sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Tesoro oculto



Tesoro oculto

                El tipo embarcó en el Almirante Stewart (el Estíguar, para los amigos) allá por el `85, cuando todavía era un barco elegante y orgulloso. Probablemente el mejor que le haya tocado, reconoce hoy en día, a pesar de no haber tenido cuarto de control con aire acondicionado y de haber contado con menos alarmas que un avión kamikaze (y el automatismo de una bicicleta, si vamos a buscarle defectos). Lo que al Stewart le faltaba de tecnología lo suplía con una calidad de materiales aristocrática, de modo que fallas, averías, black-outs y paradas imprevistas eran monstruos imaginarios que se rumoreaba moraban en otros buques de la Empresa. El Stewart simplemente no fallaba, no se detenía, no daba sorpresas ni disgustos. Navegaba a 18 nudos contra los 14 de sus rivales (o sea que navegaba menos días entre puerto y puerto), y tardaba tres veces más en cargar y descargar que ellos debido a lo afilado de sus líneas de construcción (o sea que, si, adivinaron, permanecía casi el triple de tiempo en los puertos de Brasil y el Mediterráneo que tocaba por aquella época). Sólido, rápido, puntiagudo y confiable, sobreviviente de una época diferente del comercio marítimo, era el lugar ideal para quedarse hasta jubilarse.
                Muchos pensaban así, y lo cierto era que gran parte de la confiabilidad de aquel fierro estribaba tanto en la antigüedad de su tripulación como en la calidad de sus materiales. No es que sus marinos fuesen viejos viejos, ni ancianos (bueno, algunos si…) sino que habían llegado a aquella nave con su primer embarco y no la habían dejado jamás.  La monumental experiencia acumulada por un grupo de gente que armaba y desarmaba regularmente los mismos equipos desde hacía años hacía que la noción de sorpresa solo tuviese cabida en lo que refería a las cosas que la cocina enviaba al comedor en sus fuentes y tarrinas.
                Uno de sus jefes, particularmente (un señor amable y paternal, que rara vez levantaba la voz y que era apreciado unánimemente por toda la gente de máquinas) fue quién recibió al tipo a bordo cuando cayó como tercer oficial. Había hecho toda su carrera desde segundo oficial en el Stewart, y conocía al dedillo cada cable, cada tubo, cada motor y, sobre todo, cada anécdota y personaje de aquellos veinte años de recorrer el mundo. El Stewart tenía un frondoso anecdotario barquero, y muchos y muy jugosos capítulos sobre la importación amateur de artículos suntuarios, que algunos groseros insistían en llamar “contrabando”. En épocas pretéritas, cuando un buen desodorante, un jean, un perfume o un buen whisky eran considerados pecado mortal por los dictatoriales gobiernos argentinos, estos defensores del derecho al libre consumo y a la libre elección de aquello que uno compra con dinero bien habido traían a Buenos Aires cargas completas, hábilmente ocultas, de artículos divertidos y placenteros.
                Uno de los cuentos que más cautivó al tipo fue el de un viejo primer cabo de máquinas que tenía un cliente en Buenos Aires para los Rolex de oro. A lo largo de una interminable maniobra de entrada a Venecia por el Gran Canal, el jefe le fue contando los detalles de aquella ironía del destino.
                El cabo compraba cada viaje una caja del tamaño de una caja de zapatos (pero la mitad de alta, indicaba el jefe con sus manos) llena de Rolex de oro. Mucha plata. Y mientras otros sudaban y pasaban angustias tratando de hacer una diferencia descargando cajas y cajas de whisky, o paquetes y paquetes de perfumes franceses, o televisores engorrosos y voluminosos equipos de sonido, aquel viejo ganaba mucha más plata saliendo del puerto tranquilamente con aquella cajita bajo el asiento de su auto vacío.
                Por aquella prudencia barquera contra la delación ajena a la aduana (y también por un poquitito de desconfianza hacia sus compañeros) el viejo, como tantos otros, tenía un escondite secreto y en él dejaba, todo el viaje, sus relojes de oro. Se sabía que estaba en la sentina (debajo del piso más bajo de la sala de máquinas, donde sólo hay una maraña de tubos, tanques y la panza verdadera del barco). Era el conocedor más avezado de todos aquellos circuitos y recovecos, y nadie como él había explorado los rincones entre cuadernas y casco, entre carters y cofferdams, bajo cisternas y entre basamentos de bombas y compresores. Como un topo o una vizcacha, podía levantar una plancha de metal de un extremo de la máquina, bajar a la sentina y salir por el otro extremo, no sólo limpio sino también rápido.
                Bueno, el caso fue que a este mercader solitario lo alcanzó el destino en medio del Atlántico, bajando de vuelta a Buenos Aires. Un accidente cerebro vascular lo dejó inconsciente instantáneamente y lo mató antes de llegar a puerto…o de poder revelar el lugar donde escondía su mercadería. Luego del luto y la pena, luego de la triste estadía, y durante el viaje siguiente, todos los que sabían de los relojes empezaron a explorar el oscuro mundo del cabo en busca de la famosa cajita, pero sin resultado.
                Nunca, jamás, se pudo dar ni con un sólo reloj.
                El tipo, por supuesto, objetó que aquello no era seguro. Alguien podía haber encontrado la caja y, con buen criterio, no revelarlo jamás. El jefe aceptó que era posible, pero sumamente improbable. Nadie estaba nunca del todo sólo en máquinas (siempre había por lo menos dos), y a cualquier compañero de guardia le llamaría la atención que su socio, luego de un rato vagando sólo por los pantoques, saliese con algo en la mano. Bueno, insistió el tipo, podían haber compartido los relojes y el secreto. El jefe se encogió de hombros: en su experiencia, dijo, el secreto en un barco se guarda sólo cuando a uno, en lo personal, le interesa que no se conozca. Nadie guarda el secreto que le conviene a otro. Y una vez vendidos los relojes, decía, a los de esa guardia no les habría alcanzado el tiempo para contar lo que habían hecho y lo astutos que habían sido.
                No, meneaba la cabeza convencido el Jefe: los relojes seguían ahí, y ahí iban a seguir hasta que aparecieran en el desguace del barco.
                Como no podía ser de otra manera, el tipo, en su próxima guardia, se vistió de ropas viejas, se ató un trapo en la cabeza, y, linterna en mano, se zambulló en la sentina.
                A lo largo de su avance iba encontrando todas aquellas cosas que se caían y que daba pereza bajar para buscar. Trapos, bolas de estopa, destornilladores, llaves combinadas, alguna que otra lata de duraznos o de tomates, pedazos de juntas y de empaquetaduras, linternas rotas y todo tipo de tapas y tapitas. Cada tanto empujaba una plancha de chapa, afloraba y depositaba el montón de cosas que había encontrado (son peligrosas porque, en una emergencia, pueden tapar la bomba de achique e impedir que el barco descargue al exterior el agua que, de otra manera, lo hundiría). Cuando no podía levantar la chapa simplemente sacaba su mano sucia por algún agujero de esos hechos para abrir válvulas desde arriba, dejaba todo como el Dedos de los Locos Addams, y seguía su exploración.
                Un par de horas después, al asomarse a respirar un poco de aire y ver un poco de luz, se encontró con el actual primer cabo. Aquel correntino joven y pacífico lo contemplaba con una sonrisa intrigada desde arriba, y el tipo, comprendiendo su desesperada necesidad de ayuda, se alzó hasta el piso y le explicó toda aquella historia de los Rolex y el accidente cerebro vascular.
                El correntino conocía la historia, si. Y no creía que los relojes siguiesen allí. El tipo, si quería, podía seguir buscando todo el día, pero eso sí, más le valía saber que el Jefe le contaba el mismo cuento a todos los que embarcaban por primera vez.
                Le apasionaba tener la sentina limpita y el tablero de herramientas completo.

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