EL COCODRILO DE EL LA PAMPA
Hay una historia muy conocida sobre un caimán
(moderadamente portátil) que crió un electricista en su camarote durante casi
seis meses, y que terminó chicoteando en la salida de Cangallo, prendido
furioso e inamovible de la mano del marinero de Prefectura que cometió la
grosería de introducirla en el bolso para buscar contrabando. Lamentablemente,
no es esta.
El cocodrilo de que se va a hablar fue una
solución desesperada que, por dudar de que se encuentre en manual alguno de
electricidad, el tipo considera necesario legar a las generaciones venideras.
El La Pampa las había pasado mal en el golfo de
Penas, saliendo para San Antonio Chile, y como consecuencia de ello se le había
inundado el pañol de proa. Como este pañol contenía todo el control eléctrico
de los cabrestantes, el buque se quedó sin la posibilidad de recuperar
cualquier metro de cadena de ancla que soltase, por lo cual entró sin espera y
se pasó un tiempito de reparaciones hasta que se reconstruyeron todos los tableros.
Luego estos funcionaron mal y quemaron el motor del cabrestante, se rebobinó el
motor y se volvieron a reconstruir los tableros. Quizá el lector piense que un
poco de agua no puede hacer mucho daño (especialmente si no conoce mucho de
buques) pero, para que se dé una idea, el pañol, visto desde la tapa que tenía
en el techo, tenía todo el aspecto de un modesto natatorio. Cuando la pintura
que flotaba, o los trozos de madera que las olas hacían estrellarse contra los
mamparos se apartaban un poco, era posible ver, en sus profundidades, las
tripas sumergidas de contactores, fusibles, interruptores, etc. Si eso no le da
una idea, tal vez sea más gráfico pedirle que se imagine qué haría con la
electroquímica de sus neuronas el que alguien le inundara el cerebro con agua
salada y luego se lo sacudiese con un par de pedazos de madera dentro.
Pero todo tiene arreglo dentro del universo
técnico, y el buque zarpó de nuevo con sus cabrestantes impecables.
Y pasó el tiempo, y avanzó el viaje.
Volviendo de Los Ángeles (y, por suerte, en
navegación) hay un pequeño principio de incendio en el tablero eléctrico
principal, en el circuito de una de las grúas de carga. Lo apagan (eran otras
épocas, claro. Casi no había matafuegos de polvo químico, y apagar un tablero
eléctrico no era la victoria pírrica que se consigue al destruir con el polvo
lo que se salvó del fuego). No se entiende bien qué pasó pero, como la grúa no
estaba funcionando, la carga eléctrica era poca y el chispazo no pasó de un
susto. El tipo cambia los contactores, revisa los fusibles, prueba y se queda
tranquilo. No es nada fuera de lo común que ocurran cosas que se solucionan sin
que nadie entienda bien por qué, y la experiencia indica que, a veces, lo más
prudente es agradecer y cruzar los dedos.
Hasta que vuelve
a explotar ese circuito.
El tipo (primer oficial de máquinas, por aquel
entonces) alumbra, mira (alumbrar con la linterna un tablero eléctrico tiene
algo de reconfortante: no suele servir de mucho per se, pero se siente como si
se lo asperjase con agua bendita) y encuentra unas sospechosas manchas blanco-cristalinas
en la zona de la explosión. Las prueba y mira, estupefacto, a los muchachos de
máquinas que lo rodean. Lo blanco es sal marina.
Hay gotas de agua de mar en el único lugar del
buque donde es físicamente imposible que las haya. Y en donde quizás resulten
también más peligrosas.
Más linterna, más miradas, más cuidadoso
inspeccionar los circuitos desconectados, hasta descubrir que el agua gotea
lentamente desde casi medio metro más arriba. De los tres conductores que salen
hacia el cabrestante de proa.
La primera reacción es considerarlo un error,
un imposible. Esos conductores no están desconectados y están manejando
380voltios: si hubiese agua haciendo contacto entre ellos (salada, además) el
cortocircuito volaría todos los fusibles y seguridades… no sin antes regalarle
al atento público una explosión de esas de cambiarse la ropa interior.
Pero resulta que ES (como cuando llora una
estatua de la Virgen) Sigue habiendo 380 volts en las tres fases, sigue
llegando a proa sin problemas, y, al mismo tiempo, sigue goteando agua de mar
desde el cobre de cada una de las tres fases. Y sin explosión. Bueno: sin
explosión hasta que las gotas caen sobre el circuito de la grúa. Ahí sí, ¡PUM!
Dos termos de mate después, el pool de neuronas
de máquinas (flor que sólo puede ser apreciada en algunos cuartos de control, y
sólo bajo ciertas condiciones de amenidad y profesionalismo muy particulares)
llega a una teoría aceptable para explicar la cosa. Entienden que cuando el
cuarto de proa se inundó, el conductor de media tensión quedó sumergido y
sometido a presión hidrostática. Se empapó de agua salada, y por capilaridad
chupó más aún de lo que la presión podía meterle.
Los trabajos en San Antonio secaron
perfectamente la punta de proa del cable, de modo tal que, si bien dentro
de cada uno de los tres conductores de cobre había agua, en los chicotes no
había ninguna que permitiera viajar a la electricidad de uno al otro y causar
así un cortocircuito. Como los forros de esos cables tienen una aislación
excelente, el agua no pudo hacer otra cosa que permanecer encerrada e
inofensiva.
Luego, y como la proa siempre está más alta que
la popa, el agua, dentro de cada forro del cobre, empezó a viajar hacia atrás.
Pasó por la bodega uno, la dos, la tres, la cuatro, se metió bajo el casillaje,
bajó hasta sala de máquinas, y, una vez allí, la muy hija de su madre se descolgó sobre la
alimentación a la grúa.
¿Por qué no explotó en máquinas, en el tablero
de alimentación al cabrestante? Fácil: llegaba a una bornera donde los tres
extremos de los tres conductores estaban atornillados uno junto al otro. Como el agua no anda de costado, el agua de uno
jamás tocaba el agua del otro, y la corriente no llegaba a establecerse.
Bien. Ahora había que dedicar un tercer termo a
decidir qué hacer. No se podía desconectar el cabrestante de proa (Anclas
siempre había que tener), pero tampoco se podía admitir aquel flujo de lágrimas
explosivas dentro del tablero principal, particularmente sobre la parte de las
grúas que, cuando operaban, comían relámpagos. Tampoco se podía dejar de operar
en carga y descarga; no, por lo menos, si los maquinistas apreciaban en algo la
posesión de sus propios genitales.
¿Qué hacer?
Apareció entonces el cocodrilo. No nació como
tal, por supuesto. La idea (un ejemplo de pensamiento lateral, que le dicen)
fue no resignar nada, sino trasladar un problema que no tenía solución a otro
sitio donde resultase inofensivo.
Se amuró detrás del tablero principal y
perpendicular al mismo una tabla de pertinax (nadie sabía muy bien qué hostias
era el pertinax, de qué estaba hecho o de qué animal se sacaba, pero la cosa
era que a bordo siempre había mucho, y que aislaba muy bien la electricidad).
Se le hicieron tres agujeros, y se colocaron en ellos tres gruesos bulones.
Luego se sacó del tablero un grueso cable con los 380 volts que había que
mandar a proa, y se abulonó de un lado de la tabla (de modo que las puntas del
cable quedasen abajo, y el cable llegase desde arriba) Del otro lado de la tabla, como sin duda ya se
habrá adivinado, se conectaron los cables llorones que venían de proa, y con la
misma orientación arriba/abajo: la idea era que el agua cayera fuera del
tablero, pero que la electricidad pudiera seguir fluyendo.
Claro que, comprendieron, una tabla
rectangular podía permitir que el agua
se juntase en su canto inferior antes de caer: si ello sucediese (aha, adivinó)
PUM. Así que el tipo, con arte y con gusto, aserró, limó y pulió alrededor de
los bornes para que los mismos quedasen en el extremo inferior de unas puntas
muy aguzadas. Gota que escurría, gota que se arrastraba por el diente hacia
abajo y caía. Y ya que estaba, le dio una cierta inclinación al borde superior
de la tabla que hizo que el extremo amurado al tablero fuese bastante más ancho
que el que estaba en voladizo. Por razones de peso, dijo.
Las risas empezaron mucho antes de que la
prueba del circuito resultase satisfactoria. No sólo se habían resuelto las
explosiones de las grúas y el goteo de los cables llorones dentro del tablero,
sino que, además, se había construido detrás del tablero algo muy parecido a la
muestra de una vieja taberna inglesa. De haberlo previsto antes de conectar,
con muy poca pintura se lo podría haber bautizado como “la posada del caimán
baboso”, “Taberna El Lagarto Hidrofóbico”, o algo por el estilo.
Se terminó la tarea con el clásico y ritual
gesto de ponerle una lata debajo (de dulce de batata, en virtud del radio de
goteo), y se acordó no vaciar el agua recogida hasta que la lata rebalsase o se
llegara a Buenos Aires –lo que ocurriese primero- como evidencia a presentar
ante los señores Inspectores de Electricidad de la Empresa (los cuales, dicho
sea de paso, terminaron agarrándose la barriga de risa ante el aspecto triste y
mojado del cocodrilo baboso del La Pampa)
El tipo no volvió al buque, pero le contaron
que la risa de los inspectores amainó bastante al explicárseles que la única
solución apropiada para el problema era cambiar todo el conductor (o sea algo casi
tan largo como la eslora del buque, y enhebrado para mejor en lo más profundo
de su espinazo).
Al tipo no le consta, pero le contaron que el
buque se terminó vendiendo con el cocodrilo puesto, como las chemise Lacoste:
Si existe el hechizo mágico de la vida eterna, la primera frase del
encantamiento debe ser –“Bueno, esto es
provisorio. Por ahora lo dejamos así”-
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