Inconvenientes de la homofobia
(Hechos y personajes son reales. Los nombres
han sido cambiados sólo para fastidiar a los chismosos)
El tipo embarcó de pilotín en el
Rio Neuquén, que a la sazón se encontraba a la mitad de su carena en Tandanor
(en aquella época incomprensible en que Tandanor, por oscuras razones,
significaba Talleres Navales Dársena Norte y no, como hoy, Talleres Navales
Dársena Sur) y pensaba tomárselo con calma. No se iba a navegar en el corto
plazo, y veía por delante unos cuantos días de conocer tranquilamente el barco
y de poder pasar las tardes mimosamente con la novia.
Era fines de marzo de 1982 y,
aunque él no tenía forma de saberlo, dentro de muy poco iba a estar navegando
hacia el sur, cargado de armas, tanques, municiones y explosivos, en un barco a
medio armar y sacado del astillero apenas vestido con una toalla y con el pelo
sin enjuagar.
En medio de todo el revuelo de
la guerra imprevista, del desorden y el apuro de las cosas siempre hechas a
último momento, de la enloquecedora sensación de no entender todo lo que pasa y
de, quizás, no estar a la altura de lo que se espera de uno (y vaya a saber uno
qué carájo era eso…), le enseñaron y aprendió importantísimas cosas sobre la
vida a bordo y sobre cómo manejarse en el ajedrez neurótico de las relaciones humanas
en un barco.
Una de ellas, que al día de hoy
sigue siendo uno de sus mandamientos personales cada vez que firma el rol, es
nunca, jamás, en la puta vida, declarar con énfasis a bordo cuáles cosas lo
enfurecen y lo sacan de quicio. Quizás las descubran alguna vez, y quizás no,
pero por lo que a él concierne sólo las obtendrán de su boca con pentotal
sódico o refinadas torturas orientales. Lo aprendió en cabeza ajena pero la
lección fue tan impresionante que incluso su joven e irresponsable mente la
comprendió y la asumió como un peligro cierto e infalible.
La cosa fue así: su par de
cubierta era un personaje un tanto difícil de digerir de entrada. No era mal
tipo, y cuando se lo llegaba a conocer hasta se lo podía apreciar bastante,
pero tenía algunas características que, como el telgopor frotado contra la
botella o la tiza dura rayando el pizarrón, hacían doler los dientes.
Antes de entrar a la Escuela de
Náutica había probado suerte en la Escuela Naval. Tenía todo el genoma del
Liceo Naval encima, y si bien el escaso tiempo en la Escuela de Guerra Naval no
llegó a transformarlo en un soldado de agua, los viejos marinos de a bordo no
podían dejar de sentir una irresistible picazón cada vez que aquel cabello
negro e impecablemente peinado a la gomina opinaba sobre temas generales.
Barras de bronce dorado en la camisa, barbijo dorado artesanal en el casco
plástico de seguridad, zapatos lustrados hasta parecer de charol…los viejos de
overall sudado y manchado de fuel oil y óxido parpadeaban perplejos y sentían
que el orden natural de la creación estaba perdiendo la alineación de sus
cojinetes. Inevitablemente algunos de ellos sintieron que era su deber devolver
al cosmos su rumbo correcto, y esperaron hasta que el sosías de Mandrake dijera
aquella palabrita de más que lo
llevaría al caos, al sufrimiento, al fondo del dolor y, finalmente, a la
iluminación y la sabiduría.
Fue escuchársela y, casi
intuitivamente, confabular entre todos para educar y enderezar al tierno pilotín
de cubierta. Ocurrió que, en una de aquellas largas y conversadas sobremesas de
la época pre-video salió el tema de la homosexualidad. Estaban todos menos el
Capitán, que en dique usaba su privilegio de permanecer a bordo sólo cuando lo
considerase necesario, y la charla era, por lo tanto, alegre y distendida. Con fervor
e indignación dignos de mejor causa, y sin que nada pareciese justificarlo, el
compañero de cubierta del tipo se mandó una larga tirada sobre el asco que le
causaban los homosexuales, sobre lo incapaz que se veía de contener su ira en
su presencia, y sobre las cosas justas y horribles que les haría si tuviese el
Poder en sus manos. Como una de las reglas no escritas de aquellas sobremesas
era que no se debían tomar nunca demasiado en serio las cosas de que se
hablaban, la vehemencia y verborragia de aquel pichón sonaron en los oídos de
los demás como sirenas de alarma, (“¡Todo
el mundo a sus puestos!”) y bastaron unos minutos luego de su marcha para
armar el plan que lo colocaría un poco más en su centro.
Su primer oficial lo llamó a un
aparte y le previno algo en voz baja. Mandrake se quedó mudo, espantado y
horrorizado hasta la médula. El Capitán, le había confesado el Primero, era de
orientación homosexual (las palabras que probablemente haya usado deben haber
sido “el viejo se la come”) y, si de veras el pibe quería recibirse y seguir
con su carrera, más le valía guardarse aquellas opiniones para sí cuando se
encontrase en su presencia. A lo largo del par de días siguientes, y aparentemente
al azar, todos y cada uno de los oficiales con los que habló le confirmó (a
veces jocosamente, a veces molestos) el “vicio” del viejo. La cereza del postre
la puso el primer oficial de máquinas, un petizo viejo, malo y pelirrojo, que
completó la desesperación del pilotín al contarle que (cual perverso Don
Giovanni) la verdadera pasión del Capitán eran los jóvenes principiantes.
¿Comprenden el dilema de aquel
verde bocón? No podía recibirse ni seguir su carrera si el primer capitán que
lo evaluaba lo calificaba mal, y venía a descubrir que precisamente ese hombre
ineludible padecía el único defecto que él no era capaz de soportar en un
semejante. Debería poner buena cara, disimular, soportar y resistirse sin
ofender…amén de tener que tragarse sus palabras de la sobremesa cada vez que
bajase la cabeza delante de los demás oficiales que las escucharon.
Lo maravilloso del fenómeno que
siguió fue que, a diferencia de otras bromas que es necesario alimentar y
sostener en el tiempo, esta se retroalimentaba a sí misma y crecía
virulentamente día a día. No creo que haya sido genialidad de parte de aquellos
marinos, sino simplemente la sinergia que a veces se genera cuando se
encuentran la estupidez y la buena voluntad. Porque, por supuesto, el Capitán
no sabía absolutamente nada de esto. Como en una refinada composición clásica,
esta otra broma corría como un segundo tema musical debajo del bochorno
principal del pilotín, y prometía algún jugoso desenlace alguna vez cuando todo
se descubriese.
Así, el joven que se reconcomía
de nervios anticipando los avances y humillaciones del viejo pervertido se
encontraba, a cada rato, con el Capitán que se sentía obligado a colaborar con
la educación y el bienestar de su futuro colega. Cada gesto bondadoso del
capitán, cada oferta de ayuda, cada propuesta de juntarse a conversar sobre la
profesión en su camarote, era visto por el homófobo como un intento de seducción.
Cada excusa, cada evasiva, cada salida intempestiva del pilotín a cumplir con
tareas impostergables era interpretada por el Capitán como timidez del chico,
como señal de sobrecarga de responsabilidades o, simplemente, como falta de
adaptación a la vida a bordo. Los actos de uno generaban respuestas equivocadas
en el otro, y esta acumulación de errores no hacía más que reforzar la
convicción que ambos tenían de que algo andaba mal con el otro.
Mar afuera, conviviendo las 24hs
en el reducido mundo del buque, los encuentros se multiplicaron y la confusión
se intensificó. El joven miraba el radar, por ejemplo (en aquellas épocas las
pantallas eran redondas y poco brillantes, siendo necesario que el operador se
inclinase sobre ellas y metiese la cara en un cono de goma que no permitía que
la luz externa lo deslumbrase), y cuando, ensimismado, levantaba la cara del
cono de goma y encontraba tras sus nalgas inclinadas al capitán, lo último que
le pasaba por la cabeza era que el viejo quería ver qué estaba haciendo para
explicarle y enseñarle a hacerlo bien. Se enderezaba asustado y se escapaba lo
más rápido posible al otro extremo del puente. Cuando el viejo, sorprendido por
la torpeza del futuro oficial, lo invitaba a un whisky en su camarote luego de
la cena (A ver qué carájo le pasaba al
pibe este…), se encerraba con llave en el camarote.
Nada dura para siempre, claro, y
hasta los mejores argumentos de comedia deben, necesariamente, llegar a un
punto de crisis que los culmina. En nuestro caso (y el tipo estaba presente) el
momento de blanquear la situación se hizo evidente la noche en que el capitán
juntó a todos para decirles que estaba harto del pibe, que parecía loco, que no
sabía qué carájo tenía contra él (contra el capitán) pero que no estaba
dispuesto a aguantarlo más y que iba a echarlo a la mierda. Fue un momento
tenso, por cierto, porque no había forma de saber cómo iba a reaccionar aquel
viejo marino cuando le confesasen que, delante del pibe, toda la tripulación se
había comportado como si su capitán fuese la flor y nata de la comunidad gay.
Pero valió la pena. Aquel rostro pasó, en breves segundos, de la estupefacción
de saber que se lo había sindicado como homosexual a la alegría de comprender
finalmente el misterio de la conducta de Mandrake, de allí al enojo más
tormentoso y de allí, cuando finalmente la humorada logró flotar hasta su
consciencia, a la carcajada. Su único comentario antes de retirarse del comedor
fue “¡Qué manga de hijos de puta!”
Se le indicó entonces a la
víctima que debía constituirse en el comedor de oficiales y, en palabras un
tanto menos humildes que las usadas con el Capitán, se le explicó el asunto. Es
una lección profunda sobre la esencial igualdad entre los seres humanos el que
no solo el rostro del pilo pasó por expresiones similares a las del de su
superior, sino que su comentario final fue, también, exactamente el mismo.
Que el tipo sepa, aquel ahora
más civilizado oficial de cubierta escarmentó y jamás volvió a manifestar
ninguna otra fobia personal con tanto énfasis. El tipo no tuvo en claro si
también logró ver la otra y fundamental lección de la experiencia, pero cree
que no. El que haya aprendido a controlar su vehemencia lo protegió de las
bromas sobre nuevos temas, pero el marino, como el elefante, nunca olvida, y
aquel magnífico complot del bar travesti de Aharus en el ´83 terminó de una
manera muy graciosa pero que, también, lo mostraba renqueando de la misma pata.
Pero esa ya es otra historia.
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