sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Inconvenientes de la homofobia



Inconvenientes de la homofobia
(Hechos y personajes son reales. Los nombres han sido cambiados sólo para fastidiar a los chismosos)

                El tipo embarcó de pilotín en el Rio Neuquén, que a la sazón se encontraba a la mitad de su carena en Tandanor (en aquella época incomprensible en que Tandanor, por oscuras razones, significaba Talleres Navales Dársena Norte y no, como hoy, Talleres Navales Dársena Sur) y pensaba tomárselo con calma. No se iba a navegar en el corto plazo, y veía por delante unos cuantos días de conocer tranquilamente el barco y de poder pasar las tardes mimosamente con la novia.
                Era fines de marzo de 1982 y, aunque él no tenía forma de saberlo, dentro de muy poco iba a estar navegando hacia el sur, cargado de armas, tanques, municiones y explosivos, en un barco a medio armar y sacado del astillero apenas vestido con una toalla y con el pelo sin enjuagar.
                En medio de todo el revuelo de la guerra imprevista, del desorden y el apuro de las cosas siempre hechas a último momento, de la enloquecedora sensación de no entender todo lo que pasa y de, quizás, no estar a la altura de lo que se espera de uno (y vaya a saber uno qué carájo era eso…), le enseñaron y aprendió importantísimas cosas sobre la vida a bordo y sobre cómo manejarse en el ajedrez neurótico de las relaciones humanas en un barco.
                Una de ellas, que al día de hoy sigue siendo uno de sus mandamientos personales cada vez que firma el rol, es nunca, jamás, en la puta vida, declarar con énfasis a bordo cuáles cosas lo enfurecen y lo sacan de quicio. Quizás las descubran alguna vez, y quizás no, pero por lo que a él concierne sólo las obtendrán de su boca con pentotal sódico o refinadas torturas orientales. Lo aprendió en cabeza ajena pero la lección fue tan impresionante que incluso su joven e irresponsable mente la comprendió y la asumió como un peligro cierto e infalible.
                La cosa fue así: su par de cubierta era un personaje un tanto difícil de digerir de entrada. No era mal tipo, y cuando se lo llegaba a conocer hasta se lo podía apreciar bastante, pero tenía algunas características que, como el telgopor frotado contra la botella o la tiza dura rayando el pizarrón, hacían doler los dientes.
                Antes de entrar a la Escuela de Náutica había probado suerte en la Escuela Naval. Tenía todo el genoma del Liceo Naval encima, y si bien el escaso tiempo en la Escuela de Guerra Naval no llegó a transformarlo en un soldado de agua, los viejos marinos de a bordo no podían dejar de sentir una irresistible picazón cada vez que aquel cabello negro e impecablemente peinado a la gomina opinaba sobre temas generales. Barras de bronce dorado en la camisa, barbijo dorado artesanal en el casco plástico de seguridad, zapatos lustrados hasta parecer de charol…los viejos de overall sudado y manchado de fuel oil y óxido parpadeaban perplejos y sentían que el orden natural de la creación estaba perdiendo la alineación de sus cojinetes. Inevitablemente algunos de ellos sintieron que era su deber devolver al cosmos su rumbo correcto, y esperaron hasta que el sosías de Mandrake dijera aquella palabrita de más que lo llevaría al caos, al sufrimiento, al fondo del dolor y, finalmente, a la iluminación y la sabiduría.
                Fue escuchársela y, casi intuitivamente, confabular entre todos para educar y enderezar al tierno pilotín de cubierta. Ocurrió que, en una de aquellas largas y conversadas sobremesas de la época pre-video salió el tema de la homosexualidad. Estaban todos menos el Capitán, que en dique usaba su privilegio de permanecer a bordo sólo cuando lo considerase necesario, y la charla era, por lo tanto, alegre y distendida. Con fervor e indignación dignos de mejor causa, y sin que nada pareciese justificarlo, el compañero de cubierta del tipo se mandó una larga tirada sobre el asco que le causaban los homosexuales, sobre lo incapaz que se veía de contener su ira en su presencia, y sobre las cosas justas y horribles que les haría si tuviese el Poder en sus manos. Como una de las reglas no escritas de aquellas sobremesas era que no se debían tomar nunca demasiado en serio las cosas de que se hablaban, la vehemencia y verborragia de aquel pichón sonaron en los oídos de los demás como sirenas de alarma, (“¡Todo el mundo a sus puestos!”) y bastaron unos minutos luego de su marcha para armar el plan que lo colocaría un poco más en su centro.
                Su primer oficial lo llamó a un aparte y le previno algo en voz baja. Mandrake se quedó mudo, espantado y horrorizado hasta la médula. El Capitán, le había confesado el Primero, era de orientación homosexual (las palabras que probablemente haya usado deben haber sido “el viejo se la come”) y, si de veras el pibe quería recibirse y seguir con su carrera, más le valía guardarse aquellas opiniones para sí cuando se encontrase en su presencia. A lo largo del par de días siguientes, y aparentemente al azar, todos y cada uno de los oficiales con los que habló le confirmó (a veces jocosamente, a veces molestos) el “vicio” del viejo. La cereza del postre la puso el primer oficial de máquinas, un petizo viejo, malo y pelirrojo, que completó la desesperación del pilotín al contarle que (cual perverso Don Giovanni) la verdadera pasión del Capitán eran los jóvenes principiantes.
                ¿Comprenden el dilema de aquel verde bocón? No podía recibirse ni seguir su carrera si el primer capitán que lo evaluaba lo calificaba mal, y venía a descubrir que precisamente ese hombre ineludible padecía el único defecto que él no era capaz de soportar en un semejante. Debería poner buena cara, disimular, soportar y resistirse sin ofender…amén de tener que tragarse sus palabras de la sobremesa cada vez que bajase la cabeza delante de los demás oficiales que las escucharon.
                Lo maravilloso del fenómeno que siguió fue que, a diferencia de otras bromas que es necesario alimentar y sostener en el tiempo, esta se retroalimentaba a sí misma y crecía virulentamente día a día. No creo que haya sido genialidad de parte de aquellos marinos, sino simplemente la sinergia que a veces se genera cuando se encuentran la estupidez y la buena voluntad. Porque, por supuesto, el Capitán no sabía absolutamente nada de esto. Como en una refinada composición clásica, esta otra broma corría como un segundo tema musical debajo del bochorno principal del pilotín, y prometía algún jugoso desenlace alguna vez cuando todo se descubriese.
                Así, el joven que se reconcomía de nervios anticipando los avances y humillaciones del viejo pervertido se encontraba, a cada rato, con el Capitán que se sentía obligado a colaborar con la educación y el bienestar de su futuro colega. Cada gesto bondadoso del capitán, cada oferta de ayuda, cada propuesta de juntarse a conversar sobre la profesión en su camarote, era visto por el homófobo como un intento de seducción. Cada excusa, cada evasiva, cada salida intempestiva del pilotín a cumplir con tareas impostergables era interpretada por el Capitán como timidez del chico, como señal de sobrecarga de responsabilidades o, simplemente, como falta de adaptación a la vida a bordo. Los actos de uno generaban respuestas equivocadas en el otro, y esta acumulación de errores no hacía más que reforzar la convicción que ambos tenían de que algo andaba mal con el otro.
                Mar afuera, conviviendo las 24hs en el reducido mundo del buque, los encuentros se multiplicaron y la confusión se intensificó. El joven miraba el radar, por ejemplo (en aquellas épocas las pantallas eran redondas y poco brillantes, siendo necesario que el operador se inclinase sobre ellas y metiese la cara en un cono de goma que no permitía que la luz externa lo deslumbrase), y cuando, ensimismado, levantaba la cara del cono de goma y encontraba tras sus nalgas inclinadas al capitán, lo último que le pasaba por la cabeza era que el viejo quería ver qué estaba haciendo para explicarle y enseñarle a hacerlo bien. Se enderezaba asustado y se escapaba lo más rápido posible al otro extremo del puente. Cuando el viejo, sorprendido por la torpeza del futuro oficial, lo invitaba a un whisky en su camarote luego de la cena (A ver qué carájo le pasaba al pibe este…), se encerraba con llave en el camarote.
                Nada dura para siempre, claro, y hasta los mejores argumentos de comedia deben, necesariamente, llegar a un punto de crisis que los culmina. En nuestro caso (y el tipo estaba presente) el momento de blanquear la situación se hizo evidente la noche en que el capitán juntó a todos para decirles que estaba harto del pibe, que parecía loco, que no sabía qué carájo tenía contra él (contra el capitán) pero que no estaba dispuesto a aguantarlo más y que iba a echarlo a la mierda. Fue un momento tenso, por cierto, porque no había forma de saber cómo iba a reaccionar aquel viejo marino cuando le confesasen que, delante del pibe, toda la tripulación se había comportado como si su capitán fuese la flor y nata de la comunidad gay. Pero valió la pena. Aquel rostro pasó, en breves segundos, de la estupefacción de saber que se lo había sindicado como homosexual a la alegría de comprender finalmente el misterio de la conducta de Mandrake, de allí al enojo más tormentoso y de allí, cuando finalmente la humorada logró flotar hasta su consciencia, a la carcajada. Su único comentario antes de retirarse del comedor fue “¡Qué manga de hijos de puta!”
                Se le indicó entonces a la víctima que debía constituirse en el comedor de oficiales y, en palabras un tanto menos humildes que las usadas con el Capitán, se le explicó el asunto. Es una lección profunda sobre la esencial igualdad entre los seres humanos el que no solo el rostro del pilo pasó por expresiones similares a las del de su superior, sino que su comentario final fue, también, exactamente el mismo.
                Que el tipo sepa, aquel ahora más civilizado oficial de cubierta escarmentó y jamás volvió a manifestar ninguna otra fobia personal con tanto énfasis. El tipo no tuvo en claro si también logró ver la otra y fundamental lección de la experiencia, pero cree que no. El que haya aprendido a controlar su vehemencia lo protegió de las bromas sobre nuevos temas, pero el marino, como el elefante, nunca olvida, y aquel magnífico complot del bar travesti de Aharus en el ´83 terminó de una manera muy graciosa pero que, también, lo mostraba renqueando de la misma pata.
                Pero esa ya es otra historia.

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