ACCIDENTE
Aquel había sido un mal viaje
para el Rio Neuquén. Primero, en Amberes, y jugando al fútbol en el muelle, un
marinero se fracturó el codo. No el brazo, ni el antebrazo: el mismísimo codo.
Como las radiografías mostraban allí adentro algo como para jugar a la payana o
leer los buzios, le hicieron un yeso provisorio y encomendaron al capitán que
lo hiciese retirar y radiografiar al cabo de quince días: si algo había quedado
mal, se estaría a tiempo de arreglarlo. Como en quince días el buque estaría
cruzando el Atlántico, la recomendación obvia era que había que mandar el tipo
en avión a Buenos Aires o dejarlo en Bélgica (además, ¿para qué sirve a bordo
un tipo con el codo enyesado de la muñeca al hombro? ¿Cómo baja por el cabo
guardavidas al bote si hay que abandonar? ¿Cómo carajo flota, si vamos a eso,
por más chaleco salvavidas que tenga –y en el hipotético caso de que consiga
colocárselo-?) Pero eran otros tiempos, niños, y otros capitanes. El nuestro
consideró que la enfermera de a bordo estaba perfectamente capacitada para
retirar el yeso en alta mar y darse cuenta de cómo iba la cosa, y que no se
justificaba infringir a la Empresa el gasto de los pasajes de avión del herido
y de su relevo faltando tan poco para llegar a casa.
(Incidentalmente, meses después,
el tipo encontró al marinero en la salida de Maipú. El codo le quedó arruinado
para siempre. Pero tuvo el buen criterio de no hacerle juicio a la Empresa,
sino al capitán. Si hubiera justicia, el tipo consideraba que a aquel comando
le deberían retribuir su lealtad a la Empresa con dolores similares a los del
codo, pero en otra parte de su avara anatomía)
Después, y justo a la salida de
Leixoes, los dos mecánicos de máquinas se ponen a recorrer una de las bombas de
agua de mar principal. Cuando llega el momento de colgar un aparejo para
sacarla de la sentina alzan la vista, abren la boca, y ven que el primer lugar
donde afirmarlo está tres cubiertas más arriba (y siempre y cuando consiguieran
caminar por el techo de máquinas, como una mosca, por cosa de seis metros).
Como aquel trabajo se pagaba aparte no era cosa de abandonarlo por semejante
minucia, ni de perder demasiado tiempo en el mismo: con esa fe ciega en la
propia inmortalidad que sólo se tiene antes de los treinta, apoyaron un tirante
de madera entre dos puntos (que estaban lejos de estar a la misma altura, por
lo que el tirante quedaba… bueno, quedaba como para partirles el traste a
patadas a los dos). Cuelgan el aparejo, empiezan a levantar aquel chancho de
fierro y bronce, se entusiasman con los tirones a la cadena y, justo como
hubiera previsto don Murphy, en el momento en que está bien en el aire, zafa la
punta más baja del tirante. El aparejo, al resbalar, se encarga de dirigir este
extremo hacia abajo, y el tirante cae como un misil sobre la hueca cabeza de uno
de los dos infelices. Atrás, y como en una caricatura del coyote, le caen la
cadena, el aparejo, y la linga con sus grilletes.
Todo en la misma cabeza.
El tipo estaba laburando en otro
sector, pero viene corriendo al escuchar los gritos (y hay que gritar para que
te escuchen en máquinas, eh). Por entre los pelos de la cabeza se aprecia un
corte como para despachar una carta, y se pueden ver los bordes blancuzcos del
cuero cabelludo en una amplia sonrisa psicótica. Piadosamente, la sangre tapaba
lo de abajo.
El tipo y el mecánico que
sobrevivió lo toman uno de cada sobaco, con una sola mano, lo levantan como si
estuviese hecho de telgopor y lo llevan así, sin tocar el piso, escaleras
arriba hasta la enfermería (ninguno de los dos tenía músculos suficientes para
eso, claro. Era simple y llano horror. Tanto
así que, cuando se le pasó, el tipo
estuvo dos días sin poder mover el brazo de cómo le dolía)
El buque se alejaba lentamente
de las costas de Portugal, pero aún se veían. Estaban a tiempo de volver a
puerto. El mecánico de la cabeza ventilada entra y sale de un desmayo, sin
estar nunca del todo lúcido. Se hace la consulta por radio y la recomendación,
por supuesto, es que no se puede recomendar nada sin hacerle radiografías al
coyote. El capitán decide esperar hasta llegar a cierta isla en el camino (no
me puedo acordar cual) y sigue viaje. Para cuando el buque llega a la isla,
matecocido sigue sin poder comer helado sin meterse el cucurucho en el ojo, y
duerme casi todo el tiempo. Dan dos vueltas a la isla, meta cháchara por radio,
y finalmente el capitán decide que bueno, ya se le va a pasar, y otra vez sigue
de largo. Deja atrás la isla y encara doce días de agua y agua, sin médico
cerca ni ayuda posible.
Si. Una joyita, el tipo.
Uno o dos días después de esta
última esperanza médica (por suerte el mecánico tenía la cabeza tan dura como
se pensaba, y ya estaba mejor) el tipo va a dosarle un producto para control de
alcalinidad a la caldera. Explico un poco, porque me han comentado que hay
personas que no saben cómo son las cosas en las salas de máquinas (yo, en lo
personal, dudo que eso sea posible, pero bueno, hay que esperar de todo). Todos
son oficiales y todos vigilan y conducen las máquinas, pero, fuera de sus
guardias, cada uno tiene una parte de los equipos a su cargo. Entre otras
cosas, el tercero tiene las calderas y, sobre todo, el agua de éstas. Se le
dice “agua”, pero en realidad eso es una simplificación. El agua de las
calderas es un fluido especial, mimado, amasado, falopeado y controlado para
que, en las condiciones de presión y temperatura a que se verá obligado a
trabajar, no se coma vivo al material de las calderas y los equipos que usan
vapor. Tiene tanto de agua como una Ferrari tiene de simple vehículo automotor.
Y una de las cosas que no se le permiten es ser ácida. Se la pretende más que
moderadamente alcalina y, para ello, y cuando los análisis le dan mal, hay que
agregarle un líquido pesado, viscoso, y rabiosamente alcalino. Arde, pica, te
saca la piel a tiras y te inspira nuevas y originales puteadas cuando, por
accidente, entra en contacto con tu pellejo.
Como no se lo puede meter en la
caldera porque ésta está muy caliente y a mucha presión, se aprovechan las
bombas que le rempujan agua dentro. El Neuquén tenía un embudito por el lado en
que la bomba chupaba agua: uno cerraba la entrada de agua, abría el embudito,
metía el líquido ahí, ponía la bomba en servicio y esta, chup, chup, chup, se
lo encajaba a la caldera.
El tipo llegó hasta ahí sin
problemas. Y sin antiparras (eran otros tiempos: por aquel entonces, eran cosas
de maricón). Dos chups fueron bien. Cuando la bomba iba a hacer el tercero, una
de las válvulas de la bomba no cerró bien (piensen en esos corazones con un
soplo, en los que las válvulas a veces quedan un poquito mal cerradas y la
sangre no va del todo a donde debe), y el chup se transformó en un sput marcha
atrás que pegó en la cara y el ojo derecho del tipo.
El tipo compartía con Cervantes
el vicio de leer “hasta los papeles que encontraba en la calle”, y quizás fue
eso lo que lo salvó. Se había leído todos los que hoy se llaman MSDS (no por
responsable, ojo, sino de puro aburrido nomás) y, en medio de su dolor y cagaso
se acordó de cómo proceder. Empezó por meter cabeza y ojo bajo el chorro de una
pileta, y a recordar la única cosa importante que le quedaba por hacer.
Cuando el auxiliar de máquinas
lo vio retorciéndose como para mirar dentro del agujero de la canilla pero con
el agua abierta, y entendió lo que pasó, salió de máquinas corriendo y gritando
“¡El Tipo se quemó el ojo con ácido, el Tipo se quemó el ojo con ácido!” Vino
el primero de cubierta y vino la enfermera (y el inevitable y engorroso público
de curiosos de rigor) y lo llevaron a la enfermería. El tipo seguía recordando
lo único que le quedaba por hacer.
En la enfermería, la enfermera
ya había preparado todo y lo estaba esperando. Antes de que lo tocara, el tipo
(con la poquita voz que le quedaba) le dijo “No es acido. No es ácido. Es alcalino”
Pálida, la enfermera apartó
enseguida todo lo que tenía preparado. Una quemadura ácida se cura con
productos alcalinos, y viceversa. Si se le aplica a un tipo de quemadura la
cura del otro, simplemente se potencia el daño.
-Bueh, ya está- pensó el tipo –Ahora
es cuestión de suerte, nomás… ¡Pero cómo duele, carájo!-
La curación fue dolorosa y
espeluznante. Para evitar riesgos (no se sabía muy bien qué había detrás de la
bolita roja en que se había convertido su ojo derecho) la enfermera decide
curarlo, aquella vez y los días siguientes, a oscuras y apenas con una pequeña
linterna como única fuente de luz.
Pasaron los días. Todos los
días, dos veces por día, le cambiaban los vendajes y le hacían curaciones
(siempre a oscuras, y siempre la linternita). El tipo apenas vislumbraba la
claridad del foquito a través del embadurne de furacina que le cubría el globo:
ni siquiera sabía si le quedaba ojo, y sabía que preguntar era inútil. Para
manejar la ansiedad se puso –contra las órdenes del jefe- a laburar. Hacía
papeles, pedidos, escribía a máquinas, leía planos, dibujaba, y llegó a pintar
todo el techo del camarote. Pero todo era en vano. Sabía que a bordo no había
mucho con que manejar aquel escabeche de ojo que se las había arreglado para
conseguir, sabía que el primer puerto estaba más de una semana adelante (y eso
con suerte) y sabía que todo dependía de cuánto le había entrado, cuanto había
logrado remover de entrada con el agua, y cuanto había podido neutralizar la
enfermera en la primera curación. Andaba como alma en pena por todo el buque,
molestaba en el puente, volvía locos a charla a los mozos, jodía en la cocina,
lo echaban de la consola de máquinas y, en general, se sentía bastante
desgraciado.
Finalmente, un sábado a la
tarde, enfermera y primero de cubierta deciden sacarle el vendaje a la luz y
probar máquinas de aquel pobre ojo. Lo destapan y le dicen que abra. El tipo
vacila: mientras no abra el ojo le queda la esperanza. Pero eso es tonto: no va
a poder quedarse con la duda para siempre, y lo sabe. Despega los párpados
(engomados por los restos de pomada) y mira.
Ve mejor con ese que con el
otro.
Cuando la alegría y la sensación
de haberse sacado la lotería sin haber comprado billete se le pasa, comprende.
Los días de trabajar con un solo ojo, de forzarlo, de torturarlo contra la
pintura blanca y las cagaditas de mosca de la Olivetti hicieron que el
izquierdo se le cansara. El quemado, que no había resultado tan quemado después
de todo, había ido de pasajero de primera toda esa parte del viaje.
Después de las felicitaciones y
agradecimientos se lo tapan de nuevo, y todos se preparan para el asado ritual
de los sábados. Este se hacía a proa del castillo de popa, en un amplio espacio
entre el castillo y la bodega cuatro. Lo más lejos posible de los ruidos de los
motores y ventiladores de máquinas (el Neuquén tenía el casillaje al centro, un
poquito a popa) El tipo se sentó a la
mesa (era temprano, casi no había nadie todavía salvo el asador y algunos
mozos) y encaró el sol poniente. El buque se balanceaba amplia y lentamente, el
aire olía como sólo huele el aire de mar en el medio del charco, y la yema rojo
sangre del sol, un tanto achatada allá sobre el horizonte, espolvoreaba el agua
(medio negra y medio violeta) con una infinidad de escamas de oro. Un vientito
salado y tibio acariciaba la piel.
-¿Qué te traigo?- le dijo el
mozo de oficiales (en aquellas épocas los buques tenían cantina, es decir, un
stock de productos, a precio sin impuestos, comprados por la Empresa y cuyo
consumo a bordo se descontaba a fin de mes del sueldo. Era barato, era cómodo, y reconfortante)
-Tinto. Del bueno-
-Una de tinto, entonces…-
-No, no, no. Una para empezar.
Vos seguí trayendo hasta que yo te diga basta: Hoy festejo-
Se salvó de la resaca del día
siguiente (cosa que interpretó como que el Cosmos entendía y perdonaba su
pequeño exceso), pero los años transcurridos desde entonces no lograron que se
perdonara a sí mismo los sustos recibidos. Imputado de Nabo de Primera Clase
por su sentido común, los cuidados que ha venido teniendo desde entonces
alcanzan apenas para pretender una reducción de condena por buena conducta…
pero aquel cagaso no se lo saca nadie.
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