RESPUESTAS
Entre otras cosas, el barquero
es un tipo de respuestas creativas. Tiene tiempo para desarrollarlas, tiene
herramientas, y tiene un cierto humor retorcido y perverso que las fogonea. Acá
van algunos ejemplos
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El Rio Negro amarró en Tampa a
la nochecita. Máquinas recibía combustible y repuestos. Cubierta barajaba
containers sobre cubierta como un croupier enajenado. Administración
(comisaría, bah) todavía estaba tratando de aflorar desde debajo de los papeles
de entrada, migraciones y aduanas. Cocina acomodaba víveres recién llegados.
Mozos atendían a algunas autoridades que seguían a bordo (El Coast Guard,
quizás). El único tipo libre para salir, bajar a tierra y pisar suelo
norteamericano aquella estadía –porque el buque zarparía a la mañana siguiente-
era el aprendiz de mozo.
Empilchado, perfumado y orondo,
salió hacia la planchada y, al pasar junto a los tristes tripulantes que,
apoyados en la regala, miraban con resignación el muelle, no se le ocurre decir
nada mejor que “-¡Giles! ¡Aprendan de papito, que se va de joda mientras los GILES laburan!”-
Codos en la regala, caras
pensativas en las manos, los más antiguos lo vieron bajar la planchada con sus saltitos
de gorrión gordo y su tonta risa..
Ahora bien: el barquero nunca
fue un fanático de las reglas ni del protocolo, ni le importó mucho ese asunto
de cargos y jerarquías. Se cumplía, por supuesto, pero no se comulgaba con el
asunto. Pero las tradiciones siempre fueron sagradas. Aquel ganso miserable
había pasado por encima de dos de las más fundamentales de ellas: la de que la
antigüedad es un cargo (por la cual cualquiera, con años en el buque, merece
más respeto de lo que su rol indicaría) y la de la solidaridad hacia el que las
está pasando mal. Él no tenía antigüedad como para burlarse de los otros
retenidos a bordo (sin importar qué cargo tuviesen en el barco); de hecho, no
tenía antigüedad suficiente ni siquiera para mear sin pedir permiso. ¡Y además
se había burlado de compañeros en desgracia!
El contramaestre miró a los
demás con la expresión dolida del veterinario que se ve obligado a sacrificar a
un caballo, miró de reojo el ojo de buey del camarote de aquel insolente (que
había dejado entreabierto para ventilar un poco el encierro) y luego,
meditabundo, contempló un rollo de cabo de amarre viejo, de repuesto, que se
encontraba al pié de dicho ojo de buey (aquel barco tenía la maniobra de los
sprint junto a la planchada).
Tomó el chicote de arriba, lo
insertó en el resquicio del ojo de buey, y empezó a empujar cabo por el mismo.
Solidarios, los otros dejaron la brazola y le ayudaron casi sin decir palabra.
Poco a poco, metro a metro, el rollo fue pasando de cubierta principal al
camarote. (Creo que cabe una pequeña descripción de lo que estamos hablando: se
trata de un cabo de amarre casi tan grueso como la muñeca de un hombre, mojado,
empapado con una selección de inmundicias coleccionadas en diferentes puertos
del mundo que, prolijamente enrollado, formaba un cilindro de un metro de
diámetro y casi otro de alto y que
debería pesar sus buenos quinientos kilos). El cabo, desenrollado, tieso y
formando locos ochos rellenó rápidamente el escaso volumen de un camarote de aprendiz,
a tal punto que hubo que hacer bastante presión para conseguir que los últimos
metros pasasen por el ojo de buey.
Con un gesto de satisfacción, el
contra metió de un empujón brusco el último tramo que quedaba y hundió el chicote
con fuerza. Aquella punta del cabo se perdió así irremisiblemente en la galleta
infernal que había dentro del local.
Luego arrimó la ventana.
El tipo no vio el final de la
historia, pero se lo contaron con lujo de detalles. El insolente volvió de
madrugada, cansado, un tanto bebido y con sueño (muerto de anhelo por su
camita, si se entiende), y notó, confuso, que no podía abrir la puerta. Podía
entreabrirla, pero ALGO extraño se la detenía desde adentro. Se lanzó con el
hombro, como había visto en las películas (las películas son mala escuela para
los marinos, sépanlo) y rebotó al pasillo. Luego, con más prudencia, hizo lo
que pudo por colarse en la rendija que había logrado conseguir. Nunca explicó
qué sintió cuando vio aquello
(¿Horror? ¿Confusión? ¿Curiosidad? ¿Qué era esa madeja de tentáculos velludos
que se adivinaba al contraluz de la ventana?) pero, sin duda, al alcanzar la
tecla de la luz y salir de dudas debe haber sentido unas terribles ganas de
llorar.
Era el mediodía, y aún no había
logrado sacar todo el cabo de su camarote (de dormir ni hablar, por
supuesto), y se asume que las manchas de
agua aceitosa sobre todas sus cosas no deben haber colaborado en nada a aliviar
su resaca tampoco.
Probablemente se haya vuelto,
luego, mucho más humilde y respetuoso.
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En el Almirante Stewart (buque
con un nombre equívocamente militar, ya que era, probablemente, el más civil de
la flota) se comía mal. Y se toleraba la ineficiencia y grosería de los
cocineros. Ambas cosas quizás tuvieran origen en ciertos negocios particulares
que el comisario de a bordo llevaba con las provisiones del buque. Ni la ley ni
la Empresa podían hacer nada al respecto sin evidencias, pero resultaba muy
duro conformarse con ser víctima de aquella corrupción sin disparar aunque
fuese un sólo tiro por la justicia.
Rumiando su frustración (y la
acidez de algún plato reciclado para ahorrar ingredientes comerciables) ocurrió
que el segundo de máquinas pasó frente al camarote del comisario. Como no
estaban en puerto estaba abierto, por supuesto: las pertenencias estaban
protegidas por el tabú de no llevarse lo ajeno que imperaba sobre todos los
barqueros, y los camarotes jamás se cerraban con llave en navegación.
Pero el tabú no decía nada de no poner.
En un momento de inspiración, el
segundo fue a la cocina, robó un trozo de carne cruda de la heladera, tomó un
destornillador de su camarote, sacó la rejilla de la ventilación del camarote
del comisario, y arrojó dentro del conducto la carne, con toda la saña y la bronca
de su estómago mal atendido y agriado.
Luego atornilló la rejilla y se
sentó en el umbral de la puerta a ver pasar el cadáver de su enemigo. Nada pasó
durante un par de días (había un buen aire acondicionado) pero al tercero una
pregunta del comisario acerca de olores raros le indicó al saboteador que su
plan estaba empezando a dar frutos. Al día siguiente, las preguntas ya eran
quejas; el resto de los oficiales, por supuesto, se encogía de hombros: ellos
no tenían problemas de olor alguno.
El calor del trópico empezó a
apretar, el aire acondicionado no hacía milagros, y el fenicio que comerciaba
con la carne de sus compañeros (la carne de asar, se entiende…) alternaba entre
la indignación y la angustia. El hedor en su camarote era insoportable. Se hacía
difícil incluso pasar frente a la puerta al pasillo -que ya jamás cerraba-. Así
y todo, sus quejas eran recibidas con consejos bienintencionados pero con un
cierto rencor estomacal (“-Probá lavar las medias-“ “-Un cambio de calzoncillos
a tiempo resuelve muchas cosas-“
“-Habrás estado comiendo lo mismo que nosotros…-“, y cosas así). Sólo al
ver que el tipo ya no dormía por el agrio olor a cadáver de sus aposentos, y
que probablemente se encontrara ya al borde de un colapso nervioso, se autodesignó
una comisión de maquinistas para encontrar la causa del defecto. Lo hicieron
mientras el comisario trabajaba, de modo que le desarmaron y desordenaron
bastantes cosas y, finalmente, retiraron los restos mortales de dentro del tubo
donde sabían que iban a encontrarlos. Se dice que hubo dos versiones del
asunto: una, la del comunicado de prensa a La Voz del Escobén, que hablaba de
una fuga del sifón del inodoro que llevaba los olores de la cloaca al baño del
comisario, y la otra, comunicada en confianza (mano en el hombro y voz bajita)
explicándole la verdad a la víctima y mostrándole lo feo que podía volverse el
joderles la vida a los Dueños del Caño.
De todas formas, no pasó de ser un desahogo. Al
tipo no le consta que luego hubiese mejorado nada.
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El lado de estribor de la
cubierta de oficiales del Rio de la Plata tenía el comedor a proa. Luego venían
la comisaría, el camarote del jefe de comisaría y, por alguna extraña razón, el
camarote del tercer oficial de máquinas.
Un tercer oficial, nuevo y curioso,
encuentra algo extraño en ese camarote. Otro quizás no hubiese reparado en el
asunto, pero este muchacho era, repetimos, curioso y amigo de los acertijos.
El cable entre la pared y el
teléfono medía casi ocho metros.
Sopesando el rollo en la mano,
el tercero se rascaba con la otra la cabeza tratando de entender por qué le
habían empalmado casi siete metros de cable al teléfono de un camarote que, con
toda la furia, tendría tres metros de ancho.
El misterio (como tantos otros)
empezó a aclararse cuando apareció otro misterio más. Un segundo maquinista
(también nuevo en el barco) reparó en que el piso plástico del pasillo parecía
atacado con un pequeño martillo de bolita. O como si alguien, de rodillas,
hubiera decidido combatir a las cucarachas cuerpo a cuerpo armado de un punzón
romo (cosas más raras se habían visto a bordo, no vaya a creer…) Los pequeños
cráteres parecían estar casi exclusivamente en la cubierta de oficiales, y con
una preponderancia abrumadora frente a la puerta de la comisaría. Al manifestar
su perplejidad, un viejo del barco se le rió y le explicó que eso había
empezado a pasar cuando embarcaron comisarios de a bordo mujeres. Como el otro
no parecía entender, le explicó “-Taco aguja, pibe, taco aguja. Los ingenieros navales no construyeron los
barcos para soportar tacos aguja, ni los fabricantes de zapatos hacen tacos
aguja para barco”-
El tercero empezó a ver algo de
luz. Sondando, preguntando, llegó a enterarse de que hubo una vez una comisario
mujer y un tercer maquinista que tenían algún asunto entre manos (literalmente,
a veces), y La Voz del Escobén afirmaba que dormían juntos. Como uno de los dos
era casado (o ambos, o ninguno: en aquella época no se hubiera admitido nada
parecido en nadie que no fuese capitán o jefe de máquinas) la cosa se había
llevado en el mayor de los secretos, y nadie jamás había podido ver ni afirmar
nada… pero se sabía, claro. Nada escapa a los cronistas de La Voz del Escobén,
jamás.
Eso explicaba el cable largo. Si
llamaban al tercero estando en el camarote equivocado, no podría atender su
teléfono sin salir al pasillo y desenmascarar su romance secreto. Era evidente
que el tipo, cuando descansaba durante su guardia o hacía noche en el otro
nidito, en previsión de alguna emergencia se llevaba el teléfono al camarote de
al lado,
¿Pero cómo? ¡No podía andar
tirando cables por el pasillo, ni recogiéndolos a la vuelta, ni esperando que
nadie viese tampoco el hilo culebreando en el piso! Por un tiempo pensó que
quizás lo pasara de ojo de buey a ojo de buey, por afuera, pero tuvo que
descartar la hipótesis: la caída a pique al mar, varios metros más abajo, era
muy riesgosa –no había cubierta exterior en ese lugar- y, aunque así no fuese,
¿Cómo salir de aquel otro camarote para cumplir con lo que le pedían por
teléfono, siendo que en las emergencias los pasillos se llenan de gente yendo
de un lado al otro?
No fue sino hasta el viaje
siguiente, en el que una comisaria pidió ayuda para cambiar un cuadro de lugar
en su camarote (No, no se burlen. En los buques los cuadros no se cuelgan, se
atornillan –a veces demasiado- para que el movimiento no los haga pendular) que
se supo la verdad. La respuesta del enamorado tercer oficial había sido hacer un túnel a través del mamparo.
Como todos los cuadros de la decoración medían lo mismo, caló ambos mamparos
(el de él y el de su amada) y colgó un cuadro de cada lado. Luego, sólo le
restaría correrlos, pasar por él el teléfono, pasar su humanidad, amar, y
volver a su cubil para salir del él impunemente cada vez que se lo requiriese.
Resuelto el misterio, hubo que
volver los cuadros a su ubicación.
Por lo que el tipo sabe, esa fue toda la
reparación que se hizo, y nadie, jamás, se tomó el trabajo de tapar el túnel.
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¡Ah, si tan sólo utilizaran
sus superpoderes para el bien…!
Bienvenido de regreso!
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