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El Stewart zarpó de Buenos Aires
durante un invierno de mediados de los ´80, cargado, para sorpresa del tipo,
con dos tanques completos de vino tinto a granel de primerísima calidad.
Una de las diferencias de
emblemas entre la Marina Mercante y la Marina de Guerra es que, donde la de
Guerra pone un sol aguerrido sobre el escudo nacional, la Mercante lo blasona
con el caduceo de Hermes. (Demás está aclararlo, el caduceo era ese palito con
alas y dos espirales opuestos enroscados alrededor, que venía a ser la
credencial de correo de Zeus que enarbolaba Hermes) Hermes era el dios del
comercio, y el Stewart, si uno lo miraba bien, era un buque que realmente parecía concebido y diseñado
por un dios semejante. Poseía la versatilidad de transportar todo tipo de
mercaderías, de cambiar de artículos sin demasiado cambio de configuración, y
de satisfacer todos los imprevistos y requerimientos que comerciantes y
productores pudiesen proponerle. No había desafío imposible. ¿Querían llevar
cereales o minerales a granel? Se sacaban los entrepuentes de las bodegas secas
y se transportaba. ¿Querían llevar chiquicientos mil pallets, cajas, bultos,
bolsas y paquetes diversos? Se ponían los entrepuentes y cada bodega se volvía
un almacén de tres pisos de alto y casi 9000 m2 por piso ¿Querían llevar carne
congelada, pescado congelado, corderos enteros o pollos a rajabonete? Tenía su
bodega frigorífica, una cosa casi tan grande como un estacionamiento de tres pisos
donde todos esos finaditos podían viajar a 25º bajo cero por el Ecuador. ¿Contaìners?...
Bueno, si, había que reconocer que los contáiners eran un problema, pero así y
todo se podían apilar de alguna manera sobre cubierta (“de alguna manera”
quiere decir de la forma en que se acomodarían cosas cuadradas y planas en una
cubierta curvada en las tres dimensiones del espacio. No era lindo, pero
servía). ¿Querían llevar aceite de
girasol, o de lino, o de maíz? Tenía sus dos tanques de carga líquida y sus
correspondientes bombas ¿Sebo en vez de aceite? No había problema: las paredes
y el piso de esos tanques tenían una especie de tubería de calefón por la que
se hacía circular vapor y mantenía a la grasa líquida y bombeable.
Si los mercaderes levantinos que
cruzaban los desiertos en caravanas de camellos hubiesen podido soñar un barco,
hubiesen soñado con el Stewart.
Pues bien, aquella vez fue vino.
Se lavaron los tanques al estándar de un quirófano, se pintaron con una pintura
epoxi esmaltada, se cargaron con el mágico elixir, y se inertizaron con una
capa no se sabía si de nitrógeno o de anhídrido carbónico para evitar la
emisión de gases y el riesgo de explosión. Por supuesto, también se precintaron
y erizaron de candados todas las tapas, accesos, agujeros y venteos, y sólo se
dejó librada a su suerte la boca de un tubo de sonda por el cual se verificaba,
cada tanto, que no hubiese ingreso alguno de agua o merma de producto.
Como Hermes también es el dios
de los ladrones (y dice mucho de los griegos el que, para ellos, no hubiese
mucha contradicción entre ambas advocaciones), y como todo lo gratis tiene una
fascinación infantil para el marino, y como también, seamos honestos, el vino
siempre tuvo su encanto, aquellos ingresos vedados fueron un desafío irritante
durante toda la travesía. Eran una provocación, de hecho, y hubiese sido más
que humano aquel que jamás hubiese especulado, al menos teóricamente, sobre
algún método de acceder al tanque y sacar algo de él. Muchos lo intentaron, de
hecho, pero pronto se hizo evidente que el cargador del vino también conocía el
simbolismo del caduceo y la astucia de los navegantes: por más que se recurrió
a la inventiva de los mejores y se apeló a la creatividad de los más astutos,
no se logró dar con otro método que el bajar por el tubo de sonda un tubo de
¾”, ciego en un extremo, de metro y medio de largo (más no se podía porque
tocaba con el techo y no se podía sacar del tubo de sonda). La cantidad
obtenida era absurda, y sólo servía para tantalizar y enardecer más a los
sedientos saqueadores.
(Si, es verdad, una bombita
portátil podría haber sacado más cantidad. Pero debe recordarse que todas estas
maniobras eran secretas, prohibidas y peligrosas. Nadie del comando del buque
las avalaba, y el somelier a quien descubrieran “catando” la carga podía ser
severamente sancionado. Era este riesgo, precisamente, el que más realzaba el bouquet
de aquel vino).
La carga llegó prácticamente virgen
a su destino, Rijeka, un delicioso puerto yugoeslavo.
El tipo estaba franco aquel día,
y junto con el tercer oficial de máquinas habían planeado viajar hasta las
grutas de Postumia. Cuando estuvieron listos a salir pudieron ver desde la planchada
las empinadas laderas de la vieja ciudad, el azul esmaltado del adriático y,
bajo un solazo de justicia, el muelle ocupado por una formación ferroviaria
compuesta exclusivamente de negros vagones tanques. La locomotora esperaba
detenida casi junto a la planchada, y el fin de la formación se perdía allá a
lo lejos, en la línea del muelle.
Una grúa de puerto sostenía la
serpiente muerta de la manguera de carga (algo parecido al cuello de un
brontosaurio, de casi veinte centímetros de diámetro y amplias y negras
curvas), pero las bombas del buque aún no habían empezado a hacer latir por
ellas la sangre de Dionisos. A pesar de ello, una pequeña embajada de
tripulantes ya se había acercado al yugoeslavo encargado de dar las señales de
inicio y parada de la bomba que, sentado a horcajadas del primer vagón, debía
acomodar la manguera en aquel agujero, indicar el inicio de la carga, y
cortarla poco antes de llenar del todo el tanque. Los muchachos de a bordo le
enseñaban el Símbolo Universal de Voluntad de Transacción (el cartón de
Marlboro), y le explicaban, medio en italiano, medio en español, medio en
portugués y medio en inglés –en barquero
básico, dicho en otras palabras- que deseaban adquirir algo de aquel líquido
por el que habían penado tanto durante el viaje.
El tipo pudo oír, incluso
alejándose de allí, la indignada negativa del yugoeslavo. Se dio vuelta a
mirarlo y le impresionó aquel gesto altivo, honrado y orgulloso, que hasta
entonces sólo había visto en los obreros de los afiches del partido comunista.
El Pueblo y el Partido habían confiado en aquel hombre la integridad de la
carga, y él iba a defenderla con su honor y con su vida, de ser necesario. Y no
había SUVT que valga.
El tipo y su colega pasaron el
día en Postumia (cosas que sólo se conocen navegando, parece, y que merecen un
capítulo aparte) y volvió cuando ya el sol estaba empezando a recostar la
cabeza en el mar. Las cosas, parecía, habían cambiado algo.
El proceso de carga no, claro.
La cosa seguía igual que como había empezado: como el barco no podía moverse,
ni la manguera tenía tanta amplitud de maniobra, el que se movía era el tren.
El Héroe Proletario cargaba el tanque, avisaba que estaba listo, cerraba la
tapa, bajaba y, cuando la locomotora avanzaba unos metros y volvía a detenerse,
subía al nuevo vagón vacío, abría la tapa y empezaba de nuevo.
Así todo el día, bajo el mismo
solazo, el mismo yugoeslavo.
Pero hete aquí que, ya fuese por
un error conjunto de los amarradores del puerto y del Partido, o por un guiño
amistoso de Hermes y Dionisos, a nadie pareció ocurrírsele que el efecto de
inertizado de los tanques iba a durar, cuando se empezase a bombear a tanque
abierto, lo que el proverbial pedo en un canasto, ni que el calor y el negro de
la manguera iban a llevar al alcohol del vino a la temperatura de inflamación,
ni tampoco que hasta el más patriótico camarada socialista se aloca un poquito
después de respirar el espíritu de Mendoza durante diez horas seguidas.
El mismo rubio pálido que había
rechazado con un gesto de “¡Jamás!”
la ofrenda del cartón de Marlboro, había aceptado aquel precio por llenar
algunas botellitas cuando, más rosadito él, el sol de la mañana bailaba en los
vapores etílicos que lo rodeaban. Cuanto más fuerte pegaba el chorro de la
manguera en el fondo de cada nuevo tanque vacío, cuanto más caliente se ponía
el producto, más viraban al rojo la piel y la nariz del cargador, y menos
exigente se tornaba con su tarifa. Para el mediodía, contaban, un solo paquete
ya compraba un bidón de cinco litros. A media tarde, paquetes y cartones
quedaban tirados por el piso, y aquel bondadoso obrero descuidaba
negligentemente su botín a fin de poder concentrarse en la delicada tarea de no
caerse por la escalerilla del vagón cuando subía o bajaba de éste.
Cuando el tipo llegó a bordo lo
vio montado sobre el vagón con el mismo precario equilibrio con que algunos
descerebrados norteamericanos montan a los toros. Tenía la nuca y la cara rojas
como cogote de pavo, y saludaba estúpidamente a todo argentino que se le
cruzase. Hay que aclarar, de paso, que
había muchos argentinos cerca. El buque completo, de hecho, rodeaba la
operación de carga y vitoreaba al hermano yugoeslavo (cosa que este agradecía
con todo sentimiento, riendo a carcajadas y llorando un poquito de vez en
cuando). Una fila que operaba con la disciplina de hormigas cortadoras iba y
venía desde el vagón al casillaje del buque, cruzándose en los escasos 80 cms
de ancho de la planchada con precisión y rapidez. Todos acarreaban envases;
llenos los que subían, vacíos los que bajaban. Todo un original de Jan Sanders.
El tipo nunca supo qué fue del
yugoeslavo, o tan siquiera si llegó a terminar la operación. El buque zarpó a
la noche, y todos sentían la satisfacción de una tarea bien hecha. No quedó a
bordo (como se pudo comprobar después) ningún envase vacío que no se hubiese
completado a rebalsar con aquel producto de exportación. Baldes, palanganas,
jarras de agua (¡Jarras de agua, nada
menos!), bidones, botellas, frascos…hasta los vasos fueron usados para liberar
los últimos recipientes y volver a cargarlos de nuevo (Esos vasos fueron los
primeros en ser consumidos, por supuesto. En cuanto a la afirmación de que
hasta las cucharas soperas fueron cargadas a tal fin, el tipo está casi seguro
de que es falsa). E incluso, como se descubrió más tarde para indignación y
queja de los jefes de sección, algunos bidones que no estaban vacios
fueron desalojados de su aburrido contenido, lavados a consciencia, y alcanzados
al hermano yugoeslavo. El principio de que la necesidad no es excusa fue
presentado durante varios días contra aquel de que donde hay una necesidad hay
un derecho, pero, no pudiéndose señalar ningún culpable en particular, la cosa
no pasó nunca más allá de ser una controversia ética.
El resto del viaje, vale la pena
resaltar, fue una amena y amable
travesía, donde todo el mundo convidaba de lo suyo sin egoísmo, donde nadie,
jamás, abusó ni perdió el control de sus actos y dichos, y donde se hizo todo
lo posible por lograr que el desembarco y repatriación del producto en tierra
argentina implicase el menor volumen posible.
Y hoy en día, cuando los
profetas airados de la política de alcohol cero callan fanáticamente el hecho
de que los accidentes no han disminuido casi nada desde que lograron instalar
abordo esa medida fundamentalista, el tipo recuerda aquel viaje sano y perfecto
del Stewart y se rasca pensativo la cabeza.
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