sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Threshold Limit Value



Threshold Limit Value:
                El Stewart zarpó de Buenos Aires durante un invierno de mediados de los ´80, cargado, para sorpresa del tipo, con dos tanques completos de vino tinto a granel de primerísima calidad.
                Una de las diferencias de emblemas entre la Marina Mercante y la Marina de Guerra es que, donde la de Guerra pone un sol aguerrido sobre el escudo nacional, la Mercante lo blasona con el caduceo de Hermes. (Demás está aclararlo, el caduceo era ese palito con alas y dos espirales opuestos enroscados alrededor, que venía a ser la credencial de correo de Zeus que enarbolaba Hermes) Hermes era el dios del comercio, y el Stewart, si uno lo miraba bien, era un buque que realmente parecía concebido y diseñado por un dios semejante. Poseía la versatilidad de transportar todo tipo de mercaderías, de cambiar de artículos sin demasiado cambio de configuración, y de satisfacer todos los imprevistos y requerimientos que comerciantes y productores pudiesen proponerle. No había desafío imposible. ¿Querían llevar cereales o minerales a granel? Se sacaban los entrepuentes de las bodegas secas y se transportaba. ¿Querían llevar chiquicientos mil pallets, cajas, bultos, bolsas y paquetes diversos? Se ponían los entrepuentes y cada bodega se volvía un almacén de tres pisos de alto y casi 9000 m2 por piso ¿Querían llevar carne congelada, pescado congelado, corderos enteros o pollos a rajabonete? Tenía su bodega frigorífica, una cosa casi tan grande como un estacionamiento de tres pisos donde todos esos finaditos podían viajar a 25º bajo cero por el Ecuador. ¿Contaìners?... Bueno, si, había que reconocer que los contáiners eran un problema, pero así y todo se podían apilar de alguna manera sobre cubierta (“de alguna manera” quiere decir de la forma en que se acomodarían cosas cuadradas y planas en una cubierta curvada en las tres dimensiones del espacio. No era lindo, pero servía).  ¿Querían llevar aceite de girasol, o de lino, o de maíz? Tenía sus dos tanques de carga líquida y sus correspondientes bombas ¿Sebo en vez de aceite? No había problema: las paredes y el piso de esos tanques tenían una especie de tubería de calefón por la que se hacía circular vapor y mantenía a la grasa líquida y bombeable.
                Si los mercaderes levantinos que cruzaban los desiertos en caravanas de camellos hubiesen podido soñar un barco, hubiesen soñado con el Stewart.
                Pues bien, aquella vez fue vino. Se lavaron los tanques al estándar de un quirófano, se pintaron con una pintura epoxi esmaltada, se cargaron con el mágico elixir, y se inertizaron con una capa no se sabía si de nitrógeno o de anhídrido carbónico para evitar la emisión de gases y el riesgo de explosión. Por supuesto, también se precintaron y erizaron de candados todas las tapas, accesos, agujeros y venteos, y sólo se dejó librada a su suerte la boca de un tubo de sonda por el cual se verificaba, cada tanto, que no hubiese ingreso alguno de agua o merma de producto.
                Como Hermes también es el dios de los ladrones (y dice mucho de los griegos el que, para ellos, no hubiese mucha contradicción entre ambas advocaciones), y como todo lo gratis tiene una fascinación infantil para el marino, y como también, seamos honestos, el vino siempre tuvo su encanto, aquellos ingresos vedados fueron un desafío irritante durante toda la travesía. Eran una provocación, de hecho, y hubiese sido más que humano aquel que jamás hubiese especulado, al menos teóricamente, sobre algún método de acceder al tanque y sacar algo de él. Muchos lo intentaron, de hecho, pero pronto se hizo evidente que el cargador del vino también conocía el simbolismo del caduceo y la astucia de los navegantes: por más que se recurrió a la inventiva de los mejores y se apeló a la creatividad de los más astutos, no se logró dar con otro método que el bajar por el tubo de sonda un tubo de ¾”, ciego en un extremo, de metro y medio de largo (más no se podía porque tocaba con el techo y no se podía sacar del tubo de sonda). La cantidad obtenida era absurda, y sólo servía para tantalizar y enardecer más a los sedientos saqueadores.
                (Si, es verdad, una bombita portátil podría haber sacado más cantidad. Pero debe recordarse que todas estas maniobras eran secretas, prohibidas y peligrosas. Nadie del comando del buque las avalaba, y el somelier a quien descubrieran “catando” la carga podía ser severamente sancionado. Era este riesgo, precisamente, el que más realzaba el bouquet de aquel vino).
                La carga llegó prácticamente virgen a su destino, Rijeka, un delicioso puerto yugoeslavo.
                El tipo estaba franco aquel día, y junto con el tercer oficial de máquinas habían planeado viajar hasta las grutas de Postumia. Cuando estuvieron listos a salir pudieron ver desde la planchada las empinadas laderas de la vieja ciudad, el azul esmaltado del adriático y, bajo un solazo de justicia, el muelle ocupado por una formación ferroviaria compuesta exclusivamente de negros vagones tanques. La locomotora esperaba detenida casi junto a la planchada, y el fin de la formación se perdía allá a lo lejos, en la línea del muelle.
                Una grúa de puerto sostenía la serpiente muerta de la manguera de carga (algo parecido al cuello de un brontosaurio, de casi veinte centímetros de diámetro y amplias y negras curvas), pero las bombas del buque aún no habían empezado a hacer latir por ellas la sangre de Dionisos. A pesar de ello, una pequeña embajada de tripulantes ya se había acercado al yugoeslavo encargado de dar las señales de inicio y parada de la bomba que, sentado a horcajadas del primer vagón, debía acomodar la manguera en aquel agujero, indicar el inicio de la carga, y cortarla poco antes de llenar del todo el tanque. Los muchachos de a bordo le enseñaban el Símbolo Universal de Voluntad de Transacción (el cartón de Marlboro), y le explicaban, medio en italiano, medio en español, medio en portugués y medio en inglés    –en barquero básico, dicho en otras palabras- que deseaban adquirir algo de aquel líquido por el que habían penado tanto durante el viaje.
                El tipo pudo oír, incluso alejándose de allí, la indignada negativa del yugoeslavo. Se dio vuelta a mirarlo y le impresionó aquel gesto altivo, honrado y orgulloso, que hasta entonces sólo había visto en los obreros de los afiches del partido comunista. El Pueblo y el Partido habían confiado en aquel hombre la integridad de la carga, y él iba a defenderla con su honor y con su vida, de ser necesario. Y no había SUVT que valga.
                El tipo y su colega pasaron el día en Postumia (cosas que sólo se conocen navegando, parece, y que merecen un capítulo aparte) y volvió cuando ya el sol estaba empezando a recostar la cabeza en el mar. Las cosas, parecía, habían cambiado algo.
                El proceso de carga no, claro. La cosa seguía igual que como había empezado: como el barco no podía moverse, ni la manguera tenía tanta amplitud de maniobra, el que se movía era el tren. El Héroe Proletario cargaba el tanque, avisaba que estaba listo, cerraba la tapa, bajaba y, cuando la locomotora avanzaba unos metros y volvía a detenerse, subía al nuevo vagón vacío, abría la tapa y empezaba de nuevo.
                Así todo el día, bajo el mismo solazo, el mismo yugoeslavo.
                Pero hete aquí que, ya fuese por un error conjunto de los amarradores del puerto y del Partido, o por un guiño amistoso de Hermes y Dionisos, a nadie pareció ocurrírsele que el efecto de inertizado de los tanques iba a durar, cuando se empezase a bombear a tanque abierto, lo que el proverbial pedo en un canasto, ni que el calor y el negro de la manguera iban a llevar al alcohol del vino a la temperatura de inflamación, ni tampoco que hasta el más patriótico camarada socialista se aloca un poquito después de respirar el espíritu de Mendoza durante diez horas seguidas.
                El mismo rubio pálido que había rechazado con un gesto de “¡Jamás!” la ofrenda del cartón de Marlboro, había aceptado aquel precio por llenar algunas botellitas cuando, más rosadito él, el sol de la mañana bailaba en los vapores etílicos que lo rodeaban. Cuanto más fuerte pegaba el chorro de la manguera en el fondo de cada nuevo tanque vacío, cuanto más caliente se ponía el producto, más viraban al rojo la piel y la nariz del cargador, y menos exigente se tornaba con su tarifa. Para el mediodía, contaban, un solo paquete ya compraba un bidón de cinco litros. A media tarde, paquetes y cartones quedaban tirados por el piso, y aquel bondadoso obrero descuidaba negligentemente su botín a fin de poder concentrarse en la delicada tarea de no caerse por la escalerilla del vagón cuando subía o bajaba de éste.
                Cuando el tipo llegó a bordo lo vio montado sobre el vagón con el mismo precario equilibrio con que algunos descerebrados norteamericanos montan a los toros. Tenía la nuca y la cara rojas como cogote de pavo, y saludaba estúpidamente a todo argentino que se le cruzase. Hay que aclarar, de paso,  que había muchos argentinos cerca. El buque completo, de hecho, rodeaba la operación de carga y vitoreaba al hermano yugoeslavo (cosa que este agradecía con todo sentimiento, riendo a carcajadas y llorando un poquito de vez en cuando). Una fila que operaba con la disciplina de hormigas cortadoras iba y venía desde el vagón al casillaje del buque, cruzándose en los escasos 80 cms de ancho de la planchada con precisión y rapidez. Todos acarreaban envases; llenos los que subían, vacíos los que bajaban. Todo un original de Jan Sanders.

                El tipo nunca supo qué fue del yugoeslavo, o tan siquiera si llegó a terminar la operación. El buque zarpó a la noche, y todos sentían la satisfacción de una tarea bien hecha. No quedó a bordo (como se pudo comprobar después) ningún envase vacío que no se hubiese completado a rebalsar con aquel producto de exportación. Baldes, palanganas, jarras de agua (¡Jarras de agua, nada menos!), bidones, botellas, frascos…hasta los vasos fueron usados para liberar los últimos recipientes y volver a cargarlos de nuevo (Esos vasos fueron los primeros en ser consumidos, por supuesto. En cuanto a la afirmación de que hasta las cucharas soperas fueron cargadas a tal fin, el tipo está casi seguro de que es falsa). E incluso, como se descubrió más tarde para indignación y queja de los jefes de sección, algunos bidones que no estaban vacios fueron desalojados de su aburrido contenido, lavados a consciencia, y alcanzados al hermano yugoeslavo. El principio de que la necesidad no es excusa fue presentado durante varios días contra aquel de que donde hay una necesidad hay un derecho, pero, no pudiéndose señalar ningún culpable en particular, la cosa no pasó nunca más allá de ser una controversia ética.
                El resto del viaje, vale la pena resaltar,  fue una amena y amable travesía, donde todo el mundo convidaba de lo suyo sin egoísmo, donde nadie, jamás, abusó ni perdió el control de sus actos y dichos, y donde se hizo todo lo posible por lograr que el desembarco y repatriación del producto en tierra argentina implicase el menor volumen posible.
                Y hoy en día, cuando los profetas airados de la política de alcohol cero callan fanáticamente el hecho de que los accidentes no han disminuido casi nada desde que lograron instalar abordo esa medida fundamentalista, el tipo recuerda aquel viaje sano y perfecto del Stewart y se rasca pensativo la cabeza.



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