.
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