COSAS DE CHICOS
Lo
que pasó fue que se le escapó el Bichi a Ernesto. Ya nos había pasado antes, y
tratábamos de que el Bichi no saliera de casa nunca más, porque siempre volvía
embarrado, rengo, flaco y lastimado. Para un perro es peligroso andar por ahí,
y peor cuando es un perro sonso y camorrero como el Bichi. Lo puede aplastar un
auto en la ruta, o lo puede matar un cazador en algún campo, o se puede poner
rabioso si lo muerde un perro enfermo, o comer algo envenenado…tantas cosas. Y
ni hablar de los líos que puede traernos si llega a morder a alguien (porque el
Bichi era muy bueno, pero guarda que cuando lo fastidiaban no respetaba a
nadie, eh). En el barrio todos sabían que era nuestro, así que, cada vez que le
enseñaba los dientes a alguien, al otro día papá tenía que escuchar las quejas
de la persona.
Si,
ya se que un perro necesita libertad y espacio, pero si el Bichi no tenía
problemas ¿para qué iba a correr el riesgo de lastimarse y desangrarse lejos de
casa, si en casa tenía un cuarto de manzana de quinta para potrear y fastidiar?
Pero no, él no: él tenía que andar escarbando bajo el alambrado, escapándose y
atorranteando por ahí cada dos por tres. En verano, con la época de celo, se
ponía imposible. Tapábamos un agujero por la mañana pero, tras escarbar toda la
noche, él se fugaba de madrugada por un túnel nuevo. Un infierno de perro. No
había como tenerlo en casa: ni premios, ni gritos, ni castigos servían
absolutamente para nada. Nos quería mucho, si, pero la tendencia a calaverear
era más fuerte que él.
Y
si por casualidad alguien le ahorraba el trabajo de escarbar dejando el portón
entreabierto, jamás lo pensaba dos veces. Si uno estaba en el portón,
atendiendo a alguien, el Bichi era un torpedo amarillo que pasaba corriendo,
con la panza contra el piso, entre las piernas de uno. Veía la rendija del
portón y arrancaba a correr desde donde estuviese, y la única forma de frenarlo
era cerrar rápido: gritos, órdenes y cascotazos obtenían como respuesta apenas
un agachar las orejas y meter la cola entre las piernas; algo así como un mea
culpa que no frenaba ni un poquito su carrera.
Lo
perdonábamos porque lo queríamos mucho, nada más. Pero era cansador.
Por
lo general, cuando se escapaba, preferíamos dejarlo y esperar que volviese solo
(porque nadie sabía nunca a donde ir a buscarlo) pero, a veces, cuando podíamos
seguirlo, los cuatro hermanos nos llamábamos a los gritos y salíamos volando en
pos del penacho veloz de su cola. Lejos de preocuparlo, esto parecía agregarle
sabor a su escapada. Se detenía, nos dejaba acercar (la boca abierta, la lengua
afuera, atentas las orejas y divertida la cola), gambeteaba, se aplastaba,
saltaba y huía otra vez. Era un juego, en el cual no siempre ganaba. Si lo
atrapábamos, volvía a casa en brazos de uno de nosotros mientras los demás le
dábamos un coscorrón de vez en cuando –insultos, todo el tiempo-. Si no lo
atrapábamos, cuando se cansaba de jugar buscaba un hueco libre y huía en línea
recta hasta cansarnos y perderse de vista.
La
vez que se le escapó a Ernesto, éste nos contó enseguida y salimos todos
corriendo y puteando por el portón entreabierto. Creo que fue en invierno; no
puedo estar seguro, pero debió ser así porque me acuerdo que estaba muy
agradable para correr. Ernesto iba una cuadra delante de nosotros, y cincuenta
metros tras del Bichi. Le gritaba, pero el perro ni siquiera daba vuelta la
cabeza.
Entonces
me di cuenta de una cosa. La calle daba una gran curva, sin calles laterales,
ni ancho suficiente para que el Bichi nos pudiera esquivar, asi que, mientras
Ernesto lo siguiera corriendo, sólo podía ir hacia delante. Así que paré, volví
corriendo unos metros, fui por una calle más corta hasta la ruta y, por la
banquina, llegué a nuestra calle justo para salirle al cruce al Bichi, que
venía disparado hacia el asfalto y el tráfico. Clavó las patas en la tierra,
levantó polvo, medio se cayó, se levantó y salió hacia el costado antes de que
pudiera agarrarlo. Corría ahora por la banquina de la ruta, porque el tráfico
no lo dejaba cruzar. Nosotros detrás.
Había
un arroyo y un puentecito; luego venía un bosquecito de nadie, mal alambrado,
donde íbamos a jugar y donde, por supuesto, teníamos prohibido ir a jugar.
Pareció que el Bichi había decidido que el juego no terminaba todavía, porque
si hubiese seguido corriendo en línea recta por la banquina nos habría perdido
cómodamente; en vez de eso, de un elástico salto a la derecha cruzó la zanja y
entró en el bosque...
Frené
a mis hermanos. Nos habían advertido de las víboras en los pastos altos del
bosque, y de los posibles delincuentes que vivirían en él, así que todos nos
armamos con algo (el palo de una escoba vieja, la pata de una silla, un fierro
impreciso, y una rama, sacados de un montón de basura). Bichi ladraba en el
bosque, probablemente a un gato o un pájaro, y eso nos hizo volver corriendo.
Lo
vimos enseguida, manchado de luz por los rayitos del sol y ya cubierto de
pastos por haberse revolcado en el pastizal. Nos vio y se escapó. Lo corrimos
largo rato, frenéticos, pero los yuyos nos entorpecían, y los troncos le daban
mil y una posibilidades de esquivarnos y burlarnos. De nada servía zambullirse
tras sus patas al tenerlo cerca, ni apedrearlo de lejos: siempre se escurría,
siempre esquivaba los piedrazos. Chocábamos entre nosotros, nos arañábamos con
las ramas y nos despellejábamos codos y rodillas en cada caída, cada curva
cerrada, cada raíz retorcida, y todo en vano. Bichi, amarillo y fresco, gozaba
como nunca.
Me
raspaban los pulmones. Me estaba reventando, pero no me daba cuenta; no veía
los árboles, el pasto ni las culebras. Sólo podía ver, y cada vez me resultaba
más intolerable, los vibrantes cuartos traseros del perro, los elásticos
músculos de sus muslos, y su cola burlona. Cada vez más acalorado, esa
sensación de tener ahí nomás, al alcance de un salto, el lomo del animal, y no
poder ni siquiera rozarlo, me ponía furioso. Me indignaba aquel inquieto pedazo
de carne peluda inalcanzable.
Mis
hermanos estaban igual. Corrían con las mandíbulas apretadas y el ceño
fruncido, y jadeaban con más fuerza que la que exige la fatiga. Jadeaban de
rabia.
No
se cuanto tiempo lo estuvimos persiguiendo a tontas y a locas por aquel
bosquecito, pero, para cuando la luz empezó a ponerse gris, todavía seguíamos
como una jauría de tontos detrás de él. Bichi estaba en la gloria (nunca antes
habíamos jugado tanto con él), y nosotros, a pesar de estar fatigados y
sudados, ni pensábamos en volver sin él.
La
verdad es que no pensábamos en nada más que en atraparlo, y mentiría si dijese
que, a pesar de las puteadas periódicas al Bichi, y el sincero enojo, no
estábamos nosotros también disfrutando del juego.
Sin
llegar a ser de noche, ya se había puesto el sol cuando, en un mal esquive,
Bichi quedó acorralado entre Héctor y un eucaliptos caído, demasiado grueso para
saltarlo (Héctor es el segundo, y después vienen Ernesto y Pablito). Se jugó a
pasar rápido junto a Héctor, pero no tuvo en cuenta el largo de la rama que
usaba mi hermano. No llegó a atraparlo, pero le dio un duro latigazo en el
lomo.
Bichi
paró a los tres metros, el lomo erizado y blancos los colmillos desnudos al
gruñir. Pero, en contra de lo que había sido una de las verdades de la vida del
Bichi, Héctor no sólo no se alejó asustado, sino que, rama en alto, se levantó
a los tropezones, y corrió hacia el perro.
Nunca
supimos bien por qué, pero en ese instante Bichi cambió su actitud. Metió la
cola entre las piernas, cerró la boca, y corrió como una bolita de mercurio, en
línea recta. Pero no hacia la ruta. Se internó en el bosque. Dimos unos pasos
detrás de él, y yo detuve inmediatamente a mis hermanos.
Les
expliqué. El paredón de un corralón cortaba el bosque en la dirección en que
había huido el Bichi, y el arroyo cerraba otro de sus lados. Supuse que el
perro, al oír que nos detuvimos, y sintiéndose a salvo, se echaría a descansar
un tiempo, que podríamos usar en acomodarnos mejor. Unos árboles muy espinudos,
parecidos a álamos, crecían junto al arroyo. Eran muy tupidos, y el mejor
sendero corría, estrecho, entre ellos y el agua. Puse a Héctor oculto en el fin
de este sendero, casi casi en la ruta.
Mientras
él iba hacia allí, Ernesto se quedó donde estábamos para que el Bichi no
pudiera ganar la ruta, mientras Pablito y yo fuimos hasta el extremo del
paredón más alejado del arroyo. Después, empezamos a volver pegados a la pared.
A pesar de que no veíamos gran cosa, y tendíamos a tropezar, avanzábamos en
silencio, mordiendo los jadeos para no ser oídos, y medio agachados, con los
ojos bien abiertos, para tratar de sorprender al Bichi.
Lo
vimos a unos diez metros. Acostado en un claro, se lamía el lomo, miraba
jadeante el bosque, y volvía a lamerse. Nos oyó enseguida. Se levantó en una
explosión de hojas secas, y salió por el camino menos entorpecido de árboles y
plantas, o sea, pegado al paredón. Pablo y yo, a los gritos, arrancamos
inmediatamente, y enseguida pudimos oír los gritos de Ernesto. A Ernesto no lo
podíamos ver, ni él a nosotros, pero, guiándose por nuestros alaridos, podía
correr paralelo a nosotros. De esa forma, el Bichi seguía corriendo recto y no
doblaba hacia la ruta por el bosque. Lo de los gritos no lo planeamos; salió
así, nomás, de adentro, pero funcionó bien. Nunca había oído gritar así a mis
hermanos; me ponía la piel de gallina y, no se por qué, me hacía gritar a mi
más fuerte, más loco.
Al
terminar el paredón, en la escasa claridad del fin del bosque, el Bichi se
encontró con el arroyo, que le cortaba el camino. Nuestros gritos apuraron su
decisión, y corrió por el sendero paralelo al arroyo, hacia la ruta.
Como
era un camino recto, Bichi ganó velocidad. Mis hermanos corrían detrás de mí;
sé que llegué a casa todo arañado por los ramazos que recibí en esa carrera,
pero no recuerdo haberme dado ninguno. La tensión era casi intolerable: sabía que
más adelante, detrás de algún grupo de árboles, estaba Héctor, pero ignoraba
dónde, ignoraba cuándo aparecería, y cada segundo de aquella carrera infernal,
detrás del perro que se alejaba cada vez más hacia el peligro de la ruta, dando
gritos histéricos, y totalmente agotado, me pareció eterno, interminable.
Alertado
por nuestros gritos, Héctor nos esperaba venir. Calculó bien; saltó al sendero
en el instante preciso para que el animal tuviera tiempo de frenar (sino,
quizá, podría haberlo esquivado, aunque fuera luego del choque con él. El
aullido de Héctor, en cambio, lo frenó en seco), y lo suficientemente cerca
como para que no tuviese tiempo de reponerse y huir por el costado. Saltó
chillando frente al Bichi, y antes de que pudiera frenar del todo, le incrustó
el fierro en la frente. Yo llegué casi enseguida, y le di dos garrotazos, en el
cuello y en el vientre, pero ya no eran necesarios porque el Bichi ya estaba
muerto.
8 de agosto de 1983
No hay comentarios:
Publicar un comentario