Guadalupe:
Antes de la imposición mundial
del ISPS (para los que no lo saben, la sigla vale por Imbecile Sindrome of the
Paranoid States) los puertos eran lugares que podían visitarse. De hecho, y
aunque hoy en día parezca increíble a las nuevas generaciones, los marinos
teníamos casi tanto derecho a que nos
visiten nuestras familias como el que gozan los criminales más peligrosos (Hoy,
por supuesto, eso ya no es así: una madre que cene con vos o una esposa que te
acompañe una noche pueden significar la derrota final en la lucha internacional
contra el terrorismo).
Esto era así en todo el mundo
(bueno, tras la cortina de hierro no, pero eso no se debía a que estuvieras en
el puerto o a que fueses marino: allí
todo estaba prohibido, en todos lados), y eso permitía, también, que mucha
gente se ganase la vida de diferentes maneras. El barquero siempre necesita
cosas, y a veces no dispone del tiempo de ir por ellas, así que los vendedores
de electrónica de Los Ángeles, los artesanos de Port Said, los escultores de
chucherías de Dakar, los tejedores de Guayaquil, y otros tantos de tantas razas
y tantos idiomas, hacían sus pesitos vendiéndonos cosas, y nosotros
disfrutábamos chusmeando, mirando y comprándoselas. Y todos contentos.
Las mujeres también tenían su
nicho en esta economía. Y no sólo en ese aspecto que sin duda ustedes,
perversos de mente sucia, ya deben haber anticipado, sino en muchos otros más
esforzados y menos amenos. Había lavanderas y había costureras, y si bien a
veces la línea entre esos oficios y el otro era media gris, y no era raro que
alguna de las señoritas cambiase de oficio entre una lavada y una planchada,
había muchas mujeres –ancianas ellas- que lograban sobrevivir con el esfuerzo
de sus ojos cansados y de sus agujas sabias. Y de los barqueros que no sabían
(o no querían) coser ni remendar.
En Veracruz subían varias, y ya
eran viejas conocidas. La mayor de todas era, también, la más hábil y prolija
en su costura, así que no era raro que se le reservasen pantalones comprados en
Estados Unidos para dobladillar o ajustar. Pegaba botones, zurcía rotos en
prendas finas y, cuando el tiempo de estancia en puerto del barco lo permitía,
se llevaba una canasta con ropa sucia y la devolvía lavadita y planchada.
El capitán del Misiones II había
comprado un traje (uno bueno) en Nueva Orleans, y le había dado a esta anciana
los pantalones para que les hiciera el dobladillo. Se los dio apenas llegaron a
puerto, y dos días después, cuando el buque estaba ya a punto de zarpar,
recordó que no los había pagado ni recogido. Así que empezó a buscarla.
En el comedor de oficiales (al
fresco y oscurito) el Tipo y dos compinches más compartían un café con las
viejitas. Charlaban y charlaban, intercambiando chistes con acento mexicano con
bromas de acento porteño, y totalmente indiferentes (por no estar de guardia)
al apuro y las corridas usuales previas a la zarpada.
Por la puerta doble de
cristales, cada tanto, veían pasar apurado al capitán. Subía y bajaba las
escaleras nervioso (como cuando falta un papel o un tripulante, o algo anda mal
con la carga), y volvía a pasar por el pasillo. Minutos después empezaron a
preocuparse, porque seguía con aquellos angustiosos recorridos, pero esta vez a
los gritos de -¡Guadalupe! ¡Guadalupe!-
¿Quién sería Guadalupe?, se
preguntaban en el comedor. Las mexicanas se encogían de hombros, perplejas:
ninguna Guadalupe había venido con ellas aquella vez.
Y -¡Guadalupe, Guadalupe!
¡¿Dónde estás, carájo?!- otra vez, escaleras arriba y escaleras abajo. Hasta
que, finalmente, vio a las viejitas en el comedor charlando con el tipo y los
demás. Se vino como una tromba -¡Pero, Guadalupe, carájo! ¡Ya nos vamos, y
todavía no me diste los pantalones ni te los pagué!
¡¿Por qué no viniste?! ¿No
escuchás que te estoy llamando a los gritos por todos los pasillos?-
La más anciana de las costureras
se llevó la mano a la boca, consternada, y le respondió (y esta parte hay que
leerla imaginando el acento mexicano) -¡disculpe, capitán, disculpe! ¡No sabía
que me buscaba a mí! ¡Yo no me llamo Guadalupe: me llamo Socorro!-
Fue entonces cuando el tipo
descubrió la velocidad y la cintura de aquel capitán, ya que sin dudarlo ni
pensarlo, éste le respondió –Ya sé, ya sé. Pero tenés que entender: yo soy el
capitán.
¿Te imaginás el kilombo que se
puede armar si empiezo a correr por los pasillos gritando “¡Socorro, Socorro,
Socorro!”?-
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