IMPORTACIÓN
AMATEUR:
A riesgo de que algún estómago
resfriado nos acuse de apología del delito (ya se sabe que es mucho más
prudente conseguir la reputación de justo atacando a los supuestos apólogos que
a los delincuentes de hecho. La bala y puñal son mucho más difíciles de llevar
a juicio que la palabra, y también mucho más contundentes en su rencor) a
riesgo, insisto, de quedar como un publicista de lo inmoral, creo que es
necesario ilustrar un poco a las nuevas generaciones de marinos sobre algunos
aspectos laterales de nuestra profesión que, hasta no hace mucho, formaban
parte visceral del complejo asunto de ganarse la vida navegando.
Antes de que llegara el fin del
mundo, (Para los marinos, el mundo agonizaba en aquella época en que La Rioja
terminaba en la General Paz, y terminó de acabarse cuando metieron a las
celestes y blancas en bolsitas de residuos) la Aduana era una orden fanática y
todopoderosa que había establecido en nuestros puertos un bloqueo tal que, a su
lado, el muro del Berlín parecía apenas una cintita desteñida de “Por favor, no
pase”. En su patriotismo ciego –estaban convencidos de que la economía nacional
reposaba casi exclusivamente en su vigilancia y su celo, y que la industria
nacional caería irremisiblemente en un pozo sin fondo si un frasco de perfume
francés atravesaba sus minuciosas redes- estos fundamentalistas fiscales
vigilaban como perros de presa, recelando de cualquiera que bajase de un barco,
sospechando impíos contenidos en cuanto bolsito pretendía salir de su
jurisdicción, y encarando con arrogancia inquisitorial al pobre tipo que,
después de un montón de días fuera de su casa, trataba de llevarse toda su ropa
y sus cosas en un solo viaje para no tener que volver al buque por ellos.
¡Ah del impío!: cuanto más
equipaje, más pecados posibles.
Por supuesto, en su ciega
ignorancia de la naturaleza humana, estos fundamentalistas del Código Aduanero
no se daban cuenta de que, cuanto más obstáculos ponían a la introducción de
artículos suntuarios extranjeros, cuanto más cerrado era el mallado de sus
redes, tanto más divertido se volvía ceder a la tentación de ver si el propio
ingenio conseguía burlarlos (sin mencionar el hecho de en qué medida se
encarecían dichos artículos por ley de oferta y demanda). El partido se definía
apenas en esos minutos que llevaba salir de la jurisdicción aduanera, pero se jugaba en tiempos totalmente distintos. El
aduanero, rutinario y pasivo, contaba apenas con esos minutos (o las dos horas
de inspección a la llegada del buque) para encontrar la mercadería. El marino,
creativo, con tiempo libre para pensar, habilidad manual, herramientas y
sentido del humor, tenía a su disposición casi dos meses de tiempo para
preparar su ardid. La historia registra la construcción de tanques falsos (con
tuberías que no llevaban a ninguna parte, indicadores de nivel y todo), puertas
disimuladas para acceder a los entrepaños de los mamparos, y más pasadizos
secretos que la baticueva. Cuanto más imposible fuese ocultar algo en un sitio,
más sabroso el desafío de lograrlo. Y otras veces, como veremos, las historias
narran trucos basados únicamente en la sangre fría y el conocimiento de la
psicología de los vigilantes.
Antes de seguir adelante, creo
necesario volver un poquito sobre el tema ético del asunto. De la misma manera
que la actitud de la Aduana era la del excesivo rigor que caracteriza a la
madurez avanzada (como el abuelo Simpson, digamos), la de los marinos se
acercaba bastante a la irresponsabilidad traviesa de los niños o adolescentes
jóvenes. Eso de ninguna manera quiere decir que no hubiese límites éticos en el
asunto, como tampoco se puede decir que los preadolescentes no tienen moral ni
ética alguna. El marino no “bagayearía” armas ni drogas: no por miedo a las
consecuencias, ni porque le sobrase el dinero con lo que ganaba en otras cosas,
sino porque, simplemente, “eso no se hace…”.
La plata tentaba (¡Cómo que no!), pero una cosa era traer equipos de
sonido, whisky, cigarrillos o perfumes, y otra traficar con gente o sustancias
peligrosas. La línea a no cruzar era que lo que se introdujese en el país no le
hiciera daño a nadie.
De hecho (y corríjanme si me
equivoco) en esta importación amateur que hacían los buques mercantes se
verificaba la angélica condición de que todas las partes terminaban felices y
satisfechas. El vendedor siempre conseguía mejor precio que en su país, el marino
hacía su diferencia (y se divertía inventando trucos para burlar a la aduana),
y el comprador bailaba en una pata por conseguir aquello que en el país no se
conseguía, y barato encima. Y desafío a cualquiera a que me demuestre que la
industria nacional se enteraba siquiera de que entraban al país cosas que ni
fabricaba y que–a veces- ni siquiera sabía que existían. Si me apuran un poco,
lo más pícaro e inmoral que se trajo escondido en mamparos o tanques falsos por
aquella época fue material pornográfico; cosas que, hoy en día, se ven gratis
en los quioscos de cualquier avenida y que, también, cumplían con la famosa
condición angélica de dejar a todos… satisfechos.
Sobre estas importaciones
circulaban numerosas anécdotas; el tipo no tuvo la suerte de estar presente en algunas
de estas en particular, pero asume que han de ser verdaderas. Y que si no, por
lo menos, si non e vero e ben trovato
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Al capitán Z (las identidades han
sido alteradas para proteger a los verdaderos protagonistas), cuentan, le
habían encargado un piano de cola. Alemán, abundan los memoriosos (o los
mentirosos dedicados).
Ahora bien: si bien un barco es
una cosa grande –la “cosa grande” por antonomasia, se podría decir- un piano de
cola es algo un poco difícil de esconderle a una inspección de las que subían
en puerto Buenos Aires apenas amarrado. Y ni hablar de lo difícil que
resultaría que pasase desapercibido por las puertas de Cangallo o Wilson.
Z, dicen, postergó el asunto un
par de viajes. Eventualmente, durante una de las bajadas (para los que no
dominan el argot barquero –hay de todo, ¿vieron?- “bajada” es la mitad de
vuelta del viaje) Z se entera de que su buque tocará Campana antes que Buenos
Aires. Por aquella época, Campana era más pequeño que lo que es hoy, el muelle
aceitero era una cosa perdida en el olvido, y la cantidad de efectivos de
prefectura y aduana apenas bastaba para armar un modesto partido de truco: la
vigilancia de muelles y puertas estaba a cargo de un par de perritos flacos y
mañeros y, en general, se parecía confiar en la honradez y buena voluntad de
todo el mundo.
Z ve su oportunidad. Compra o
recoge el piano, lo estiba con cuidado, y avisa que le preparen una camioneta
de flete apenas toque Campana.
Llega el buque. Estaciona el
flete en el muelle, al pié de las plumas. Viran el piano, lo elevan sobre el
muelle (no creo que hubiese grúas: es necesario imaginarse un par de plumas
trabajando a la americana, amantes, ostas, contraostas y pajaritos trincadas, y el
guinchero jugando con los amantillos. No: dejémoslo así. Otro día lo
explicamos). Lo arrian justo en la caja del flete y, justo justo cuando están
desenganchando las lingas que sostenían al piano, por la esquina de un almacén,
dobla el jeep de la prefectura.
La foto se podría usar para
ilustrar la expresión “in fraganti” en cualquier diccionario. Capitán, buque,
flete, compañía: todos irremisiblemente perdidos. Imposible justificar
semejante violación de todas las disposiciones aduaneras, de carga, etc. Imposible
esconder semejante maniobra. Cualquiera se hubiese abatido por la derrota.
Z, que miraba todo desde el
alerón del puente, empezó a los gritos -¡NO, NO, NO! ¡PAREN TODO!- Sin dejar de
gritar (cuentan los buenos narradores de a bordo) bajó por todas las escaleras
externas del casillaje indignado y furioso. Corrió por la escala real hasta el
muelle, y llegó bufando hasta el flete
-¡¿DÓNDE ESTÁN LOS MANIFIESTOS
DE CARGA?! ¿Dónde tiene los papeles, eh?!-
El fletero, que por supuesto no
tenía la menor idea de lo que aquel energúmeno le gritaba, apenas le respondió
con el –“¿Lo qué?”- de rigor. Z se dio un golpe en la frente con la mano,
pareció hacer un esfuerzo por serenarse, y los increpó de nuevo -¡LES TENGO
DICHO MIL VECES QUE NO ME TRAIGAN NINGUNA MERCADERÍA QUE NO TENGA LA
DOCUMENTACIÓN EN ORDEN!
¡DESENGANCHEN ESO, YA MISMO!
¡ESO NO SUBE A MI BARCO, CARÁJO ¿ME ESCUCHAN?!-
Confundidos, los del flete
vacilaron (aquello se parecía a lo
que habían venido a hacer, pero no del todo…), pero un par de marineros más
rápidos la pescaron al vuelo y liberaron de inmediato el gancho, que subió
rápidamente a cubierta.
-No me importa quién lo
despachó, ni quién lo mandó a este buque. Mientras yo sea capitán, las cosas se
van a hacer de acuerdo a la ley. ¡Llévense esto de aquí, YA MISMO!-
La camioneta giró en redondo y
se alejó higiénicamente de aquel loquero, y cuentan los barqueros de buena
memoria que el capitán, apenas desapareció el piano tras la alambrada, se
dirigió a los confundidos agentes de prefectura, los reprendió, y les previno
que la próxima vez que le llegasen mercaderías de una manera tan informal y tan
comprometedora, él personalmente se iba a encargar de presentar una queja en
las autoridades de puerto.
Y cuentan que todo terminó bien.
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M, joven oficial de máquinas, se
compra la moto de sus sueños y disfruta todo el viaje soñando con los kilómetros
que harán juntos apenas desembarque (lo que ofrecía la Industria Nacional a tal
efecto, en aquellos años, eran unas cositas ordinarias que no resultaban más mortales
sólo porque se pasaban casi toda su vida en reparación). Sus compañeros no
pueden evitar hacerle notar que todos esos kilómetros empiezan del otro lado de la alambrada del puerto, y que una Kawasaki radiante y nueva no
es algo que se pueda esconder en el fondo de una valija.
M lo piensa un poco, y escucha
consejos. Lo mejor que le proponen es empujarla de madrugada con el motor
apagado hasta el fondo del puerto (un par de kilómetros), cortar un alambre detrás de unos pastizales, y salir a través de
un baldío y de la playa de maniobras de un ferrocarril (al fondo de la cual,
sin duda, lo esperan un reflector, alambre de púas, ovejeros alemanes y
ametralladoras)
A M le gustan más el sol y el
mediodía. Baja de noche, sí, la moto al muelle, y la deja estacionada (sucia y
un poco grasienta) a la vista de todos. Al día siguiente, en la hora de más
tráfico, monta, se calza en la espalda su mochila, y sale para la puerta de
Maipú (no me olvidé del casco, no. Por aquel entonces era apenas un adorno que sólo
engalanaba las toilettes de astronautas y buzos). Mochila al hombro, culpable
clavado. Las autoridades lo detienen y le piden que pase por la oficinita que
hace de garita de la puerta.
M palidece y suda. Bien, opinan
las autoridades (aduana y prefectura) al notarlo: ya sabemos que es culpable.
Falta ver cuánto.
Cuando le preguntan por qué iba
tan rápido, contesta con el inevitable (y torpe) “no me di cuenta” Cuando le
preguntan que lleva en la mochila, va y se descuelga con el aún más estúpido
“nada”.
-Ábrala, por favor- (Parte del ritual
de aduana era el tabú que no permite tocar las cosas de los sospechosos. La
explicación formal es que es para que no se objete luego el procedimiento
acusándolos a ellos de “plantar” las evidencias, pero cualquiera se da cuenta de
que es para disfrutar perversamente de la imagen del culpable sosteniendo en
sus manos la prueba de su pecado y de su perdición)
M la abre y por el orificio se
asoman tres Johnny Walker etiqueta negra. Baja más el cierre, y se desmoronan
dos cartones de Marlboro y dos de Dunhill.
-¡Ajá!- se les escapa a las
autoridades. Hay amenaza, hay reproche, hay veladas sugerencias a gravísimas
consecuencias penales y luego, como al desgano, se menciona lo inevitable de
empezar con el papelerío que acabará con la tranquilidad de M por vaya a saber
uno cuánto tiempo.
M se agarra la cabeza, ruega, se
lamenta, se acusa de estupidez, jura que es su primera vez y luego, viendo que
las autoridades no parecen muy entusiasmadas con la idea de agarrar la Olivetti
y empezar a teclear, avergonzado, les pide que hagan como que no pasó. Que deja
todo, todo en la garita, con tal de que la cosa no llegue a “los papeles”
Aduana parece dudar. Mira a
Prefectura, que mira a su vez por la ventana y se encoge de hombros. Aduana
suspira, pone su mejor cara parroquial y, al cabo de una reprimenda y de
extraer a M la promesa de jamás volver a tratar de salir con mercadería escondida,
le permiten irse (-“Pero por esta vez, ¿eh?”-) . Antes de que M haya arrancado
la Kawasaky ya ha empezado el reparto de los etiquetas negras (Hum, tres, cosa
difícil) y de los enfisemas. Igual, a M ya no le interesan. Pone primera y sale
por la puerta como una escupida.
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El tipo llegó a Buenos Aires de
vuelta de un viaje al mar del Norte. Era segundo oficial de un buque cuyo
primero había viajado con su esposa y sus dos hijos. Normalmente, uno de esos
viajes familiares implica muchas compras de recuerdos, juguetes, ropas y
estupideces varias, pero en este caso en particular, además, se daba el caso de
que la señora era una de esas alquimistas modernas, que en vez de transformar
el plomo en oro se esmeran en convertir la plata en mierda. Sumado a la
debilidad que sienten los marinos por sus hijos (y a un poco de culpa mal
cicatrizada, nacida del tiempo que se ven obligados a pasar lejos de ellos),
todo ello hizo que el volumen de cosas a sacar del buque fuese algo
espeluznante.
Para colmo, la estadía no iba a
ser larga. No se podía ir sacando a escondidas un paquete hoy, dos mañana, y
así hasta la zarpada. Para cualquiera que hubiese estado en la situación de
tener que cruzar la frontera de alambres de Puerto Buenos Aires, aquello
representaba un dolor de cabeza. Los viejos recomendaban usar el mediodía del
lunes o del miércoles, en el peor momento de tráfico de camiones y cargas, en
la esperanza de que, en la confusión, no decidieran perder el tiempo revisando
un auto particular. Pero no dejaba de ser un albur, y con muchas posibilidades
en contra.
Aquel primer oficial cayó al
barco con su esposa la mañana del domingo. Nada se movía en el puerto. Las
palomas caminaban por el centro de las calles, las ratas trotaban en las
sombras cumpliendo atareadas sus deberes ratoniles, y las Autoridades estaban
en las puertas, de pié en el asfalto, aburridos como quien espera un colectivo,
y a la exclusiva disposición del primer imbécil al que se le ocurriese sacar aunque
fuese un diario viejo del puerto.
El tipo, estupefacto, observaba
desde la borda el incesante ir y venir por la planchada de primero y esposa
mientras, al amparo de un almacén que los ocultaba de la vista, cargaban el
auto con sus paquetes. Para cuando terminaron, un ojo no demasiado entrenado
hubiera notado la inclinación hacia atrás del pobre Peugeot, causada por todo el
peso metido en su baúl. Ocultos en el piso, bajo unas mantas, se podían ver
también los bultos regulares de varias cajas y paquetes.
El tipo siente que tiene que
prevenir al primero, y le comenta sus inquietudes. Por toda respuesta, el otro
sonríe y le dice que se quede tranquilo, que tiene un sistema.
Con la pena que se siente por
los jugadores empedernidos que usan la misma frase, el tipo vio alejarse al
Peugeot hacia su fatal y solitario destino en la puerta de Wilson.
El lunes, el primero viene a
trabajar. Feliz y satisfecho. En un aparte, el tipo le pide que le confíe su
“sistema”, y el otro se lo cuenta
-Abro todas las ventanillas, y
voy despacito. No muy derecho: dejo que el auto se vaya un poquito a un cordón
o al otro. Una cuadra antes de llegar al control, empiezo a putear a mi suegra
a los gritos. Mi mujer, que parece que no pero cuando quiere se actúa todo,
empieza a putearnos a mi vieja y a mí. Yo la miro de frente (no miro ni
adelante ni a los costados, manejo así) y empiezo a mandarla a la reconcha de
su madre. ¡Para qué!: ella empieza a putearme más fuerte, se mete con mi vieja,
me dice cornudo y me grita que me voltié a la sirvienta. Yo le digo de todo, a
los gritos.
Hay que ponerse colorado, ir bien
despeinado, y te tienen que salir gotitas de saliva de la boca cuando gritás.
La negra incluso cada tanto me sacude un cachetazo. Para cuando pasás frente a
los tipos, el auto es un infierno, y desde afuera parece que nos vamos a matar
a golpes en cualquier momento. Salgo despacito, gritando enojado, y me empiezo
a cagar de risa recién cuando veo por el espejo que ya no me pueden oír…-
-¿Y funciona? ¿De veras?-
-Mirá: hasta ahora nunca
encontré a ninguno con los huevos suficientes para meterse en medio de una
pelea de esposos y pedirles que les abran el baúl. Una cosa es combatir el contrabando y meterse
con piratas o delincuentes, y otra muy
distinta meterse en cosas de veras
jodidas…-
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Y después de que todo quedó en
el pasado sin remedio (la plata ganada, gastada, las cosas maravillosas “de
afuera” viejas y despreciadas como antiguallas, los anatemas a los impíos
reducidos al ridículo) lo único que al tipo le dolería es que se perdieran las
anécdotas que son, después de todo, la única riqueza que no disminuye con el
tiempo. Brillan un poquito más cada día, mejoran un poquito cada vez que se
cuentan.
Consciente de que estas historietas no son ni
las mejores ni las más emocionantes, y de que queda mucha tela sin cortar (por
ejemplo algunos personajes como Lugones, el caballero elegante, parecido a
César Romero, que revisaba con respeto las cubiertas de oficiales, o El Rata,
personaje que podría haber pintado Tolkien luego de una curda de caña y tangos,
y que revisaba todo lo demás) el tipo cree que sería fabuloso que otros
contaran sus cuentos, sus picardías, sus ganadas o sus perdidas. Sí, da trabajo
(y un poquito de pudor), pero, si estas cosas se pierden por no ser contadas,
¿Quién puede ponerle precio a la echazón?
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