FANTASMA EN
EL CATAMARCA:
Una empresa puede dejar librados
al abandono y a merced del óxido y la descomposición a sus buques. Tiene todo
el derecho. También puede usarlos para navegar, por supuesto. Lo que no puede hacer es ambas cosas a la vez.
Parece obvio, pero en los últimos años de ELMA, en la desesperación por
mantener viva una organización cuyos principales saboteadores eran su
interventor y el poder político, los directivos intentaron esa disparatada alternativa.
La cosa no podía resultar bien,
y no lo hizo.
El tipo vio muchas cosas feas en
aquella época (canibalizar buques parados a escondidas, detenciones en puertos
extranjeros, barbaridades técnicas hechas como se pudo para poder seguir unas
millas, unos días más, e, incluso, muertos en accidentes perfectamente
evitables). Navegar ya no se trataba sólo de conducir los equipos, hacerles el
mantenimiento preventivo y solucionar las emergencias, sino que implicaba
resucitar a Lázaro con imaginación y habilidad (Y nada más…) perdiendo
toneladas de horas de sueño y unos cuantos metros de sistema nervioso en cada
viaje.
A veces, como ésta que vamos a
contar, las cosas pasaban de patéticas a ridículas.
El tipo había caído de primero
en el Catamarca II, un buque de excelente construcción pero que, para aquella
época, parecía un perro sarnoso abandonado por los dueños. Todo fallaba y todo
daba sorpresas desagradables, y más de una vez el tipo sospechó que, de
enterarse en la Escuela de Náutica de las cosas que se veía obligado a hacer
para que las cosas siguiesen latiendo, ipso facto lo hubieran degradado en
público y desterrado a algún sitio en donde no hubiese nada tecnológico que
bastardear. Dar el argumento de que de todas maneras el buque “iba y venía” (muy
caro a los directivos por aquella época) era confundir crasamente la cinética
del asunto. La realidad es que el buque simplemente caía en espiral, y lo hacía irremediablemente hacia un final ya conocido por todos. Lo único que no se conocía a
bordo era la fecha exacta, pero sobre el rumbo no había dudas.
Hacía la línea al Pacífico,
propicia, además, para sufrir otros tipos de macanas. Como se descubrió en
Quetzal, Guatemala, el Catamarca había sido elegido por un pequeño pelotón de
polizones peruanos (evidentemente muy mal informados por su agencia de viajes)
para llegar a Estados Unidos. Se descubrió de la peor manera posible. El viaje
entre El Callao y Los Ángeles se había prolongado más de lo previsto, el calor
era algo lunático, día y noche, y los polizones se encontraron con que ya no
tenían ni agua, ni comida, ni reservas de energía para seguir viviendo en el
horno de panadería en que se habían transformado las bodegas. Varios lograron
salir y bajar al muelle entreverados con los estibadores que cambiaban de
turno, pero uno se desmayó subiendo por las escaleras y cayó al plan de la
bodega tres. Deben haber sido fácil quince metros de caída a pique que
terminaron en el acero del fondo del buque. El pobre tipo quedó totalmente
roto, y quizás tuvo la suerte de hacer ese último viaje desmayado.
No vamos a entrar en el
desquicio legal, emotivo y operativo que siguió al hallazgo del cadáver. Si las
autoridades de cualquier país entran en arranques histéricos cuando el buque
declara tener polizones a bordo (como si los marinos lo hicieran adrede para
fastidiar a las autoridades y se lo restregaran luego en la cara por simple
perversión), y si un muerto necesariamente pone bajo las peores sospechas a
cualquier buque, la conjunción de ambas irregularidades sacudió al Catamarca
como un fox terrier a una rata. Los papeles y trámites siguieron por largo
rato, pero el asunto del fiambre no podía esperar, así que se lo sacó en cuanto
se pudo. La ambulancia llegó once menos cuarto del mediodía, y allí fue, piensa
el tipo, donde empezaron todos los problemas. En la hora mal elegida.
A bordo se almuerza a las once,
y a eso de las diez y media, once menos cuarto como mucho, se trata de parar
con los trabajos. El fierro de la cubierta era un wok, y se entiende que los
marineros quisieran terminar su turno cuanto antes y salir de allí para volver
a la sombra y al aire acondicionado del casillaje. En vez de cualquier otra
pluma usaron la Jumbo, la más grande de todas, porque ya estaba siendo usada y
no había que preparar nada. Y una vez terminado el retiro del pobre polizón,
simplemente apagaron los motores y se fueron.
No cerraron las tapas de los
ventiladores de esos motores eléctricos (que, cerrados, hacen imposible que
funcionen los órganos de la pluma) ni pulsaron el botón rojo de parada de
emergencia, que es algo así como un cachiporrazo en la nuca de los equipos de
carga. Se fueron, nomás (por un ratito) y la jumbo (una columna de acero de más
de veinte metros de largo y casi un metro de diámetro en la base) quedó allí,
acostada en su calzo, horizontal y cociéndose al sol del trópico.
El pedestal donde estaban los
joysticks de control estaba viejo, oxidado, agujereado y más allá de cualquier
reparación. O se cambiaba o nada. Como no había repuestos, era nada: se usaba
como estaba. Y justo aquel día dejó de prestar servicios. La última cáscara de
óxido que sostenía la tapa en su lugar se desvaneció, la tapa cayó hacia
adentro de la caja y, justo cuando iba a entrar del todo, una de las palancas
de control se trabó en el borde. La tapa (pesadita) entró un poco más, e hizo
que la palanca cambiara de posición y que la pluma empezara a subir.
Como dirigida por una mano
invisible, la jumbo empezó a erguirse sobre cubierta. Dos poderosos alambres la
llamaban desde los extremos de las columnas en V por entre las cuales
trabajaba, sin prisa pero sin pausa, y, para cuando alguien se dio cuenta, ya
casi estaba erguida del todo y apuntando como un dedo indignado hacia el cielo.
Hay unos contactos que, cuando
uno de estos brazos llega a su altura máxima permitida, cortan la alimentación
eléctrica. Eso, en los buques decentes. En aquel hacía rato que estaban rotos,
anulados, puenteados y olvidados. No había repuestos ni presupuesto para
semejantes exquisiteces. Así que la vara siguió subiendo y, cuando llegó al
máximo, y como la V era un par de metros más baja que ella, se empezó a doblar
por la tensión de los alambres. “Agacháte”, parecían ordenarle los brazos de la
V a la orgullosa vara.
La lucha entre la rectitud de la
pluma y los tirones de la V fue cortita. Para cuando se pudo detener todo, la
otrora viril y orgullosa pluma mayor del Catamarca había quedado bastante
parecida a un signo de interrogación.
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Al tipo lo volvieron loco a
preguntas, preguntas cuyas respuestas todos conocían y nadie quería escuchar.
Una tarde, cuando se cansó de que tácitamente le pidieran una explicación que
no implicara abandono por parte de la Empresa, se hartó y salió con que, sin
duda, todo había sido cosa del fantasma del polizón. Murió en esa bodega, lo
sacaron con esa pluma… con mucho menos cualquier escritor fantástico te escribe
un best seller.
No sirvió, claro. La cosa siguió
luego por los caminos que siguen todas estas grandes macanas. Se la bajó a
tierra, y se hicieron todas las notas, pedidos, sumarios y demás cosas. Se
reparó, se volvió a clasificar y se continuó viaje.
Ahora bien: el humor negro de la
respuesta del tipo no pasó desapercibido, y pronto se contagió al resto de la
tripulación. A cada rato pasaban cosas malas (no por mala suerte, sino por mal
mantenimiento, por supuesto) pero el chiste, que ayudaba a sobrellevar la cruz
de arrastrar aquel buque agonizante Pacífico arriba y Pacífico abajo, era
conseguir referirlo, de cualquier manera, al fantasma. ¿Se cortaba una linga en
la bodega 3? El fantasma. ¿Se cortaba en otra bodega? En el puerto anterior la habían usado en la bodega 3, la del
fantasma. ¿Se perdía una llave crique para los tensores de los contáiners?
Habían pasado antes por la bodega del fantasma. ¿No se cebaba la bomba de
refrigeración de pistones del motor principal? Ese día se cumplía un mes de la
muerte del fantasma. ¿No andaba el cabrestante? Justo justo antes habían estado
hablando del fantasma. Y todo así.
Pero (y esto es muy importante
que se entienda) siempre en chiste, y
siempre todos entendiendo que se lo decía en chiste.
Para cuando el Catamarca logró
llegar a Buenos Aires, el fantasma era el culpable obligado de todos los malos
ratos, temporales, extravíos, roturas y disgustos de la tripulación. El buque
estuvo en puerto cosa de quince días, y es de remarcar que el primer objetivo
de la mayoría de los que habían hecho el viaje fue tomarse francos acumulados,
o vacaciones, o pedir cambio de buque o enfermarse de cualquier cosa con tal de
no volver a apostar las propias pelotas en aquella ruleta rusa flotante. La
mayoría (el tipo incluído) lo logró, y todos, con el tiempo, se felicitaron por
ello.
De hecho, nadie de los de ese
viaje hizo el siguiente.
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Tengan la amabilidad de aceptar
que un año ha pasado, y que las cosas están, por raro que parezca, aún peor. El
tipo tuvo la huída más difícil del Catamarca, porque habían decidió “premiarlo”
con el ascenso a jefe de aquel montón de óxido y se negó (doble defección,
según se veía desde la comodidad de los escritorios de la oficina). Por más que
su excusa fue impecable, no se la llevó de arriba: lo castigaron haciéndolo
seguir de primero, y en el Corrientes II –que estaba, si tal cosa fuese
posible, peor aún que el Catamarca-
De todas formas, instituto penal
por instituto penal, el primer oficial apostaba mucho menos, legalmente, que el
jefe, y el tipo, si bien seguía saltando como sapo la guadaña, por lo menos no
veía ningún tribunal en su inmediato futuro. Eran épocas bravas, y había que
conformarse con bailar con la menos renga de todas.
En puerto Buenos Aires, una
noche y durante la sobremesa, el tipo conversaba con el oficial de guardia de
cubierta. No era del buque. Se trataba de un capitán que, en espera de su
barco, hacía guardias un día de cada tres por haberse quedado ya sin francos ni
vacaciones. Buen tipo. Simpático. Y lleno de disgustos acumulados, como todos
por aquella época.
Café va, café viene, el tema fue
cual fue el peor viaje sufrido últimamente.
Para aquel pobre hombre, lo peor
había sido el último viaje del Catamarca (no el último suyo en el buque, sino
el último del buque. Luego de ese
viaje quedó tirado en Ramallo para la venta). Descubrieron, así, que ese viaje
en particular había seguido al que le había tocado al tipo. La charla,
entonces, ya siguió un curso ineludible. Lo peor de todo, decía al respecto aquel
pobre capitán, no fueron las roturas, averías y desgracias varias, sino,
y principalmente, el fantasma.
-¿El fantasma?-
-¡Claro! ¿No oíste hablar del
fantasma del Catamarca?-
El tipo, que lo había inventado,
se hizo el otario y pidió que le contasen.
Con la minuciosa rigurosidad con
que se narran aquellas cosas que debieron ser narradas varias veces (a veces
incluso escrita en varias copias, todas de un mismo tenor y a un solo efecto),
el capi arrancó desde que, en aquella estadía en la que el tipo huyó, se cambiaron
las tripulaciones. Aparentemente, no era fácil conseguir gente para tripular
aquel elefante moribundo, y, tal como ocurría con las galeras, o las carabelas
de Colón, o los balleneros como el Pequod, echaron mano de lo que pudieron
encontrar (que, por lo general, resulta ser aquello que las demás empresas no
quieren). Lo tripularon con una mezcla un tanto ordinaria de gente conflictiva,
contestataria, poco animosa y, como se vería después, sin los patitos en fila.
En el breve interregno en que
convivieron con los salientes escucharon varias veces el chiste del fantasma.
Pero como la esencia del chiste era parecer
que se lo decía en serio, y aquellos chicos no notaron la sutileza, para
cuando quedaron solos empezaron a dormir con la luz prendida y la puerta del
placard cerrada.
Todo hubiera ido bien si el
buque hubiese producido los dolores de cabeza usuales, pero aquel viaje (por
aquello de la caída en espiral) las cosas fueron peores. Salieron con poco
combustible, con la idea de cargar en Talcahuano, Chile, que era más barato. En
los canales fueguinos, que son bellísimos pero que no perdonan el menor error
de maniobra, las bombas de refrigeración de pistones –que ya venían fallando
todo el viaje anterior, y que (¡sorpresa, sorpresa!) no repararon en Buenos
Aires porque, de todas maneras, el buque
iba y venía- terminaron de morirse.
El Catamarca se quedó sin motor, sin motor el timón es apenas una cosa que
queda bonita en la popa, y se fueron sobre las piedras.
La espera de marea, de remolcador
y, probablemente, de los fondos para pagar el salvamento resultó muy poco amena
para los tripulantes, ya que se acabó el combustible. Sin diesel oil no hay
electricidad, y sin electricidad no hay agua, ni cocina, ni calefacción, ni
agua para desalojar del inodoro pasajeros indeseables. Pasaron unos días
sucios, barbudos, en la oscuridad, con frío, comiendo cosas asadas en cubierta
e izando baldes de agua salada desde el mar para usar en los baños y controlar
el hedor. La comida congelada o enfriada se fue pudriendo, hubo que tirar las
verduras, y las radios murieron, también, casi de inmediato.
El rescate no solucionó gran
cosa. Al haberse apoyado en las piedras, aparentemente, se deformaron las
bancadas del cigüeñal del motor principal. Nada tan abananado como para fundir
el motor, pero si lo suficiente como para que levantara temperatura, así que
hubo que navegar a marcha muy lenta para no destruirlo. Así encararon el mal
tiempo, bellaqueando asquerosamente más del doble del tiempo normal y rogando
poder, por lo menos, seguir así hasta salir de los temporales. Las cosas
siguieron fallando cotidianamente, y el asunto del fantasma cobró cada día
mayor verosimilitud. Ya no era un vago temor: el fantasma era una realidad
indiscutible y siniestra. Un demonio negro que clamaba venganza y que, quizás,
sólo infringía estas sevicias como advertencias de que, si no se le entregaba a
su víctima desocupada, terminaría por hundirla con los inconscientes de a bordo
que se hubiesen negado a partir.
El miedo, sumado a la
incomodidad y al exceso de horas de trabajo, empezó a meterle a la gente en la
cabeza que, quizás, fuera buena idea ir preparando el bolsito.
La relación de roturas,
problemas con la comida, con el agua, con el tiempo, y entre los mismos
tripulantes que le hizo el pobre capitán al tipo sería demasiado larga y triste
para este pequeño artículo. Lo importante es que hicieron eclosión y llegaron a
su clímax en El Callao. Allí (narraba el capitán con los ojos espantados del
que aún no puede creer en lo que vio) se enfrentó a lo más parecido a un motín
de que él tuviera recuerdo. Maestranza y marinería (todo el buque menos los
oficiales, aunque sospechó que más de uno
de estos estaría secretamente del lado de los que hicieron el reclamo)
se presentaron frente al capitán y le informaron que no pensaban seguir viaje
en un buque embrujado. Él no se rió: pudo ver el temor en los rostros de aquel
grupo, y supo que un mal movimiento podía dejarlo sin tripulantes y hasta,
quizás, con un diente menos. La gente tenía miedo, y estaba convencida que, de
seguir así, el buque tendría una desgracia.
Pero le ofrecieron una
alternativa. Si el conseguía algún tipo de exorcismo, si sacaba de a bordo el
fantasma, intentarían seguir viaje. No era momento para ser lógico ni para
sostener principios racionales: aquella gente estaba más allá de toda llamada a
la sensatez y, también, con muchísimas ganas de usar cualquier excusa para
dejar aquel patacho infame y volverse a casa.
Hizo de tripas corazón, habló
con la agencia marítima, les explicó el problema, y consiguió un médico brujo
indio. A medianoche, a la luz de los reflectores, el indio hizo sus morisquetas
sobre la tapa de bodega, pegó unos gritos terribles, bailó, escupió pisco, echó
humitos y, finalmente, declaró al Catamarca libre de espectros vengativos.
El viaje continuó, pero, por
supuesto, nada mejoró en absoluto. Llegaron hasta Ecuador, y la Empresa les dio
instrucciones de dejar de arrastrarse por la costa oeste del continente y
volver, como pudieran, a Buenos Aires.
El tipo no tuvo entonces más
remedio que confesar la parte de la historia que el capitán no sabía, a la
sazón, que el fantasma era un chiste. Y, para peor, su chiste. Se ligó unas cuantas puteadas desganadas pero,
finalmente, el sentido común prevaleció y ambos estuvieron de acuerdo en que
aquella maldición (y la payasada del médico brujo), vistas a la distancia, no
fueron nunca lo peor de aquel viaje. Lo más censurable, si se quiere, no fue el
humor negro de inventar el fantasma para explicar la decadencia del barco, sino
la actitud cómoda, imbécil, muy popular a bordo, de culpar las cosas malas a
las influencias misteriosas de la yeta, la mufa, o la mala suerte, en vez de
darles arranque a las neuronas y buscar la causa verdadera de lo que sucedió. Lo
primero es un tanto grosero, pero tiene la excusa de ser producto del humor y
la inteligencia. La creencia en fantasmas, mufas y yeta, la profese quien la
profese, denuncia estupidez y pereza. Siempre fue más fácil decir que las cosas
salieron mal porque se nombró a fulano (que es mufa), o a tal buque, o porque
alguien no les pagó a las putas, o porque otro silbó, o porque te pasó el
salero en la mano; especialmente cuando la verdadera explicación es que uno no
midió el aceite, se olvidó de controlar las temperaturas, o trazó la derrota
por sobre unas piedras.
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El tipo (pero desde mucho antes
del fantasma, por cierto) tiene como norma de conducta nombrar siempre que
puede a tripulantes y barcos mufa, silbar a bordo, pasar bajo escaleras, dejar
que la sal caiga donde quiera y jugar con gatos negros: gracias a eso aprendió
mucho sobre el porqué verdadero de las macanas… y se divirtió muchísimo
haciendo tocarse los huevos a infinidad de compañeros.
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