sábado, 15 de febrero de 2014

Anécdotas de barcos: Accidente



ACCIDENTE

                Aquel había sido un mal viaje para el Rio Neuquén. Primero, en Amberes, y jugando al fútbol en el muelle, un marinero se fracturó el codo. No el brazo, ni el antebrazo: el mismísimo codo. Como las radiografías mostraban allí adentro algo como para jugar a la payana o leer los buzios, le hicieron un yeso provisorio y encomendaron al capitán que lo hiciese retirar y radiografiar al cabo de quince días: si algo había quedado mal, se estaría a tiempo de arreglarlo. Como en quince días el buque estaría cruzando el Atlántico, la recomendación obvia era que había que mandar el tipo en avión a Buenos Aires o dejarlo en Bélgica (además, ¿para qué sirve a bordo un tipo con el codo enyesado de la muñeca al hombro? ¿Cómo baja por el cabo guardavidas al bote si hay que abandonar? ¿Cómo carajo flota, si vamos a eso, por más chaleco salvavidas que tenga –y en el hipotético caso de que consiga colocárselo-?) Pero eran otros tiempos, niños, y otros capitanes. El nuestro consideró que la enfermera de a bordo estaba perfectamente capacitada para retirar el yeso en alta mar y darse cuenta de cómo iba la cosa, y que no se justificaba infringir a la Empresa el gasto de los pasajes de avión del herido y de su relevo faltando tan poco para llegar a casa.
                (Incidentalmente, meses después, el tipo encontró al marinero en la salida de Maipú. El codo le quedó arruinado para siempre. Pero tuvo el buen criterio de no hacerle juicio a la Empresa, sino al capitán. Si hubiera justicia, el tipo consideraba que a aquel comando le deberían retribuir su lealtad a la Empresa con dolores similares a los del codo, pero en otra parte de su avara anatomía)
                Después, y justo a la salida de Leixoes, los dos mecánicos de máquinas se ponen a recorrer una de las bombas de agua de mar principal. Cuando llega el momento de colgar un aparejo para sacarla de la sentina alzan la vista, abren la boca, y ven que el primer lugar donde afirmarlo está tres cubiertas más arriba (y siempre y cuando consiguieran caminar por el techo de máquinas, como una mosca, por cosa de seis metros). Como aquel trabajo se pagaba aparte no era cosa de abandonarlo por semejante minucia, ni de perder demasiado tiempo en el mismo: con esa fe ciega en la propia inmortalidad que sólo se tiene antes de los treinta, apoyaron un tirante de madera entre dos puntos (que estaban lejos de estar a la misma altura, por lo que el tirante quedaba… bueno, quedaba como para partirles el traste a patadas a los dos). Cuelgan el aparejo, empiezan a levantar aquel chancho de fierro y bronce, se entusiasman con los tirones a la cadena y, justo como hubiera previsto don Murphy, en el momento en que está bien en el aire, zafa la punta más baja del tirante. El aparejo, al resbalar, se encarga de dirigir este extremo hacia abajo, y el tirante cae como un misil sobre la hueca cabeza de uno de los dos infelices. Atrás, y como en una caricatura del coyote, le caen la cadena, el aparejo, y la linga con sus grilletes.
                Todo en la misma cabeza.
                El tipo estaba laburando en otro sector, pero viene corriendo al escuchar los gritos (y hay que gritar para que te escuchen en máquinas, eh). Por entre los pelos de la cabeza se aprecia un corte como para despachar una carta, y se pueden ver los bordes blancuzcos del cuero cabelludo en una amplia sonrisa psicótica. Piadosamente, la sangre tapaba lo de abajo.
                El tipo y el mecánico que sobrevivió lo toman uno de cada sobaco, con una sola mano, lo levantan como si estuviese hecho de telgopor y lo llevan así, sin tocar el piso, escaleras arriba hasta la enfermería (ninguno de los dos tenía músculos suficientes para eso, claro.  Era simple y llano horror. Tanto así que, cuando se le pasó,  el tipo estuvo dos días sin poder mover el brazo de cómo le dolía)
                El buque se alejaba lentamente de las costas de Portugal, pero aún se veían. Estaban a tiempo de volver a puerto. El mecánico de la cabeza ventilada entra y sale de un desmayo, sin estar nunca del todo lúcido. Se hace la consulta por radio y la recomendación, por supuesto, es que no se puede recomendar nada sin hacerle radiografías al coyote. El capitán decide esperar hasta llegar a cierta isla en el camino (no me puedo acordar cual) y sigue viaje. Para cuando el buque llega a la isla, matecocido sigue sin poder comer helado sin meterse el cucurucho en el ojo, y duerme casi todo el tiempo. Dan dos vueltas a la isla, meta cháchara por radio, y finalmente el capitán decide que bueno, ya se le va a pasar, y otra vez sigue de largo. Deja atrás la isla y encara doce días de agua y agua, sin médico cerca ni ayuda posible.
                Si. Una joyita, el tipo.
                Uno o dos días después de esta última esperanza médica (por suerte el mecánico tenía la cabeza tan dura como se pensaba, y ya estaba mejor) el tipo va a dosarle un producto para control de alcalinidad a la caldera. Explico un poco, porque me han comentado que hay personas que no saben cómo son las cosas en las salas de máquinas (yo, en lo personal, dudo que eso sea posible, pero bueno, hay que esperar de todo). Todos son oficiales y todos vigilan y conducen las máquinas, pero, fuera de sus guardias, cada uno tiene una parte de los equipos a su cargo. Entre otras cosas, el tercero tiene las calderas y, sobre todo, el agua de éstas. Se le dice “agua”, pero en realidad eso es una simplificación. El agua de las calderas es un fluido especial, mimado, amasado, falopeado y controlado para que, en las condiciones de presión y temperatura a que se verá obligado a trabajar, no se coma vivo al material de las calderas y los equipos que usan vapor. Tiene tanto de agua como una Ferrari tiene de simple vehículo automotor. Y una de las cosas que no se le permiten es ser ácida. Se la pretende más que moderadamente alcalina y, para ello, y cuando los análisis le dan mal, hay que agregarle un líquido pesado, viscoso, y rabiosamente alcalino. Arde, pica, te saca la piel a tiras y te inspira nuevas y originales puteadas cuando, por accidente, entra en contacto con tu pellejo.
                Como no se lo puede meter en la caldera porque ésta está muy caliente y a mucha presión, se aprovechan las bombas que le rempujan agua dentro. El Neuquén tenía un embudito por el lado en que la bomba chupaba agua: uno cerraba la entrada de agua, abría el embudito, metía el líquido ahí, ponía la bomba en servicio y esta, chup, chup, chup, se lo encajaba a la caldera.
                El tipo llegó hasta ahí sin problemas. Y sin antiparras (eran otros tiempos: por aquel entonces, eran cosas de maricón). Dos chups fueron bien. Cuando la bomba iba a hacer el tercero, una de las válvulas de la bomba no cerró bien (piensen en esos corazones con un soplo, en los que las válvulas a veces quedan un poquito mal cerradas y la sangre no va del todo a donde debe), y el chup se transformó en un sput marcha atrás que pegó en la cara y el ojo derecho del tipo.
                El tipo compartía con Cervantes el vicio de leer “hasta los papeles que encontraba en la calle”, y quizás fue eso lo que lo salvó. Se había leído todos los que hoy se llaman MSDS (no por responsable, ojo, sino de puro aburrido nomás) y, en medio de su dolor y cagaso se acordó de cómo proceder. Empezó por meter cabeza y ojo bajo el chorro de una pileta, y a recordar la única cosa importante que le quedaba por hacer.
                Cuando el auxiliar de máquinas lo vio retorciéndose como para mirar dentro del agujero de la canilla pero con el agua abierta, y entendió lo que pasó, salió de máquinas corriendo y gritando “¡El Tipo se quemó el ojo con ácido, el Tipo se quemó el ojo con ácido!” Vino el primero de cubierta y vino la enfermera (y el inevitable y engorroso público de curiosos de rigor) y lo llevaron a la enfermería. El tipo seguía recordando lo único que le quedaba por hacer.
                En la enfermería, la enfermera ya había preparado todo y lo estaba esperando. Antes de que lo tocara, el tipo (con la poquita voz que le quedaba) le dijo  “No es acido. No es ácido. Es alcalino”
                Pálida, la enfermera apartó enseguida todo lo que tenía preparado. Una quemadura ácida se cura con productos alcalinos, y viceversa. Si se le aplica a un tipo de quemadura la cura del otro, simplemente se potencia el daño.
                -Bueh, ya está- pensó el tipo –Ahora es cuestión de suerte, nomás… ¡Pero cómo duele, carájo!-
                La curación fue dolorosa y espeluznante. Para evitar riesgos (no se sabía muy bien qué había detrás de la bolita roja en que se había convertido su ojo derecho) la enfermera decide curarlo, aquella vez y los días siguientes, a oscuras y apenas con una pequeña linterna como única fuente de luz.
                Pasaron los días. Todos los días, dos veces por día, le cambiaban los vendajes y le hacían curaciones (siempre a oscuras, y siempre la linternita). El tipo apenas vislumbraba la claridad del foquito a través del embadurne de furacina que le cubría el globo: ni siquiera sabía si le quedaba ojo, y sabía que preguntar era inútil. Para manejar la ansiedad se puso –contra las órdenes del jefe- a laburar. Hacía papeles, pedidos, escribía a máquinas, leía planos, dibujaba, y llegó a pintar todo el techo del camarote. Pero todo era en vano. Sabía que a bordo no había mucho con que manejar aquel escabeche de ojo que se las había arreglado para conseguir, sabía que el primer puerto estaba más de una semana adelante (y eso con suerte) y sabía que todo dependía de cuánto le había entrado, cuanto había logrado remover de entrada con el agua, y cuanto había podido neutralizar la enfermera en la primera curación. Andaba como alma en pena por todo el buque, molestaba en el puente, volvía locos a charla a los mozos, jodía en la cocina, lo echaban de la consola de máquinas y, en general, se sentía bastante desgraciado.
                Finalmente, un sábado a la tarde, enfermera y primero de cubierta deciden sacarle el vendaje a la luz y probar máquinas de aquel pobre ojo. Lo destapan y le dicen que abra. El tipo vacila: mientras no abra el ojo le queda la esperanza. Pero eso es tonto: no va a poder quedarse con la duda para siempre, y lo sabe. Despega los párpados (engomados por los restos de pomada) y mira.
                Ve mejor con ese que con el otro.
                Cuando la alegría y la sensación de haberse sacado la lotería sin haber comprado billete se le pasa, comprende. Los días de trabajar con un solo ojo, de forzarlo, de torturarlo contra la pintura blanca y las cagaditas de mosca de la Olivetti hicieron que el izquierdo se le cansara. El quemado, que no había resultado tan quemado después de todo, había ido de pasajero de primera toda esa parte del viaje.
                Después de las felicitaciones y agradecimientos se lo tapan de nuevo, y todos se preparan para el asado ritual de los sábados. Este se hacía a proa del castillo de popa, en un amplio espacio entre el castillo y la bodega cuatro. Lo más lejos posible de los ruidos de los motores y ventiladores de máquinas (el Neuquén tenía el casillaje al centro, un poquito a popa)  El tipo se sentó a la mesa (era temprano, casi no había nadie todavía salvo el asador y algunos mozos) y encaró el sol poniente. El buque se balanceaba amplia y lentamente, el aire olía como sólo huele el aire de mar en el medio del charco, y la yema rojo sangre del sol, un tanto achatada allá sobre el horizonte, espolvoreaba el agua (medio negra y medio violeta) con una infinidad de escamas de oro. Un vientito salado y tibio acariciaba la piel.
                -¿Qué te traigo?- le dijo el mozo de oficiales (en aquellas épocas los buques tenían cantina, es decir, un stock de productos, a precio sin impuestos, comprados por la Empresa y cuyo consumo a bordo se descontaba a fin de mes del sueldo.  Era barato, era cómodo, y reconfortante)
                -Tinto. Del bueno-
                -Una de tinto, entonces…-
                -No, no, no. Una para empezar. Vos seguí trayendo hasta que yo te diga basta: Hoy festejo-
               

                Se salvó de la resaca del día siguiente (cosa que interpretó como que el Cosmos entendía y perdonaba su pequeño exceso), pero los años transcurridos desde entonces no lograron que se perdonara a sí mismo los sustos recibidos. Imputado de Nabo de Primera Clase por su sentido común, los cuidados que ha venido teniendo desde entonces alcanzan apenas para pretender una reducción de condena por buena conducta… pero aquel cagaso no se lo saca nadie.               
               

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