sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Importación amateur

IMPORTACIÓN AMATEUR:

                A riesgo de que algún estómago resfriado nos acuse de apología del delito (ya se sabe que es mucho más prudente conseguir la reputación de justo atacando a los supuestos apólogos que a los delincuentes de hecho. La bala y puñal son mucho más difíciles de llevar a juicio que la palabra, y también mucho más contundentes en su rencor) a riesgo, insisto, de quedar como un publicista de lo inmoral, creo que es necesario ilustrar un poco a las nuevas generaciones de marinos sobre algunos aspectos laterales de nuestra profesión que, hasta no hace mucho, formaban parte visceral del complejo asunto de ganarse la vida navegando.
                Antes de que llegara el fin del mundo, (Para los marinos, el mundo agonizaba en aquella época en que La Rioja terminaba en la General Paz, y terminó de acabarse cuando metieron a las celestes y blancas en bolsitas de residuos) la Aduana era una orden fanática y todopoderosa que había establecido en nuestros puertos un bloqueo tal que, a su lado, el muro del Berlín parecía apenas una cintita desteñida de “Por favor, no pase”. En su patriotismo ciego –estaban convencidos de que la economía nacional reposaba casi exclusivamente en su vigilancia y su celo, y que la industria nacional caería irremisiblemente en un pozo sin fondo si un frasco de perfume francés atravesaba sus minuciosas redes- estos fundamentalistas fiscales vigilaban como perros de presa, recelando de cualquiera que bajase de un barco, sospechando impíos contenidos en cuanto bolsito pretendía salir de su jurisdicción, y encarando con arrogancia inquisitorial al pobre tipo que, después de un montón de días fuera de su casa, trataba de llevarse toda su ropa y sus cosas en un solo viaje para no tener que volver al buque por ellos.
                ¡Ah del impío!: cuanto más equipaje, más pecados posibles.
                Por supuesto, en su ciega ignorancia de la naturaleza humana, estos fundamentalistas del Código Aduanero no se daban cuenta de que, cuanto más obstáculos ponían a la introducción de artículos suntuarios extranjeros, cuanto más cerrado era el mallado de sus redes, tanto más divertido se volvía ceder a la tentación de ver si el propio ingenio conseguía burlarlos (sin mencionar el hecho de en qué medida se encarecían dichos artículos por ley de oferta y demanda). El partido se definía apenas en esos minutos que llevaba salir de la jurisdicción aduanera, pero  se jugaba en tiempos totalmente distintos. El aduanero, rutinario y pasivo, contaba apenas con esos minutos (o las dos horas de inspección a la llegada del buque) para encontrar la mercadería. El marino, creativo, con tiempo libre para pensar, habilidad manual, herramientas y sentido del humor, tenía a su disposición casi dos meses de tiempo para preparar su ardid. La historia registra la construcción de tanques falsos (con tuberías que no llevaban a ninguna parte, indicadores de nivel y todo), puertas disimuladas para acceder a los entrepaños de los mamparos, y más pasadizos secretos que la baticueva. Cuanto más imposible fuese ocultar algo en un sitio, más sabroso el desafío de lograrlo. Y otras veces, como veremos, las historias narran trucos basados únicamente en la sangre fría y el conocimiento de la psicología de los vigilantes.
                Antes de seguir adelante, creo necesario volver un poquito sobre el tema ético del asunto. De la misma manera que la actitud de la Aduana era la del excesivo rigor que caracteriza a la madurez avanzada (como el abuelo Simpson, digamos), la de los marinos se acercaba bastante a la irresponsabilidad traviesa de los niños o adolescentes jóvenes. Eso de ninguna manera quiere decir que no hubiese límites éticos en el asunto, como tampoco se puede decir que los preadolescentes no tienen moral ni ética alguna. El marino no “bagayearía” armas ni drogas: no por miedo a las consecuencias, ni porque le sobrase el dinero con lo que ganaba en otras cosas, sino porque, simplemente, “eso no se hace…”.  La plata tentaba (¡Cómo que no!), pero una cosa era traer equipos de sonido, whisky, cigarrillos o perfumes, y otra traficar con gente o sustancias peligrosas. La línea a no cruzar era que lo que se introdujese en el país no le hiciera daño a nadie.
                De hecho (y corríjanme si me equivoco) en esta importación amateur que hacían los buques mercantes se verificaba la angélica condición de que todas las partes terminaban felices y satisfechas. El vendedor siempre conseguía mejor precio que en su país, el marino hacía su diferencia (y se divertía inventando trucos para burlar a la aduana), y el comprador bailaba en una pata por conseguir aquello que en el país no se conseguía, y barato encima. Y desafío a cualquiera a que me demuestre que la industria nacional se enteraba siquiera de que entraban al país cosas que ni fabricaba y que–a veces- ni siquiera sabía que existían. Si me apuran un poco, lo más pícaro e inmoral que se trajo escondido en mamparos o tanques falsos por aquella época fue material pornográfico; cosas que, hoy en día, se ven gratis en los quioscos de cualquier avenida y que, también, cumplían con la famosa condición angélica de dejar a todos… satisfechos.
                Sobre estas importaciones circulaban numerosas anécdotas; el tipo no tuvo la suerte de estar presente en algunas de estas en particular, pero asume que han de ser verdaderas. Y que si no, por lo menos, si non e vero e ben trovato
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                Al capitán Z (las identidades han sido alteradas para proteger a los verdaderos protagonistas), cuentan, le habían encargado un piano de cola. Alemán, abundan los memoriosos (o los mentirosos dedicados).
                Ahora bien: si bien un barco es una cosa grande –la “cosa grande” por antonomasia, se podría decir- un piano de cola es algo un poco difícil de esconderle a una inspección de las que subían en puerto Buenos Aires apenas amarrado. Y ni hablar de lo difícil que resultaría que pasase desapercibido por las puertas de Cangallo o Wilson.
                Z, dicen, postergó el asunto un par de viajes. Eventualmente, durante una de las bajadas (para los que no dominan el argot barquero –hay de todo, ¿vieron?- “bajada” es la mitad de vuelta del viaje) Z se entera de que su buque tocará Campana antes que Buenos Aires. Por aquella época, Campana era más pequeño que lo que es hoy, el muelle aceitero era una cosa perdida en el olvido, y la cantidad de efectivos de prefectura y aduana apenas bastaba para armar un modesto partido de truco: la vigilancia de muelles y puertas estaba a cargo de un par de perritos flacos y mañeros y, en general, se parecía confiar en la honradez y buena voluntad de todo el mundo.
                Z ve su oportunidad. Compra o recoge el piano, lo estiba con cuidado, y avisa que le preparen una camioneta de flete apenas toque Campana.
                Llega el buque. Estaciona el flete en el muelle, al pié de las plumas. Viran el piano, lo elevan sobre el muelle (no creo que hubiese grúas: es necesario imaginarse un par de plumas trabajando a la americana, amantes,  ostas, contraostas y pajaritos trincadas, y el guinchero jugando con los amantillos. No: dejémoslo así. Otro día lo explicamos). Lo arrian justo en la caja del flete y, justo justo cuando están desenganchando las lingas que sostenían al piano, por la esquina de un almacén, dobla el jeep de la prefectura.
                La foto se podría usar para ilustrar la expresión “in fraganti” en cualquier diccionario. Capitán, buque, flete, compañía: todos irremisiblemente perdidos. Imposible justificar semejante violación de todas las disposiciones aduaneras, de carga, etc. Imposible esconder semejante maniobra. Cualquiera se hubiese abatido por la derrota.
                Z, que miraba todo desde el alerón del puente, empezó a los gritos -¡NO, NO, NO! ¡PAREN TODO!- Sin dejar de gritar (cuentan los buenos narradores de a bordo) bajó por todas las escaleras externas del casillaje indignado y furioso. Corrió por la escala real hasta el muelle, y llegó bufando hasta el flete
                -¡¿DÓNDE ESTÁN LOS MANIFIESTOS DE CARGA?! ¿Dónde tiene los papeles, eh?!-
                El fletero, que por supuesto no tenía la menor idea de lo que aquel energúmeno le gritaba, apenas le respondió con el –“¿Lo qué?”- de rigor. Z se dio un golpe en la frente con la mano, pareció hacer un esfuerzo por serenarse, y los increpó de nuevo -¡LES TENGO DICHO MIL VECES QUE NO ME TRAIGAN NINGUNA MERCADERÍA QUE NO TENGA LA DOCUMENTACIÓN EN ORDEN!
                ¡DESENGANCHEN ESO, YA MISMO! ¡ESO NO SUBE A MI BARCO, CARÁJO ¿ME ESCUCHAN?!-
                Confundidos, los del flete vacilaron (aquello se parecía a lo que habían venido a hacer, pero no del todo…), pero un par de marineros más rápidos la pescaron al vuelo y liberaron de inmediato el gancho, que subió rápidamente a cubierta.
                -No me importa quién lo despachó, ni quién lo mandó a este buque. Mientras yo sea capitán, las cosas se van a hacer de acuerdo a la ley. ¡Llévense esto de aquí, YA MISMO!-
                La camioneta giró en redondo y se alejó higiénicamente de aquel loquero, y cuentan los barqueros de buena memoria que el capitán, apenas desapareció el piano tras la alambrada, se dirigió a los confundidos agentes de prefectura, los reprendió, y les previno que la próxima vez que le llegasen mercaderías de una manera tan informal y tan comprometedora, él personalmente se iba a encargar de presentar una queja en las autoridades de puerto.
                Y cuentan que todo terminó bien.
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                M, joven oficial de máquinas, se compra la moto de sus sueños y disfruta todo el viaje soñando con los kilómetros que harán juntos apenas desembarque (lo que ofrecía la Industria Nacional a tal efecto, en aquellos años, eran unas cositas ordinarias que no resultaban más mortales sólo porque se pasaban casi toda su vida en reparación). Sus compañeros no pueden evitar hacerle notar que todos esos kilómetros empiezan del otro lado de la alambrada del puerto, y que una Kawasaki radiante y nueva no es algo que se pueda esconder en el fondo de una valija.
                M lo piensa un poco, y escucha consejos. Lo mejor que le proponen es empujarla de madrugada con el motor apagado hasta el fondo del puerto (un par de kilómetros), cortar un alambre  detrás de unos pastizales, y salir a través de un baldío y de la playa de maniobras de un ferrocarril (al fondo de la cual, sin duda, lo esperan un reflector, alambre de púas, ovejeros alemanes y ametralladoras)
                A M le gustan más el sol y el mediodía. Baja de noche, sí, la moto al muelle, y la deja estacionada (sucia y un poco grasienta) a la vista de todos. Al día siguiente, en la hora de más tráfico, monta, se calza en la espalda su mochila, y sale para la puerta de Maipú (no me olvidé del casco, no. Por aquel entonces era apenas un adorno que sólo engalanaba las toilettes de astronautas y buzos). Mochila al hombro, culpable clavado. Las autoridades lo detienen y le piden que pase por la oficinita que hace de garita de la puerta.
                M palidece y suda. Bien, opinan las autoridades (aduana y prefectura) al notarlo: ya sabemos que es culpable. Falta ver cuánto.
                Cuando le preguntan por qué iba tan rápido, contesta con el inevitable (y torpe) “no me di cuenta” Cuando le preguntan que lleva en la mochila, va y se descuelga con el aún más estúpido “nada”.
                -Ábrala, por favor- (Parte del ritual de aduana era el tabú que no permite tocar las cosas de los sospechosos. La explicación formal es que es para que no se objete luego el procedimiento acusándolos a ellos de “plantar” las evidencias, pero cualquiera se da cuenta de que es para disfrutar perversamente de la imagen del culpable sosteniendo en sus manos la prueba de su pecado y de su perdición)
                M la abre y por el orificio se asoman tres Johnny Walker etiqueta negra. Baja más el cierre, y se desmoronan dos cartones de Marlboro y dos de Dunhill.
                -¡Ajá!- se les escapa a las autoridades. Hay amenaza, hay reproche, hay veladas sugerencias a gravísimas consecuencias penales y luego, como al desgano, se menciona lo inevitable de empezar con el papelerío que acabará con la tranquilidad de M por vaya a saber uno cuánto tiempo.
                M se agarra la cabeza, ruega, se lamenta, se acusa de estupidez, jura que es su primera vez y luego, viendo que las autoridades no parecen muy entusiasmadas con la idea de agarrar la Olivetti y empezar a teclear, avergonzado, les pide que hagan como que no pasó. Que deja todo, todo en la garita, con tal de que la cosa no llegue a “los papeles”
                Aduana parece dudar. Mira a Prefectura, que mira a su vez por la ventana y se encoge de hombros. Aduana suspira, pone su mejor cara parroquial y, al cabo de una reprimenda y de extraer a M la promesa de jamás volver a tratar de salir con mercadería escondida, le permiten irse (-“Pero por esta vez, ¿eh?”-) . Antes de que M haya arrancado la Kawasaky ya ha empezado el reparto de los etiquetas negras (Hum, tres, cosa difícil) y de los enfisemas. Igual, a M ya no le interesan. Pone primera y sale por la puerta como una escupida.
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                El tipo llegó a Buenos Aires de vuelta de un viaje al mar del Norte. Era segundo oficial de un buque cuyo primero había viajado con su esposa y sus dos hijos. Normalmente, uno de esos viajes familiares implica muchas compras de recuerdos, juguetes, ropas y estupideces varias, pero en este caso en particular, además, se daba el caso de que la señora era una de esas alquimistas modernas, que en vez de transformar el plomo en oro se esmeran en convertir la plata en mierda. Sumado a la debilidad que sienten los marinos por sus hijos (y a un poco de culpa mal cicatrizada, nacida del tiempo que se ven obligados a pasar lejos de ellos), todo ello hizo que el volumen de cosas a sacar del buque fuese algo espeluznante.
                Para colmo, la estadía no iba a ser larga. No se podía ir sacando a escondidas un paquete hoy, dos mañana, y así hasta la zarpada. Para cualquiera que hubiese estado en la situación de tener que cruzar la frontera de alambres de Puerto Buenos Aires, aquello representaba un dolor de cabeza. Los viejos recomendaban usar el mediodía del lunes o del miércoles, en el peor momento de tráfico de camiones y cargas, en la esperanza de que, en la confusión, no decidieran perder el tiempo revisando un auto particular. Pero no dejaba de ser un albur, y con muchas posibilidades en contra.
                Aquel primer oficial cayó al barco con su esposa la mañana del domingo. Nada se movía en el puerto. Las palomas caminaban por el centro de las calles, las ratas trotaban en las sombras cumpliendo atareadas sus deberes ratoniles, y las Autoridades estaban en las puertas, de pié en el asfalto, aburridos como quien espera un colectivo, y a la exclusiva disposición del primer imbécil al que se le ocurriese sacar aunque fuese un diario viejo del puerto.
                El tipo, estupefacto, observaba desde la borda el incesante ir y venir por la planchada de primero y esposa mientras, al amparo de un almacén que los ocultaba de la vista, cargaban el auto con sus paquetes. Para cuando terminaron, un ojo no demasiado entrenado hubiera notado la inclinación hacia atrás del pobre Peugeot, causada por todo el peso metido en su baúl. Ocultos en el piso, bajo unas mantas, se podían ver también los bultos regulares de varias cajas y paquetes.
                El tipo siente que tiene que prevenir al primero, y le comenta sus inquietudes. Por toda respuesta, el otro sonríe y le dice que se quede tranquilo, que tiene un sistema.
                Con la pena que se siente por los jugadores empedernidos que usan la misma frase, el tipo vio alejarse al Peugeot hacia su fatal y solitario destino en la puerta de Wilson.

                El lunes, el primero viene a trabajar. Feliz y satisfecho. En un aparte, el tipo le pide que le confíe su “sistema”, y el otro se lo cuenta
                -Abro todas las ventanillas, y voy despacito. No muy derecho: dejo que el auto se vaya un poquito a un cordón o al otro. Una cuadra antes de llegar al control, empiezo a putear a mi suegra a los gritos. Mi mujer, que parece que no pero cuando quiere se actúa todo, empieza a putearnos a mi vieja y a mí. Yo la miro de frente (no miro ni adelante ni a los costados, manejo así) y empiezo a mandarla a la reconcha de su madre. ¡Para qué!: ella empieza a putearme más fuerte, se mete con mi vieja, me dice cornudo y me grita que me voltié a la sirvienta. Yo le digo de todo, a los gritos.
                Hay que ponerse colorado, ir bien despeinado, y te tienen que salir gotitas de saliva de la boca cuando gritás. La negra incluso cada tanto me sacude un cachetazo. Para cuando pasás frente a los tipos, el auto es un infierno, y desde afuera parece que nos vamos a matar a golpes en cualquier momento. Salgo despacito, gritando enojado, y me empiezo a cagar de risa recién cuando veo por el espejo que ya no me pueden oír…-
                -¿Y funciona? ¿De veras?-
                -Mirá: hasta ahora nunca encontré a ninguno con los huevos suficientes para meterse en medio de una pelea de esposos y pedirles que les abran el baúl.  Una cosa es combatir el contrabando y meterse con piratas  o delincuentes, y otra muy distinta meterse en cosas de veras jodidas…-
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                Y después de que todo quedó en el pasado sin remedio (la plata ganada, gastada, las cosas maravillosas “de afuera” viejas y despreciadas como antiguallas, los anatemas a los impíos reducidos al ridículo) lo único que al tipo le dolería es que se perdieran las anécdotas que son, después de todo, la única riqueza que no disminuye con el tiempo. Brillan un poquito más cada día, mejoran un poquito cada vez que se cuentan.
 Consciente de que estas historietas no son ni las mejores ni las más emocionantes, y de que queda mucha tela sin cortar (por ejemplo algunos personajes como Lugones, el caballero elegante, parecido a César Romero, que revisaba con respeto las cubiertas de oficiales, o El Rata, personaje que podría haber pintado Tolkien luego de una curda de caña y tangos, y que revisaba todo lo demás) el tipo cree que sería fabuloso que otros contaran sus cuentos, sus picardías, sus ganadas o sus perdidas. Sí, da trabajo (y un poquito de pudor), pero, si estas cosas se pierden por no ser contadas, ¿Quién puede ponerle precio a la echazón?

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