miércoles, 19 de febrero de 2014

Seguimos rescatando cuentos viejos



COSAS DE CHICOS



          Lo que pasó fue que se le escapó el Bichi a Ernesto. Ya nos había pasado antes, y tratábamos de que el Bichi no saliera de casa nunca más, porque siempre volvía embarrado, rengo, flaco y lastimado. Para un perro es peligroso andar por ahí, y peor cuando es un perro sonso y camorrero como el Bichi. Lo puede aplastar un auto en la ruta, o lo puede matar un cazador en algún campo, o se puede poner rabioso si lo muerde un perro enfermo, o comer algo envenenado…tantas cosas. Y ni hablar de los líos que puede traernos si llega a morder a alguien (porque el Bichi era muy bueno, pero guarda que cuando lo fastidiaban no respetaba a nadie, eh). En el barrio todos sabían que era nuestro, así que, cada vez que le enseñaba los dientes a alguien, al otro día papá tenía que escuchar las quejas de la persona.
          Si, ya se que un perro necesita libertad y espacio, pero si el Bichi no tenía problemas ¿para qué iba a correr el riesgo de lastimarse y desangrarse lejos de casa, si en casa tenía un cuarto de manzana de quinta para potrear y fastidiar? Pero no, él no: él tenía que andar escarbando bajo el alambrado, escapándose y atorranteando por ahí cada dos por tres. En verano, con la época de celo, se ponía imposible. Tapábamos un agujero por la mañana pero, tras escarbar toda la noche, él se fugaba de madrugada por un túnel nuevo. Un infierno de perro. No había como tenerlo en casa: ni premios, ni gritos, ni castigos servían absolutamente para nada. Nos quería mucho, si, pero la tendencia a calaverear era más fuerte que él.
          Y si por casualidad alguien le ahorraba el trabajo de escarbar dejando el portón entreabierto, jamás lo pensaba dos veces. Si uno estaba en el portón, atendiendo a alguien, el Bichi era un torpedo amarillo que pasaba corriendo, con la panza contra el piso, entre las piernas de uno. Veía la rendija del portón y arrancaba a correr desde donde estuviese, y la única forma de frenarlo era cerrar rápido: gritos, órdenes y cascotazos obtenían como respuesta apenas un agachar las orejas y meter la cola entre las piernas; algo así como un mea culpa que no frenaba ni un poquito su carrera.
          Lo perdonábamos porque lo queríamos mucho, nada más. Pero era cansador. 
          Por lo general, cuando se escapaba, preferíamos dejarlo y esperar que volviese solo (porque nadie sabía nunca a donde ir a buscarlo) pero, a veces, cuando podíamos seguirlo, los cuatro hermanos nos llamábamos a los gritos y salíamos volando en pos del penacho veloz de su cola. Lejos de preocuparlo, esto parecía agregarle sabor a su escapada. Se detenía, nos dejaba acercar (la boca abierta, la lengua afuera, atentas las orejas y divertida la cola), gambeteaba, se aplastaba, saltaba y huía otra vez. Era un juego, en el cual no siempre ganaba. Si lo atrapábamos, volvía a casa en brazos de uno de nosotros mientras los demás le dábamos un coscorrón de vez en cuando –insultos, todo el tiempo-. Si no lo atrapábamos, cuando se cansaba de jugar buscaba un hueco libre y huía en línea recta hasta cansarnos y perderse de vista.
          La vez que se le escapó a Ernesto, éste nos contó enseguida y salimos todos corriendo y puteando por el portón entreabierto. Creo que fue en invierno; no puedo estar seguro, pero debió ser así porque me acuerdo que estaba muy agradable para correr. Ernesto iba una cuadra delante de nosotros, y cincuenta metros tras del Bichi. Le gritaba, pero el perro ni siquiera daba vuelta la cabeza.
          Entonces me di cuenta de una cosa. La calle daba una gran curva, sin calles laterales, ni ancho suficiente para que el Bichi nos pudiera esquivar, asi que, mientras Ernesto lo siguiera corriendo, sólo podía ir hacia delante. Así que paré, volví corriendo unos metros, fui por una calle más corta hasta la ruta y, por la banquina, llegué a nuestra calle justo para salirle al cruce al Bichi, que venía disparado hacia el asfalto y el tráfico. Clavó las patas en la tierra, levantó polvo, medio se cayó, se levantó y salió hacia el costado antes de que pudiera agarrarlo. Corría ahora por la banquina de la ruta, porque el tráfico no lo dejaba cruzar. Nosotros detrás.
          Había un arroyo y un puentecito; luego venía un bosquecito de nadie, mal alambrado, donde íbamos a jugar y donde, por supuesto, teníamos prohibido ir a jugar. Pareció que el Bichi había decidido que el juego no terminaba todavía, porque si hubiese seguido corriendo en línea recta por la banquina nos habría perdido cómodamente; en vez de eso, de un elástico salto a la derecha cruzó la zanja y entró en el bosque...
          Frené a mis hermanos. Nos habían advertido de las víboras en los pastos altos del bosque, y de los posibles delincuentes que vivirían en él, así que todos nos armamos con algo (el palo de una escoba vieja, la pata de una silla, un fierro impreciso, y una rama, sacados de un montón de basura). Bichi ladraba en el bosque, probablemente a un gato o un pájaro, y eso nos hizo volver corriendo.
          Lo vimos enseguida, manchado de luz por los rayitos del sol y ya cubierto de pastos por haberse revolcado en el pastizal. Nos vio y se escapó. Lo corrimos largo rato, frenéticos, pero los yuyos nos entorpecían, y los troncos le daban mil y una posibilidades de esquivarnos y burlarnos. De nada servía zambullirse tras sus patas al tenerlo cerca, ni apedrearlo de lejos: siempre se escurría, siempre esquivaba los piedrazos. Chocábamos entre nosotros, nos arañábamos con las ramas y nos despellejábamos codos y rodillas en cada caída, cada curva cerrada, cada raíz retorcida, y todo en vano. Bichi, amarillo y fresco, gozaba como nunca.
          Me raspaban los pulmones. Me estaba reventando, pero no me daba cuenta; no veía los árboles, el pasto ni las culebras. Sólo podía ver, y cada vez me resultaba más intolerable, los vibrantes cuartos traseros del perro, los elásticos músculos de sus muslos, y su cola burlona. Cada vez más acalorado, esa sensación de tener ahí nomás, al alcance de un salto, el lomo del animal, y no poder ni siquiera rozarlo, me ponía furioso. Me indignaba aquel inquieto pedazo de carne peluda inalcanzable.
          Mis hermanos estaban igual. Corrían con las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido, y jadeaban con más fuerza que la que exige la fatiga. Jadeaban de rabia.
          No se cuanto tiempo lo estuvimos persiguiendo a tontas y a locas por aquel bosquecito, pero, para cuando la luz empezó a ponerse gris, todavía seguíamos como una jauría de tontos detrás de él. Bichi estaba en la gloria (nunca antes habíamos jugado tanto con él), y nosotros, a pesar de estar fatigados y sudados, ni pensábamos en volver sin él.
          La verdad es que no pensábamos en nada más que en atraparlo, y mentiría si dijese que, a pesar de las puteadas periódicas al Bichi, y el sincero enojo, no estábamos nosotros también disfrutando del juego.
          Sin llegar a ser de noche, ya se había puesto el sol cuando, en un mal esquive, Bichi quedó acorralado entre Héctor y un eucaliptos caído, demasiado grueso para saltarlo (Héctor es el segundo, y después vienen Ernesto y Pablito). Se jugó a pasar rápido junto a Héctor, pero no tuvo en cuenta el largo de la rama que usaba mi hermano. No llegó a atraparlo, pero le dio un duro latigazo en el lomo.
          Bichi paró a los tres metros, el lomo erizado y blancos los colmillos desnudos al gruñir. Pero, en contra de lo que había sido una de las verdades de la vida del Bichi, Héctor no sólo no se alejó asustado, sino que, rama en alto, se levantó a los tropezones, y corrió hacia el perro.
          Nunca supimos bien por qué, pero en ese instante Bichi cambió su actitud. Metió la cola entre las piernas, cerró la boca, y corrió como una bolita de mercurio, en línea recta. Pero no hacia la ruta. Se internó en el bosque. Dimos unos pasos detrás de él, y yo detuve inmediatamente a mis hermanos.
          Les expliqué. El paredón de un corralón cortaba el bosque en la dirección en que había huido el Bichi, y el arroyo cerraba otro de sus lados. Supuse que el perro, al oír que nos detuvimos, y sintiéndose a salvo, se echaría a descansar un tiempo, que podríamos usar en acomodarnos mejor. Unos árboles muy espinudos, parecidos a álamos, crecían junto al arroyo. Eran muy tupidos, y el mejor sendero corría, estrecho, entre ellos y el agua. Puse a Héctor oculto en el fin de este sendero, casi casi en la ruta.
          Mientras él iba hacia allí, Ernesto se quedó donde estábamos para que el Bichi no pudiera ganar la ruta, mientras Pablito y yo fuimos hasta el extremo del paredón más alejado del arroyo. Después, empezamos a volver pegados a la pared. A pesar de que no veíamos gran cosa, y tendíamos a tropezar, avanzábamos en silencio, mordiendo los jadeos para no ser oídos, y medio agachados, con los ojos bien abiertos, para tratar de sorprender al Bichi.
          Lo vimos a unos diez metros. Acostado en un claro, se lamía el lomo, miraba jadeante el bosque, y volvía a lamerse. Nos oyó enseguida. Se levantó en una explosión de hojas secas, y salió por el camino menos entorpecido de árboles y plantas, o sea, pegado al paredón. Pablo y yo, a los gritos, arrancamos inmediatamente, y enseguida pudimos oír los gritos de Ernesto. A Ernesto no lo podíamos ver, ni él a nosotros, pero, guiándose por nuestros alaridos, podía correr paralelo a nosotros. De esa forma, el Bichi seguía corriendo recto y no doblaba hacia la ruta por el bosque. Lo de los gritos no lo planeamos; salió así, nomás, de adentro, pero funcionó bien. Nunca había oído gritar así a mis hermanos; me ponía la piel de gallina y, no se por qué, me hacía gritar a mi más fuerte, más loco.
          Al terminar el paredón, en la escasa claridad del fin del bosque, el Bichi se encontró con el arroyo, que le cortaba el camino. Nuestros gritos apuraron su decisión, y corrió por el sendero paralelo al arroyo, hacia la ruta.
          Como era un camino recto, Bichi ganó velocidad. Mis hermanos corrían detrás de mí; sé que llegué a casa todo arañado por los ramazos que recibí en esa carrera, pero no recuerdo haberme dado ninguno. La tensión era casi intolerable: sabía que más adelante, detrás de algún grupo de árboles, estaba Héctor, pero ignoraba dónde, ignoraba cuándo aparecería, y cada segundo de aquella carrera infernal, detrás del perro que se alejaba cada vez más hacia el peligro de la ruta, dando gritos histéricos, y totalmente agotado, me pareció eterno, interminable.
          Alertado por nuestros gritos, Héctor nos esperaba venir. Calculó bien; saltó al sendero en el instante preciso para que el animal tuviera tiempo de frenar (sino, quizá, podría haberlo esquivado, aunque fuera luego del choque con él. El aullido de Héctor, en cambio, lo frenó en seco), y lo suficientemente cerca como para que no tuviese tiempo de reponerse y huir por el costado. Saltó chillando frente al Bichi, y antes de que pudiera frenar del todo, le incrustó el fierro en la frente. Yo llegué casi enseguida, y le di dos garrotazos, en el cuello y en el vientre, pero ya no eran necesarios porque el Bichi ya estaba muerto.




8 de agosto de 1983

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