Provisiones:
A bordo siempre se ganó como
para vivir bien. A veces más, a veces menos, pero siempre se pudo vivir
cómodamente. Pero como está en la naturaleza humana el siempre desear un poquitito más, y como el tipo con
tiempo libre y todas sus neuronas operativas necesariamente se vuelve creativo,
los tripulantes de ultramar desarrollaron, desde tiempo inmemorial, diferentes
sistemas y métodos para lograr ingresos extras por sobre sus salarios. A su
favor podemos decir que las ganancias tardaban a veces meses en ser hechas
efectivas, que por lo general no las disfrutaban ellos tanto como sus familias
y que, en el fondo, casi nadie se enriqueció jamás con aquellos juegos del gato
y el ratón con las autoridades. Era más por el juego, por el desafío deportivo
de ser más astuto que todas las aduanas del mundo juntas, por el reto al propio
ingenio a la hora de diseñar sitios de ocultamiento (“bagayeras”), y, en fin,
para entretenerse con algo sano y pícaro a la vez (eran otros tiempos, chicos.
No había droga en los barcos, y ni el más curtido barquero de aquellos tiempos
la hubiese permitido. La diferencia entre cambalachear cosas que daban placer a
todos sin hacer daño a nadie, y la de comerciar con la muerte era enorme,
nítida e inapelable).
De todas formas, a la hora de
“hacer una diferencia” había una división de aguas ética entre dos grupos
irreconciliables. Por un lado estaban los que invertían su capital y tomaban sus
riesgos, comprando y vendiendo como podían y aceptando como hombrecitos tanto
sus ganancias como sus pérdidas. Por el otro (vergüenza es decirlo) estaban los
que comerciaban con el dinero o los privilegios de sus propios compañeros, que
embolsaban en secreto sus ganancias pero compartían abiertamente con todos las
pérdidas y las sanciones.
Algún día hablaremos de los
negocios divertidos y hasta diríamos que justicieros de los marinos de la
primera clase. Pero hoy, y como estamos hablando de los días del tipo en el
Stewart, lamentablemente tendremos que referirnos a los otros.
El Stewart (“Estiguar” como lo
conocían sus viejos tripulantes, y como nos seguiremos refiriendo a él de ahora
en adelante y de puro nostálgicos) sufría una infección de parásitos del
segundo tipo, y el tipo pudo notarlo apenas embarcó.
El clima era extraño. La gente
de máquinas era una hermandad, un clan, un club, desde el olímpico Jefe hasta
el último y más imberbe de los aprendices. La sensación que daban era la de
vivir espalda con espalda, poncho en brazo izquierdo y facón en la derecha. Sin
descuidar la religiosa verticalidad de la disciplina a bordo, ni parpadear
siquiera el ojo de la justicia ni el estricto cumplimiento del trabajo y los
horarios, nadie de afuera podía decirle nada a nadie de máquinas, ni meterse
con él o fastidiarlo en lo más mínimo. Meterse con uno era meterse con todos, y
desde el capitán al cabo de mar lo sabían y lo tenían en cuenta. Cuando el tipo
empezó a preguntar por qué, todos tuvieron alguna anécdota que contarle y que
ilustrase el casus belli imperante entre máquinas y el resto del barco.
Por ejemplo…
Dinero mal habido pecando entre las sábanas: La ropa de cama se
cambiaba los miércoles (sábanas, toallas, fundas, servilletas, etc.). El
segundo miércoles del viaje, el mozo se disculpaba por exceso de trabajo y te
pedía cambiarlas el jueves. Un día no mata a nadie, pensabas perdido en tus
cosas, y aceptabas. El próximo jueves te agarraba en Brasil; por supuesto el
mozo no te las cambiaba hasta el viernes (hasta es posible que no te encontrase
para hacerlo, claro: ¿Quién se podía acordar de qué cuernos había hecho en
Brasil?). El viernes siguiente estaba muy atareado por la pizza o el asado,
poner la mesa en cubierta y todo eso, y ¿Te jode que lo haga mañana?
Como uno nunca tenía más de uno
o dos días de atraso, las cosas nunca se ensuciaban mucho, y –la verdad- había
siempre asuntos más serios en las que pensar, casi nadie se daba cuenta. Cuando
se contrataba lavadero en Europa (caro, si los hay) el comisario declaraba
mandar a lavar X semanas de ropa. El chiste de saltar un día cada semana de
viaje le regalaba una semana cada siete, con lo cual, de hecho, mandaba el
equivalente de ropa de X-1 semanas. Esa semana de ropa se facturaba y se
dividía entre el lavadero y la gente de a bordo que estaba en el asunto. Una
semana puede parecer poco, pero se debe tener en cuenta que éramos casi 35
tipos.
Todo suma
La
vieja molienda: El café, por ser mejor y más barato,
se compraba en Brasil y por bolsa. El balance era sencillo: Subían X kilos, se
gastaban X kilos por día, y al cabo de tantos días de viaje sobraban tantos
kilos que, a la llegada a Buenos Aires, o quedaban para el próximo viaje o se
devolvían a la Empresa.
Claro que si el café era
asqueroso la gente tomaba menos. Si sobraba no se descontaba al día siguiente, sino
que quedaba y quedaba en la alacena. La cocina no mandaba nuevo hasta que te
terminaras el viejo, y el viejo no se terminaba nunca de puro repugnante. El
truco de aquellos cocineros sinvergüenzas era cubrir una asadera (eran
grandotas, de casi un metro de anchas) de porotos. Se tostaban estos porotos en
el horno hasta quemarlos, y luego, cuando estaban bien negritos, se mezclaban
con el café en la moledora. Aquella pócima llegaba a tener un cierto olor, un
lejano dejo a café que no permitía sospechar el fraude, y la culpa del mal
sabor se achacaba siempre a los amarretes de la Empresa que compraban porquería
barata.
Era un negocio a dos puntas. Por
un lado, de cada kilo de café declarado se consumían, en realidad, tres
cuartos: el resto era jugo de poroto. Y de ese kilo ya adulterado que se decía
gastar por día nadie pedía más que medio cada tres o cuatro días. Al fin de un
viaje, el café fantasma que supuestamente se había bebido a lo largo del viaje
permanecía oculto en sus bolsas de arpillera en espera del auto que lo sacaría
de puerto. Se dirá que dos o tres bolsas de café no eran mucho dinero, pero
todo suma.
Dile no al tránsito lento: En todo el mundo el queso es caro, y el
provolone ni hablar. Nuestros amistosos parásitos lo sabían y efectuaban con él
un truco parecido al jugado con el café. El queso rallado que se servía en la
mesa venía sádicamente recargado de pimienta. Se consumía menos, era feo,
picaba, y sobraba. El que sobraba aparecía mañana en la mesa como provisto de
nuevo (un poco más verdoso a medida que pasaban los días) y así, cada tanto,
había más hormas de queso en la realidad que en los papeles. Bajaban
disimuladamente por la planchada entre gallos y medianoche; quizás no
reportasen mucho dinero en el reparto final (eran muchos ratones a comer de
aquel queso), pero todo suma.
Una oferta que no vas a poder rechazar…: El
entrepot, (para ilustración de las personas que no son del oficio, o para los
que sí lo son pero entraron cuando ya hubo quedado reducido a la navegación de
entrecasa) es el equivalente marítimo del tax-free de los turistas. En
cualquier lugar del mundo, la mayor parte de lo que uno paga por una cosa es el
impuesto que el dictador de ese lugar le exige para adquirir el derecho a
consumirla en ese territorio (no importa si el país es de derecha, comunista,
monárquico o socialista: cuando un tipo te cobra por usar lo tuyo, es un
dictador). Se acepta, internacionalmente, que si uno no va a usar en suelo de
ese país lo que compró, no es justo que pague por ese derecho. Los marinos, a
cambio de comprometernos seriamente a no tocar nada hasta no haber zarpado y
salido de aguas jurisdiccionales, gozamos del privilegio de comprar a precios
irrisorios mercadería de una calidad que, de otra forma, nos resultaría
prohibitiva.
Como de todas formas nadie cree
mucho en la palabra de nadie (y los marinos, para colmo, tenemos mala prensa)
estas compras se formalizan a través de un representante del buque, y se
guardan en un pañol cerrado con llave y precintado (denominado con el
aristocrático y novelesco nombre de “Pañol del Sello”). Usualmente, el capitán
manda la lista de las compras de todos los tripulantes a un proveedor marítimo,
este despacha las cosas a bordo, se le paga y se guardan. Y todos contentos.
En el Estiguar, tristemente, las
cosas eran levemente distintas. Se trabajaba con un proveedor de Génova, il
signore Cor…leone (el apellido terminaba distinto, pero vamos a cambiarlo por
razones de prudencia. Aquellos que tripularon el Estiguar sin duda recuerdan su
verdadero nombre. Aunque, claro, en vista de su forma de operar, este sosías
resulta sorprendentemente adecuado). Era usual que proveedor y capitán (y
comisario, por supuesto) tuviesen buenas relaciones, y era también común y
aceptado que el proveedor tuviese alguna atención hacia ellos por el honor de
haberlo elegido entre tantos competidores. En este barco, sin embargo, las
buenas relaciones iban más allá de la elección de proveedor. En un acuerdo no
escrito con el comando, Corleone recargaba los precios hasta en un 20%. Cuando
esto se supo (uno de esos maquinistas fastidiosos se puso a averiguar cuánto
cobraban todos los demás proveedores) se asumió que la cosa debía ser dié pa
vo, dié pa mi.
Máquinas, inmediatamente, eligió
al Jefe como su nuevo representante y se empezó a hacer entrepot en otro puerto
(en Ashdod, a la sazón, que era más barato incluso que el competidor más
económico de Corleone). Ante la pérdida de clientes el capitán amagó recurrir a
no se sabe qué reglamento que prohíbe introducir a bordo ningún cargamento no autorizado
por él, pero el Jefe le explicó que a nadie (y menos que nadie a él) le
convenía que se abriese una discusión pública sobre el asunto, así que la cosa
quedó en nada.
Para cuando el tipo embarcó,
máquinas compraba casi un 25% más barato que cubierta. Por supuesto, cubierta
rabiaba, pero todos eran clientes rehenes de sus puestos de trabajo, y ninguno
podía rechazar la oferta del capitán y de Don Corleone. Se dirá que un diez por
ciento por marinero, cocinero, mozo y oficial de cubierta no es mucho dinero
(un entrepot promedio eran cosa de 600 dólares), pero…todo suma, chicos: todo
suma.
El tipo estuvo en medio de uno
de estos conflictos durante su tercer viaje en el Estíguar. El Jefe justiciero
se había bajado de licencia, su relevo vino a hacer la plancha, el primer
maquinista estaba más preocupado por parecer estricto que por serlo, y los
ratones se encontraron de golpe con el terreno libre y todo el queso para
ellos.
Empezó el hambre.
No hambre porque no hubiese
comida en la mesa, por supuesto (eso hubiese disparado todos los mecanismos
sindicales internacionales y hubiese sido un escándalo imposible de disimular)
sino un hambre más sutil, un hambre inducido, un hambre forzado a ser elegido
voluntariamente en pos de la preservación de la propia dignidad. Aquello que
aparecía en la mesa no era comida, si bien, al menos teóricamente, calificaba
como tal. Los platos (los nombres de
los platos) coincidían con los prescriptos por la Empresa, pero el tipo no
dudaba de que, de presentarle alguno de ellos a su perro, el bicho le mordería
la mano indignado.
Se comía menos. Por supuesto, en
previsión de ello, se cocinaba menos.
Sobraba más.
Estaba siempre el rebusque de
comprar paté, latitas de mariscos, pan, fiambres, salamines, etc., y regalarse
cada tanto con una picada, pero sólo cuando se llegaba a puerto, de tanto en
tanto, y a un precio a veces sumamente áspero. El resto del tiempo había que
vivir de lo que le sobraba a los parásitos y que éstos se dignaban poner en la
mesa. El calor de la máquina le robaba el agua y la sal al cuerpo, el trabajo
le sacaba la grasa, y la tristeza de aquellas fuentes le sacaba el entusiasmo,
así que el tipo (que nunca fue muy gordito que digamos) cuando levantaba los
brazos y aspiraba hondo abría sus costillas como un paraguas automático.
Algo había que hacer. Y una
noche, midiendo distraídamente la poca distancia que iba quedando entre su
ombligo y su espinazo, el tipo pegó aquel desgraciado salto al lado equivocado
de la ética y decidió que era él quien lo iba a hacer. Siempre tuvo una cierta
habilidad como cerrajero, a bordo le habían enseñado algunas cositas (a bordo
se aprende de todo, si se tiene tiempo y ganas), y no le llevó más de una
guardia fabricar una llave maestra que abriese las puertas de las cámaras de
frío y las despensas.
La comida se guardaba bajo
cubierta, en unas cámaras ubicadas en el pasillo que rodeaba la sala de
máquinas. Algo medio parecido a un túnel de acceso a una estación de subte, con
forma de herradura: quedaban, entonces, más a mano de la gente de máquinas que
de cualquier otro tripulante del buque. El engrasador que hacía guardia con él
lo encontró medio escondido en aquel pasillo, precisamente en el momento en que
el candado, con un rotundo click, anunciaba su cambio de bando a favor de los
hambrientos. Se miraron.
El tipo se excusó por lo que
hacía, y confesó su intención de debutar de Robin Hood. Con una mirada de
profunda disconformidad, el engrasador le dijo que él “así no hacía las cosas”,
se dio la vuelta y se fue. Al tipo le dolió, pero le pareció justo: no podía
ordenar a un subordinado algo ilegal y, por mucho que se sintiese justificado
en hacer lo que hacía, tenía que respetar el derecho de los demás a no
compartir su visión ética de las cosas.
Sacó el candado, abrió la puerta
(ancha y pesada, con un cierto aire de bóveda de banco) y encendió las luces
interiores. Racimos de embutidos colgaban del techo, torres de quesos se
elevaban sobre los estantes, latas y latas de dulce de batata con chocolate
fortificaban los muros…la visión lo sobrecogió unos instantes, y fue la mano en
el hombro del engrasador la que lo sacó de su ensueño. Cuando se volteó a
mirarlo, vio que el flaco se había colgado del cuello y atado a la cintura un
delantal blanco impecable (a veces venían con los trapos limpios que se usaban
para limpieza). “-La higiene es lo primero-“ fue la explicación del
engrasador “-Ahora sí: vamos-“
El tipo trepaba a las
estanterías y sacaba mercadería del fondo de los estantes (poca y elegida, para
que no se notase a simple vista). El flaco, usando el frente del delantal como
red, capturaba en el aire y almacenaba los artículos. Antes de las tres de la
mañana se cerraba todo y se dejaba en la heladerita de la sala de máquinas.
De tres a tres y media cenaban
ellos. La gente de máquinas, sorprendida, encontraba al otro día aquellas
riquezas inexplicables y daba cuenta de ellas. Se empezaba a trabajar, de
hecho, sólo después de haberlas liquidado (casi una hora más tarde), pero nadie
objetaba nada. Sólo una vez, un aprendiz no muy iluminado sacó el tema del
origen de aquel maná y de dónde provenía y quién lo traía y porqué, etc., y
tuvo que escuchar, ruborizado, como el primer cabo le dijo al oído –pero esto,
amigos, se lo tienen que imaginar con acento y sonrisa correntina- “-Comé y
cállate…-“
El final fue sumamente educativo
para el tipo. A pesar de todo lo que sobraba, y a pesar de las incursiones
(jamás descubiertas) del tipo y su secuaz, las cámaras llegaron a Buenos Aires
rebosantes de mercadería.
Pasaron los primeros días con
novia y familia (durante los cuales todo se olvida, todo se perdona, o todo
parece menos importante), y, durante el primer día en que volvió al barco a
hacer guardia de puerto, el tipo recibió, por la noche, el pedido del
engrasador de que le prestase de nuevo la llave maestra.
Al tipo no le gustó. Una cosa
era la emergencia y la necesidad de sobrevivir, y otra el caer en el mismo
pecado que se criticaba. No había ninguna razón para seguir saqueando aquellos
jamones cocidos ni volver a cucharear los tarros de dulce de leche, y ambos lo
sabían. Pero el engrasador, sin dar explicaciones, se limitó a preguntar si
confiaba en él. Como de hecho el tipo sí lo hacía, y como tampoco se sentía en
posición de andar dando lecciones de ética ante el principal testigo de su
defección anterior, se la dio. Lo peor que podía llegar a pasar, se dijo, es
que aquel hombre se sintiese justificado al quedarse con un queso o una pieza
de bondiola como resarcimiento.
Por la mañana, sonriente y
pícaro, el engrasador devolvió la llave maestra. La curiosidad fue demasiado
para el tipo; como nadie le explicaba nada, preguntó
-¿Comiste algo bueno?-
-Nada-
-Eh…¿sacaste algún quesito de
recuerdo, un salamín para picar con los muchachos?-
-¡NO! ¡Avisá! ¿Qué te pensás?-
-¿Entonces?-
Orgulloso, el engrasador le
contó entonces como, durante su guardia de medianoche a ocho de la mañana,
había trabajado sólo toda la madrugada vaciando las cámaras y tirándolas al río
por el portalón que tenía aquel pasillo en el casco. Todo: lechones, corderos,
quesos, fiambres, dulces, tortas y helados. Todo al agua.
Un escalofrío helado recorrió la
nuca del tipo. Nos echan. Vamos presos. Incluso llegó a tartamudear algo de
eso, pero aquel engrasador, un poco más viejo en la empresa y en el Estiguar
que él, se rió despreocupadamente –Quedáte tranquilo, que no pasa nada-
Y nada pasó. Las horas fueron y
vinieron, el día transcurrió sereno y sin sobresaltos, y nunca, jamás, se
escuchó ninguna queja (oficial o extraoficial) sobre la mercadería faltante.
Después de todo, ¡vamos!: ¿Cómo,
en que reino fantástico, podría faltar algo que no existe?
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