sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: El fantasma del Catamarca



FANTASMA EN EL CATAMARCA:

                Una empresa puede dejar librados al abandono y a merced del óxido y la descomposición a sus buques. Tiene todo el derecho. También puede usarlos para navegar, por supuesto. Lo que no puede hacer es ambas cosas a la vez. Parece obvio, pero en los últimos años de ELMA, en la desesperación por mantener viva una organización cuyos principales saboteadores eran su interventor y el poder político, los directivos intentaron esa disparatada alternativa.
                La cosa no podía resultar bien, y no lo hizo.
                El tipo vio muchas cosas feas en aquella época (canibalizar buques parados a escondidas, detenciones en puertos extranjeros, barbaridades técnicas hechas como se pudo para poder seguir unas millas, unos días más, e, incluso, muertos en accidentes perfectamente evitables). Navegar ya no se trataba sólo de conducir los equipos, hacerles el mantenimiento preventivo y solucionar las emergencias, sino que implicaba resucitar a Lázaro con imaginación y habilidad (Y nada más…) perdiendo toneladas de horas de sueño y unos cuantos metros de sistema nervioso en cada viaje.
                A veces, como ésta que vamos a contar, las cosas pasaban de patéticas a ridículas.

                El tipo había caído de primero en el Catamarca II, un buque de excelente construcción pero que, para aquella época, parecía un perro sarnoso abandonado por los dueños. Todo fallaba y todo daba sorpresas desagradables, y más de una vez el tipo sospechó que, de enterarse en la Escuela de Náutica de las cosas que se veía obligado a hacer para que las cosas siguiesen latiendo, ipso facto lo hubieran degradado en público y desterrado a algún sitio en donde no hubiese nada tecnológico que bastardear. Dar el argumento de que de todas maneras el buque “iba y venía” (muy caro a los directivos por aquella época) era confundir crasamente la cinética del asunto. La realidad es que el buque simplemente caía en espiral, y lo hacía irremediablemente hacia un final ya conocido por todos. Lo único que no se conocía a bordo era la fecha exacta, pero sobre el rumbo no había dudas.
                Hacía la línea al Pacífico, propicia, además, para sufrir otros tipos de macanas. Como se descubrió en Quetzal, Guatemala, el Catamarca había sido elegido por un pequeño pelotón de polizones peruanos (evidentemente muy mal informados por su agencia de viajes) para llegar a Estados Unidos. Se descubrió de la peor manera posible. El viaje entre El Callao y Los Ángeles se había prolongado más de lo previsto, el calor era algo lunático, día y noche, y los polizones se encontraron con que ya no tenían ni agua, ni comida, ni reservas de energía para seguir viviendo en el horno de panadería en que se habían transformado las bodegas. Varios lograron salir y bajar al muelle entreverados con los estibadores que cambiaban de turno, pero uno se desmayó subiendo por las escaleras y cayó al plan de la bodega tres. Deben haber sido fácil quince metros de caída a pique que terminaron en el acero del fondo del buque. El pobre tipo quedó totalmente roto, y quizás tuvo la suerte de hacer ese último viaje desmayado.
                No vamos a entrar en el desquicio legal, emotivo y operativo que siguió al hallazgo del cadáver. Si las autoridades de cualquier país entran en arranques histéricos cuando el buque declara tener polizones a bordo (como si los marinos lo hicieran adrede para fastidiar a las autoridades y se lo restregaran luego en la cara por simple perversión), y si un muerto necesariamente pone bajo las peores sospechas a cualquier buque, la conjunción de ambas irregularidades sacudió al Catamarca como un fox terrier a una rata. Los papeles y trámites siguieron por largo rato, pero el asunto del fiambre no podía esperar, así que se lo sacó en cuanto se pudo. La ambulancia llegó once menos cuarto del mediodía, y allí fue, piensa el tipo, donde empezaron todos los problemas. En la hora mal elegida.
                A bordo se almuerza a las once, y a eso de las diez y media, once menos cuarto como mucho, se trata de parar con los trabajos. El fierro de la cubierta era un wok, y se entiende que los marineros quisieran terminar su turno cuanto antes y salir de allí para volver a la sombra y al aire acondicionado del casillaje. En vez de cualquier otra pluma usaron la Jumbo, la más grande de todas, porque ya estaba siendo usada y no había que preparar nada. Y una vez terminado el retiro del pobre polizón, simplemente apagaron los motores y se fueron.
                No cerraron las tapas de los ventiladores de esos motores eléctricos (que, cerrados, hacen imposible que funcionen los órganos de la pluma) ni pulsaron el botón rojo de parada de emergencia, que es algo así como un cachiporrazo en la nuca de los equipos de carga. Se fueron, nomás (por un ratito) y la jumbo (una columna de acero de más de veinte metros de largo y casi un metro de diámetro en la base) quedó allí, acostada en su calzo, horizontal y cociéndose al sol del trópico.
                El pedestal donde estaban los joysticks de control estaba viejo, oxidado, agujereado y más allá de cualquier reparación. O se cambiaba o nada. Como no había repuestos, era nada: se usaba como estaba. Y justo aquel día dejó de prestar servicios. La última cáscara de óxido que sostenía la tapa en su lugar se desvaneció, la tapa cayó hacia adentro de la caja y, justo cuando iba a entrar del todo, una de las palancas de control se trabó en el borde. La tapa (pesadita) entró un poco más, e hizo que la palanca cambiara de posición y que la pluma empezara a subir.
                Como dirigida por una mano invisible, la jumbo empezó a erguirse sobre cubierta. Dos poderosos alambres la llamaban desde los extremos de las columnas en V por entre las cuales trabajaba, sin prisa pero sin pausa, y, para cuando alguien se dio cuenta, ya casi estaba erguida del todo y apuntando como un dedo indignado hacia el cielo.
                Hay unos contactos que, cuando uno de estos brazos llega a su altura máxima permitida, cortan la alimentación eléctrica. Eso, en los buques decentes. En aquel hacía rato que estaban rotos, anulados, puenteados y olvidados. No había repuestos ni presupuesto para semejantes exquisiteces. Así que la vara siguió subiendo y, cuando llegó al máximo, y como la V era un par de metros más baja que ella, se empezó a doblar por la tensión de los alambres. “Agacháte”, parecían ordenarle los brazos de la V a la orgullosa vara.
                La lucha entre la rectitud de la pluma y los tirones de la V fue cortita. Para cuando se pudo detener todo, la otrora viril y orgullosa pluma mayor del Catamarca había quedado bastante parecida a un signo de interrogación.

…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
                Al tipo lo volvieron loco a preguntas, preguntas cuyas respuestas todos conocían y nadie quería escuchar. Una tarde, cuando se cansó de que tácitamente le pidieran una explicación que no implicara abandono por parte de la Empresa, se hartó y salió con que, sin duda, todo había sido cosa del fantasma del polizón. Murió en esa bodega, lo sacaron con esa pluma… con mucho menos cualquier escritor fantástico te escribe un best seller.
                No sirvió, claro. La cosa siguió luego por los caminos que siguen todas estas grandes macanas. Se la bajó a tierra, y se hicieron todas las notas, pedidos, sumarios y demás cosas. Se reparó, se volvió a clasificar y se continuó viaje.
                Ahora bien: el humor negro de la respuesta del tipo no pasó desapercibido, y pronto se contagió al resto de la tripulación. A cada rato pasaban cosas malas (no por mala suerte, sino por mal mantenimiento, por supuesto) pero el chiste, que ayudaba a sobrellevar la cruz de arrastrar aquel buque agonizante Pacífico arriba y Pacífico abajo, era conseguir referirlo, de cualquier manera, al fantasma. ¿Se cortaba una linga en la bodega 3? El fantasma. ¿Se cortaba en otra bodega? En el puerto anterior la habían usado en la bodega 3, la del fantasma. ¿Se perdía una llave crique para los tensores de los contáiners? Habían pasado antes por la bodega del fantasma. ¿No se cebaba la bomba de refrigeración de pistones del motor principal? Ese día se cumplía un mes de la muerte del fantasma. ¿No andaba el cabrestante? Justo justo antes habían estado hablando del fantasma. Y todo así.
                Pero (y esto es muy importante que se entienda) siempre en chiste, y siempre todos entendiendo que se lo decía en chiste.
                Para cuando el Catamarca logró llegar a Buenos Aires, el fantasma era el culpable obligado de todos los malos ratos, temporales, extravíos, roturas y disgustos de la tripulación. El buque estuvo en puerto cosa de quince días, y es de remarcar que el primer objetivo de la mayoría de los que habían hecho el viaje fue tomarse francos acumulados, o vacaciones, o pedir cambio de buque o enfermarse de cualquier cosa con tal de no volver a apostar las propias pelotas en aquella ruleta rusa flotante. La mayoría (el tipo incluído) lo logró, y todos, con el tiempo, se felicitaron por ello.
                De hecho, nadie de los de ese viaje hizo el siguiente.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
                Tengan la amabilidad de aceptar que un año ha pasado, y que las cosas están, por raro que parezca, aún peor. El tipo tuvo la huída más difícil del Catamarca, porque habían decidió “premiarlo” con el ascenso a jefe de aquel montón de óxido y se negó (doble defección, según se veía desde la comodidad de los escritorios de la oficina). Por más que su excusa fue impecable, no se la llevó de arriba: lo castigaron haciéndolo seguir de primero, y en el Corrientes II –que estaba, si tal cosa fuese posible, peor aún que el Catamarca-
                De todas formas, instituto penal por instituto penal, el primer oficial apostaba mucho menos, legalmente, que el jefe, y el tipo, si bien seguía saltando como sapo la guadaña, por lo menos no veía ningún tribunal en su inmediato futuro. Eran épocas bravas, y había que conformarse con bailar con la menos renga de todas.
                En puerto Buenos Aires, una noche y durante la sobremesa, el tipo conversaba con el oficial de guardia de cubierta. No era del buque. Se trataba de un capitán que, en espera de su barco, hacía guardias un día de cada tres por haberse quedado ya sin francos ni vacaciones. Buen tipo. Simpático. Y lleno de disgustos acumulados, como todos por aquella época.
                Café va, café viene, el tema fue cual fue el peor viaje sufrido últimamente.
                Para aquel pobre hombre, lo peor había sido el último viaje del Catamarca (no el último suyo en el buque, sino el último del buque. Luego de ese viaje quedó tirado en Ramallo para la venta). Descubrieron, así, que ese viaje en particular había seguido al que le había tocado al tipo. La charla, entonces, ya siguió un curso ineludible. Lo peor de todo, decía al respecto aquel pobre capitán,  no fueron  las roturas, averías y desgracias varias, sino, y principalmente, el fantasma.
                -¿El fantasma?-
                -¡Claro! ¿No oíste hablar del fantasma del Catamarca?-
                El tipo, que lo había inventado, se hizo el otario y pidió que le contasen.
                Con la minuciosa rigurosidad con que se narran aquellas cosas que debieron ser narradas varias veces (a veces incluso escrita en varias copias, todas de un mismo tenor y a un solo efecto), el capi arrancó desde que, en aquella estadía en la que el tipo huyó, se cambiaron las tripulaciones. Aparentemente, no era fácil conseguir gente para tripular aquel elefante moribundo, y, tal como ocurría con las galeras, o las carabelas de Colón, o los balleneros como el Pequod, echaron mano de lo que pudieron encontrar (que, por lo general, resulta ser aquello que las demás empresas no quieren). Lo tripularon con una mezcla un tanto ordinaria de gente conflictiva, contestataria, poco animosa y, como se vería después, sin los patitos en fila.
                En el breve interregno en que convivieron con los salientes escucharon varias veces el chiste del fantasma. Pero como la esencia del chiste era parecer que se lo decía en serio, y aquellos chicos no notaron la sutileza, para cuando quedaron solos empezaron a dormir con la luz prendida y la puerta del placard cerrada.
                Todo hubiera ido bien si el buque hubiese producido los dolores de cabeza usuales, pero aquel viaje (por aquello de la caída en espiral) las cosas fueron peores. Salieron con poco combustible, con la idea de cargar en Talcahuano, Chile, que era más barato. En los canales fueguinos, que son bellísimos pero que no perdonan el menor error de maniobra, las bombas de refrigeración de pistones –que ya venían fallando todo el viaje anterior, y que (¡sorpresa, sorpresa!) no repararon en Buenos Aires porque, de todas maneras, el buque iba y venía- terminaron de morirse. El Catamarca se quedó sin motor, sin motor el timón es apenas una cosa que queda bonita en la popa, y se fueron sobre las piedras.
                La espera de marea, de remolcador y, probablemente, de los fondos para pagar el salvamento resultó muy poco amena para los tripulantes, ya que se acabó el combustible. Sin diesel oil no hay electricidad, y sin electricidad no hay agua, ni cocina, ni calefacción, ni agua para desalojar del inodoro pasajeros indeseables. Pasaron unos días sucios, barbudos, en la oscuridad, con frío, comiendo cosas asadas en cubierta e izando baldes de agua salada desde el mar para usar en los baños y controlar el hedor. La comida congelada o enfriada se fue pudriendo, hubo que tirar las verduras, y las radios murieron, también, casi de inmediato.
                El rescate no solucionó gran cosa. Al haberse apoyado en las piedras, aparentemente, se deformaron las bancadas del cigüeñal del motor principal. Nada tan abananado como para fundir el motor, pero si lo suficiente como para que levantara temperatura, así que hubo que navegar a marcha muy lenta para no destruirlo. Así encararon el mal tiempo, bellaqueando asquerosamente más del doble del tiempo normal y rogando poder, por lo menos, seguir así hasta salir de los temporales. Las cosas siguieron fallando cotidianamente, y el asunto del fantasma cobró cada día mayor verosimilitud. Ya no era un vago temor: el fantasma era una realidad indiscutible y siniestra. Un demonio negro que clamaba venganza y que, quizás, sólo infringía estas sevicias como advertencias de que, si no se le entregaba a su víctima desocupada, terminaría por hundirla con los inconscientes de a bordo que se hubiesen negado a partir.
                El miedo, sumado a la incomodidad y al exceso de horas de trabajo, empezó a meterle a la gente en la cabeza que, quizás, fuera buena idea ir preparando el bolsito.
                La relación de roturas, problemas con la comida, con el agua, con el tiempo, y entre los mismos tripulantes que le hizo el pobre capitán al tipo sería demasiado larga y triste para este pequeño artículo. Lo importante es que hicieron eclosión y llegaron a su clímax en El Callao. Allí (narraba el capitán con los ojos espantados del que aún no puede creer en lo que vio) se enfrentó a lo más parecido a un motín de que él tuviera recuerdo. Maestranza y marinería (todo el buque menos los oficiales, aunque sospechó que más de uno  de estos estaría secretamente del lado de los que hicieron el reclamo) se presentaron frente al capitán y le informaron que no pensaban seguir viaje en un buque embrujado. Él no se rió: pudo ver el temor en los rostros de aquel grupo, y supo que un mal movimiento podía dejarlo sin tripulantes y hasta, quizás, con un diente menos. La gente tenía miedo, y estaba convencida que, de seguir así, el buque tendría una desgracia.
                Pero le ofrecieron una alternativa. Si el conseguía algún tipo de exorcismo, si sacaba de a bordo el fantasma, intentarían seguir viaje. No era momento para ser lógico ni para sostener principios racionales: aquella gente estaba más allá de toda llamada a la sensatez y, también, con muchísimas ganas de usar cualquier excusa para dejar aquel patacho infame y volverse a casa.
                Hizo de tripas corazón, habló con la agencia marítima, les explicó el problema, y consiguió un médico brujo indio. A medianoche, a la luz de los reflectores, el indio hizo sus morisquetas sobre la tapa de bodega, pegó unos gritos terribles, bailó, escupió pisco, echó humitos y, finalmente, declaró al Catamarca libre de espectros vengativos.    
                El viaje continuó, pero, por supuesto, nada mejoró en absoluto. Llegaron hasta Ecuador, y la Empresa les dio instrucciones de dejar de arrastrarse por la costa oeste del continente y volver, como pudieran, a Buenos Aires.
                El tipo no tuvo entonces más remedio que confesar la parte de la historia que el capitán no sabía, a la sazón, que el fantasma era un chiste. Y, para peor, su chiste. Se ligó unas cuantas puteadas desganadas pero, finalmente, el sentido común prevaleció y ambos estuvieron de acuerdo en que aquella maldición (y la payasada del médico brujo), vistas a la distancia, no fueron nunca lo peor de aquel viaje. Lo más censurable, si se quiere, no fue el humor negro de inventar el fantasma para explicar la decadencia del barco, sino la actitud cómoda, imbécil, muy popular a bordo, de culpar las cosas malas a las influencias misteriosas de la yeta, la mufa, o la mala suerte, en vez de darles arranque a las neuronas y buscar la causa verdadera de lo que sucedió. Lo primero es un tanto grosero, pero tiene la excusa de ser producto del humor y la inteligencia. La creencia en fantasmas, mufas y yeta, la profese quien la profese, denuncia estupidez y pereza. Siempre fue más fácil decir que las cosas salieron mal porque se nombró a fulano (que es mufa), o a tal buque, o porque alguien no les pagó a las putas, o porque otro silbó, o porque te pasó el salero en la mano; especialmente cuando la verdadera explicación es que uno no midió el aceite, se olvidó de controlar las temperaturas, o trazó la derrota por sobre unas piedras.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
                El tipo (pero desde mucho antes del fantasma, por cierto) tiene como norma de conducta nombrar siempre que puede a tripulantes y barcos mufa, silbar a bordo, pasar bajo escaleras, dejar que la sal caiga donde quiera y jugar con gatos negros: gracias a eso aprendió mucho sobre el porqué verdadero de las macanas… y se divirtió muchísimo haciendo tocarse los huevos a infinidad de compañeros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario