sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barco: El ciclo del agua



El ciclo del agua:

                No todo es técnico en la técnica. Por herético que parezca, hay gente que opina que la sociología tiene mucho que ver con los resultados del mantenimiento. El tipo no puede opinar sobre fábricas, shoppings ni edificios, pero en lo que barcos respecta, tiene elementos de prueba contundentes.
                Ateniéndose estrictamente a la mejor tradición del método científico, sustenta sus conclusiones en la observación de dos sujetos de estudio que fueron creados exactamente iguales, mantenidos según las mismas líneas, por la misma Empresa, y durante el mismo número de años, con la sola y única diferencia de haber tenido diferentes jefes de máquinas. El tipo navegó en los dos, fue feliz en uno durante cuatro meses y envejeció miserablemente una vida entera durante los veinte días que navegó en el otro.
                Para quien no sepa mucho de barcos (porque hay de todo, ¿vieron?) ha de explicarse que a los barcos, por lo general, se los engendra en series. Una serie de barcos  está compuesta por un número x de hermanitos, parecidos hasta tomárselos casi por mellizos pero que, al igual que ocurre con esta excepción de la gestación humana, poseen leves diferencias en su código genético. Un caño más, una válvula menos, una bomba más arriba, el comedor de otro color, y cositas así. La serie que nos interesa estaba basada en un diseño de mucho éxito internacional,  que en nuestro país consistió en tres barcos construidos en astilleros argentinos, y cuyos nombres, para no herir susceptibilidades, no vamos a mencionar.
                Cuando el tipo embarcó en el menos venturoso de ellos tuvo, en su primer encuentro, una vislumbre de el clima imperante a bordo. Subió la planchada y, en cubierta principal, apoyado en la brazola y mirando soñadoramente el muelle, encontró un tripulante al que los protectores auditivos al cuello y la linterna en el bolsillo trasero del overall sindicaron inequívocamente como de máquinas. Saludó, se presentó, y supo que el otro era el engrasador de guardia.
                Dejar sola la sala de maquinas (generadores en marcha, alarmas sonando, bombas que podían descebarse, teléfonos pidiendo cosas, herramientas que podían robarse) no era bien visto, pero de vez en cuando la gente subía a tomar un poco de aire y uno trataba de hacer la vista gorda. El tipo subió a presentarse al Jefe y al Capitán, hizo los trámites de embarco, tomó posesión del camarote, se cambió y tomó la guardia. De camino a máquinas fue por afuera y, en cubierta principal y aún junto a la planchada, encontró al mismo engrasador. Un saludo sarcástico no hizo mella en el profundo contemplar el muelle de aquel sujeto y el tipo, para evitar conflictos así nomás y de entrada, decidió darle tiempo a recapacitar y a volver al trabajo.
                En máquinas era todo un caos, y tardó un rato largo en entender quién era quién, quién quería qué, qué taller arreglaba qué, y por qué el agua caliente salía fría y la fría no hacía acto de presencia. Todo estaba sucio, y había varias alarmas titilando en silencio y soledad.
                Hizo lo que pudo y subió para hablar un ratito con el maquinista que se desembarcaba antes de despedirse por un viaje. A la sombra de la cubierta de toldilla, fumando meditabundo y con el codo apoyado en la brazola en la mejor tradición gardeliana, el engrasador seguía su silencioso dejar pasar las horas al fresco.
                Al tipo se le subió la mostaza.
                Cuando terminó, y en vez de las disculpas y rápido descenso a máquinas que esperaba, recibió una sonrisa sorprendida del hombre. Estaba allí, le dijo, por orden estricta y directa del jefe de máquinas. Como el tipo era nuevo y no entendía para qué quería el jefe al único engrasador de guardia en la planchada, éste le explicó que la gente “no lo quería mucho” al jefe, y que este temía que se lo demostraran haciéndole algo malo al cero kilómetro que había estacionado bajo el alero del galpón, frente al buque. La función del engrasador, entonces, había pasado de la de ser el guardián de las máquinas del buque a la de cuidador del auto del jefe.
                El tipo entendió, entonces, y aunque mucho no le gustó, supo que no tenía más remedio que aceptarlo. Ya se volvía a sus cosas en máquinas cuando, intrigado, volvió a preguntarle algo al parsimonioso cuidador de autos.
                -¿Y si ves a alguien rayando el coche o rompiéndolo qué hacés? ¿Los peleás, llamás a la Prefectura, le avisás al jefe…?-
                El engrasador se tomó todo el tiempo del mundo en soltar el humo que había inhalado, miró sonriente al nuevo maquinista y le dijo –Yo me hago el bolúdo hasta que terminen…-
                Un jefe que no se hacía querer, que volvía un infierno la vida de todos los que trabajaban con él, conseguía inevitablemente que la gente que se sentía capaz de conseguir trabajo en otro lado se fuese del buque (Trabajo había, y con un poco de inteligencia, de responsabilidad y de esfuerzo se embarcaba con facilidad en cualquier lado) También, y como una consecuencia secundaria no deseada, se iba quedando con todos aquellos que no se podían ir porque sabían que difícilmente iban a poder quedar efectivos en ninguna parte que no estuviese bajo la tutela de psiquiatras, o de docentes especiales, o del servicio penitenciario. Poco a poco, y con una fatalidad darwiniana, su buque iba decantando la hez de la sección. Cada tanto, es cierto, le caía de relevo alguien capaz y voluntarioso, pero hasta el espíritu más emprendedor se la toma con calma cuando se encuentra con el abandono de varios años de “má si, qué mimporta”, y termina decidido a huir a la primera oportunidad.
                Los fierros, por supuesto, son los que lo sienten primero. Lo que no consigue la desidia lo termina de estropear la impericia y, si algo se escapa de este perverso movimiento de pinzas, la mala voluntad lo termina por apuñalar por la espalda de noche y cuando nadie la ve.
                Así el tipo, boquiabierto, se encontraba cada día con un problema nuevo, a cada cual peor, sin que nadie tuviese idea de por qué pasaba ni cómo se resolvía, sin herramientas ni planos ni circuitos, y con un clima alrededor del jefe de máquinas tan intenso y tan psicótico que de lo único que le quedaban ganas al final del día era de bañarse, meter la cabeza bajo la almohada y besar llorando los días que faltaban en el almanaque.
                Como un ejemplo de pizarrón de las cosas con que había que lidiar, se puede tomar por ejemplo el tema del agua en la cámara de congelados.
                Una tarde, estando en la consola, vio venir al primer maquinista con una expresión de perplejidad absoluta en su rostro. El pobre primero era compañero de escuela de él, y también  relevo-nuevo-inocente de aquel viaje, así que compartía con el tipo la ansiedad constante que producían las fallas disparatadas de aquel barco. Se entendía la pesadumbre, pero no la sorpresa (A aquella altura, la verdad, ambos habían perdido ya la capacidad de asombro). Ante la muda interrogación del tipo, se limitó a decirle –Vení-, darse la vuelta y salir.
                Al abrir la puerta de la cámara de carnes (El cuarto aislado térmicamente, forrado de chapa galvanizada y que, mantenido a doce o quince grados bajo cero, servía para almacenar el pescado, la carne, el helado y la manteca que habría de usar la cocina durante el viaje) una niebla densísima les ocultó el interior. Espesa como el humo de aceite quemado, se revolvía furiosa en la descarga del ventilador del evaporador.
                Los dos maquinistas se miraron. Y miraron el piso: de lado a lado, y hasta la falca, la cámara estaba inundada de agua.
                Agua caliente.
                -¿De dónde…?- empezó el tipo, pero se calló. Los hombros del otro se le habían subido casi hasta las orejas, y la cara de “andá a saber” que puso auguraba pocas respuestas.
                Bueno, hubo que traer baldes, gente, mangueras, trapos y, al cabo de unas dos horas de trabajo, aquella bañadera por fin había desagotado. Inmediatamente empezaron una inspección completa de mamparos, techos, piso, todo, en busca de algún lugar por donde estuviese llegando aquella agua caliente, pero nada. Muertos de frío (porque apenas se vació el agua hubo que mandar frío enseguida para no descongelar la mercadería), tiritando, salieron confusos y derrotados. Pero, por lo menos, tranquilos de que no había ningúna tubería de agua caliente pinchada: agua ya no entraba más. Y el imbornal del piso había terminado por drenarse completamente.
                Aquella noche, sin embargo, de nuevo hubo un resort termal entre los mondongos y las bolas de lomo. Y otra vez al mediodía siguiente. El pupitre de la consola se llenó de planos de tuberías sanitarias (el único que había), de planos de agua de refrigeración de los motores (o por lo menos de los pedazos legibles que habían sobrevivido), de líneas de vapor, y de tazas vacías de café. NADA, ningún tubo pasaba por las paredes de aquella cámara y, de hacerlo así, se pinchaba y obstruía cíclicamente, obedeciendo vaya uno a saber que fastidiosa voluntad de volver locos a los de máquinas. Cada doce horas, más o menos, una pelopincho de un agua tan caliente que la mano sumergida en ella no lo soportaba llenaba aquella cámara congelada hasta donde la falca se lo permitía.
                El jefe se mostraba preocupado, y su colaboración a la solución del problema consistió en apurar al primero, explicándole de mala manera que los tiempos de los víveres congelados son avaros y que si había que descartar mercadería sin duda habría sanciones de la Empresa. Y manejáte.
                Finalmente, y como no podía ser de otra manera, la solución vino de la lógica, la paciencia, y el joderse, en proporciones más o menos parejas. Habiendo dejado establecido que el agua aparecía, y que saber por dónde iba a indicar por qué, se montó una guardia que cada tantos minutos entraba y miraba. Fue el primero quien descubrió que la sopa subía a contramano por el imbornal que debía llevarse al agua producida por el ciclo de descongelado. Se treparon a los techos de máquinas (pisos de la cámara, también) y al tacto, buscando el tubo caliente y siguiéndolo entre el pullover de tuberías que cubría techos y costados de la sala de máquinas, llegaron a encontrar su origen.      El agua caliente subía desde la sentina, casi de debajo de la línea de eje. Sin bombas ni ayuda mecánica alguna, cagándose olímpicamente en Torricelli, aquel líquido que debía bajar había decidido subir más de veinte metros para hacer más entretenidas las tardes del tipo y del primero. Después de rascarse un poco la cabeza, ambos siguieron tanteando los tubos y rastreando el camino de aquella agua caliente.
                Vamos a evitar al lector la descripción del proceso deductivo, y a pasar directamente a las conclusiones. El vapor de agua que se encuentra en la naturaleza se transforma en agua destilada al pasar por el equipo de aire acondicionado del buque. Los ingenieros navales derivan esa agua al mar; los marinos, que saben lo que vale el agua cuando les falta, la derivan por tuberías o mangueras a los tanques de agua dulce. En aquel barco, sin embargo, eran tantas y estaban tan abandonadas las pérdidas de agua del motor principal que, tanto como para colaborar un poco con el consumo bestial del pobre, se le había mandado toda el agua recogida a él. Esta cánula intravenosa transfundía agua destilada desde el aire acondicionado al motor, y lograba, más o menos, compensar lo que el motor escupía por todos lados. El tanque del motor principal (a ochenta y pico de grados, por las patas) terminaba por llenarse cada tanto, y rebalsaba, pero sólo en determinadas condiciones: Tenía que juntarse tanto condensado del aire acondicionado con tanta temperatura del motor, y el motor en sí tenía que perder líquido. Si, por razones de marcha, el motor no perdía tanta agua, o si la humedad ambiente bajaba, el compenso no se llenaba tanto y no llegaba a rebalsarse.
                Cuando efectivamente lo hacía, trataba de salir por su correspondiente tubo de rebalse.  El tubo de rebalse se había tapado con óxido hacia mucho, y en vez de repararlo o cambiarlo se le había puesto una manguera que iba a un agujero en la descarga de imbornales que, (si, adivinaron), venía de las cámaras de víveres y descargaba a sentina. Cuando los porotos, hojas de lechuga, piolines de salamín y tapitas de vinagre que el cocinero barría por las rejillas para no tomarse el trabajo de agacharse y recogerlas del suelo finalmente recorrían todo el tubo, caían (o deberían haber caído) a la sentina de máquinas. Algo se atrancó allí, como era de esperarse, y el agua, que no podía descargar por debajo, empezó a subir. El primer agujero por donde vio la luz de la libertad fue la cámara de carnes, en donde se evaporó y volvió a la naturaleza.
                Un ciclo redondo.
                Cuando el tipo se quedó sólo y tranquilo, y luego de escuchar cómo los viejos del barco se lo achacaban todo a la “mufa” y mala suerte de aquella embarcación (-¡Pero si parece cosa ´e Mandinga, che!-), tuvo que admitir que el barco no había tenido la culpa, ni tampoco los tenebrosos poderes implícitos en el nombre de algún capitán cuyo apellido se había mencionado tres días antes, y ni mucho menos en el incumplimiento de las obligaciones financieras de algún tripulante para con alguna profesional del amor contratada, disfrutada y no abonada. La causa del problema había sido la seguidilla de soluciones improvisadas y urgentes hechas por personas que no pensaban quedarse en el barco el tiempo suficiente como para ver colapsar esas enmiendas. Cualquier buque puede soportar cada tanto un arreglo a lo Mister Bean, pero no muchos, ni jamás todos. No es la mufa, es el croto el que prepara la calamidad del futuro.
                Y a los crotos los van eligiendo y anclando los malos jefes.
               
               

1 comentario:

  1. Suena muy pero muy argentino, y traspolado a un país,el "lo atamo con alambre" hasta que colapse toma plena vigencia.... porque cuando eso ocurra, ningún gobernante será ya gobierno.

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